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Resurrección
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Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XIV

Esperando que podría hablar a solas con Katucha, como lo hacía de ordinario después del té y de la cena en común, Nejludov se había sentado cerca de Kryltsov y charlaba con él. Le habló, entre otras cosas, de la confidencia que le había hecho Makar al contarle la historia de su crimen. Kryltsov escuchaba atentamente, su mirada febril clavada en su interlocutor.

Sí dijo, un pensamiento me preocupa a menudo: he aquí que caminamos al lado de ellos, al lado de estos mismos hombres por los cuales lo hemos sacrificado todo. Y sin embargo, no solamente no los conocemos, sino que ni siquiera queremos conocerlos. Por parte de ellos es peor aún: nos odian, nos consideran como a enemigos. Y esto es espantoso.

No hay en eso nada de espantoso dijo Novodvorod, que había escuchado la conversación. Las masas no respetan más que el poder añadió con su sonora voz. Hoy, el poder es el gobierno, y por eso ellas lo respetan y nos odian; mañana estaremos nosotros en el poder y será a nosotros a quienes respetarán.

En el mismo instante se oyeron detrás del tabique juramentos, el empujón de gente que chocaba contra el muro, un ruido de cadenas, gritos agudos. Golpeaban a alguien y este alguien gritaba pidiendo socorro.

¡He ahí a las bestias feroces! ¿Qué relaciones podemos nosotros tener con ellos? dijo Novodvorod con tono tranquilo.

¿Bestias feroces, dices? ¿Y la acción que me contaba hace un momento Nejludov? dijo Kryltsov con tono irritado, repitiendo cómo, con peligro de su vida, Makar había querido salvar a uno de sus paisanos. Eso no es bestialidad, sino una hazaña.

Sentimentalismo replicó Novodvorod con ironía. Nos es difícil comprender los impulsos de esos hombres y los motivos de sus actos. Tú ves generosidad donde tal vez no hay más que envidia hacia el otro forzado.

¿Por qué quieres negar todo buen sentimiento en los demás? preguntó Pavlovna, acalorándose repentinamente.

Ella tuteaba a todos sus compañeros.

No puedo ver lo que no existe.

¿Cómo? ¿Es que no existe eso? ¿No se arriesga ese hombre a sufrir una muerte horrible?

En mi opinión dijo Novodvorod, cuando queremos cumplir nuestra obra, la primera condición es desterrar las quimeras y ver las cosas tal como son. Kondratiev había soltado el libro que leía, para escuchar atentamente a su maestro. Es preciso hacer todo por las masas populares y no esperar nada de ellas. Esas masas son el objeto de nuestra actividad, pero no pueden colaborar con nosotros mientras permanezcan inertes como están ahora continuó, como si estuviera dando una conferencia. Por eso es completamente ilusorio contar con su colaboración mientras no esté acabado el proceso de desarrollo de esas masas, proceso en la realización del cual trabajamos.

¿Qué proceso de desarrollo? preguntó Kryltsov animándose de improviso. Afirmamos estar contra el despotismo, ¿y no hacemos use nosotros mismos de un despotismo igualmente espantoso?

No veo en eso ningún despotismo respondió Novodvorod, siempre tranquilo. Digo solamente que conozco la vía que debe seguir el pueblo y que puedo indicársela.

Pero, ¿cómo sabes tú que la vía indicada por ti es la verdadera? ¿No es ése el despotismo que engendró tanto la Inquisición como las matanzas de la Revolución francesa? Y sin embargo, ésta declaraba también que conocía científicamente la vía única y verdadera.

El hecho de esos errores no prueba que yo esté en un error. Y además, nada más lejos que los sueños de los ideólogos de las conclusiones de la ciencia económica.

La voz de Novodvorod llenaba toda la celda. Hablaba solo y los demás guardaban silencio.

Discuten siempre dijo María Pavlovna cuando también Novodvorod se calló.

¿Y usted qué piensa de eso? preguntó Nejludov a María Pavlovna.

Yo creo que Anatolii tiene razón y que es imposible imponer nuestros puntos de vista al pueblo.

¿Y usted, Katucha? preguntó Nejludov con una sonrisa y un vago temor de que ella dijera lo que no convenía decir.

Yo creo que el pobre pueblo está aplastado dijo ella ruborizándose. Está demasiado aplastado el pobre pueblo.

¡Exacto, Mijailovna! exclamó Nabatov. Aplastan rudamente al pueblo. Y no es justo que ocurra así. ¡En eso consiste nuestra obra!

Una extraña idea de nuestra misión revolucionaria dijo malhumorado Novodvorod, quien se puso a fumar en silencio.

¡Me es imposible hablar con él! dijo Kryltsov en voz baja. Y se calló.

– Y vale más no discutir comentó Nejludov.

XV

Aunque Novodvorod fuese apreciado por todos los revolucionarios, aunque fuese muy sabio y lo considerasen muy inteligente, Nejludov lo colocaba entre los hombres de su partido que, estando desde el punto de vista moral por debajo del término medio, descienden incluso más bajo. Grande era su potencia intelectual, su numerador; pero la opinión que tenía de sí mismo, su denominador, era infinitamente mayor y desde hacía mucho tiempo había sobrepasado sus fuerzas intelectuales.

Era un hombre de un carácter moral completamente opuesto al de Simonson. Este último era de esos temperamentos más bien masculinos en los que las acciones están, determinadas por la actividad del pensamiento. Novodvorod, por su parte, pertenecía a los temperamentos más bien femeninos, en los que la actividad intelectual está dirigida en parte hacia la realización del objetivo propuesto por el sentimiento y en parte hacia la justificación de los actos provocados por el sentimiento.

Toda la actividad de Novodvorod, aunque él no supiera presentarla con elocuencia ni apoyarla con argumentos convincentes, se le aparecía a Nejludov como basada sólo en la vanidad y en el deseo de predominar. Al principio, en el período de sus estudios, había asimilado, gracias a sus facultades, los pensamientos de otros y, al repetirlos fielmente, había destacado entre los profesores y los estudiantes en aquellos sitios donde esas facultades eran muy apreciadas: en el colegio, en la universidad y en el doctorado. Pero cuando recibió su diploma y terminó sus estudios, este dominio desapareció, según supo Nejludov por boca de Kryltsov, quien no le tenía simpatía a Novodvorod.

Para seguir descollando en un nuevo ambiente, había modificado por completo sus ideas, y, de evolucionista, se había convertido en «rojo». Gracias a la ausencia, en su carácter, de las cualidades morales y estéticas que hacen nacer dudas y vacilaciones, pronto adquirió la situación de jefe de partido, que satisfacía ampliamente a su amor propio. Una vez escogida su tendencia, no vacilaba ya, y de ahí su seguridad de no equivocarse nunca. Todo le parecía extraordinariamente simple, claro y cierto. Y, con su estrechez de miras, todo debía en efecto ser muy simple, muy claro y, según su expresión, no le quedaba más sino ser lógico. Tan firme era su seguridad, que necesitaba o rechazar a los hombres o dominarlos. Y evolucionando su actividad en un medio de gentes muy jóvenes, que tomaban su inconmensurable seguridad por profundidad y sabiduría, la mayoría se sometía a su ascendiente, y de ahí su autoridad.

Su actividad consistía en preparar la revolución que le daría el poder y permitiría establecer una Asamblea Constituyente. Debía someter a esta asamblea su programa, y estaba absolutamente convencido de que este programa resolvía todas las cuestiones y que forzosamente había que realizarlo.

Sus camaradas lo estimaban por su audacia y su resolución, pero no lo querían. Por su parte, él no quería a nadie; trataba como rivales a todos los hombres que destacaban de lo corriente y, si hubiera podido, habría obrado hacia ellos como el viejo mono macho trata a los jóvenes. Habría arrancado a esos hombres toda su inteligencia, y todas sus aptitudes, a fin de que no pudiesen estorbar la manifestación de sus propias facultades; no trataba bien más que a aquellos que se inclinaban ante él. Así obraba ahora con Kondratiev y con Vera Efremovna y con la bonita Grabetz, las dos enamoradas de él. Aunque en principio fuera partidario de la emancipación de la mujer, en el fondo las consideraba a todas tontas a insignificantes, excepto aquellas de las que, a menudo, se enamoraba sentimentalmente, como ahora de Grabetz; las consideraba entonces como mujeres superiores de las que únicamente él sabía apreciar las cualidades.

Lo mismo que todos los problemas, el de las relaciones entre los sexos se le aparecía como muy simple, muy claro y perfectamente resuelto por el reconocimiento del amor libre.

Tenía una mujer ficticia y otra verdadera; de ésta se había separado después de haber adquirido la convicción de que entre ella y él no existía amor real; y ahora se proponía entrar en una nueva unión libre con Grabetz 30  30Entre la gente joven rusa de ideas avanzadas estaba extendida por aquellos años la costumbre de casarse ficticiamente, que era la expresión empleada, con una muchacha joven con el único objeto de substraerla a la autoridad de su familia y permitirle así que se dedicara a la actividad por ella elegida. No era en modo alguno la mujer efectiva de su marido, y cada uno de ellos podía, por su parte, entrar seguidamente en «unión libre» con un compañero o compañera elegidos, esta vez en realidad. N. del T.


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Desdeñaba a Nejludov porque, según su expresión, éste «hacía teatro» con Maslova, y sobre todo porque se permitía discernir no solamente punto por punto, como él, Novodvorod, los defectos de la organización de la sociedad actual y los medios de modificarla, sino también porque lo hacía completamente a su manera, a la manera «principesca», es decir, tonta. Nejludov conocía muy bien esta opinión profesada por Novodvorod respecto a él y, a pesar de las excelentes disposiciones que lo animaban durante todo aquel viaje, le pagaba con la misma moneda: no podía, con gran pena por su parte, dominar su fuerte antipatía hacia aquel hombre.

XVI

Las voces de las autoridades se dejaron oír en la celda contigua. Todos guardaron silencio a inmediatamente después entró el vigilante jefe seguido de dos soldados. Era retreta. El suboficial contó a los presos, señalando a cada uno con el dedo. Cuando llegó delante de Nejludov, le dijo familiarmente:

Ahora, príncipe, ya no puede quedarse usted después de la retreta. Va a tener que marcharse.

Nejludov, sabiendo lo que aquello significaba, se acercó a él y le deslizó en la mano tres rublos que tenía preparados.

Bueno, no hay modo de discutir con usted; quédese todavía un poco.

El suboficial iba a salir cuando entró otro suboficial seguido por un preso alto y delgado, de barba rala, con un ojo hinchado.

Vengo a ver a mi niña dijo el preso.

¡Oh, ha venido papá! gritó de pronto una sonora vocecita. Y una cabeza rubia se asomó detrás de Rantseva, quien, ayudada por María Pavlovna y Katucha, confeccionaba de una de sus faldas un nuevo vestido para la niña.

¡Soy yo, hijita, soy yo! dijo Buzovkin con ternura.

La niña está bien aquí dijo María Pavlovna mirando con compasión el amoratado rostro del preso.

Las barinias me están haciendo un vestido dijo la niña, mostrando a su padre el trabajo de Rantseva, un vestido lindo, precioso.

¿Quieres acostarte con nosotras? preguntó Rantseva acariciando a la niña.

Sí. ¿Papá también?

Una sonrisa iluminó el rostro de Rantseva.

Papá no puede dijo. Entonces, nos la deja usted, ¿verdad? preguntó ella al padre.

Vamos, déjela dijo el suboficial parado a la puerta; luego salió con su colega.

En cuanto los soldados se hubieron marchado, Nabatov se acercó a Buzovkin y le preguntó, tocándole en el hombro:

Bueno, hermano, ¿es verdad que Karamanov quiere cambiar con otro?

El rostro amable y bonachón de Buzovkin se puso sombrío inmediatamente y sus ojos se velaron.

No hemos oído decir nada. No es probable. Y, siempre con la misma mirada huidiza, añadió : Bueno, hijita, quédate aquí con las barinias. Y se apresuró a salir.

Está enterado de todo, y es verdad que han hecho el cambio dijo Nabatov. ¿Qué va usted a hacer, pues?

Cuando lleguemos a la ciudad informaré a la autoridad superior. Conozco a los dos de vista respondió Nejludov.

Todos se callaban, con el deseo evidente de no abrir de nuevo la discusión.

Simonson, quien durante todo aquel tiempo había estado silencioso, tendido en el rincón de una cama, con las manos tras la cabeza, se incorporó con decisión y, abriéndose paso a través de sus compañeros, se acercó a Nejludov.

¿Puede usted atenderme ahora?

Desde luego respondió Nejludov, quien se levantó para seguirlo.

Dirigiendo los ojos a Nejludov y encontrando su mirada, Katucha enrojeció y agachó la cabeza con aire perplejo.

Simonson salió con Nejludov al corredor. Los ruidos y las explosiones de voces de los presos comunes se dejaban oír sin más. Nejludov hizo una mueca, pero Simonson no pareció turbarse lo más mínimo.

He aquí de qué se trata empezó este último, mirando con sus bondadosos ojos, con atención y bien de frente, el rostro de Nejludov. Conociendo sus relaciones con Catalina Mijailovna, considero que es mi deber...

Pero tuvo que interrumpirse, porque a la puerta misma del corredor dos voces gritaban a la vez:

¡Te digo, imbécil, que no es mío! gritaba una voz.

¡Ahórcate con él, miserable! respondía el otro.

María Pavlovna salió en aquel momento al corredor.

Pero es imposible hablar aquí indicó ella. Pasad a esa celda; no está más que Vera.

Los precedió, entró por una puerta vecina a una estrecha celda, evidentemente pensada para un solo preso y por el momento asignada a los condenados políticos. En la cama, con la cabeza tapada, estaba tendida Vera Efremovna.

Tiene jaqueca; duerme y no oye nada. Yo os dejo.

Al contrario, quédate dijo Simonson. No tengo secretos para nadie y muchísimo menos para ti.

Está bien dijo María Pavlovna; y, con un movimiento de caderas típico de los niños, balanceando su cuerpo a derecha a izquierda, se sentó en la cama y se dispuso a escuchar, la mirada de sus hermosos ojos de oveja perdida en el vacío.

Bueno, he aquí el asunto: conociendo las relaciones de usted con Catalina Mijailovna, creo mi deber decirle cuáles son las mías.

¿Qué quiere decir eso? preguntó Nejludov, admirando a pesar suyo la simplicidad y la franqueza con que le hablaba Simonson.

Quiere decir que deseo casarme con Catalina Mijailovna...

¡Asombroso! exclamó María Pavlovna, clavando su mirada en Simonson.

...y he resuelto pedirle que sea mi mujer.

Pero, ¿qué puedo hacer yo? Eso depende de ella replicó Nejludov.

Sí, pero ella no tomará ninguna resolución sin contar con usted.

¿Y por qué?

Porque en tanto que no se aclare la cuestión de las relaciones entre ustedes, ella no tomará ninguna decisión.

Por mi parte, la cuestión está completamente resuelta. Yo quería hacer lo que considero mi deber y, además, mejorar su situación; pero en ningún caso tengo el propósito de estorbar su libertad de acción.

Pero ella no acepta que usted se sacrifique.

No hay en eso ningún sacrificio.

Y sé que la resolución que ella ha tomado es inquebrantable.

Entonces, ¿para qué pedir mi parecer?

Ella querría que usted lo reconociese también.

Pero, ¿cómo puedo reconocer que no debo hacer lo que considero un deber? Lo único que puedo decirle a usted es que yo no soy libre y ella sí lo es.

Simonson permaneció pensativo algunos instantes.

Está bien, se lo diré. Pero no crea usted que estoy enamorado de ella prosiguió. La quiero como a una bella y rara criatura que ha sufrido mucho. No le pido nada; pero tengo unos deseos terribles de acudir en su ayuda, de aliviar su sit...

Nejludov observó con sorpresa el temblor de la voz de Simonson.

...de aliviar su situación. Si ella no quiere aceptar su ayuda, ¡que acepte la mía! Si ella consintiera, pediría ser deportado al mismo sitio donde la encarcelen. Cuatro años no es una eternidad. Viviré cerca de ella y quizá pueda mejorar su suerte...

La emoción le obligó a detenerse de nuevo.

Pero, ¿qué puedo decir yo? preguntó Nejludov. Me alegro de que ella haya encontrado un protector como usted.

Es lo que yo quería saber. Quería saber si, amándola como usted la ama, deseándole todo el bien posible, juzga usted nuestro casamiento como un bien para ella.

¡Oh, desde luego! exclamó Nejludov con firmeza.

No se trata más que de ella. Todo lo que yo querría es que esa alma que tanto ha sufrido pudiera reposar dijo Simonson mirando a Nejludov con una ternura infantil que no se habría podido esperar de un hombre tan reservado.

Se levantó, agarró la mano de Nejludov, se inclinó hacia él y, con una sonrisa tímida, lo besó.

– Entonces, así se lo diré concluyó, ya saliendo.

XVII

Ah, fíjese usted! dijo María Pavlovna. ¡Enamorado, completamente enamorado! No lo habría creído en mi vida. Vladimir Simonson enamoriscándose de una manera tan tonta, tan pueril. Es sorprendente, y se lo digo a usted con toda franqueza, eso me apena dijo con un suspiro.

Pero, ¿qué piensa usted de Katucha? ¿Cómo toma ella la cosa?

¿Ella? María Pavlovna se detuvo, buscando sin duda una respuesta tan precisa como convincente ¿Ella? Mire usted, a pesar de su pasado, es una naturaleza de las más morales.. , y sus sentimientos son tan refinados... Ella lo quiere a usted con un cariño bueno, se siente dichosa pudiendo hacerle un bien, aunque sea un bien negativo: el de no ligarse usted a ella. En lo que la concierne, su casamiento con usted sería una terrible caída, sería peor que todo lo que le ha pasado; por tanto no consentirá nunca. Y, sin embargo, la presencia de usted la turba.

Entonces, ¿debo desaparecer? preguntó Nejludov.

María Pavlovna sonrió con su dulce sonrisa infantil.

Sí, en cierta medida.

¿Qué quiere decir eso de desaparecer en cierta medida?

No le he dicho a usted la verdad... Pero en fin, en lo que a ella se refiere, yo quería decirle a usted que probablemente ella ve toda la insensatez del amor entusiasta de Simonson, aunque él no le haya dicho todavía nada de eso, y se siente a la vez halagada y aterrada. Mire usted, yo no soy competente en estas cuestiones, pero me parece que, por parte de Simonson, lo que hay es un sentimiento humano muy ordinario, por enmascarado que esté. Él insiste en que su amor estimula sus energías y que es platónico. Pero yo sé que si bien es un amor especial, no deja de tener en el fondo una cosa sucia, como le pasa a Novodvorod con Grabetz.

Arrastrada por su tema favorito, María Pavlovna se había desviado de la cuestión.

Pero yo, ¿qué debo hacer? preguntó Nejludov.

Creo que usted debe hablarle. Siempre vale más que la situación sea clara. Voy a llamarla, ¿quiere usted?

Se lo ruego.

María Pavlovna salió. Un sentimiento extraño invadió a Nejludov cuando se quedó solo en la pequeña celda, escuchando la respiración apacible, entrecortada a veces por suspiros, de Vera Efremovna, así como el estrépito incesante producido por los forzados al otro lado de la puerta.

Las palabras de Simonson desligaban a Nejludov del compromiso que había contraído y que, en los momentos de debilidad, le parecía pesado y aterrador; sin embargo, aquel cambio le resultaba desagradable, incluso penoso. En este sentimiento entraba también la conciencia de que la propuesta de Símonson destruía la superioridad de su acción, disminuía a sus ojos y a los de los demás el valor de su sacrificio: si un hombre, por lo demás, excelente, pero que no tenía ningún vínculo con ella, quería unir su destino al de Katucha, el sacrificio por parte de él, de Nejludov, no era ya tan completo.

Quizá también había en él un simple sentimiento de celos: estaba tan acostumbrado al amor de Katucha hacia él, que no admitía la posibilidad de que ese amor se dirigiese a otro. Aquello arruinaba, además, un proyecto formado desde hacía mucho tiempo: vivir cerca de ella mientras cumpliese su pena. Si ella se casaba con Simonson, su presencia se haría inútil y tendría que combinar un nuevo plan de vida.

Aún no había tenido tiempo de desmenuzar sus sentimientos cuando la puerta se abrió y entró el barullo creciente que llegaba de las celdas de los forzados (había aquel día entre ellos una agitación especial), y Katucha penetró en la celda.

Se acercó a él con paso rápido.

María Pavlovna me ha enviado aquí dijo, deteniéndose muy cerca.

Sí, tengo que hablarle. Pero siéntese. Vladimir Ivanovitch ha estado conversando conmigo.

Ella se sentó, colocó las manos sobre las rodillas, muy tranquila en apariencia. Pero al oír el nombre de Simonson se puso toda arrebolada.

¿Y qué le ha dicho? preguntó.

Me ha dicho que quería casarse con usted.

El rostro de Katucha se contrajo de pronto en una expresión de sufrimiento; pero bajó los ojos sin decir nada.

Me ha pedido mi consentimiento o mi consejo. Le he contestado que todo dependía de usted y que era usted la única que tenía que decidir.

¡Ah, qué locura! ¿Por qué, por qué? exclamaba mirando a Nejludov a los ojos con aquella mirada que bizqueaba de una forma muy especial y que a él lo dejaba siempre tan impresionado.

Durante algunos segundos permanecieron así, los ojos en los ojos; y, para los dos, aquella mirada era elocuente.

Es usted quien tiene que decidir repitió Nejludov.

¿Qué he de decidir yo? dijo ella. ¡Todo está decidido hace ya mucho tiempo!

No, es usted quien tiene que decir si acepta la proposición de Vladimir Ivanovitch.

– ¿Cómo pensar en el casamiento, yo, una «forzada»? ¿Por qué habría además de estropear la vida de Vladimir Ivanovitch? dijo ella, poniéndose de pronto de humor tétrico.

– Sí, pero si la indultan...

– ¡Ah, déjeme! ¡No tenemos nada más que decirnos! Se levantó y salió.


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