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Resurrección
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 15:13

Текст книги "Resurrección"


Автор книги: Leon Tolstoi



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XIX

Maslova no fue llevada a la cárcel hasta las seis, doloridos los pies después de quince verstas 11  11medidas itineraria equivalente a 1.067 metros


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de marcha desacostumbrada por una calzada de piedra. Aunque aniquilada por la severidad imprevista de la sentencia, tenía hambre.

Durante una suspensión de la vista, los guardianes habían comido en su presencia pan y huevos duros; la boca se le hizo agua y se dio cuenta de que tenía hambre, pero le habría parecido humillante pedirles algo , y la vista recomenzó y duró todavía más de tres horas, y había acabado por no sentir ya hambre, sino únicamente debilidad. La lectura de la sentencia la había encontrado en esta disposición de espíritu, y al escucharla creyó estar soñando. La idea de los trabajos forzados no consiguió implantarse fácilmente en su espíritu. Pero la acogida que se le dio a la lectura de su condena por los magistrados y los jurados le hizo ver pronto la realidad de la misma. Entonces, sublevada, había gritado su inocencia con todas sus fuerzas, pero también su grito fue acogido como una cosa natural, prevista y sin alcance en su situación. Se había deshecho en lágrimas, fatalmente resignada a soportar hasta el fin la extraña y cruel injusticia que se había realizado en detrimento de ella. Una cosa sobre todo la asombraba: que aquella dura sentencia le fuese infligida por hombres, por hombres jóvenes y no viejos, los mismos que de ordinario la miraban con tanta complacencia. Únicamente el fiscal era la excepción. En la sala de los presos, aguardando el comienzo de la vista, y luego, durante las suspensiones, había visto que aquellos hombres, so pretexto de que tenían que hacer algo allí, pasaban por delante de la puerta de la estancia donde se encontraba e incluso entraban para tener ocasión de mirarla. ¡Y estos mismos hombres la habían condenado a la cárcel, aunque ella fuese inocente de lo que se la acusaba! Había comenzado a llorar, hasta quedar, poco a poco, sin lágrimas y completamente postrada. Cuando, después de la vista, la encerraron en el calabozo del Palacio de Justicia en espera de su traslado a la cárcel, no tenía más que un pensamiento: fumar.

En este estado la encontraron Botchkova y Kartinkin, llevados igualmente después de la sentencia al mismo calabozo. Botchkova se había puesto a insultarla, diciéndole que era un «piojo carcelario».

–Qué, ¿has ganado, te has justificado? ¡No te has escapado, pendón! ¡No tienes más que lo que mereces! ¡En la cárcel no te darás ya aires de princesa!

Maslova permanecía impasible, con las manos hundidas en las mangas de su capote, la cabeza baja, mirando obstinadamente a dos pasos delante de ella; se limitó a decir:

–Yo no me ocupo de usted; déjeme tranquila. No me ocupo de usted -repitió varias veces.

Luego se calló.

Se animó un poco cuando se llevaron a Botchkova ya Kartinkin, y un guardia entró a traerle un envío de tres rublos.

–¿Eres tú Maslova? -preguntó. Y añadió, tendiéndole el dinero -: Esto te lo envía una señora.

–¿Qué señora?

–¡Vamos, toma! No tenemos por qué daros conversación.

El dinero le era enviado a Maslova por Kitaieva, la patrona de la casa de tolerancia. Ésta, al salir de la Audiencia, había preguntado al portero de estrados si podía dar un poco de dinero a Maslova. Al escuchar la respuesta afirmativa, se quitó con precaución el guante de piel de Suecia que recubría su blanca y gordezuela mano y sacó del bolsillo de detrás de su falda de seda una cartera de última moda atiborrada de billetes. Entre una gran cantidad de cupones y de títulos ganados por ella, eligió un billete de dos rublos cincuenta, añadió cincuenta copeques en plata y entregó todo al portero de estrados. Éste llamó al guardia y le entregó la suma en presencia de la señora.

–Se lo ruego, le entregará eso, ¿verdad? -dijo Karolina Albertovna al guardia.

Este último se sintió vejado por semejante desconfianza; de ahí su malhumor contra Maslova.

Ésta no dejó de sentirse encantada al recibir tal dinero, que le iba a permitir realizar su deseo.

«¡Con tal que pueda procurarme pronto cigarrillos...!», se dijo; y en este único deseo de fumar se concentraban todos sus pensamientos. Tenía tantas ganas, que aspiraba con avidez el olor de tabaco que entraba, a bocanadas, en su celda. Pero tuvo que aguardar mucho tiempo para satisfacer su deseo. El escribano, encargado de ordenar el traslado de los condenados desde la Audiencia a la cárcel se había en efecto olvidado de ellos y se había retrasado discutiendo con un abogado el artículo del periódico prohibido

Por fin, a eso de las cinco se hizo partir a Maslova entre sus dos guardias, el de Nijni-Novgorod y el chuvaco, que la hicieron salir por una puerta trasera del palacio. En el vestíbulo del tribunal ella les había dado veinte copeques rogándoles que fuesen a comprarle dos panes blancos y cigarrillos.

El chuvaco se había echado a reír:

–Está bien, te lo compraré– había dicho.

Honradamente, había ido a comprar los panes y los cigarrillos y le había devuelto lo que quedaba. Pero estaba prohibido fumar en ruta; así, pues, Maslova había llegado hasta la cárcel sin haber podido satisfacer sus ganas de fumar.

En el momento de llegar entraba un convoy de un centenar de presos y se había cruzado con ellos a la puerta. Los había viejos y jóvenes, barbudos o afeitados, rusos y de otras razas. Algunos llevaban rapada la mitad de la cabeza y tenían hierros en los pies. Llenaban el vestíbulo de polvo, del ruido de sus pasos y de sus conversaciones y de un acre tufo a sudor. Todos, al pasar cerca de Maslova, la habían mirado; algunos se habían acercado a ella para requebrarla.

¡Vaya, vaya, la hermosa muchacha! -había dicho uno.

¡Mis respetos a la madrecita!– había dicho otro, guiñando un ojo.

Y uno de ellos, moreno, con la cabeza rapada y enormes bigotes, haciendo resonar sus hierros, se le había acercado para agarrarla del talle.

–¿Es que no reconoces a tu amiguito? ¡Vamos, no tengas tantos escrúpulos! -le dijo, enseñando los dientes y con los ojos brillantes cuando ella lo rechazó.

–¿Qué haces tú ahí, bribón?– gritó el subdirector de la cárcel, apareciendo de improviso.

Inmediatamente, el forzado se retiró, agachando la espalda , y el subdirector se volvió hacia Maslova.

–¿Y tú, qué vienes a hacer aquí?

Maslova estaba tan cansada, que le faltaron fuerzas para decir que volvía del tribunal.

–Llega de la Audiencia, señoría -respondió uno de los soldados, llevándose la mano a la garra.

–Hay que entregársela al guardián jefe. ¿Qué significa este desorden?

–A sus órdenes, señoría.

–¡Sokolov! ¡Hazte cargo de ella! -gritó el subdirector. El guardián jefe se acercó, la agarró por un hombro con malhumor y, haciéndole una señal con la cabeza, la condujo él mismo por el corredor de las mujeres. Allí la registraron por todas partes sin encontrar nada (el paquete de cigarrillos lo había escondido dentro del pan) y la hicieron entrar de nuevo en la sala de donde había partido por la mañana.

XXX

Esta sala a la que llevaban de nuevo a Maslova era una gran pieza de nueve archines 12  12medida de longitud = 0.71m.– N. del T.


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de largo por siete de ancho con dos ventanas; por todo mobiliario, una vieja estufa blanca en sus tiempos y una veintena de camas de tablas desunidas y que ocupaban los dos tercios de la superficie de la sala. Hacia el centro, frente a la puerta, ardía un cirio ante un icono ennegrecido de grasa y adornado con un viejo ramillete de siemprevivas. A la izquierda, detrás de la puerta, el cubo de las basuras.

Acababan de pasar la lista de retreta y de encerrar a las presas para la noche.

Quince personas ocupaban la sala: doce mujeres y tres niños.

Había aún claridad y sólo dos mujeres estaban acostadas. Una de ellas dormía, tapada la cabeza con su capote: era una idiota, encarcelada por vagabunda, y que dormía día y noche. La otra, condenada por robo, era tísica. Sin dormir, permanecía extendida, abiertos los grandes ojos, posada la cabeza sobre su capote; un hilo de saliva corría de sus labios, apretada la garganta en un duro esfuerzo para no toser. Entre las demás mujeres, vestidas la mayoría solamente con camisas de tela gruesa, unas cosían, sentadas en sus camastros; otras, de pie junto a las ventanas, miraban pasar por el paño el convoy de los presos. De las tres mujeres que cosían, una era la vieja Korableva, quien por la mañana había hablado a Maslova por la mirilla de la puerta. Era una mujer alta y fuerte, de cara enfurruñada, con grandes cejas fruncidas, carrillos que le caían bajo el mentón, cabellos ralos y amarillentos, griseando ya en las sienes, y una verruga cubierta de pelos en la mejilla. Había sido condenada a prisión por haber matado a su marido, al que encontró a punto de violar a su hija. Decana de la sala, gozaba del privilegio de vender aguardiente. En aquellos momentos cosía, provista de gafas y sosteniendo la aguja al modo campesino, esto es, con tres dedos de su gran mano callosa. Cerca de ella, cosiendo igualmente, estaba una mujercita morena de nariz roma, con ojillos negros, aire bonachón y, además, muy charlatana. Guardabarrera de ferrocarril, había sido condenada a tres meses de cárcel por haber causado un accidente al olvidar, una noche, agitar su bandera al paso de un tren. La tercera era Fedosia, o Fenitchka, como la denominaban sus compañeras, joven aún, toda blanca y toda rosa, con claros ojos de niña y, alrededor de su cabecita, dos largas trenzas enrolladas de rubios cabellos. Estaba en la cárcel por tentativa de envenenamiento contra su marido, al día siguiente de casarse, sin motivo aparente; tenía entonces apenas dieciséis años. Ahora bien, durante sus ocho meses de prisión preventiva no sólo se había reconciliado con su marido, sino, más aún, se había enamorado de él. Cuando se celebró el juicio, ella le pertenecía en cuerpo y alma, lo que no había impedido que el tribunal la condenase a trabajos forzados en Siberia, a pesar de las súplicas de su marido, de su suegro y sobre todo de su suegra, que sentían por ella una verdadera ternura y que habían hecho toda clase de esfuerzos para que la absolvieran. Buena, alegre, siempre risueña, era vecina de cama de Maslova y había congeniado pronto con ella, y la colmaba de cumplidos y de atenciones.

Cerca de allí, en una cama, estaban sentadas otras dos mujeres. Una, de unos cuarenta años, delgada y pálida, con algunos restos de belleza marchita, amamantaba a un niño. Era una campesina condenada por rebelión contra la autoridad. Habiendo ido un día a su pueblo la policía para llevarse por la fuerza al regimiento a uno de sus sobrinos, los campesinos, juzgando ese acto ilegal, se habían rebelado, avasallando al comisario de policía rural, y la mujer había saltado a los belfos del caballo sobre el cual habían hecho subir a su sobrino, a fin de liberar a éste. Una viejecilla, jorobada, de cabellos ya grises, estaba sentada cerca de la joven madre. Fingía querer atrapar a un grueso niñito de cuatro años, ventrudo, que corría alrededor de ella lanzando carcajadas. Y, en camisa, el niño corría, repitiendo sin cesar:

–¡No me coges! ¡No me coges!

El hijo de aquella vieja había sido condenado por tentativa de incendio, y ella había sido reconocida cómplice. Resignándose, en cuanto a ella, a su pena, no dejaba de gemir por su hijo, encarcelado igualmente, y sobre todo por su viejo marido; pues ella temía que su nuera se hubiese ido y que el viejo no tuviera a nadie para lavarlo y quitarle los piojos.

Además de estas siete mujeres, otras cuatro en pie ante una ventana abierta, se agarraban a los barrotes de hierro; hablaban con los presos que pasaban por el patio, los mismos que Maslova había encontrado en el vestíbulo. Una de esas mujeres, que expiaba un robo, era una alta pelirroja de cuerpo desmalazado, con pecas en todo su joven rostro. Con voz aguardentosa, lanzaba a través de la ventana gran cantidad de palabras chocarreras. A su lado había una mujercita morena a la que su largo tronco y sus cortas piernas daban el aire de tener diez años. Su rostro, de color de ladrillo, estaba lleno de manchas; sus ojos eran grandes y negros, con gruesos labios recortados, levantados sobre una fila de blancos y prominentes dientes. Soltaba risotadas al escuchar las respuestas de su vecina a los presos del patio. Su coquetería le había merecido el apodo de la Hermosa. Estaba condenada por robo e incendio. Delgada, huesuda, lastimosa, se erguía detrás de ella otra mujer, condenada por ocultación de objetos robados; inmóvil, con una camisa de tela gris muy sucia, pesada con su vientre fecundado, permanecía en pie, muda, sonriendo a veces, con aire aprobador y enternecido, a lo que ocurría en el patio. La cuarta detenida, de pequeña estatura, fuerte, de ojos salientes y aire bonachón, había sido condenada por venta fraudulenta de aguardiente. Era la madre del niño que jugaba con la jorobada y de una niñita de siete años, autorizados a compartir su prisión porque no habían sabido a quién confiárselos. La madre, como las demás mujeres, miraba por la ventana, pero sin dejar de hacer punto de media, y cerraba los ojos, pareciendo desaprobar lo que decían los presos que pasaban por el patio. En cuanto a la niñita de siete años, tenía cabellos de un rubio casi blanco, en desorden; agarrada con su delgada manecita a la falda de la pelirroja, fija la mirada, escuchaba atentamente los juramentos cruzados entre las mujeres y los presos y los repetía en voz baja, como si se los hubiese aprendido de memoria.

Por último, la duodécima detenida era la hija de un sacristán; había ahogado a su hijo recién nacido en un pozo. Era una muchacha alta, larguirucha, rubia, con una trenza gruesa y corta, dorada y mal peinada, y ojos salientes y fijos. Descalza y en camisa de tela gris, caminaba sin tregua de arriba abajo por el estrecho espacio que dejaban las camas, sin ver a nadie ni hablar con nadie, y, cuando llegaba a la pared, daba una brusca media vuelta.

XXXI

Cuando la puerta se abrió para dejar paso a Maslova, todas se volvieron hacia ella; incluso la hija del sacristán detuvo su paseo, levantó las cejas al examinar a la recién llegada y luego, sin decir palabra, reemprendió su marcha de autómata. Korableva pinchó su aguja en el saco que estaba cosiendo, y, por encima de sus gafas, interrogó a Maslova con la mirada:

–¡Perra suerte! -exclamó con su voz de bajo -.¡Ha vuelto! ¡Yo que pensaba que la iban a dejar en libertad!

Se quitó las gafas y las depositó sobre la cama, juntamente con su labor.

–Precisamente estábamos diciendo con la madrecita que quizá te habrían soltado ya. Parece que de vez en cuando ocurre eso. Y hay veces en que incluso le dan a una dinero -dijo la guardabarrera con voz cantarina -. Y he aquí lo que te ocurre; no hemos adivinado. ¡Estamos en las manos de Dios, cariño! -añadió ella con voz enternecida y continuando su costura.

–Entonces, ¿de verdad te han condenado? -preguntó Fedosia con compasión, mirando a Maslova con sus azules ojos infantiles , y todo su rostro joven y alegre pareció a punto de inundarse de lágrimas.

Maslova no respondió nada. Se acercó a su cama, vecina a la de Korableva, y se sentó.

–Y quizá ni siquiera has comido, ¿verdad? -dijo Fedosia, sentándose al lado de ella.

Maslova, sin responder, depositó los panes sobre la cabecera y se desnudó; se quitó su polvoriento capote, deshizo el pañolón que recubría los bucles de sus negros cabellos y volvió a sentarse.

La vieja jorobada, que, al extremo de la sala, jugaba con el niño, se acercó a su vez:

–¡Ts!, ¡ts!, ¡ts! -dijo con un chasquido de la lengua e inclinando compasivamente la cabeza.

El niño acudió detrás de ella. Boquiabierto y con ojos como platos, se quedó mirando los panes traídos por Maslova, ésta, después de todo lo que le había pasado, al volver a ver aquellos rostros llenos de compasión, sintió ganas de llorar y le temblaron los labios; sin embargo, se contuvo hasta el momento en que la vieja y el niño se le acercaron. Pero ante las exclamaciones de la primera y las miradas serias del niño que iban desde los panes a ella, no pudo dominarse. Todos sus rasgos se estremecieron y estalló en sollozos.

–Siempre te lo dije: ¡escoge un abogado ladino! -dijo Korableva-. Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Deportación?

Las lágrimas le impidieron a Maslova responder. Recogió el pan y tendió a Korableva el paquete de cigarrillos, donde estaba representada una dama toda rosa de alto pescuezo y escotada en triángulo. Korableva miró la imagen y meneó la cabeza, pareciendo desaprobar a Maslova por haber gastado tan tontamente su dinero; luego sacó un cigarrillo, lo encendió en la lámpara y, habiendo dado una chupada, se lo tendió a Maslova, quien, todavía llorando, se puso a fumar con avidez.

–¡Trabajos forzados! -gimió ella por fin entre dos sollozos.

–¡No sienten temor de Dios esos malditos vampiros! -exclamó Korableva -¡Han condenado a esta muchacha por nada!

En aquel momento, las cuatro mujeres, en pie ante la otra ventana, lanzaron una gran risotada. Se oyó también la risa fresca de la niña mezclada a las risas enronquecidas y agudas de las mujeres. Sin duda, uno de los presos había provocado aquel estallido de alegría chocarrera con un gesto equívoco.

–¡Vaya, el perro rapado! ¿Habéis visto lo que ha hecho? -clamó la mujer pelirroja, moviendo su desmalazado cuerpo.

–¡Vaya una piel de tambor! ¡Pues sí que hay mucho de qué reír!– dijo Korableva, señalando con la cabeza a la mujer pelirroja. Y, dirigiéndose a Maslova -: ¿y por cuántos años?

–Por cuatro -respondió Maslova, con una abundancia tal de lágrimas, que una de ellas cayó sobre su cigarrillo.

Maslova lo miró con malhumor, lo tiró y cogió otro.

Aunque ella no fumaba, la guardabarrera recogió inmediatamente la colilla y dijo a su vez:

–¡Ay, hermosa mía, qué verdad cuando dicen que nos comen los puercos! Hacen lo que les da la gana. ¡Y nosotras que habíamos creído que te pondrían en libertad! Matveievna aseguraba que te absolverían. Y yo le respondí: «No, cariño, mi corazón presiente que la van a devorar.» Y he aquí que es cierto– proseguía la guardabarrera, escuchando con un placer visible el sonido de su propia voz.

Durante este tiempo, los presos habían acabado de atravesar el patio. Las mujeres que habían cruzado con ellos groseras pullas abandonaron la ventana para acercarse a Maslova. Llegó primeramente la tabernera con su hijita.

–Qué, ¿han sido muy severos?– preguntó sentándose al lado de Maslova y sin dejar de hacer punto apresuradamente.

–¡La han condenado porque no tenía dinero! -replicó Korableva -.Si lo hubiese tenido, habría podido pagar a un abogado astuto y ladino que habría hecho que la absolvieran. Hay uno (no me acuerdo ya de su nombre), uno peludo, con una gran nariz; ése, muchacha, te sacaría completamente seca del fondo del agua. Había que haber cogido a ése.

–¡Ah, sí, cogerlo! -dijo la Hermosamostrando sus dientes -.¡Ese no pediría menos de mil rublos!

–Sin duda, es tu estrella– interrumpió la buena vieja condenada por incendio -. No es porque yo lo diga. El miserable que le quitó la mujer a mi hijo y que le hizo poner a él entre rejas para que alimentase a los piojos y que me ha hecho encerrar a mí en mi vejez... -continuó, recomenzando su historia por centésima vez.

–No hay medio de evitar la cárcel ni la pobreza. Si no es la una, es la otra. Son todos lo mismo -dijo la tabernera. Y de repente, mirando la cabeza de su hija, soltó la media que estaba tejiendo cogió a la niña entre sus rodillas y, con gran destreza, se puso a buscarle entre los cabellos -.¿Por qué te dedicaste a vender aguardiente? -y se respondió -:¿Con qué, si no, habría dado de comer a mis hijos?

Esta palabra de «aguardiente» dio a Maslova ganas de beberlo.

Me gustaría beber un vaso -dijo a Korableva. Se enjugó las lágrimas con la manga de la camisa y no dejó escapar un sollozo más que de tarde en tarde.

–Entonces, dame– dijo Korableva.

XXXII

Maslova había escondido también su dinero en el pan. Lo retiró y tendió el billete a Korableva. Ésta no sabía leer; se lo enseñó a la Hermosa, quien le dijo que aquel cuadradito de papel valía dos rublos cincuenta. La vieja fue entonces a la estufa, abrió la puerta del tiro y sacó un frasco de aguardiente. Al ver aquello, las mujeres que no eran vecinas suyas regresaron a sus puestos. Esperando el aguardiente, Maslova sacudió el polvo de su capote y de su pañolón, subió a su camastro y se puso a comer su pan:

–Te había dejado té, pero ahora está frío -le dijo Fedosia, quien tomó de una plancha una tetera y un vaso de hierro fundido envueltos en un trapo.

La bebida estaba en efecto completamente fría y sabía más a hierro que a té. Sin embargo, Maslova la bebió comiendo su pan.

–¡Toma, Finaschka! -le gritó al niño, partiendo un pedazo de pan, que le dio.

Korableva tendió el frasco de aguardiente y el vaso, y Maslova le ofreció un poco, igual que a la Hermosa. Ellas tres componían la aristocracia del lugar, siendo las únicas que de vez en cuando tenían dinero, y compartían siempre entre ellas lo que tenían.

Maslova, pronto toda animada, contó lo que le había impresionado en la Audiencia y remedó los ademanes y el tono del fiscal. Dijo el interés que habían mostrado todo el día los hombres por acercársele. En la vista, todo el mundo la había estado mirando, y aun después del juicio, en la habitación donde la habían encerrado, no dejaba de venir gente a verla.

–Uno de los guardias me decía: «Es a ti a quien vienen a ver.» Entonces llegaba alguien: «¿Dónde está tal papel?, Y yo veía que él no tenía necesidad de papel alguno, pero que me comía con los ojos. ¡Vaya unos farsantes! -contaba ella, sonriendo, con un movimiento de cabeza en el que se transparentaba un reproche.

–Siempre ocurre así– aprobó la guardabarrera, quien de nuevo empezó a perorar con su voz cantarina -.Caen como moscas sobre el azúcar. Para otra cosa, no se les ve venir; mas para eso, siempre están dispuestos.

–Y aquí -continuó Maslova, sonriendo -también tuve una buena acogida. Al entrar en la cárcel, el paso estaba cortado por una bandada de presos a los que traían de la estación. Menos mal que el subdirector acudió a librarme. Había uno sobre todo que estaba rabioso: tuve que pegarle para que me soltase.

–¿Y cómo era? -preguntó la Hermosa.

–Uno moreno, con grandes bigotes.

–Seguro que era él.

¿Quién?

–Pues Stcheglov. Acaba de pasar por el patio. —

¿Qué Stcheglov es ése?

–¿Cómo, no conoces a Stcheglov? Se ha escapado ya dos veces de Siberia. Lo han vuelto a coger, pero se evadirá una vez más. Los guardias le tienen miedo -añadió la Hermosa, que a menudo transmitía clandestinamente cartitas a los presos y conocía todos los líos de la cárcel-. Seguro que se escapará de nuevo.

–Es posible. Pero no nos llevará con él -comentó Korableva Escucha -continuó, volviéndose hacia Maslova -, será mejor que nos cuentes lo que te ha dicho tu abogado para tu instancia. ¿Tienes que firmarla ahora?

Maslova respondió que no sabía nada de eso.

Entonces la mujer pelirroja, con los brazos manchados de pecas hundidos en su espesa cabellera y rascándose furiosamente la cabeza con las uñas, se acercó a las tres mujeres, que continuaban saboreando su aguardiente.

–¿Quieres que te diga lo que tienes que hacer, Catalina? -le dijo a Maslova -.Es preciso que digas: «Estoy descontenta del juicio», y declarárselo así al fiscal.

–¿Qué tonterías vienes a decir? -le preguntó Korableva con su voz irritada de bajo -.¡Tiene que ver esta fulana que ha comerciado con aguardiente! ¡No hace falta que vengas a damos consejos! Sabemos lo que hay que hacer; no se te necesita.

–¿Es que te estoy hablando a ti? ¿A qué te metes en esto?

– Lo que te tienta es el aguardiente, ¿verdad? Por eso vienes a dártelas de sabia.

– Vamos, sírvele un vaso– dijo Maslova, siempre generosa.

– Espera, tú verás qué es lo que le voy a servir.

– ¿Cómo? Has de saber que no te tengo miedo– exclamó la mujer pelirroja avanzando hacia Korableva– ¡Basura!

– ¿Basura yo? ¡Piojo de cárcel!– gritó la pelirroja.

Y como ésta hubiera dado un paso al frente, Korableva le dio un golpe en el pecho desnudo y graso.

Como si no hubiera esperado más que aquella provocación la pelirroja hundió bruscamente los dedos de una de sus manos en los cabellos de Korableva, tratando con la otra mano de golpearla en la cara, mientras su adversaria le agarraba el brazo. Maslova y la Hermosaintentaron apartarlas, pero la pelirroja había agarrado tan sólidamente los cabellos de la vieja, que no se podía conseguir que los soltara. Korableva, bajada la cabeza, golpeaba al azar sobre el cuerpo de su enemiga y se esforzaba en morderle el brazo. Alrededor de ellas se habían amontonado las mujeres, que gesticulaban y gritaban. Incluso la tísica se había levantado para ver la pelea. Los niños se apretaban uno contra otro y lloraban. Y el estrépito se hizo de tal magnitud, que acudieron la vigilanta y el vigilante.

Separaron a las dos adversarias. Korableva deshizo su trenza gris, de la que cayeron puñados de cabellos arrancados por la pelirroja. Ésta, por otra parte, trataba de arreglarse sobre el pecho amarillento los jirones de su camisa desgarrada. Y a coro se pusieron a gritar, a vocear sus agravios y sus explicaciones.

–Sí, sí, ya sé– dijo la vigilanta -; el aguardiente es la causa de todo esto. Mañana por la mañana se lo diré al director, que va a ajustaros las cuentas. Huelo muy bien el aguardiente. Bueno, calladas ya, o, si no, ¡ay de vosotras! No tengo tiempo de poneros de acuerdo. Cada una a su sitio y silencio.

Pero no era cosa fácil lograr el silencio. Durante mucho tiempo, las mujeres disputaron entre ellas, en desacuerdo sobre el origen de la pelea. Por último, el vigilante y la vigilanta se marcharon y las mujeres se dispusieron a acostarse para pasar la noche. La vieja jorobada fue a rezar delante del icono.

–¡Vaya dos piojos carcelarios que querían damos una lección. -dijo de repente la pelirroja desde el otro extremo de la sala, con su voz aguardentosa y añadiendo los juramentos más soeces de su repertorio.

–Tú– replicó Korableva usando vocablos parecidos ten cuidado de que no vaya a dejarte tuerta esta noche.

Se callaron un instante.

–Si no me hubieran sujetado, te habría arrancado todos los pelos -gritó de nuevo la pelirroja.

A lo que no se hizo esperar una respuesta apropiada de Korableva. Y, de cuando en cuando, el silencio de la sala se veía cortado por una nueva explosión de amenazas y de invectivas.

Las presas estaban todas acostadas y algunas roncaban ya. Únicamente la vieja jorobada y la hija del sacristán seguían en pie. La primera, en sus largos rezos, continuaba sus salutaciones delante del icono; la segunda, después de la marcha de los vigilantes, se había levantado para reanudar sus idas y venidas.

Maslova no dormía tampoco, no dejando de pensar que ahora era «un piojo carcelario». Dos veces ya, en pocas horas, le habían aplicado aquel epíteto: primero Botchkova y luego la pelirroja. No podía acostumbrarse a aquella idea.

Al principio, Korableva le había vuelto la espalda para dormir; luego se volvió bruscamente.

–Era algo en lo que no había pensado, que no había previsto en absoluto. ¡Yo, que no he hecho nada! -gimió Maslova en voz muy baja -. A los demás que hacen daño, no les dicen nada, y yo, sin haberlo hecho, me veo perdida.

–¡No te atormentes, muchacha! También se vive en Siberia. No morirás ahí.

–No moriré, ya lo sé; pero, ¿y la vergüenza? ¿Era ésa la suerte que me esperaba a mí, que estaba acostumbrada a vivir con el mayor desahogo?

–Contra Dios no puede ir nadie -respondió Korableva, suspirando -. Contra El, nadie puede ir.

–Es verdad, madrecita, pero de cualquier manera es duro.

Se callaron.

–Escucha a la llorona esa -dijo Korableva, haciendo observar a Maslova un ruido extraño que llegaba desde el fondo de la sala.

Era la mujer pelirroja que lloraba porque la habían insultado, la habían pegado y le habían negado aquel aguardiente del que tenía tantas ganas. Lloraba también porque en toda su vida no había sufrido más que injurias, afrentas, humillaciones y golpes. Había creído poder consolarse con el recuerdo de su primer amor, de sus relaciones con un joven obrero. Se había acordado bien del comienzo, pero también del fin, cuando su amante, ebrio, le había rociado con vitriolo el sitio más sensible y se había regocijado, con sus camaradas, viéndola retorcerse de dolor , y llena de tristeza, creyendo no ser oída, se había puesto a llorar, como los niños, resollando y bebiéndose las saladas lágrimas.

–Es una lástima -murmuró Maslova.

–Desde luego, es una lástima– respondió Korableva -; pero, ¿por qué se mete en líos?


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