Текст книги "Resurrección"
Автор книги: Leon Tolstoi
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XXXIV
Al convoy de deportados del que formaba parte Maslova debía salir de la estación al día siguiente a las tres de la tarde. Nejludov resolvió por tanto encontrarse ante la puerta de la cárcel antes del mediodía, para verlo salir y acompañarlo hasta el ferrocarril.
Al poner, antes de acostarse, orden en sus efectos y sus papeles, habiéndole caído entre las manos su diario, releyó algunos pasajes, entre otros las últimas notas tomadas antes de su partida para Petersburgo: «Katucha rechaza mi sacrificio, pero se obstina en el suyo. Ella ha triunfado y yo he triunfado. Estoy encantado del cambio interior que me parece (tengo miedo de creer demasiado en eso) operarse en ella. Tengo miedo de creerlo, pero tengo la impresión de que ella renace.» Debajo estaba escrito: «He vivido un momento muy penoso y muy feliz: me he enterado de que ella se había comportado mal en la enfermería. Y he sentido un sufrimiento horrible: nunca habría creído poder sufrir tanto. La traté con odio y repulsión; luego me acordé de que tantas veces yo había cometido, aunque no fuese más que con el pensamiento, el pecado que me la hacía odiosa; y de pronto, y en el mismo instante, me desprecié a mí mismo, y le tuve lástima, y sentí bienestar. Si pudiésemos ver siempre la viga que está en nuestro ojo, seríamos mucho mejores.» Y, en la fecha del día, anotó: «He ido a ver a Natacha, y simplemente, por contentarme a mí mismo, no me he mostrado bueno, sino malvado; y eso me ha dejado una impresión penosa. Entonces, ¿qué hacer? Mañana empieza para mí una vida nueva. ¡Adiós a la vida antigua, y para siempre! ¡Cuántas impresiones se amontonan! Pero todavía no puedo extraer de ellas una conclusión única.»
A la mañana siguiente, al despertar, su primer sentimiento fue el de arrepentirse vivamente de su conducta para con su cuñado. «Imposible marcharse así se dijo. Hay que ir a verlos y borrar todo eso.»
Pero al consultar su reloj se dio cuenta de que ya no tendría tiempo para eso si quería asistir a la salida del convoy. Habiendo acabado, a toda prisa, de empaquetar sus efectos y habiéndolos hecho llevar a la estación por el portero y por Tarass, el marido de Fedosia, que partía con él, llamó al primer coche de punto que vio vacío y se dirigió a la cárcel.
El tren de los presos partía dos horas antes que el tren correo que debía tomar Nejludov. No teniendo ya intención de volver al hotel, pagó la cuenta de su habitación.
Era en el momento de los pesados calores de julio. El pavimento, las piedras de las casas, el hierro de las techumbres, no habiendo podido enfriarse durante la cálida noche, devolvían el calor al aire abrasador y estancado. No soplaba ni la más leve brisa, a incluso si se elevaba una ligera neblina, era como un soplo tórrido, lleno de polvo y de violentas emanaciones de pintura al aceite. Casi todas las calles estaban desiertas, excepto algunos raros transeúntes que pasaban pegados a las paredes, buscando un poco de sombra. Únicamente los trabajadores encargados de arreglar el pavimento, calzados con botas de fieltro, achicharrados por el sol, estaban sentados en medio de la calzada, golpeando con sus martillos adoquines que introducían en la arena caliente.
O también, lentos agentes de policía, con uniforme de tela cruda, cruzado por el cordón naranja de su revólver, caminaban con pereza por la acera mientras los tranvías, con las cortinillas bajadas por un lado y los caballos encapuchados de tela blanca que dejaba pasar por una abertura las orejas, subían y bajaban a lo largo de las calles, repiqueteando sin cesar.
Cuando Nejludov llegó ante la cárcel, el convoy no había salido aún. En el interior, desde las cuatro de la madrugada, se ocupaban en contar y revisar a los deportados que debían partir. Había allí 623 hombres y 64 mujeres a quienes había que llamar, según el registro, separar los enfermos y los débiles y luego entregarlos todos a la escolta.
El nuevo director, sus dos ayudantes, el médico, el ayudante de cirujano, el jefe de escolta y el empleado administrativo estaban sentados ante una mesa repleta de papelotes y colocada en el patio, a la sombra de un muro. Las autoridades llamaban a los presos uno a uno, los examinaban, los interrogaban y los iban anotando.
La mesa estaba ya iluminada a medias por el sol; el calor crecía y se hacía sofocante, a consecuencia de la falta de viento y del vapor que se desprendía de la muchedumbre de los presos.
¡Pero esto no acabará jamás! exclamó el jefe del convoy, un mocetón alto y vigoroso, de rostro rubicundo, anchos hombros y brazos cortos que no dejaba de ahumarse de tabaco el bigote que le cubría el labio. ¡Me abruman ustedes! ¿Dónde habéis atrapado tantos? ¿Quedan todavía muchos?
El escribiente consultó su registro:
Todavía veinticuatro hombres, y las mujeres.
Bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué os habéis parado? ¡Avanzad! gritó el oficial a los presos a los que no se había examinado aún y que se amontonaban. Estaban allí desde hacía tres horas, en las filas, a pleno sol, aguardando su turno.
Mientras en el interior se procedía a esta operación, ante la puerta principal de la cárcel estaba, como siempre, un centinela con el fusil al hombro. En la placita había una veintena de carritos destinados a transportar los efectos de los presos y a conducir a la estación a los débiles y a los enfermos. En la esquina de la cárcel, un grupo de parientes y de amigos aguardaba la salida de los deportados para volverlos a ver por última vez y entregarles lo que pudieran. Nejludov se incorporó a aquel grupo.
Permaneció ante la puerta casi una hora. Por fin percibió cómo llegaban del interior de la cárcel ruidos de pasos y de cadenas, las voces de las autoridades, toses y el murmullo confuso de una multitud numerosa. Aquello duró cinco minutos, durante los cuales los guardianes no cesaron de aparecer a la puerta, para desaparecer acto seguido.
Luego se oyó una orden; la puerta se abrió con estrépito, el ruido de las cadenas se acentuó, y un destacamento de soldados, vestidos con guerreras blancas, con el fusil al hombro, vino a formar a los dos lados de la puerta un amplio semicírculo. Luego resonó una nueva voz de mando, y, dos a dos, empezaron a salir los presos tocados con gorras planas comes tortas, colocadas sobre sus rapadas cabezas, el saco a la espalda, arrastrando los pies cargados de hierros, balanceando un brazo y sujetando con la otra mano la extremidad del saco que colgaba tras sus hombros. Primero avanzaron los forzados, uniformemente vestidos de gris con pantalones y capotes, estos últimos con una mochila a la espalda. Todos, jóvenes, viejos, delgados, altos, pálidos, sonrosados, morenos, bigotudos, barbudos, imberbes, rusos, tártaros, judíos, salían haciendo resonar sus cadenas y balanceando el brazo como si se preparasen para una larga marcha. Pero, después de una docena de pasos, se detuvieron con sumisión y se pusieron en columna de a cuatro. En pos de ellos venían otros hombres análogamente vestidos a igualmente rapados, pero no tenían hierros en los pies, sino esposas en las muñecas: eran los condenados a deportación. Con el mismo aire desenvuelto, salieron, se detuvieron y se colocaron de a cuatro en fondo. Luego venían los condenados por las comunidades locales. Por fin, en el mismo orden, las mujeres: primeramente las condenadas a trabajos forzados, con capotes grises carcelarios y pañuelos a la cabeza; luego las deportadas y por último las mujeres que partían voluntariamente para seguir a sus maridos y que iban vestidas con sus ropas de ciudad o de campo. Varias llevaban niños en brazos. Otros niños y niñas caminaban a pie, apretándose contra los presos, como potrillos jóvenes en una manada de caballos. Los hombres permanecían silenciosos, cambiando apenas una palabra de vez en cuando. Entre las hileras de las mujeres había por el contrario un incesante ruido de voces.
A la salida, Nejludov creyó reconocer a Maslova, pero la perdió pronto de vista y no distinguió ya sino una masa confusa de criaturas vestidas de gris, todas semejantes, todas privadas igualmente de apariencia humana, sobre todo de feminidad, y que, con los niños, con el saco a la espalda, se colocaban detrás de los hombres.
Aunque ya hubieran contado a los deportados en el patio de la cárcel, los soldados de la escolta se pusieron a contarlos de nuevo, repasando las listas que les habían entregado. Esta comprobación duró bastante tiempo, porque ciertos presos cambiaban de sitio y perturbaban así el recuento. Los soldados injuriaban y empujaban a los presos, sumisos pero llenos de odio, y proseguían su comprobación. Cuando el recuento hubo terminado, el oficial del convoy dio una orden, y un cierto tumulto agitó a la multitud. Los enfermos, hombres y mujeres, y los niños, salieron de las columnas y se precipitaron hacia los carros para instalarse en ellos cerca de los sacos. En estos carritos, en confusión, las madres amamantaban a sus hijos; los mayorcitos, alegres, se peleaban por los puestos, en medio de los enfermos, sombríos y tristes.
Algunos otros presos, destocados, se acercaron a hablarle al oficial encargado del convoy. Nejludov se enteró posteriormente de que le habían pedido permiso para subir a los carros. Sin mirarlos, el oficial aspiró el humo de su cigarrillo y, de pronto, alzó la mano sobre uno de ellos, quien encogió la cabeza entre los hombros para esquivar el golpe y luego dio un salto atrás.
¡Vas a ver cómo te hago noble 22 22Independientemente de los enfermos autorizados, los deportados políticos de origen noble tenían derecho a realizar el traslado en coche. N. del T.
[Закрыть]! ¡Vas a acordarte! ¡Llegarás muy bien a pie! gritó el oficial.
Únicamente un alto anciano todo tembloroso, cargado de hierros, fue admitido a hacer el trayecto en coche. Se quitó su gorra plana, hizo la señal de la cruz, depositó su saco en un carrito y durante mucho tiempo estuvo haciendo esfuerzos para subir él mismo, estorbado como estaba por sus hierros. Desde el vehículo, una mujer lo ayudó a subir agarrándolo por los brazos.
Una vez llenos los carros, el oficial se quitó la gorra, se secó con el pañuelo la frente, el calvo cráneo y el grueso cuello rojo, a hizo la señal de la cruz.
¡En marcha el convoy! ordenó.
Resonó un ruido de báculos; los presos, quitándose sus gorras, se persignaron, algunos con la mano izquierda; los parientes y los amigos les gritaron sus adioses, a los que respondieron; de las columnas de las mujeres se elevaron lamentaciones, y el cortejo, flanqueado por los soldados de blancas guerreras, se puso en movimiento, levantando el polvo a cada paso de las piernas cargadas de cadenas. A la cabeza, detrás de los soldados, caminaban los condenados a trabajos forzados; luego, los deportados; después, los condenados por las comunidades, las esposas en las muñecas y por parejas, y luego las mujeres. Por último, cuatro a cuatro, los carros cargados de sacos y de enfermos cerraban el cortejo, y en uno de ellos iba sentada una mujer toda arrebujada que sin descanso chillaba y sollozaba.
XXXV
El cortejo era tan largo, que ya las primeras filas habían dado la vuelta a la esquina de la calle cuando los carros se pusieron en movimiento. Nejludov volvió a subir entonces a su coche y dio orden al cochero de avanzar lentamente, para ver si, entre los hombres, había presos a los que conociera, y, entre las mujeres, para localizar a Maslova y preguntarle si había recibido los efectos que él le había enviado.
El calor había aumentado aún más: no había siquiera el menor soplo de aire, y el polvo, levantado por un millar de pies, planeaba sin cesar por encima de los presos. Éstos caminaban con paso firme, y el caballito del coche de alquiler que llevaba a Nejludov apenas conseguía rebasarlos.
Fila a fila, los pies idénticamente calzados y con un paso cadencioso, caminaban seres que ofrecían un aspecto extraño y aterrador y que balanceaban su brazo libre como para darse ánimos. Eran tan numerosos, tan semejantes, colocados en condiciones tan especiales y extrañas, que se le aparecían a Nejludov no ya como hombres, sino como criaturas fantásticas. Esta impresión desapareció en parte cuando, en el grupo de forzados, distinguió al asesino Fedorov y, entre los deportados, al chistoso Ojotin y a otro vagabundo que se había dirigido a él. Casi todos los presos lanzaban una mirada hacia el coche de Nejludov y hacia el señor que los examinaba. Fedorov inclinó la cabeza para indicarle a Nejludov que lo había reconocido; Ojotin le guiñó el ojo; pero, creyendo que estaba prohibido, ni uno ni otro lo saludaron.
Una vez que llegó cerca de las mujeres, Nejludov distinguió inmediatamente a Maslova. Caminaba en la segunda fila; la primera de esta fila era una mujer fea, toda colorada, de ojos negros, piernas cortas y con el capote ceñido a la cintura: era la Hermosa; cerca de ella caminaba la mujer encinta, que se arrastraba con trabajo; la tercera era Maslova, que llevaba su saco al hombro y miraba delante de ella, la serenidad y la decisión pintadas en su rostro. La cuarta de la fila era una mujer joven y bonita con capote corto, cubierta la cabeza por un pañuelo anudado, y que caminaba resueltamente: era Fedosia.
Nejludov bajó del coche y se acercó a las mujeres con la intención de preguntar a Maslova cómo se encontraba; pero un suboficial que marchaba al flanco de la columna corrió hacia él.
¡Prohibido acercarse al convoy, caballero! gritó.
Luego, viendo a Nejludov, a quien todo el mundo conocía en la cárcel, se llevó la mano a la gorra y explicó respetuosamente:
Imposible ahora. En la estación podrá usted hablarle; aquí está prohibido. ¡Vamos, en marcha! gritó a los presos como si quisiera darse ánimos a sí mismo a pesar del calor, y vivamente regresó a su puesto con sus elegantes botas nuevas.
Nejludov se apartó y, después de decir al cochero que lo siguiera, se puso a caminar por la acera sin perder de vista al convoy. Por todas partes, al paso de éste, se manifestaba una atención temerosa y compasiva. Las cabezas se inclinaban con curiosidad fuera de los coches para ver a los deportados. Los transeúntes se detenían y, con ojos abiertos de par en par, miraban el espantoso espectáculo. Algunos se acercaban y daban limosnas, que eran recibidas por los guardianes de la escolta. Otros, como hipnotizados, caminaban detrás de la columna, luego se detenían y, meneando la cabeza, no la seguían ya más quo con los ojos. Llamándose uno a otro, acudían vecinos a las puertas o se asomaban por las ventanas y miraban, inmóviles y silenciosos.
En una bocacalle, el convoy obstruyó el paso a un rico landó cuyo pescante estaba ocupado por un cochero de grandes posaderas, con hileras de botones a la espalda y cara reluciente. En el coche iban un hombre y una mujer: ella, flaca y pálida, con sombrero claro y una sombrilla de vistoso matiz; él, con sombrero de copa y elegante sobretodo canela. Frente a ellos estaban sus hijos: una niña de largos bucles rubios, toda adornada, fresca como una flor, con una sombrilla parecida a la de su madre, y un muchachito de unos ocho años, de largo cuello flacucho, de clavículas salientes y tocado con un sombrero de paja adornado con largas cintas. El padre reprochaba con malhumor al cochero no haber pasado antes que el convoy, en tanto que la madre hacía una mueca de repulsión y se tapaba la cara con su sombrilla para defenderse del sol y del polvo. El cochero de voluminosa grupa fruncía las cejas al escuchar los injustos reproches de su dueño, que era quien le había dado la orden de ir por aquella calle, y sujetaba con esfuerzo a los dos potros negros, relucientes y cubiertos de espuma. El agente de tráfico deseaba con todo su corazón prestar servicio al propietario del lujoso coche, deteniendo al convoy para dejarlo pasar, pero comprendía que la marcha de aquel cortejo era demasiado lúgubremente solemne para turbarla, ni siquiera en favor de un señor tan rico. Se contentó con llevar, en saludo militar, la mano a su gorra, en signo de respeto ante la opulencia, y mirar severamente a los presos, como si estuviera dispuesto a defender contra ellos a los notables paseantes. Él coche tuvo, pues, que aguardar a que toda la columna hubiese desfilado y no se puso en movimiento más que después del paso del último carro cargado de sacos y de presas, entre las cuales se encontraba la mujer histérica, que se había callado, pero que al divisar el vehículo estalló de nuevo en fuertes sollozos. El cochero tocó las riendas, y los bonitos caballos negros, haciendo resonar sus herraduras sobre la calzada, arrastraron al coche de cauchutadas ruedas hacia la casa de campo donde iban a divertirse el marido, la mujer, la hijita y el niño de cuello largo y de clavículas salientes.
Ni el padre ni la madre dieron la menor explicación a la niña y al niño respecto al espectáculo al que acababan de asistir. Así, los niños se vieron obligados a explicarse ellos mismos la significación de aquel espectáculo.
Juzgando según el rostro de sus padres, la niña comprendió que aquellos hombres eran distintos que su padre y su madre y que los amigos de ambos, que era una gente mala y que había razón para tratarlos así; por eso le causaban simplemente miedo, y se sintió muy a sus anchas cuando hubieron desaparecido.
El flacucho muchachito, sin un parpadeo y con la mirada fija en aquel cortejo, resolvió la cuestión de muy distinto modo. Sabía, y con certidumbre, por haberlo aprendido directamente de Dios, que aquellos hombres eran semejantes a él y a todos los hombres; que, por consiguiente, les habían hecho algo malo, que no habrían debido hacerles; y les tenía lástima, y experimentaba menos horror hacia aquellos hombres encadenados y rapados que hacia los que los habían encadenado y rapado. Por eso los labios se le hinchaban cada vez más, porque tenía que hacer un gran esfuerzo para no llorar, creyendo que sería vergonzoso para él llorar en aquellos momentos.
XXXVI
Nejludov marchaba con el mismo paso rápido que los presos, y, a pesar de la ligereza de su traje, el calor le resultaba cada vez más insoportable; se ahogaba sobre todo a causa del aire caliente, pesado, y del polvo que se arrastraba por las calles. Después de un cuarto de hora de marcha, subió de nuevo a su coche y dijo al cochero que avanzase; pero, sentado, el calor le parecía aún más penoso. Quiso pensar en su discusión de la víspera con su cuñado, pero aquel recuerdo que tanto lo había turbado pocas horas antes, ya ni siquiera le interesaba. Todos sus pensamientos estaban concentrados en el emocionante espectáculo del que acababa de ser testigo. Y, más que nada, el calor lo abrumaba.
Cerca de un seto, a la sombra de los árboles, vio a dos colegiales, sin nada a la cabeza, en pie junto a un vendedor ambulante de helados: uno de ellos se deleitaba ya lamiendo el barquillito; el otro espiaba los movimientos del vendedor, ocupado en llenar otro barquillo con una masa amarillenta.
¿Dónde podría beber algo? preguntó Nejludov al cochero con un deseo irresistible de tomar algo fresco.
Cerca de aquí hay un buen traktirrespondió el cochero, y después de dar la vuelta a una esquina, dejó a Nejludov ante una escalinata adornada con un gran letrero.
Un encargado mofletudo, en mangas de camisa, y dos camareros vestidos con blusas que antaño fueron blancas ofrecieron sus servicios a aquel cliente desconocido, no sin haberlo mirado con curiosidad. Nejludov pidió agua de Seltz y se sentó en el fondo de la sala, ante una mesita cubierta por un mantel grasiento.
Dos hombres estaban sentados a una mesa próxima ante un servicio de té y una botella blanca; se enjugaban el sudor de la frente y, con calma, ajustaban cuentas. Uno de ellos, moreno, tenía una corona de cabellos que bordeaban su calva nuca, semejante a la de Ignaty Nikiforovitch. Aquella semejanza incitó de nuevo a Nejludov a pensar en su conversación de la víspera y en su deseo de ver de nuevo a su cuñado y a su hermana antes de su partida. «No tendré tiempo antes de la partida del tren. Pero, ¿y si escribiera?», se dijo. Pidió papel, un sobre y un sello; luego, saboreando a sorbitos el agua fresca y burbujeante, reflexionó sobre lo que iba a escribir. Pero las ideas se le embrollaban y no podía llegar a redactar su carta.
«Querida Natacha: No quisiera abandonarte bajo la impresión penosa de mi entrevista de ayer con Ignaty Nikiforovitch...», empezó. «¿Qué decir luego? ¿Pedir perdón por mis palabras? Pero yo dije lo que pensaba, y él creería que me retracto. Y además, ¡esa manera de mezclarse en mis asuntos! ¡No, no puedo!» Y sintiendo de nuevo reavivarse en él su odio hacia aquel hombre desconocido, lleno de suficiencia a incapaz de comprenderlo, Nejludov se metió en el bolsillo la carta empezada, pagó y volvió a subir a su coche para reunirse con él convoy.
Del pavimento y de las paredes de las casas, tan fuerte era el calor, parecía brotar un soplo tórrido. Se hubiera dicho que los pies se cocían al contacto con el suelo, y Nejludov, al apoyar la mano sobre el barnizado reborde del coche, sintió como una quemadura.
El caballo se arrastraba con un paso pesado sobre el pavimento lleno de polvo; el cochero iba muerto de sueño; el mismo Nejludov, derrengado por el calor, miraba el vacío, incapaz de pensar. En una cuesta de la calle, frente a la puerta cochera de una gran casa, divisó de pronto a un grupo de hombres, entre los cuales se hallaba un soldado del convoy con el fusil colgado al hombro.
Nejludov ordenó al cochero que parase.
¿Qué ha pasado? preguntó al portero.
Uno de los presos, que se ha sentido mal.
Nejludov bajó del coche y se acercó al grupo. Sobre el desigual adoquinado, al borde de la acera y con la cabeza más baja que los pies, yacía un deportado, un hombre con el rostro inyectado de sangre, la nariz roma, la barbilla roja, con capote y pantalones grises. Tendido boca arriba, cubiertas las palmas de las manos con manchas rojizas y tumbado en el suelo, alzaba a sacudidas su ancho pecho, suspiraba y, con los ojos fijos, encarnizados, parecía mirar al cielo. Alrededor de él estaban agrupados un guardia de preocupado rostro, un buhonero, un mozo de cuerda, un dependiente de comestibles, una anciana con una sombrilla y un chiquillo que llevaba una cesta vacía.
Están debilitados por su encarcelamiento y los hacen caminar con todo el peso del calor, eso es lo que pasa dijo el dependiente, volviéndose hacia Nejludov.
¡Va a morirse, seguro! gemía la vieja con voz quejumbrosa.
¡Pronto, destaparle el pecho! gritaba el mozo de cuerda.
Con sus grandes dedos torpones, el guardia se apresuró a desatar el cordón que cerraba la camisa, a fin de descubrir el cuello venoso y rojizo del preso. Era seguro que estaba conmovido y triste, pero no por eso se creyó menos obligado a reprender a los circunstantes.
¡Vamos, circulen! ¡Bastante calor hace ya! Están ustedes impidiendo que el aire llegue hasta aquí.
El deber del médico es examinarlos antes de que abandonen la cárcel, y hacer que se queden los enfermos. Y a éste lo han examinado cuando ya estaba medio muerto insistía el dependiente, encantado al mostrar que conocía el reglamento.
El guardia, habiendo acabado de descubrir el pecho del preso, se puso en pie y miró en torno de él.
¡Les he dicho que circulen! No es asunto que les incumba. ¿Qué queréis ver aquí? dijo como si tomase a Nejludov por testigo. Pero no habiendo encontrado, en la mirada de éste, simpatía alguna, se volvió hacia el soldado de la escolta.
Éste se mantenía apartado, mirando su tacón despegado, y del todo indiferente a la agitación del guardia.
Y aquellos a quienes incumbe no cumplen su deber. Dejar morir a la gente, ¿es que eso está en la ley? Será todo lo preso que se quiera, pero no deja de ser un hombre decían algunas voces entre la multitud.
Levántenle la cabeza y dénle un poco de agua dijo Nejludov.
Ya he enviado a buscar agua respondió el guardia.
Luego, levantando al preso por un brazo, consiguió, después de algunos esfuerzos, colocarle la cabeza sobre el bordillo de la acera.
¿Qué significa este tropel? gritó de pronto una voz basta y autoritaria. Era un oficial de municipales que acudía con aire irritado; iba vestido con un uniforme deslumbrante y calzado con botas altas más resplandecientes aún. ¡Circulen, circulen, y aprisa! continuó, dirigiéndose a la muchedumbre y sin saber siquiera todavía de qué se trataba.
Cuando distinguió, yaciendo sobre el empedrado, al preso moribundo, hizo un signo de aprobación, como si esperase encontrarse con aquello, y, dirigiéndose al guardia, preguntó:
¿Qué ha pasado?
El otro contó que, al paso del convoy, aquel preso había caído, y el oficial de la escolta había ordenado dejarlo allí.
Bueno, pues ya está. No hay más que llevarlo a la comisaría. ¡Que vayan a buscar un coche!
Acaba de ir el portero dijo el guardia, llevándose la mano a la gorra.
El dependiente había vuelto a hablar del calor.
¿Es que te incumbe a ti este asunto? ¡Continúa tu camino! le gritó el oficial de municipales, mirándolo tan severamente, que el otro se calló en seguida.
Hay que darle de beber agua repitió Nejludov.
El oficial lanzó igualmente sobre él una mirada severa, pero no dijo palabra. Cuando el portero volvió con un cubo de agua, el oficial dio orden al guardia de hacer beber al preso. Él subordinado levantó de nuevo la cabeza del pobre diablo y se empeñó en verterle agua en la boca; pero el moribundo se resistía a tragarla, y el agua se le derramó sobre la barba, inundando su camisa y su capote impregnados de polvo.
¡Échale el cubo por la cabeza! ordenó el oficial.
El agente le quitó el gorro al deportado y vació toda el agua del cubo sobre su calvo cráneo, rodeado de rojizos cabellos rizados.
Los ojos del infeliz se abrieron de par en par, como dilatados por el espanto, pero su cuerpo permaneció inerte. Él agua, manchada de polvo, corría por su rostro; penosos suspiros continuaban saliendo de sus labios, y todo el cuerpo se le estremecía.
¿Y éste? ¡Tomadlo! gritó el oficial, señalando al cochero de Nejludov. ¡Vamos, tú, ven aquí!
No estoy libre respondió el cochero con aire de disgusto, sin levantar los ojos.
¡Vamos!, ¿por qué os quedáis parados? ¡Transportadlo!
El agente de policía, el portero y el soldado levantaron al moribundo, lo metieron en el coche y lo instalaron en los cojines. Pero no le era posible mantenerse sentado; la cabeza se le cayó hacia atrás y el cuerpo resbaló del asiento.
¡Que lo tiendan! ordenó el oficial.
No se preocupe usted, yo lo llevaré así declaró el guardia.
Se sentó en el coche y agarró al preso por debajo de los brazos mientras el soldado le levantaba los pies calzados con botas de fieltro y se los colocaba detrás del asiento.
El oficial divisó sobre el pavimento el gorro del deportado; lo recogió y cubrió con él la cabeza mojada y caída.
¡En marcha! ordenó.
El cochero se volvió con malhumor, agachó la cabeza y giró las riendas en dirección al cuartelillo de policía. En el coche, el agente trataba en vano de enderezar la cabeza del detenido, que inmediatamente volvía a caer sobre el hombro. El soldado le colocaba bien las piernas, sin dejar de caminar al lado del vehículo. Nejludov, a pie, seguía detrás del coche.