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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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A la orden de «¡en pie!», gritada por la rendija por donde meten la comida, toda la celda se puso en movimiento: empezaron a retirar las tarimas del pasillo y desplazaron la mesa [hacia la ventana. Vinieron a entrevistarme para ver si venía de un campo o acababan de condenarme. Y así supe que en aquella celda confluían dos torrentes: la corriente habitual de los recién condenados, a quienes esperaba el campo penitenciario, y una contracorriente de presidiarios salidos del campo, compuesta exclusivamente por especialistas técnicos: físicos, químicos, matemáticos, ingenieros-proyectistas, cuyo destino se desconocía, aunque sí estaban seguros de que iban a ser institutos de investigación científica en los que no faltaba de nada. (Eso me tranquilizó: el ministro no me iba a endosarun suplemento de condena.) Se me acercó un hombre en lo mejor de la edad, ancho de hombros (pero muy enflaquecido), con una nariz ligeramente curvada hacia abajo, como la de un halcón.

—Profesor Timofeyev-Ressovski, presidente de la sociedad científico-técnica de la celda n° 75. Nuestra sociedad se reúne a diario, después del rancho de la mañana, junto a la ventana izquierda. ¿Sería usted tan amable de darnos a conocer alguna comunicación científica? ¿Sobre qué versaría exactamente?

Ahí estaba yo, ante él, pillado de improviso, con mi largo capote raído y con mi gorro de abrigo (los detenidos en invierno no tienen más remedio que llevar la ropa de abrigo incluso en verano). Desde buena mañana mantenía los dedos recogidos, pues aún estaban cubiertos de rasguños. ¿Qué comunicación científica iba a exponer yo? Entonces recordé que, recientemente, en el campo, había tenido durante dos noches un libro traído de fuera: el informe oficial del Departamento de Defensa de los EE.UU. sobre la primera bomba atómica. El libro se había publicado aquella primavera. ¿Lo habría visto alguien de la celda? La conjetura era ociosa: pues claro que no. Era una broma del destino, iba a tener que meterme en esa misma física atómica que yo había indicado en las fichas censales del Gulag.

Después del rancho se congregaron junto a la ventana izquierda unos diez miembros de la sociedad científico-técnica. Expuse mi comunicación y fui admitido en la sociedad. Había olvidado algunos detalles, y otros simplemente no los había comprendido, pero Nikolái Vladímirovich palió en más de una ocasión las lagunas de mi informe, a pesar de que llevaba un año en la cárcel y nada podía haber oído de la bomba atómica. Un paquete de cigarrillos vacío fue mi encerado; en la mano sostenía un pedacito de mina de lápiz, entrada de matute. Nikolái Vladímirovich los tomaba una y otra vez, dibujaba esquemas y me interrumpía con tanta seguridad como si fuera uno de los físicos del equipo de Los Alamos.

A decir verdad, él había trabajado con uno de los primeros ciclotrones europeos, aunque lo que hacían era irradiar moscas drosofilas. Era uno de los mayores genetistas de esos tiempos. Estaba ya en la cárcel cuando Zhebrak, que no tenía conocimiento de ello (o quizá sí), tuvo la temeridad de escribir en una revista canadiense: «La biología rusa no es responsable de Lysenko, la biología rusa es Timoféyev-Ressovski» (cuando en 1948 la emprendieron contra los biólogos, Zhebrak tuvo que pagar por esto). Por su parte, en su ensayo ¿Qué es la vida?,Schródinger encontró espacio para citar dos veces a Timoféyev-Ressovski, que ya llevaba mucho tiempo encarcelado.

Y ahora estaba ante nosotros resplandeciendo con sus conocimientos en todas las ciencias imaginables. Poseía una universalidad que los científicos de generaciones posteriores ni siquiera consideran deseable (o quizá sea que ya no hay posibilidad de abarcar tanto). Sea como fuere, ahora estaba tan abatido por el hambre que conlleva la instrucción sumarial que esos ejercicios no le resultaban fáciles. Por línea materna procedía de una familia de nobles venidos a menos originarios de Kaluga, del río Ressa, y por la parte del padre pertenecía a una rama de los descendientes de Stepán Razin. En él se dejaba ver ostensiblemente ese vigor del cosaco: su enorme osamenta, su aplomo, su firme defensa ante el juez, pero también su vulnerabilidad ante el hambre, más fuerte en él que en nosotros.

Su historia era la siguiente: en 1922, el científico alemán Vogt, que había fundado en Moscú el Instituto del Cerebro, solicitó que se le enviaran dos estudiantes capacitados que hubieran terminado la carrera para que le asistieran con carácter permanente. De este modo, Timoféyev-Ressovski y su amigo Tsarapkin fueron enviados en viaje de estudios por tiempo ilimitado. A pesar de que allí no se les daba instrucción ideológica, hicieron grandes progresos en el terreno científico, y cuando en 1937 (¡!) les ordenaron volver a la patria, les resultó imposible acatar la orden, por la mera inercia de su trabajo: no podían abandonar ni la lógica continuación de sus investigaciones, ni sus aparatos, ni sus alumnos. Tal vez también les impidiera el regreso pensar que, una vez en su patria, deberían cubrir públicamente de mierda todo su trabajo de quince años en Alemania. Sólo así habrían tenido derecho a la existencia (eso con suerte). Y de este modo se convirtieron en prófugos a pesar de que nunca habían dejado de ser unos patriotas.

En 1945 las tropas soviéticas entraron en Buch (un barrio periférico al nordeste de Berlín). Timoféyev-Ressovski los acogió con alegría y les entregó su instituto intacto. Todo estaba sucediendo de la mejor manera posible, ¡ahora ya no tendría que separarse de su Instituto! Llegaron unos representantes del gobierno, se dieron una vuelta por las instalaciones y dijeron: «Hum, embálelo todo en cajas y nos lo llevaremos a Moscú». «Esto es imposible», saltó Timoféyev, retrocediendo sorprendido. «¡Se echará todo a perder! ¡Han hecho falta años para reunir estas instalaciones!» «Hum-m-m...», se asombraron los jefes. Y no tardaron en detener a Timoféyev y a Tsarapkin y llevarlos a Moscú. En su ingenuidad, creían que sin ellos el Instituto dejaría de funcionar. ¡Pues que no funcione, siempre que triunfe la línea general del partido! En la Gran Lubianka no les costó grandes esfuerzos demostrar a los detenidos que eran traidores a la patria, les echaron diez años, y ahora el presidente de la sociedad científico-técnica de la celda n° 75 se reconfortaba pensando que no había cometido ningún error.

En las celdas de Butyrki, las patas arqueadas que sostienen los catres son muy cortas: ni siquiera a la administración de la cárcel le había pasado por la cabeza que algún día también ahí debajo dormirían presos. Por ello, primero hay que tenderle el capote al que va a ser tu vecino para que te lo extienda ahí abajo, luego hay que tenderse en el pasillo contra el suelo y arrastrarte hasta debajo del catre. El pasillo es un lugar de paso y bajo los catres se barre a lo sumo una vez al mes, las manos sólo te las puedes lavar cuando te llevan de noche al retrete, y encima sin jabón. No puede decirse que uno se sienta tan inmaculado como el Santo Cáliz. ¡Y sin embargo, yo era feliz! Debajo de los catres, en el suelo asfaltado, arrastrándome como un perro, con polvo y migas de los catres cayendo sobre mis ojos, yo era feliz, absolutamente feliz, sin restricción alguna. Con razón dijo Epicuro: la falta de variedad puede darnos satisfacción después de una variedad de insatisfacciones. Atrás quedaba el campo, que ya creía que nunca se acabaría, atrás quedaban las jornadas de diez horas, el frío, la lluvia y la espalda dolorida, ¡ah, qué felicidad pasarse días enteros tumbado! Dormir, y que te den cada día, pase lo que pase, seiscientos cincuenta gramos de pan y dos comidas calientes, pienso para el ganado, carne de delfín. En una palabra: el balneario BuTiur.

¡Dormir! Es algo muy importante. ¡Dormir, con la barriga por colchón y la espalda por toda manta! Durante el sueño no gastas energías ni atormentas tu corazón, ¡y la condena va pasando, consumiéndose! Cuando nuestra vida crepita y chispea como una antorcha, maldecimos la necesidad de dormir ocho horas sin sacarles partido. Pero cuando lo hemos perdido todo, cuando no queda esperanza, ¡benditas sean catorce horas de sueño!

Dos meses me tuvieron en aquella celda, pude dormir por todo el año pasado y por todo el año siguiente, y en todo ese tiempo fui avanzando bajo los catres hasta llegar a la ventana, y de nuevo volví a dormir al lado del zambullo, pero esta vez ya en un catre, y siguiendo sobre los catres llegué hasta los de arriba, hasta el arco medianero del techo. Ahora ya dormía poco, sorbía el elixir de la vida y gozaba. Por la mañana, sesión de la sociedad científico-técnica, después ajedrez, libros (libros juiciosos, tres o cuatro para ochenta personas, siempre había cola), y veinte minutos de paseo: ¡un acorde en tono mayor! Nunca renunciábamos al paseo aunque estuviera lloviendo a cántaros. Pero lo más importante era que me encontraba entre gente, ¡gente, gente! Nikolái Andréyevich Semiónov, uno de los creadores de la central eléctrica del Dniéper. Y Fiódor Fió-dorovich Kárpov, de quien se hizo amigo ya en cautiverio. El sarcástico e ingenioso Víktor Kagan, físico. El compositor y estudiante del conservatorio, Volodia Klempner. Un leñador y cazador de los bosques de Viatka, insondable como un lago forestal. Un militante del NTS venido de Europa, Evgueni Ivánovich Divnich, que era al mismo tiempo un predicador ortodoxo, aunque no se limitaba al marco de la teología sino que atacaba el marxismo y nos anunciaba que en Europa ya hacía tiempo que nadie se tomaba en serio esta doctrina. Y yo salía en defensa del marxismo, pues a la sazón era marxista. ¡Sólo un año antes, con qué aplomo le habría bombardeado con citas, con cuánto desprecio me habría burlado de él! Pero en aquel primer año de prisión se habían depositado en mí tantos sedimentos... —¿cuándo sucedió? No pude darme cuenta—, eran acontecimientos, perspectivas e interpretaciones nuevas, que ya no me permitían replicar: ¡todo eso no existe! ¡Son invenciones burguesas! Ahora estaba obligado a reconocer: sí, existen. Y con ello se debilitaba el hilo de mis argumentos, y vencerme era casi un juego.

Y de nuevo llegan prisioneros de guerra, siempre prisioneros de guerra; la riada de Europa lleva ya dos años sin cesar. Y de nuevo emigrados rusos, de Europa y de Manchuria. Y entre los emigrados buscamos a conocidos comunes: ¿De qué país viene usted? ¿Conoce a Fulano de Tal? Y siempre los conocían, naturalmente. (Así pude saber que habían fusilado al coronel Yásevich.) [302]

Y ese anciano alemán, aquel rechoncho alemán —ahora flaco y enfermo– al que en otro tiempo (¿haría ya doscientos años?) yo había obligado a llevar mi maleta en la Prusia Oriental. ¡Oh, qué pequeño es el mundo! ¡Quién iba a decir que volveríamos a vernos! El anciano me sonríe. Él también me ha reconocido y hasta parece alegrarse del encuentro. Me ha perdonado. Tiene diez años de condena, pero le queda muchísimo menos de vida... Y ese otro alemán, joven y grandullón, pero privado del habla, quizá porque no sabe ni palabra de ruso. A primera vista nadie diría que es alemán: los cofrades le han despojado de todas sus prendas alemanas y le han dado por trocauna guerrera soviética descolorida. Es un famoso as de la aviación alemana. Su primera campaña: la guerra entre Bolivia y Paraguay, [303]la segunda en España, la tercera en Polonia, la cuarta, la batalla de Inglaterra, la quinta en Chipre, y la sexta en la Unión Soviética. ¡Al ser un as de la aviación, era inevitable que hubiera ametrallado desde el aire a mujeres y niños! Criminal de guerra, diez años y cinco de bozal. Y, naturalmente, tampoco falta un leal en la celda (como por ejemplo, el fiscal Kretov): «¡Bien está que os hayan metido entre rejas, atajo de puercos, contrarrevolucionarios! ¡La historia triturará vuestros huesos, serviréis de abono!». «¡Y tú también, perro, más que perro!», le contestan a gritos. «¡No, yo no! ¡Mi caso lo revisarán, porque soy inocente!» Toda la celda lo abuchea escandalosamente. Un canoso profesor de lengua rusa se pone de pie sobre un catre, descalzo, y abre los brazos cual Cristo resucitado: «¡Hijos míos, reconciliaos! ¡Hijos míos!». A él también lo abuchean: «¡A tus hijos vete a buscarlos a los bosques de Briansk! [304]¡Nosotros ya no somos hijos de nadie! ¡Sólo somos hijos del Gulag!».

Después de la cena y del retrete vespertino, la noche asoma en las mordazas de las ventanas y se encienden las agobiantes bombillas que penden del techo. Si el día divide a los reclusos, la noche los acerca. De noche no había discusiones, sino que se organizaban conferencias o conciertos. Y de nuevo resplandecía Timoféyev-Ressovski: dedicaba veladas enteras a Italia, Dinamarca, Noruega, Suecia. Los emigrados hablaban de los Balcanes, de Francia. Uno daba una conferencia sobre Le Corbusier, otro sobre la vida de las abejas, otro sobre Gógol. ¡Se fumaba a más no poder! El humo flotaba como niebla por toda la celda, pues la ventana no ofrecía tiro alguno por culpa del bozal. Cierta vez Kostia Kiula, que tenía mi misma edad, cara redonda, ojos azules, desmañado hasta la comicidad, se adelantó hacia la mesa y recitó unos versos que había compuesto en prisión. Los versos se titulaban: «El primer paquete», «A mi esposa», «A mi hijo». Cuando en prisión tu oído coge al vuelo versos escritos en cautiverio, no te preocupa si su autor ha observado el sistema tónico-silábico o si la rima es asonante o consonante. Esos versos son sangre de tu corazón, lágrimas de tu propia esposa. En la celda los presos lloraban. [305] 64

En aquella celda fue donde me decidí a componer también yo versos sobre la prisión. Empecé por recitar versos de Ese-nin, poeta casi prohibido antes de la guerra. El joven Bubnov, uno de los prisioneros de guerra que al parecer no había podido terminar sus estudios, miraba con fervor a los que recitaban y se le iluminaba el rostro. No era ningún especialista técnico, no venía de un campo, sino que se dirigía a él por primera vez: lo más probable es que ahí le aguardara la muerte, pues en los campos no hay sitio para personas con tanta pureza y rectitud de carácter. Para él y para tantos otros aquellas veladas en la celda n° 75 significaban —en su pausado descenso hacia la muerte– una súbita revelación de un mundo maravilloso que existe y existirá, un mundo que el cruel destino les impedía disfrutar, aunque fuera un solo año, uno solo de sus años jóvenes.

Se abrió la tapa de la rendija para la comida y rugió el hocico del carcelero: «¡Toque de silencio!». No, ni siquiera antes de la guerra, cuando estudiaba en dos institutos a la vez, cuando además ganaba algún dinero dando clases y hacía mis pinitos de escritor,creo que ni siquiera entonces viví unos días tan plenos, tan desgarradores y tan densos como los de aquel verano en la celda n° 75...

—Permítame —le digo a Tsarapkin—, pero en aquella ocasión cierto Deul, un chico que a los dieciséis años ya había sacado un cinco [306](y no precisamente en la escuela) por «propaganda antisoviética»...

—¿Cómo, también usted lo conoce? Iba con nosotros en un traslado a Karagandá...

—...me dijo que usted estaba de auxiliar en un laboratorio de análisis clínicos y que a Nikolái Vladímirovich lo mandaban constantemente a los trabajos comunes...

—Y aquello lo debilitó mucho. Cuando lo trasladaron a Butyrki iba medio muerto en el vagón. Ahora lo tienen en la enfermería y la Cuarta Sección Especial [307] 65le facilita mantequilla e incluso vino, pero es difícil decir si llegará a restablecerse.

—¿Entonces, fue la Cuarta Sección Especial la que los convocó a ustedes?

—Sí. Nos preguntaron si nos creíamos capaces, después de seis meses en Karagandá, de reconstruir nuestro Instituto en suelo patrio.

—Y ustedes aceptarían entusiasmados, ¿no?

—¡Faltaría más! Ya sabe, ahora hemos comprendido nuestros errores. Y además, lo quisiéramos o no, todos los aparatos se los habían llevado de ahí embalados en cajas y ya estaban aquí.

—¡Qué devoción a la ciencia por parte del MVD! ¡Un poco más de Schubert, se lo ruego!

Y Tsarapkin, que mira melancólico hacia la ventana (en sus gafas se reflejan los oscuros bozales y la franja clara, en lo alto de las ventanas), canturrea:

Vom Abendrot zum Morgenlicht War mancher Kopf zum Greise.

Wer glaubt es? meiner ward es nicht Auf dieser ganzen Reise. [308]

* * *

El sueño de Tolstói se ha hecho realidad: ya no se obliga a los presos a asistir a un oficio religioso intrínsecamente perverso. [309]Las capillas de las prisiones permanecen cerradas. Los edificios se han conservado, eso sí, pero han sido adaptados con eficacia para ampliar el espacio de confinamiento. De esta manera, la capilla de Butyrki permite encerrar dos mil presos más, lo que significa cincuenta mil por año, si calculamos que cada partida permanece ahí un par de semanas.

Cuando me ingresan en Butyrki por cuarta o quinta vez, mientras atravieso con paso firme y presuroso el patio de la cárcel, rodeado de bloques penitenciarios, camino de la celda que me han asignado, adelantándome incluso una cabeza a mi guardián (como el caballo que galopa diligente hacia casa donde le espera la avena, sin necesidad de fusta ni riendas), a veces me olvido de volver la cabeza hacia esa iglesia cuadrangular, rematada por un octaedro. Se alza aislada en el centro de un patio cuadrado. En sus ventanas no hay bozales reglamentarios ni cristales armados como en los edificios principales, sino unas tablas grises y podridas que definen su categoría de anexo. Alberga una especie de prisión de tránsito, en el interior de Butyrki, para los recién condenados.

Pero en otro tiempo, en 1945, viví allí grandes e importantes momentos: después de ser condenados por disposición de la OSO, nos llevaron a la iglesia (¡era el momento oportuno, no estaría mal rezar!), nos hicieron subir al primer piso (encima había aún un segundo piso) y a partir de un vestíbulo octogonal nos distribuyeron por distintas celdas. A mí me metieron en la del sudeste.

Era una espaciosa celda cuadrada que en aquella época daba cabida a doscientos hombres. Como en todas partes, los presos dormían en los catres (eran de un solo piso), debajo de ellos, o simplemente en los pasillos, sobre un suelo cubierto de tarimas de madera. No sólo eran de segunda categoría las mordazas de las ventanas, sino que todo cuanto había allí parecía destinado, más que a los hijos de Butyrki, a los hijastros: no había libros, ni damas, ni ajedrez para aquel hormigueo humano; las escudillas de aluminio y las cucharas de palo, melladas y aporreadas, se retiraban después de cada comida hasta la siguiente, quizá por temor de que se las llevaran con las prisas de los traslados. Incluso les dolía dar vasos a los hijastros: después de la balanda había que lavar las escudillas para poder beberse en ellas, a lengüetazos, el té aguado. La falta de vajilla propia en la celda afectaba en especial a los que tenían la suerte —o la desdicha– de recibir un paquete de casa (cuando faltaba poco para el traslado a confines distantes los familiares siempre hacían un esfuerzo para enviar algo, a pesar de sus parcos recursos). Pero los parientes carecían de formación carcelaria y en la oficina de recepción nadie iba a aconsejarles, por lo cual nunca se les ocurría utilizar recipientes de plástico —los únicos permitidos—, sino de vidrio o de metal. Y toda esa miel, la confitura o la leche condensada se rebañaba de los botes sin misericordia y la vertían —por la rendija de la comida– sobre lo que tuvieran los presos. Pero como en las celdas de la iglesia los reclusos no tenían nada con que recoger el contenido, había que echárselo directamente en el hueco de la mano, en la boca, el pañuelo o el faldón del vestido, algo completamente normal en el Gulag, ¿pero en pleno centro de Moscú? Y además el carcelero les acuciaba: «¡Aprisa, aprisa!», como si fuera a perder el tren (si tenía prisa era porque contaba con lamer —él también– los botes confiscados). En las celdas de la iglesia todo era provisional, falto de esa ilusión de continuidad que existía en las celdas de los presos sujetos a instrucción sumarial o pendientes de juicio. Como carne picada, como un producto semimanufacturado listo para el Gulag, se retenía allí a los presos en una espera inevitable hasta que quedara algún espacio libre en Krásnaya Presnia. Aquí había sólo un privilegio: los presos tenían que ir ellos mismos a buscar el rancho tres veces al día (nunca daban kasha,pero a cambio teníamos tres platos de balandadiarios, lo cual era todo un acto de misericordia: más frecuente, más caliente y llenaba más el estómago). Si concedían este privilegio era porque en la iglesia no había ascensores como en el resto de la cárcel y los vigilantes no querían esforzarse. Había que cargar durante un buen trecho unos bidones grandes y pesados, cruzar el patio y luego subirlos por una escalera empinada, lo que resultaba muy penoso dadas las escasas fuerzas de que disponíamos, pero íbamos gustosamente con tal de salir una vez más al verde patio y oír el canto de los pájaros.

Las celdas de la capilla tenían una atmósfera peculiar: algo en ellas anunciaba las futuras corrientes de aire de las prisiones de tránsito y hacía presentir los vientos árticos de los campos. En esas celdas se celebraba un rito de aclimatación: al hecho de que ya se había dictado sentencia y que no se trataba de ninguna broma; al hecho de que por cruel que fuera este periodo que se abría en tu vida, la mente debía digerirlo y asumirlo. Era una aclimatación difícil.

Además, no había aquí un contingente fijo de presos como solía haberlo en las celdas preventivas, que así se convertían en algo semejante a una familia. Día y noche introducían y sacaban hombres de uno en uno y por decenas, con lo que siempre íbamos cambiando de sitio en el suelo y en los catres y era raro tener a alguien de vecino más de dos noches. Cuando coincidías con alguien interesante, había que interrogarlo sin demora, de otro modo podías perderlo para toda la vida.

Así dejé escapar al mecánico de automóviles Medvédev. Cuando entablé conversación con él, recordé que el emperador Mijaíl había mencionado su nombre. [310]Sí, era uno de los encausados con él, uno de los primeros que leyó la «Proclama al pueblo ruso» y no lo denunció. A Medvédev le habían impuesto una pena muy corta: ¡Sólo tres años! ¡Habráse visto qué poca vergüenza, por un delito así resulta imperdonable! Y eso que le habían aplicado el Artículo 58, por el cual hasta cinco años hubieran sido una condena de juguete. Por lo visto, concluyeron que el emperador estaba loco y por consideraciones de clase no se quisieron ensañar con los demás. Pero apenas me disponía a averiguar qué opinaba Medvédev de todo aquello, se lo llevaron «con los efectos». Determinadas circunstancias hacían pensar que se lo llevaban para ponerlo en libertad. Esto confirmaba los primeros rumores sobre la amnistía de Stalin que habían llegado hasta nosotros aquel verano. Una amnistía para nadie,tras la cual las celdas siguieron igual de abarrotadas, incluso bajo los catres. [311]

Se llevaron de traslado a mi vecino de litera, un antiguo militante de la Schutzbund. (En 1937 a todos los de la Schutz-bund, que creían asfixiarse en la Austria conservadora, la patria del proletariado mundial acabó de asarloscon diez años cada uno. Todos ellos encontraron su fin en las islas del Archipiélago.) Ocupó su lugar un hombrecillo moreno, de cabello azabache, ojos femeninos como oscuras cerezas, aunque con una nariz ancha y gruesa que afeaba su rostro convirtiéndolo en una caricatura. Yacimos lado a lado un día entero sin decirnos nada, pero al segundo día encontró ocasión para preguntarme: «¿De dónde diría que soy yo?». Hablaba el ruso con soltura, aunque tenía acento. Dije sin mucha seguridad que tenía algo de caucasiano. Sonrió: «Me he hecho pasar fácilmente por georgiano. Me llamaban Yasha. Todos se reían de mí. Recaudaba las cuotas del sindicato». Lo examiné con mayor detenimiento. Sin lugar a dudas, era una figura cómica: un retaco con la cara desproporcionada, una sonrisa sin malicia. Pero de improviso se puso tenso, su facciones se hicieron más duras y se le contrajeron los ojos, que ahora me perforaban como el mandoble de un sable negro:

—¡Pues sepa que soy un agente secreto del Estado Mayor General rumano, el lukotenantVladimirescu!

Llegué a estremecerme: aquello era dinamita. Después de haber conocido a dos centenares de pretendidos espías, nunca supuse que toparía con uno de verdad. Hasta pensaba que no existían.

Según me contó, procedía de una familia aristocrática, que decidió, cuando tenía tres años, que hiciera carrera en el Estado Mayor, y a los seis años se confió su educación al departamento de inteligencia. Al convertirse en adulto eligió la Unión Soviética como campo de sus futuras actividades, pues creía que aquí había el contraespionaje más implacable del mundo y que en un país como éste resultaría particularmente difícil trabajar, debido a que todos sospechaban unos de otros. Haciendo balance, ahora creía que su trabajo no había estado nada mal. Antes de la guerra pasó algunos años en Nikoláyev, donde al parecer hizo posible que las tropas rumanas tomaran los astilleros intactos. Luego estuvo en la fábrica de tractores de Stalingrado y más tarde en la fabrica Uralmash.* En una ocasión, cuando estaba recaudando las cuotas del sindicato, entró en el despacho del jefe de unos importantes talleres, cerró la puerta y su sonrisa de bobo se esfumó de sus labios al tiempo que aparecía aquella expresión de sable cortante de momentos antes: «¡Ponomariov! (éste había adoptado otro apellido en Uralmash). Le estamos vigilando desde Stalingrado. Abandonó allí su puesto (había sido un cargo importante en la fabrica de tractores de Stalingrado) y se colocó aquí con nombre falso. Usted escoge: que lo fusilen los suyos o trabajar para nosotros». Ponomariov eligió trabajar para ellos, como cabía esperar de uno de esos prósperos pancistas. El teniente dirigió su trabajo hasta que Vladimirescu fue trasladado al mando del jefe del espionaje alemán en Moscú, quien lo envió a Podolsk para dedicarse a su especialidad. Según me explicó Vladimirescu, a los espías-saboteadores se les daba una preparación polifacética, si bien cada uno de ellos tenía además una especialidad concreta. La de Vladimirescu era cortar imperceptiblemente el amarre de suspensión principal de los paracaídas. En Podolsk, salió a recibirle a la puerta del almacén de paracaídas el jefe de la guardia (¿quién sería?, ¿qué clase de nombre debía de ser?), le dejó entrar y permitió que el lukotenantpermaneciera encerrado allí ocho horas, durante la noche. Vladimirescu fue recorriendo con una escalerilla las pilas de paracaídas y, sin deshacer el embalaje, separaba el amarre trenzado y cercenaba con unas tijeras especiales las cuatro quintas partes de cada cuerda, dejando sólo una quinta parte que se desgarraría en el aire. Vladimirescu había estado muchos años entrenándose y preparándose para aquella sola noche. Trabajando de forma febril, inutilizó —según contaba– dos mil paracaídas en ocho horas !(¿uno cada quince segundos?), «¡He destruido yo solo toda una división aerotransportada soviética!», decía malignamente con un brillo en sus ojos como cerezas.

Cuando lo arrestaron se negó a declarar y durante los ocho meses que pasó incomunicado en Butyrki no dejó escapar una sola palabra. «¿Y no le torturaron?» «No-o», respondió torciendo los labios, como si semejante posibilidad fuera inconcebible no tratándose de un súbdito soviético. (¡Apalea a los tuyos, que así los extraños te cogerán miedo! El espía es un lingote de oro, quizás algún día convenga canjearlo.) Llegó un día en que le mostraron los periódicos: Rumanía ha capitulado, ahora ya puedes declarar. Él continuó mudo: los periódicos podían ser una falsificación. Le dieron a leer una orden del Estado Mayor General rumano: basándose en las condiciones del armisticio, se ordenaba a todos los agentes que depusieran las armas. Él continuó callado: la orden también podía haber sido falsificada. Al final lo sometieron a un careo con su inmediato superior en el Estado Mayor, quien le ordenó que se quitara la máscara y se rindiera. Entonces, Vladimirescu hizo sus declaraciones con gran frialdad, y ahora que ya no tenía ninguna importancia, aprovechando el lento paso del tiempo ; en la celda, también me contaba a mí alguna cosilla suelta. ¡Ni siquiera lo juzgaron! No le impusieron ninguna condena. (¡Claro, como que no era de los nuestros, no era de casa! «Soy un oficial de carrera y lo seguiré siendo hasta la muerte. Me van a guardar como oro en paño.»)

—Pero usted se ha sincerado conmigo —le indiqué—. He visto su cara y puedo recordarla. Imagínese que un día nos encontramos en la calle...

—Si tengo la seguridad de que no me ha reconocido, seguirá usted con vida. Pero si me reconoce, lo mataréo le obligaré a trabajar para nosotros.

Él no tenía la más mínima intención de enemistarse con su vecino de litera. Esto me lo había dicho con toda sencillez, plenamente convencido. Y yo le creí perfectamente capaz de matar a alguien a tiros o cortarle el pescuezo.

En esta larga crónica de presidio no aparecerá ningún otro espía de verdad. En once años de cárcel, campo penitenciario y destierro, éste fue mi único encuentro de esta especie, y otros presos ni siquiera tuvieron uno solo. En cambio, nuestros cómics de gran tirada meten en la cabeza de la juventud que los Órganos sólo detienen a esa clase de personas.

Bastaba echar una mirada a la celda de la iglesia para comprender que a quienes antes cogían los Órganos era a esa misma juventud. La guerra había terminado, podían permitirse el lujo de detener a tantos jóvenes como se les antojara: ya no les hacían falta como soldados. Se decía que de 1944 a 1945 había pasado por la Pequeña Lubianka (la de la región de Moscú) el «Partido Democrático». Según rumores, se componía de medio centenar de chavales, tenía sus estatutos y hasta carnets. El mayor de ellos, un alumno de décimo curso* de una escuela moscovita, era el «secretario general». En el último año de la guerra aparecieron también en las cárceles moscovitas algunos estudiantes de más edad. Pude coincidir con ellos en diversos lugares. No es que yo fuera viejo, pero ellos aún eran más jóvenes...


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