Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Por último, casi todos los del artículo 58 son gente pacífica (a menudo, ancianos y enfermos) que toda la vida se las han arreglado con palabras, sin emplear jamás los puños, y ahora no están más dispuestos que antes a recurrir a ellos.
Los cofrades han pasado por otro tipo de instrucción sumarial. Su instrucción se reduce a un par de interrogatorios, un juicio fácil y una condena benigna que ni siquiera cumplen hasta el final: antes los amnistían o se fugan. [259] 49A los delincuentes comunes nunca se les ha prohibido, incluso durante lo que dura la instrucción, que reciban los paquetes admitidos por la ley, paquetes abundantes comprados por los cofrades en libertad con su parte del botín. No adelgazan, ni un solo día han enflaquecido sus fuerzas, pues como podemos ver durante el traslado, se alimentan a costa de los panolis. [260] 50 Los artículos del Código sobre hurto y pillaje no sólo no les cohiben, sino que son causa de orgullo, y todo jefe con galones o ribetes azules les confirma en ello: «No importa, eres un bandido y un asesino, pero al menos tú no has traicionado a la patria. Eres de los nuestros.Te enmendarás». Los artículos penales sobre robo carecen de punto undécimo, el de la organización.
Y es que a los cofrades no les está prohibida la organización —¿por qué había de estarlo? ¿Acaso no contribuye a educarlos en el espíritu colectivo, tan indispensable para un miembro de nuestra sociedad? La tenencia de armas es como un juego, no les castigan por ello, respetan su ley(«ellos son lo que son»).
Y un nuevo asesinato en la celda no añade años de condena al asesino, al contrario, le ciñe nuevos laureles.
(Todo esto viene de lejos. Marx no reprocha al lumpen del proletariado más que cierta volatilidad y talante inconstante. Pero Stalin siempre sintió atracción por el hampa, ¿quién, si no, desvalijaba bancos para él? [261]En 1901 sus compañeros de partido y de cárcel ya lo habían acusado de utilizar a delincuentes comunes contra sus adversarios políticos. Y en los años veinte crearía para ellos una benévola expresión: socialmente afines.Andaba en esto también Makarenko: a éstos sí que se les puede enmendar. Según Makarenko, el único foco de criminalidad era la «contrarrevolución encubierta», o sea: esos otros a los que no se puede corregir: ingenieros, sacerdotes, pequeño-burgueses, mencheviques...)
¿Y por qué no habrían de robar, si no hay nadie que les pare los pies? Así ocurre que tres o cuatro granujas bien compenetrados y que no retroceden ante nada tienen a su merced a varias docenas de pseudo-políticos asustados y abatidos.
Con el beneplácito de la autoridad. Con arreglo a la Doctrina Progresista.
Y si las víctimas no se defienden a puñetazos, ¿por qué al menos no intentan quejarse? A fin de cuentas, desde el pasillo se oye todo y justo ahora pasa sin prisa un soldado al otro lado de la reja.
En efecto, la pregunta no es baladí. Se oye hasta el menor ruido, se percibe cada gemido de queja y siempre hay un soldado recorriendo el pasillo, ¿pero por qué no interviene? A un metro suyo, en un compartimiento oscuro como una gruta, están robando a un hombre, ¿por qué, pues, no interviene este guerrero, defensa del Estado?
Pues por todo cuanto llevamos dicho hasta ahora. También él ha sido adoctrinado.
Es más: tras tantos años de tomar partido por los rateros, el soldado ha acabado simpatizando con ellos. El centinela se ha convertido, él mismo, en ladrón.
Entre mediados de los años treinta y mediados de los cuarenta, en esa década del más flagrante desenfreno de los bajos fondos y de máxima opresión contra los presos políticos, no hay quien recuerde un solo caso en el que un centinela impidiera a un cofrade desvalijar a un preso político en la celda, en el vagón o dentro del «cuervo». Pero en cambio sí pueden oírse numerosos casos en que un soldado ha aceptado de los ladrones enseres robados a cambio de vodka, viandas (más apetitosas que el rancho) o tabaco. Son ejemplos ya antológicos.
¿Y es que acaso son muchas las posesiones de un sargento de guardia?: el arma, un capote arrollado en bandolera, la fiambrera y su rancho de soldado. Sería cruel exigirle que escoltara a un enemigo del pueblo ataviado con pelliza cara y zapatos de charol, o quién sabe si incluso con una arroba(es decir, un saco) a cuestas llena de trastos caros traídos de la ciudad, y encima pedirle que se conforme con esta desigualdad. ¿O es que no es una forma de lucha de clases despojarlo de tanto lujo? ¿Es que acaso hay alguna norma escrita?
En 1945-1946, cuando nos llegaban los presos, no de cualquier parte, sino ¡de Europa!, presos que vestían y llevaban en sus sacos artículos europeos nunca vistos hasta entonces, no pudieron resistir la tentación ni los propios oficiales de guardia. Por razón del servicio se habían librado de combatir en el frente, pero al acabar la guerra eso significaba también que estaban lejos del botín. ¿Acaso era aquello justo?
Así pues, no era por casualidad, ni por premura, ni por falta de espacio, sino sólo por codicia, el que la guardia decidiera mezclar a la cofradía con los presos políticos en cada compartimiento del vagón-zak a su cargo. Y los cofrades nunca les defraudaban: dejaban limpios a los castores [262] 51 y todo iba a parar a las maletas de los centinelas.
¿Pero qué hacer cuando el vagón iba repleto de «castores», el tren ya se había puesto en marcha y no había ni un solo ladrón a mano, ni podía contarse con que lo hubiera, ya que aquel día no había estaciones que los expidieran? También se dieron casos de éstos.
En 1947 llevaban a un grupo de extranjeros de Moscú a Vladímir para cumplir condena en la Central de dicha localidad. Los extranjeros llevaban objetos de valor, según quedó claro apenas abiertas las maletas. Visto esto, la propia escoltaemprendió una requisa sistemática de objetos y, para que no se les escapara nada, pusieron a los presos totalmente desnudosen el suelo del vagón, cerca del retrete, mientras ellos registraban y confiscaban. Pero la guardia no reparó en que no los estaban conduciendo a un campo penitenciario cualquiera, sino a una cárcel de verdad. Nada más llegar, LA. Kornéyev presentó una queja por escrito denunciando lo ocurrido. Dieron con la escolta y la sometieron a un registro. Parte de los objetos aún no había desaparecido y fue devuelta a sus propietarios, y por todo lo que no reapareció se indemnizó a los presos en metálico. Según se decía, a los centinelas les impusieron penas de diez a quince años, aunque de todos modos, es imposible verificarlo. Y aún así, las condenas por robo no suelen cumplirse íntegramente.
De todos modos, ése había sido un caso excepcional. Si el jefe de la escolta hubiera sabido dominar a tiempo su codicia, habría comprendido que no le convenía meterse en semejante brete. Veamos ahora un caso más sencillo, tan simple que cabe esperar que hasta fuera corriente. En agosto de 1945 en el vagón-zak Moscú-Novosibirsk (en el que trasladaron a A. Suzi) tampoco había rateros a mano. De todos modos, como tenían por delante un largo trayecto —en vista de lo lentos que iban los trenes de entonces– el jefe de la escolta pudo elegir sin precipitarse el momento más oportuno para llevar a cabo un registro. Los arrestados debían salir al corredor de uno en uno con sus enseres personales. Siguiendo el reglamento de prisiones cada uno debía desnudarse, pero el verdadero sentido del registro no era encontrar cuchillos u objetos prohibidos, ya que los presos volvían de inmediato a su atiborrada celda, donde los otros podían perfectamente haberles guardado todo lo que quisieran. El verdadero objeto del registro era escudriñar sus enseres personales, tanto los que llevaba encima como los de los sacos. El jefe de la escolta, un oficial, y su ayudante, un sargento, permanecieron altivos e imperturbables al lado mismo de los sacos durante el largo registro sin mostrar asomo de aburrimiento. Su pecadora codicia pugnaba por manifestarse, pero el oficial la ocultaba bajo una fingida indiferencia. Era la misma situación que la de un viejo carcamal que se come a las muchachas con los ojos pero que se siente intimidado por los presentes —y también por las propias muchachas– y no sabe cómo comportarse. ¡Qué bien le habrían venido unos cuantos ladrones! Mas, ¡ay!, no los había en ese traslado.
Ladrones no habría, pero sí hombres a los que ya había rozado e infectado el hálito de la cárcel. Ya se sabe, el ejemplo de los ladrones es aleccionador y predispone a la imitación: demuestra que existe una manera fácil de darse la buena vida en prisión. En uno de los compartimientos viajaban dos ex oficiales, Sanin (de la Marina) y Merezhkov. Ambos eran condenados por el Artículo 58, pero eso no impedía que se hubieran adaptado ya al medio. Con el apoyo de Merezhkov, Sanin se había autoproclamado síndico electo del compartimiento y, por mediación de un soldado, pidió ser recibido por el jefe de la guardia (había sabido descifrar su actitud altiva: ¡no era más que necesidad de conchabarse con alguien!). Fue un hecho insólito, pero a Sanin lo llamaron y en alguna parte tuvo lugar la entrevista. Siguiendo el ejemplo de Sanin, uno de otro compartimiento pidió una entrevista. Y también fue recibido.
Por la mañana dieron a los detenidos, no los quinientos cincuenta gramos de pan que en aquella época era la ración normal durante un traslado, sino doscientos cincuenta.
Cuando distribuyeron las raciones empezó a oírse un ligero murmullo. Fue sólo un murmullo, porque aquellos presos políticos temían las «acciones colectivas» y no movieron un dedo. Sólo hubo uno que preguntó en voz alta al que hacía el reparto:
—¡Ciudadano jefe! ¿Cuánto pesa esta ración?
—¡Pesa lo establecido! —le respondieron.
—¡Exijo que me la vuelvan a pesar, o de lo contrario me negaré a aceptarla! —anunció el temerario con voz fuerte.
El vagón entero contuvo la respiración. Muchos no tocaron sus raciones con la esperanza de que también se las volvieran a pesar. Apareció entonces el oficial, ese dechado de pureza. Todos guardaban silencio, con lo cual sus palabras resonaron aún más rotundas y categóricas:
—¿Quién se ha levantado aquí contra el régimen soviético?
Se quedaron todos de piedra. (Me replicarán que es una técnica habitual, que también entre los libres cualquier jefe puede hacerse pasar por el «régimen soviético» y a ver quién se lo discute. Pero hay una diferencia: aquí era mucho más amedrentador, porque se trataba de gente aterrorizada a la que acababan de condenar por actividades antisoviéticas.)
—¿Quién es el que ha organizado este motínpor lo del pan? —no cejaba el oficial.
—Ciudadano teniente, yo sólo quería... —empezaba ya a disculparse el alborotador, ahora ya el único culpable de todo.
—¿Conque eres tú, bastardo? ¿Conque no te gusta el régimen soviético?
(¿Y para qué sublevarse? ¿Para qué discutir? ¿No hubiera sido más fácil comerse la ración aunque la hubieran pellizcado, aguantarse y tener la boca cerrada? Ahora, en cambio, ya estaba armada...)
—...¡Carroña apestosa! ¡Contra! ¡Debían haberte colgado, y aún pides que te pesen la ración! ¡Rata! ¡El régimen soviético te da de comer y de beber, ¿y todavía no estás contento?! ¿Sabes lo que te has ganado por esto? —Orden a los soldados—: ¡Lleváoslo! —Retumba la cerradura—. ¡Sal con las manos atrás! —Y se llevan al infeliz—. ¿Quién más tiene queja? ¿Quién más quiere que le pesen el pan?
(¡Como si hubiera forma de demostrar algo! Como si hubiera donde quejarte de que sólo te han dado doscientos cincuenta gramos y te fueran a creer a ti y no al teniente que insiste en que había quinientos cincuenta.)
Gato escaldado del agua fría huye. Los demás se dieron todos por satisfechos, y así se impuso aquella ración de castigo para todos los díasdel largo viaje. Tampoco les dieron azúcar, i se lo quedaba la escolta. |
(Ocurría esto en el verano de las dos grandes victorias | —contra Alemania y contra el Japón– que engrandecen la historia de nuestra patria y que estudiarán nuestros nietos y biznietos.)
Pasaron hambre el primer día, pero al segundo día de lo mismo empezaron a espabilar. Sanin dijo a los de su compartimiento: «Mirad amigos, si seguimos así estamos perdidos. A ver, si alguien tiene objetos de valor que me los dé. yo los cambio y traigo de comer». Con toda desfachatez se puso a aceptar y rechazar piezas (aunque no todos estaban dispuestos a entregarlas, ¡cualquiera diría que os estoy obligando!). Luego pidió permiso para salir en compañía de Merezhkov y, cosa curiosa, la escolta les abrió la puerta. Se presentaron con el botín en el compartimiento de la guardia y volvieron con unas hogazas de pan rebanado y tabaco barato. Eran los siete kilos de pan que habían escamoteado a diario a los del compartimiento, sólo que ahora no se repartirían a todos por igual sino únicamente a los que habían entregado algún objeto.
Y era perfectamente justo: ¿o no habían dicho todos estar satisfechos con la ración pellizcada? Y era justo también, porque los objetos algo valían y era menester pagar por ellos. Y también era justo desde una perspectiva más remota: eran objetos demasiado buenos para tenerlos en un campo penitenciario y de todos modos acabarían siendo requisados o robados.
El tabaco era el de la escolta. Los soldados estaban compartiendo las preciadas briznas con los presos y también esto era justo, pues ellos se estaban zampando el pan de los presos y echaban al té su azúcar, demasiado bueno para dárselo a los enemigos del pueblo. Por último, también era de justicia que Sanin y Merezhkov, aunque no se hubieran desprendido de nada, se quedaran con la parte del león, pues sin ellos no habría sido posible el trueque.
Sentados y hacinados en la penumbra, ahora unos masticaban unos mendrugos que pertenecían a sus vecinos, mientras éstos debían contentarse con mirar. La guardia no les daba lumbre uno a uno, porque sólo se podía fumar —todos a la vez– cada dos horas, y entonces el vagón quedaba envuelto en humo como si se hubiera calado fuego. Los que no habían querido desprenderse de sus enseres ahora lamentaban no haberlos entregado y le rogaban a Sanin que los aceptara, pero éste les respondía secamente: «Más tarde».
Esta operación no se habría desarrollado tan bien, no habría tenido un remate tan perfecto, de no ser por la lentitud de aquellos trenes de posguerra, por aquellos vagones-zak que se enganchaban y desenganchaban de los trenes y que sufrían largas paradas en las estaciones. Por otra parte, de no haber sido en la posguerra, no habría habido objetos que codiciar. Estuvieron una semana para llegar a Kúibyshev y en todo ese tiempo no recibieron del Estado más que doscientos cincuenta gramos de pan (que, bien mirado, era el doble de la ración establecida durante el cerco de Leningrado), voblaseca y agua. El resto de la ración de pan había que comprarla con lo que uno tuviera. Bien pronto la oferta superó a la demanda y el cuerpo de guardia empezó a hacerle cada vez más ascos a los objetos. La escolta se había vuelto más caprichosa...
En la prisión de tránsito de Kúibyshev los desembarcaron, los llevaron a lavar y los devolvieron al mismo tren y al mismo vagón. Esta vez la escolta era nueva, pero era obvio que al tomar el relevo les habían explicado cómo hacerse con los objetos de valor, porque hubo que seguir pagando la propia ración hasta Novosibirsk. (Es fácil imaginar con qué rapidez se propagó esta práctica contagiosa por todas las divisiones de vigilancia.)
Al llegar a Novosibirsk los desembarcaron entre las vías y acto seguido apareció un nuevo oficial, quien les preguntó: «¿Hay quejas contra la escolta?». Todos se quedaron con un palmo de narices. Ninguno respondió.
El cálculo del primer jefe de escolta había sido certero.
* * *
Los viajeros del vagón-zak se distinguen también del común de pasajeros que ocupa el resto del tren en que desconocen adonde va el convoy y en qué estación se apearán: y es que no llevan billete ni pueden leer los horarios que cuelgan] en los vagones. En Moscú los embarcan tan lejos del andén] que a veces ni los propios moscovitas se hacen idea de cuál de las ocho estaciones es aquélla. Los presos aguardan horas soportando apreturas y hedor a que llegue la locomotora de maniobras. Y cuando llega, engancha el vagón-zak a un tren ya formado. En verano llega hasta los presos la megafonía de la estación: «El Moscú-Ufa va a efectuar su salida por la tres... El Moscú-Tashkent continúa estacionado en la vía uno. Los pasajeros con destino...». Por tanto, se trata de la estación] de Kazan, e inmediatamente los entendidos en la geografía y los caminos del Archipiélago explican a sus compañeros: Vorkutá y el Pechora quedan descartados, pues hacia allá se sale de la estación de Yaroslavl; también podemos descartar los campos de Kírov y de Gorki.
Así se cubren de cizaña los frutos de la gloria. ¿Y si en realidad fuera cizaña? Porque a decir verdad no hay ningún campo penitenciario que se llame «Pushkin», «Gógol» o «Tolstói», ¡pero cuántos no habrá que se llamen «Gorki»! E independientemente del sistema de campos existen además unas minas penitenciarias llamadas «Maxim Gorki» (a 40 km de Elguen). Sí, Alexéi Maximich... «por vuestro corazón, camarada, y en vuestro nombre...». «Si el enemigo no se rinde...» Bastan unas palabritas fuera de lugar, y en un abrir y cerrar de ojos... tu nombre traspasa los límites de la literatura... [263]
También sabemos que desde Moscú nunca se expiden presos a Bielorrusia, Ucrania o al Cáucaso, porque en esos lugares ya no saben dónde meter a los suyos. Continuamos escuchando. El tren de Ufa ha salido ya, pero el nuestro ni se ha movido. Ha partido también el de Tashkent y nosotros seguimos donde antes. «En breves momentos el tren Moscú-No-vosibirsk... Se ruega a los acompañantes... los billetes de los pasajeros...» Y el tren da una sacudida. ¡Es el nuestro! ¿Y qué certeza nos da esto? De momento ninguna, porque pueden hacernos bajar en el curso medio del Volga o el sur de los Urales. Puede que nos lleven a Kazajstán, donde las minas de cobre de Dzhezkazgán. Puede ser Taishet, con su fabrica de impregnación de traviesas ferroviarias (donde, según dicen, la creosota acaba filtrándose a través de la piel para depositarse en los huesos, mientras los vapores saturan los pulmones hasta la muerte). También tenemos como posible destino toda Si-beria, hasta Soviétskaya Gaván. Y también Kolymá. Y Norilsk.
Si es invierno, el vagón permanece cerrado y no pueden oírse los altavoces. Si la escolta se atiene a las ordenanzas, será imposible oírles ni una alusión a la ruta. Así pues, emprendemos la marcha, nos dormimos entre cuerpos entrelazados, bajo el golpeteo de las ruedas sin saber si a la mañana siguiente veremos bosques o bien estepa por la ventanilla, la del pasillo, naturalmente. Desde las literas centrales —a través de la reja, del pasillo, del doble cristal y de la reja exterior– se ven, pese a todo, los patios de vías de las estaciones y el trozo de espacio que corre junto al tren. Si los cristales no están empañados, a veces hasta es posible leer el rótulo de alguna estación: nombres como Avsiutino o Undol. ¿Por dónde queda esto? Nadie del compartimiento ha oído hablar de estos parajes. Otras veces es posible calcular por el sol si nos llevan hacia el norte o al este. Otras, en una estación cualquiera —Tufanovo, pongamos por caso– meten en el compartimiento a un delincuente astroso, y éste explica que lo llevan a juicio a Danílov y que teme que le echen un par de años. Sabes así que esta noche habéis pasado Yaroslavl* y que, por tanto, la primera prisión de tránsito que encontraréis será la de Vólogda. Y siempre habrá en tu compartimiento alguno que ya se conoce el paño y que pronunciará con sombría expresión el célebre dicho, marcando las oes muy abiertas: «¡En Vólogda, pocas bromas con la escolta!».
Pero aun después de haber averiguado la dirección seguís sin saber nada: en adelante habrá prisiones y más prisiones de tránsito, como nudos en tu camino, y en cualquiera te pueden bifurcar. No sientes deseo alguno de ir a parar a Ujtá, Intá, o Vorkutá, ¿pero es que acaso te crees que el campo de construcción n° 501 va a ser más placentero? ¿Un ferrocarril que atraviesa la tundra por el norte de Siberia? Pues vete enterando de que es mucho peor que todos los demás destinos juntos.
Unos cinco años después de la guerra, cuando las riadas de detenidos finalmente volvieron a su cauce (o tal vez fuera que el MVD amplió su plantilla), pudo ponerse orden a los millones de rimeros con causasacumulados en el Ministerio. A partir de entonces comenzó a expedirse a cada preso con su expediente penitenciario en un sobre lacrado con una ventanita que permitía a la escolta ver únicamente su itinerario. (No era conveniente que la guardia conociera más detalles, ya que el contenido del expediente podría haber ejercido una influencia perniciosa.) Así pues, si ocupabas la litera central y el sargento se detenía precisamente a tu lado, si eras capaz de leer cabeza abajo, era posible ingeniárselas para leer que a Fulano lo llevaban a Kniazh-Pogost, y a ti a Kargopol-lag.
¡Ahora es cuando empieza la desazón! ¿Qué es eso de Kargopol-lag? ¿Quién ha oído hablar de ese sitio? ¿En que consistirán ahí los trabajos comunes?*(Los hay que matan, pero en otros campos son más suaves.) ¿Sería uno de esos campos de los que ya jamás se vuelve?
¿Y por qué, por qué con las prisas de la partida habré olvidado advertir a la familia, que aún se cree que estoy en el campo de Stalinogorsk, cerca de Tula? Si son grandes tu ingenio y tu quebranto, es posible que también encuentres solución a este problema: alguno habrá que tenga un pedazo de mina de lápiz —con un centímetro basta– y algún otro que te dé un papelucho estrujado. Procurando que no se entere el soldado del pasillo (porque además no está permitido tenderse con los pies hacia la puerta, sino que hay que estar con la cabeza contra el pasillo), te retuerces y te vuelves de espalda, y escribes a la familia entre sacudidas del vagón. Les cuentas que inesperadamente te han sacado del lugar donde estabas y que te trasladan, que en el nuevo lugar quizá sólo te dejen enviar una carta al año, que vayan haciéndose a la idea. Pliegas la carta en forma de triángulo [264]y te la escondes para escamotearla cuando os lleven al urinario. Será cuestión de suerte: bien puede ser que os saquen al retrete al entrar en una estación o saliendo de ella, o que de pronto el centinela que hay en la entrada del vagón esté pensando en las musarañas. Entonces habrá que pisar rápidamente el pedal para que se abra el agujero por donde baja toda la porquería y, haciendo sombra con el cuerpo, arrojar tu mensaje. La carta quedará sucia y mojada, pero puede que salte hacia fuera y caiga entre las vías. Incluso puede que caiga seca y que el tiro de aire bajo el vagón la haga revolotear hasta caer bajo las ruedas, aunque también puede que las evite y se pose suavemente en el declive del terraplén. Puede que permanezca allí hasta que lleguen las lluvias o las nieves, hasta que desaparezca, pero también puede ser que la recoja una mano humana. Y si aquel hombre no tiene la cabeza llena de ideología,repasará la dirección completando las letras o meterá tu mensaje en un sobre y entonces tu carta —¡figúrate!– llegará a destino." A veces han llegado cartas así, sin franqueo, ajadas, descoloridas, estrujadas, mas claramente salpicadas de sufrimiento...
* * *
Más te valdría dejar cuanto antes de ser un panoli,un ridículo novato, víctima y presa. Porque de cada cien veces, noventa y cinco la carta no llega a destino. Y en caso de que llegue, no será alegría lo que traiga a tu casa. ¡Se acabó el medir tu vida, tu respiración por horas y días! ¡En el país donde acabas de entrar todas las dimensiones son épicas! Entre el momento en que uno entra y hasta que sale transcurren décadas, cuartos de siglo. ¡Jamás volverás a tu mundo anterior! Cuanto antes te acostumbres a estar sin los tuyos, y ellos sin ti, tanto mejor. Tanto más fácil será.
Poseed cuantas menos cosas mejor y no tendréis que temblar por ellas. No tengáis maleta, y los guardias no podrán destrozárosla al entrar en el vagón (cuando en un compartimiento van veinticinco personas, ¿se le ocurriría a usted algo mejor?). No llevéis botas nuevas ni zapatos de moda, y menos todavía un traje de lana, porque en el vagón-zak, en el cuervo o nada más entrar en la prisión de tránsito os los robarán de todos modos, o si no os los requisarán, escamotearan o cambiarán. Si los entregas sin resistencia, la humillación te envenenará el alma. Si te los quitan con lucha, acabarás con la boca ensangrentada por aferrarte a tus bienes. Bien sé que os resultan repulsivas esas jetas insolentes, esas mañas burlonas, esos adefesios de dos patas, ¿pero no os parece que la posesión de bienes y el temor a perderlos os privan de una oportunidad excepcional para observar y comprender? ¿O es que creéis que los filibusteros, los piratas, los grandes capitanes cantados por Kipling y Gumiliov, no eran malhechores como éstos? Pues sabed que eran de la misma especie... Y si en los cuadros románticos siempre os han parecido seductores, ¿por qué han de pareceros aquí repulsivos?
También hay que comprenderlos a ellos. La prisión es su único hogar.Por más que el régimen los mime, por más que atenúe sus sentencias, por más que los amnistíe, su hado interno los hace volver una y otra vez... ¿Acaso no les correspondía, pues, decir la primera palabra en la legislación del Archipiélago? Si fuera de la cárcel hubo un tiempo en que se persiguió —con mucho éxito– el derecho a la propiedad (después, a los propios abolicionistas les entró el gusto por poseer).¿Por qué habría de tolerarse ese derecho entre rejas? Si estás en babia, si no te comes a tiempo tu tocino, si no has querido compartir con los amigos el azúcar y el tabaco, vendrán los cofrades a vaciar lo que guardes en la arroba*y así corregir tu falta de ética. Cuando te dan unos míseros y desgastados zapatos por trocade tus botas de moda, un grasiento jubón a cambio de tu jersey, no es porque quieran quedarse con tus pertenencias para siempre: tus botas servirán para perderlas y ganarlas a las cartas cinco veces, y tu jersey lo colocaránmañana por un litro de vodka y una ristra de salchichas. Veinticuatro horas después ya no tendrán nada, lo mismo que tú. Es el segundo principio de la termodinámica: la diferencia entre niveles debe quedar compensada.
¡No poseáis! ¡No poseáis nada! —nos enseñaron Buda y Cristo, los estoicos y los cínicos—. ¿Por qué no alcanzamos a entender, en nuestra codicia, esta sencilla admonición? ¿Por qué no comprendemos que las posesiones corrompen nuestras almas?
Deja, pues, que el arenque se caliente en tu bolsillo hasta llegar a la prisión de tránsito, así no tendrás que mendigar agua aquí. Y si dan ración de pan y azúcar para dos días, cómetelos de una sola vez. Entonces, nadie podrá robártelos y no tendrás preocupaciones. ¡Vivid como las aves del cielo!
Debes poseer sólo cuanto puedas llevar siempre contigo: tu conocimiento de lenguas y de países, tu conocimiento de los hombres. Que tu memoria sea tu hato de viaje. ¡Recuérdalo todo! ¡Recuerda! Estas amargas semillas son las únicas que quizás algún día germinen.
Mira en torno tuyo: estás rodeado de seres humanos. Quizá más adelante recordarás a uno de ellos durante toda tu vida y te comerás las uñas por no haberle hecho preguntas. Cuanto menos hables, más escucharás. Las vidas humanas se extienden como finas hebras de isla en isla del Archipiélago. Se entremezclan, se rozan unas a otras por espacio de una noche en vagones semioscuros y bamboleantes como éste, y luego se separan para siempre. Aplica, pues, el oído a su leve susurro y a ese traqueteo regular, porque es el huso de la vida lo que repiquea bajo el vagón.
¡Cuántas historias prodigiosas no oirás aquí!, ¡cuántos relatos que te harán reír!
Por ejemplo, ese francés menudo e inquieto junto a las rejas. ¿Por qué está tan agitado? ¿De qué se asombra todavía? ¿Qué es lo que aún le queda por aprender? ¡Expliquémosle! Y de paso, preguntémosle cómo es que está aquí. Gracias a uno que conoce su idioma, podemos saber que se llama Max Santerre y que es un soldado francés. Cuando estaba en libertad, en su douce France,era igualmente vivaz y curioso. Se lo habían advertido con educación, pero él no dejaba de merodear junto al punto en que concentraban a los rusos que iban a repatriar. Un buen día los soviéticos lo invitaron a echar un trago, y a partir de un determinado momento ya no recordaba nada. Cuando despertó estaba echado en el piso de un avión, vio que ahora vestía pantalones y guerrera del Ejército Rojo, y que por encima de su cabeza pendían las botas] de un soldado. Le comunicaron entonces que lo habían condenado a diez años de campo penitenciario, ¿se trataría de una] broma pesada, sin duda se aclararía todo? ¡Oh sí, claro que lo] aclararán, amiguito, tú espera y verás! (Aún le esperaba otro] juicio, por el que le cayeron veinticinco años más de campo;] no saldría de Ozior-lag* hasta 1957.) En fin, casos como éste no tenían nada de extraordinario en 1945-1946.
Visto este argumento franco-ruso, pasemos ahora a uno ruso-francés. Bueno, aunque quizá sea una historia genuinamente rusa, porque ¿a quién, si no un ruso, puede aplicársele mejor aquello de «días de mucho, vísperas de nada»? En todas las épocas ha habido en Rusia gente así, personas que no encuentran su sitio,como el desterrado Ménshikov en su isba de Beriózov, pintado por Súrikov. De ésos era precisamente Iván Koverchenko, un nombre que no cabía en ningún sitio, a pesar de que era enjuto y más bien tirando a bajito. Y como encima era un fortachón de rostro sanóte y colorado —leche y sangre, que decimos en ruso—, el diablo decidió añadir aguardiente a la mezcla. Koverchenko contaba su historia con sumo gusto y hasta se le escapaba la risa. Relatos así son verdaderos tesoros, merece la pena escucharlos. Claro que, al principio no había quien entendiera por qué lo habían arrestado y cuál era la razón por la que se le consideraba preso político. Pero es que no hay que obsesionarse en sacar brillo a la categoría de «político». ¡Ni que fuera una medalla! ¿No da lo mismo con qué rastrillo te hayan cogido?








