Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Como todo el mundo sabe, eran los alemanes, y no nosotros, quienes se preparaban en secreto para la guerra química. Por ello resultó muy embarazoso descubrir que por culpa de unos soldados manazas del servicio de avituallamiento habíamos dejado montones de bombas químicas en un aeródromo cuando nos retiramos del Kubán. Aquello podía servir a los alemanes para provocar un escándalo internacional. Fue entonces cuando al teniente Koverchenko, natural de Krasnodar, le asignaron veinte paracaidistas y lo lanzaron al otro lado de las líneas alemanas para que enterrara aquellas bombas tan perniciosas. (Los oyentes de Koverchenko han adivinado ya el resto y no reprimen un bostezo: total, que los alemanes lo hicieron prisionero y ahora es un traidor a la patria. ¡Y un cuerno!) Koverchenko cumplió su misión a las mil maravillas, volvió cruzando el frente con sus veinte hombres sin sufrir una sola baja y fue propuesto para la estrella de Héroe de la Unión Soviética.
Pero una cosa es que te propongan para una medalla y otra el proceso de nominación, que puede alargarse un mes o dos, ¿y si resulta que el título de héroe también te viene estrecho? Porque el título de «héroe» se lo dan a los buenos chicos, a los que sobresalen en preparación militar y política, ¿pero qué pasa si a uno le arde el alma, necesita un trago inmediatamente, pero no hay nada que meterse entre pecho y espalda? Yo, nada menos que un héroe de toda la Unión Soviética..., ¿y a estos cerdos les duele darme otro litro de vodka? Así que Iván Koverchenko montó su caballo y —desde luego, sin haber oído nunca hablar de un tal Calígula– se subió con él por la escalera hasta el primer piso, al despacho del comandante militar de la ciudad, o algo por el estilo: ¡A ver, un vale para vodka! (El se creía que aquello le daba empaque, que era más al estilo de un héroe y que así no habría quien le dijera que no.) ¿O sea que por eso lo encerraron? ¡Qué va! No, por esto sólo le rebajaron la condecoración: la medalla de héroe se quedó en una orden de la Bandera Roja.
Koverchenko era un bebedor empedernido, pero como no siempre había con qué mojarse el gaznate, no quedaba más remedio que estrujarse el magín. En Polonia había impedido que los alemanes volaran un puente, y desde ese momento se sintió como si aquel puente fuera propiedad suya. Así que decidió exigir a los polacos un peaje, tanto si iban a pie como en coche, y pensaba cobrarles hasta que llegara nuestro Alto Mando: ¡Si no fuera por mí, aquí ya no habría puente, piojosos! Veinticuatro horas les estuvo cobrando (para gastárselo en vodka) hasta que se cansó. ¡No iba a pasarse allí la vida entera! Entonces, el capitán Koverchenko propuso a los lugareños de ambas orillas una solución ecuánime: que le compraranel puente. (¡Ah, pues por esto lo trincaron! ¡Nooo!) Y no es que pidiera mucho, pero los polacos se mostraron tacaños y no juntaron el dinero. Entonces, nuestro Pan capitán [265]dejó correr el asunto: ¿conque sí?, pues al demonio, podéis cruzar gratis.
En 1949 estaba en Polotsk de jefe de Estado mayor de un regimiento de paracaidistas. La sección política de la división estaba muy descontenta con el comandante Koverchenko, porque se cagabaen la educación política. Un día pidió una copia de su hoja de servicios para solicitar el ingreso en la Academia, pero cuando se la dieron y le echó un vistazo, la arrojó furioso sobre la mesa: «¡Pues vaya hoja de servicios! ¡Con esto más vale que me meta en los banderistas* antes que en la Academia!». (¿Entonces fue por esto? Por esto podían echarle diez años tranquilamente, pero no llegó la sangre al río.) Hay que añadir, sin embargo, que se había saltado las ordenanzas dándole permiso a un soldado. Y que estando borracho había cogido un camión y lo había hecho trizas. Y entonces sí que le cayeron diez... días en el trullo.Por lo demás, los centinelas eran sus propios soldados y como lo llevaban en palmitas, lo soltaban para que se diera una vuelta por el pueblo. Es decir: que habría soportado el calabozo sin problemas, ¡pero ahora la sección política empezaba a andarle detrás amenazándole con un juicio! Esta amenaza dejó estupefacto a Koverchenko y le sentó como un agravio: O sea, que cuando hay que enterrar bombas «Venga Iván, salta del avión». ¿Y ahora por una mierda de camioneta, a la trena? De noche se deslizó por la ventana, llegó hasta la orilla del Dvina, donde sabía que un amigo escondía una motora, y se esfumó.
Resultó que no era un curda desmemoriado, ¡qué va!. Quería vengarse de todos los disgustos que le había ocasionado la sección política. En Lituania abandonó la lancha y pidió a los lugareños: «¡Hermanos, conducidme hasta la guerrilla! ¡Aceptadme, no os arrepentiréis, les vamos a enseñar lo que es bueno». Pero los lituanos creyeron que lo mandaban los rusos.
Iván llevaba una carta de crédito cosida a la ropa. Tomó billete para el Kubán, pero para cuando el tren había llegado a Moscú, había cogido una gran borrachera en el vagón restaurante. Salió de la estación y, entornando los ojos en dirección a la ciudad le ordenó a un taxista: «¡Venga, a la embajada!». «¿A cuál?» «La que te parezca, ¡qué cono!» El chófer obedeció. «¿Y ésta cuál es?» «La francesa» «¡Pues hala!»
Es posible que tuviera las ideas confusas o que ya no albergara esa primera intención de ir a una embajada, pero en todo caso, su maña y su fuerza no habían menguado un ápice. En silencio, para no alertar al policía de la puerta dio un rodeo por el callejón y saltó por el muro liso, el doble de alto que él. En el patio de la embajada todo resultó más fácil: nadie lo vio, nadie le dio el alto. Iván entró en el edificio, atravesó una habitación, luego otra, y llegó hasta una mesa servida. Aunque en ella había de todo, lo que más le llamó la atención fueron las peras, que ya echaba de menos, y se llenó con ellas los bolsillos de los pantalones y de la guerrera. Entonces entraron a cenar los dueños de la casa. «¡Eh, franceses!», los acometió Koverchenko, a gritos. Le vino a la cabeza que Francia no había hecho nada bueno en los últimos cien años. «¿Por qué no hacéis una revolución? ¿O es que os habéis propuesto darle el poder a De Gaulle? ¡Como si en el Kubán no tuviéramos nada mejor que aprovisionaros de trigo! ¡Pues os equivocáis de medio a medio!» «¿Pero quién es usted? ¿De dónde ha salido?», le preguntaron estupefactos los franceses. Adoptando inmediatamente el tono adecuado, a Koverchenko se le ocurrió decir: «Soy un comandante del MGB». Los franceses se alarmaron: «Aun así, usted no debería irrumpir aquí. ¿Qué asunto le trae?». «Me c... en tus muertos», respondió Koverchenko, ya sin ambages, con toda su alma. Y todavía estuvo haciéndose el gallito un rato ante ellos, pero observó que en la estancia contigua ya había alguien al teléfono dando parte sobre él. Aún tuvo sangre fría para emprender la retirada, ¡pero entonces empezaron a caerle peras de los bolsillos! —y salió dejando tras de sí unas carcajadas humillantes...
De hecho, aún le quedaron fuerzas no sólo para irse de rositas de la embajada, sino para seguir haciendo de las suyas. A la mañana siguiente despertó en la estación de Kiev [266](¡Y no me diga usted que no se dirigía a la Ucrania occidental!), donde no tardaron en echarle el guante.
Durante la instrucción del sumario estuvo atizándole Aba-kúmov en persona y las cicatrices de la espalda se le hincharon hasta alcanzar el grueso de una mano. Las palizas del ministro no eran porlo de las peras, como es natural, ni tampoco por el justo reproche lanzado a los franceses, sino para que cantara quién le había reclutado y cuándo. Y le cayeron veinticinco años.
Muchos eran los relatos como éste, pero igual que todos los vagones, el de los presos enmudece al llegar la noche. Hasta la mañana no habrá ni pescado, ni agua, ni retrete. Y entonces, como si fuera cualquier otro vagón común y corriente, todo lo invade el ruido monótono de las ruedas, pero el silencio no se ve perturbado lo más mínimo. Y entonces, siempre que el soldado ya no esté en el pasillo, es cuando desde el tercer compartimiento, masculino, se puede conversar en voz baja con las mujeres del cuarto.
En prisión, las conversaciones con una mujer son algo muy especial. Hay en ellas un no sé qué noble, aunque no se hable más que de artículos del Código y de condenas.
Una de estas conversaciones duró toda la noche, y he aquí en qué circunstancias. Fue en julio de 1950. El compartimiento de las mujeres iba casi vacío, lo ocupaba una sola muchacha joven, hija de un médico moscovita, condenada por el 58-10. En cambio, en los compartimientos masculinos había un gran revuelo: la escolta había metido a los presos de tres compartimientos en sólo dos (y más vale no preguntarse cuántos se apelotonaban allí). Acto seguido metieron en el compartimiento desalojado a un criminal que no tenía aspecto de preso. Para empezar, no iba rapado: sus rubios y claros cabellos ondulados con auténticos rizos se ensortijaban desafiantes sobre una cabeza grande, de buena casta. Era joven y tenía buena percha, llevaba un traje inglés de corte militar. Lo habían conducido por el pasillo con un aire de respeto (y es que la escolta estaba intimidada por las instrucciones contenidas en el sobre que le acompañaba). La joven había tenido tiempo de observar todo esto. Pero en cambio, él a ella ni la había visto. (¡Y cómo lo lamentaría después!)
Por el ruido y el trajín, la muchacha comprendió que estaban desocupando para él el compartimiento de al lado. Estaba claro que debía permanecer incomunicado, lo cual acrecentó su deseo de dirigirle la palabra. En un vagón-zak no es posible que los presos de un compartimiento vean a los del resto, pero sí que se oigan cuando hay silencio. Avanzada la noche, cuando empezaron a amortiguarse los ruidos, la muchacha se sentó en el extremo de su banco, cabe la reja y le llamó con voz queda. (O puede que empezara a cantar con un hilo de voz. Ambas cosas le hubieran valido un castigo, pero la guardia se había recogido ya y en el pasillo no quedaba nadie.) El desconocido oyó su susurro y, siguiendo sus instrucciones, se sentó del mismo modo. Estaban ahora espalda contra espalda, recostados contra el mismo tabique de tres centímetros, murmurando a través de la reja, haciendo llegar su voz alrededor del tabique. Sus cabezas y sus labios estaban tan cerca como si se besaran, y sin embargo no podían tocarse ni verse siquiera.
Erik Arvid Andersen comprendía ya el ruso muy aceptablemente, y aunque hablaba con muchas incorrecciones, a fin de cuentas se hacía entender. Le contó a la muchacha su sorprendente historia (que nosotros conoceremos en la prisión de tránsito) y ella a él la suya, la sencilla historia de una estudiante de Moscú condenada por el 58-10. Arvid estaba fascinado. Le preguntó sobre la juventud soviética, sobre la vida en la URSS y oyó una visión muy distinta de todo cuanto antes había leído en los periódicos izquierdistas occidentales o visto durante su visita oficial a nuestro país.
Toda la noche estuvieron hablando. Y aquella madrugada todo habría de fundirse para Arvid en un sólo recuerdo: el insólito vagón de presos en un país extranjero; el traqueteo nocturno del tren, como una armonía que siempre encuentra eco en nuestro corazón; la voz melódica, el susurro, el aliento de una muchacha junto a su oído: [junto a su oreja, y no podía siquiera mirarla! (Y llevaba año y medio sin oír una voz femenina.)
Y unido a esa invisible (y seguramente, naturalmente, necesariamente) hermosa muchacha, por primera vez penetró en la verdadera Rusia, que con su propia voz estaba contándole la verdad durante aquella larga noche. También así es posible descubrir un país... (Al alba habría de ver por la ventanilla los oscuros techos de paja mientras le llegaba, triste, el murmullo de su oculto guía.)
Pues todo esto es Rusia: vagones con presos que ya no protestan; una muchacha tras el tabique, en el compartimiento de un stalin; la escolta que se ha acostado ya; peras que caen de los bolsillos, bombas sepultadas y un caballo galopando hasta un primer piso.
* * *
—¡Son gendarmes! ¡Son gendarmes! —exclamaban alegres los presos. Su alborozo se debía a que en adelante iban a ser conducidos por solícitos gendarmes en lugar de soldados.
Una vez más se me han olvidado las comillas. Esto lo cuenta el propio Korolenko. [267] 52Porque a nosotros, la verdad, los de azul no nos causaban ninguna alegría, a menos que uno tuviera la mala fortuna de quedar atrapado en «el péndulo», porque entonces sí se alegraba uno de ver a quien fuera.
Para el común de los viajeros lo difícil es subirse al tren en una pequeña estación de paso y poder ocupar un asiento, pero, en cambio, apearse resulta lo más sencillo del mundo: uno echa sus bártulos al andén y salta. Para el preso es bien distinto. Si la policía o la guardia de la prisión del lugar no vienen a buscarlo o llegan un par de minutos tarde, ¡tut-tut!, el tren reemprende la marcha y se lleva al pobre diablo hasta la siguiente prisión de tránsito. Y menos mal si es ahí donde te llevan, porque de nuevo tendrás comida. Y es que a veces, te toca seguir en el vagón hasta final de trayecto, te tienen dieciocho horas a ti solo en el compartimiento vacío y luego te mandan de vuelta con un nuevo grupo de presos. Y entonces puede ser que otra vez no se presenten a buscarte, y de nuevo te encerrarán esperando en una vía muerta, ¡y todo este tiempo no te darán de comer! Porque tu ración estaba asignada hasta el transbordo previsto y de hecho tú ya cuentas como si comieras en Tulún. ¿Qué culpa van a tener en contabilidad si a los de la prisión se les ha olvidado venir por ti? Y la escolta no tiene por qué alimentarte de su propio pan. Y así pueden zarandearte hasta seis veces (¡como que no ha habido casos!): Irkutsk-Krasnoyarsk, Kras-noyarsk-Irkutsk, Irkutsk-Krasnoyarsk. De modo que cuando llegas de nuevo a Tulún y ves en el andén un ros azul celeste, hasta querrás echarte en sus brazos: ¡Gracias, amigo, gracias por sacarme de aquí!
Un par de días en un vagón-zak bastan para dejarte tan agotado, tan sofocado, tan hecho trizas, que cuando el tren pasa por una gran ciudad no sabes qué prefieres: si sufrir un poco más y llegar cuanto antes a destino o bien que te dejen recuperar fuerzas en la prisión de tránsito.
Pero de pronto la escolta se pone en movimiento, empieza a correr de un lado paraotro. Los soldados llevan puesto el capote y golpean el suelo con las culatas. O sea, que van a descargar todo el vagón.
Primero, la escolta se pone en semicírculo ante el estribo del vagón y, apenas has salido rodando, resbalando y dando trompicones por él, los soldados te gritan al unísono y a todo pulmón (así los han adiestrado): «¡Siéntate! ¡Siéntate! ¡Siéntate!». Esto surte un gran efecto cuando son varias las voces que gritan y además no te permiten alzar la vista. Es como si estuvieras bajo el fuego de proyectiles: sin darte cuenta te retuerces y avanzas a toda prisa (¿adonde te hace falta llegar tan deprisa?), te mantienes pegado al suelo y cuando alcanzas a los que salieron antes te sientas.
«¡Siéntate!», es una orden bien clara, pero cuando eres novato todavía no la comprendes. En una playa de vías de Ivanovo, al oír esta orden corrí abrazado a mi maleta (porque si no es una maleta fabricada en los campos, sino en libertad, siempre se le partirá el asa en el momento más crítico), la dejé en el suelo sobre el lado largo y, sin fijarme en qué habían hecho los primeros, me senté sobre ella. ¡Yo, que llevaba un capote de oficial, que aún no estaba tan mugriento como el de los demás y conservaba los faldones enteros, no podía sentarme encima de las traviesas, sobre aquella arenilla oscura y grasienta! El jefe de la escolta —una cara sonrosada, un rostro ruso donde los haya– se me acercó a la carrera, sin que me diera tiempo a figurarme qué querría ni por qué, aunque al parecer su intención era plantar su sagrada bota en mi cochina espalda, pero algo lo contuvo. No obstante, no le dolió ensuciar la reluciente puntera y le pegó tal patada a la maleta que le rompió la tapa, al tiempo que me dejaba bien claro: «¡Que-te-sientes!». Y sólo entonces caí en la cuenta de que yo me alzaba como una torre entre los zeks, y antes de que me diera tiempo a preguntar: «¿Y cómo he de sentarme?», ya había comprendido. Con mi preciado capote me senté como los demás, como los perros junto al portal, como los gatos ante la puerta.
(Todavía conservo aquella maleta, e incluso ahora, cada vez que la veo, paso los dedos por ese deshilachado agujero. Éste, claro, no puede cicatrizar como cicatrizan las heridas del cuerpo y del corazón. Los objetos tienen más memoria que nosotros.)
Era una posición bien calculada. Sentado en el suelo con las rodillas en alto, el centro de gravedad se desplaza hacia atrás, es difícil levantarse e imposible dar un respingo. Además, nos ponían lo más juntos posible, para que cada uno estorbara el máximo a los demás. De haber querido arrojarnos de pronto sobre la escolta, nos habrían cosido a tiros mucho antes de que llegáramos a levantarnos.
Los presos deben sentarse para esperar a que venga el cuervo (que se lleva a los presos por tandas, pues todos no caben de una vez) o para que los conduzcan a pie. Procuran que la espera transcurra en un lugar apartado, de modo que los hombres en libertad vean lo menos posible, pero a veces, aunque resulte más embarazoso, los hacen sentar directamente en el andén o en cualquier espacio abierto (en Kúibyshev fue así). Ello pone a prueba a cualquier persona en libertad: nosotros los observábamos con plena conciencia de nuestro derecho, con nuestro mirar más sincero, pero ellos..., ¿cómo debían mirarnos ellos a nosotros? ¿Con odio? La conciencia no se lo permitiría (ya se sabe, sólo los escritores y periodistas soviéticos creen que la gente está encerrada «con razón»). ¿Con compasión? ¿Con lástima? ¿Y si su nombre va a parar a una lista? ¡Nada más fácil que imponerles una condena también a ellos! A nuestros orgullosos y libres ciudadanos soviéticos («Anda, leed y envidiadme, soy ciudadano de la Unión Soviética»), [268]que ahora agachan la cabeza con culpa y pretenden no verlos, como si el lugar estuviera desierto. Las ancianas tienen más coraje: ya no pueden corromperlas y además creen en Dios. Parten trozos de su escuálido pan y los arrojan hacia nosotros. Tampoco sienten miedo los veteranos de los campos, los delincuentes comunes, naturalmente. Bien saben ellos que: «Quien no ha estado aquí, acabará por entrar; y quien ya ha estado no podrá olvidar». [269]A veces nos lanzaban un paquete de cigarrillos, esperando que alguien hiciera lo mismo por ellos en la siguiente condena. La mano de las ancianas era débil y los mendrugos caían al suelo antes de llegar hasta nosotros; en cambio, los paquetes de cigarrillos revoloteaban por el aire hasta posarse en medio del grupo. Los soldados hacían chasquear los cerrojos de los fusiles y apuntaban contra la vieja, contra la bondad, contra el pan: «¡Hala, circula, abuela!».
Y ese pan sagrado, yacía desmigajado en el polvo hasta que nos sacaban de allí.
En general, esos minutos que pasábamos sentados en el suelo de una estación eran los mejores. Recuerdo que en Omsk nos hicieron sentar sobre las traviesas, entre dos largos convoyes de mercancías. Por aquel espacio no pasaba nadie (seguramente habían puesto soldados a cada extremo: «¡Prohibido el paso!». Y es que el soviético, incluso en libertad, está educado para someterse al hombre de uniforme). Caía la tarde. Estábamos en agosto. El grasiento balasto de la estación, expuesto al sol toda la jornada, no había tenido tiempo de enfriarse y nos calentaba las posaderas. La estación no se veía, pero quedaba muy cerca, detrás de los trenes. Desde ahí nos llegaba el sonido de un gramófono con música alegre entre un compacto bullicio de multitud. Y no sé por qué, no parecía humillante estar sentados en la tierra, con suciedad y apreturas, en aquel rincón; no parecía un escarnio oír los bailes de una juventud que nos era ajena, unos bailes que nosotros ya nunca bailaríamos; imaginar que había gente esperando o despidiendo a alguien en el andén, e incluso quizá con un ramo de flores. Fueron veinte minutos pasados casi en libertad: iba oscureciendo la tarde, parpadeaban las primeras estrellas, brillaban luces rojas y verdes sobre las vías, sonaba la música. La vida continuaba sin nosotros, y ya ni siquiera nos importaba.
Atesorad estos minutos y la prisión os será más leve. Deotro modo os desgarrará la rabia.
Siempre que sea peligroso llevar a los zeks hasta el cuervo porque, por ejemplo, hay cerca carreteras y gente, las ordenanzas prevén esta magnífica orden: «¡Agarrados del brazo!». ¿Y qué tiene de humillante ir del brazo? ¿Pues no se anda del brazo de ancianos y crios, muchachas y ancianas, sanos e inválidos? Si una de tus manos está ocupada acarreando los bártulos, te pasarán el brazo por ese lado y tú asirás por el otro a tu vecino. De este modo, el grupo cierra filas hasta andar el doble de apiñados que si marcharais en formación ordinaria. De repente os sentís más pesados, os transformáis en cojos que intentan equilibrar el peso de los trastos, os tambaleáis agobiados por ellos. Sois criaturas torpes, sucias y grises, que avanzan como ciegos, unidas con aparente afecto. ¡Una parodia del género humano!
También puede ser que no haya ningún cuervo esperando y que el jefe de la escolta sea un miedica que teme no llegar a destino con todos. Y así, como plomos, a trompicones, tropezando con vuestros bártulos, deberéis arrastraros hasta la misma prisión aunque haya que atravesar la ciudad.
Hay también otra orden, parodia esta vez de los gansos: «¡Cogidos de los talones!». Significa que quien tenga las manos libres debe agarrarse las piernas a la altura de los tobillos. Y ahora: «¡En marcha, ar!». (A ver, querido lector, deja un momento este libro y paséate así por la habitación. ¿Qué tal? ¿A que vas rápido? Has podido ver mucho a tu alrededor, ¿verdad? ¿Qué me dices de una fuga?) ¿Quién es capaz de imaginarse dos o tres docenas de gansos de éstos? (Kiev, en 1940.)
Pero no siempre es agosto, podía ser diciembre (de 1946) y que os lleven sin furgón, a cuarenta grados bajo cero, hasta la prisión de tránsito de Petropávlovsk. Como es fácil imaginar, la escolta del vagón-zak, para no ensuciarse, no se habrá tomado la molestia de llevaros al retrete en las últimas horas, antes de llegar a la ciudad. Debilitados por la instrucción sumarial, atenazados por la helada, apenas podéis conteneros ya, especialmente las mujeres. Bueno, ¿y qué? Eso de detenerse y separar los remos es para los caballos, y cosa de perros hacerse a un lado y levantar la pata contra una cerca. Vosotros que sois personas, os lo podéis hacer encima mientras camináis, ¿qué vergüenza ha de daros si estáis en vuestra patria? Ya se secará todo en la prisión de tránsito... Vera Kornéyeva se agachó para ajustarse el zapato y quedó un paso rezagada; un soldado le lanzó su perro pastor. Desgarrando su gruesa ropa de abrigo el perro le alcanzó la nalga. ¡Nada de quedarse atrás! A un uzbeko que cayó al suelo le pegaron con las culatas y las botas.
No es ninguna tragedia, ¡ni que hubieran sacado una fotografía para el Daily Express!Y el jefe de escolta alcanzará la edad provecta sin que nadie jamás haya intentado llevarlo ante un tribunal.
* * *
Los cuervos son también un legado histórico. ¿O no es cuervo la carreta penitenciaria descrita por Balzac? [270]La única diferencia es que al ser de tiro iba más lenta, y que no la atiborraban tanto de presos.
Cierto que en los años veinte todavía conducían a los presos a pie, en columnas que cruzaban las ciudades, incluso Leningrado, y que al llegar a un cruce interrumpían el tránsito («¡Así aprenderéis, ladrones!», les imprecaban desde las aceras. Nadie había pensado aún en esa gran invención que fue alcantarillado...)
Pero, siempre alerta a las nuevas corrientes de la técnica, el Archipiélago no tardó en adoptar el cuervo negroo, más afectuosamente, el «cuervo». Hicieron su aparición en nuestras calles aún adoquinadas al tiempo que los primeros camiones Llevaban pésimas ballestas, por lo que daban fuertes sacudidas, pero a fin de cuentas, los presos no eran de cristal. En cambio, el embalaje sí que era sólido: ya entonces, en 1927, no había una sola rendija, ni una bombilla eléctrica en el interior, no era posible ver, ni tampoco respirar aire fresco. Ya entonces abarrotaban de presos la caja del furgón a más no poder. Y no es que obraran así con premeditación, era simplemente que había escasez... de ruedas.
Durante muchos años los cuervos fueron grises, acerados, declaradamente penitenciarios. Pero acabada la guerra, en las capitales se les ocurrió pintarlos de vistosos colores y añadirles rótulos como PAN (el preso era, en efecto, el pan de la reconstrucción), carne (mejor le hubieran puesto «Huesos») y a veces hasta: ¡brindad con champán soviético!
Por dentro, el cuervo puede ser simplemente una caja blindada, un espacio vacío. Pero también es posible que haya bancos alrededor de las paredes, lo que no está previsto como una comodidad, ¡qué va! Al contrario, que haya bancos es mucho peor, porque en ese caso introducen a tantos hombres como quepan de pie, pero entonces irán unos sobre otros, como equipajes, como fardos sobre fardos. Los cuervos pueden llevar también un box en su parte trasera: un angosto armario de acero para una sola persona. También pueden estar divididos completamente en boxes, que entonces son unos ar-maritos individuales a derecha e izquierda, cerrados con llave como las celdas, con un pasillo central para el vertujái.
Difícilmente puede alguien siquiera imaginarse esa estructura, compleja como una colmena, cuando ve desde fuera a la risueña moza alzando una copa: ¡BEBA CHAMPÁN soviético!
A uno siempre lo meten en el cuervo gritándole por todos lados: «¡Venga! ¡Venga! ¡Aprisa!». Para evitar que puedas mirar alrededor y urdir una fuga se prodigan en golpes y empellones, que también sirven para que te atasques con el saco en la estrecha portezuela y te golpees la cabeza contra el tejadillo. Con gran esfuerzo empujan la puerta de acero hasta que cierre y ¡en marcha!
Naturalmente, el transporte en cuervo pocas veces dura horas, todo lo más veinte o treinta minutos. Pero qué zarandeo, qué molienda de huesos, qué dolor en los costados en esa media hora, y si eres alto, encima con la cabeza agachada. Quizás hasta eches de menos el confortable vagón-zak.
Además, en el cuervo los presos se barajan de nuevo, se producen nuevos encuentros, de los cuales los que dejan una impresión más viva son, naturalmente, aquellos con cofrades. Es posible que no hayas tenido ocasión de ocupar con ellos un mismo compartimiento, es posible que tampoco en la prisión de tránsito os hayan puesto en la misma celda, pero en el cuervo te encuentras indefectiblemente en sus manos.
A veces hay tanta estrechura que ni siquiera los del gremioson capaces de apandar.Tus piernas y tus brazos están aprisionados entre los cuerpos y los sacos como en un cepo. Sólo puedes cambiar su posición cuando llega un bache y todo se sacude, incluidas tus tripas.
Otras veces hay más espacio y los del gremio aprovechan esa media hora para examinar el contenido de todos los sacos y quedarse con los bacilos*y los mejores cachivaches.*Lo más probable es que no les plantes cara, porque aún te riges por ideas pusilánimes y sensatas (poco a poco, grano a grano, irás perdiendo tu alma inmortal, pues crees siempre que los combates y enemigos decisivos están aún por venir y que conviene por tanto reservarse para poder hacerles frente). Pero puede ser también que uno alce la mano a la primera de cambio y le metan un cuchillo entre las costillas. (No habrá investigación alguna, y si la hubiera no sería ninguna amenaza para los cofrades: sólo quedarían retenidos en la prisión de tránsito en vez de seguir viaje hasta un campo lejano. Convendrán ustedes conmigo en que si un elemento socialmente afín y otro socialmente ajeno se hallan enfrentados, el Estado no puede tomar partido por éste último.)
En 1946, en una celda de Butyrki, el coronel retirado Lunin, que ocupaba un cargo importante en la Osoaviajim,* relataba lo siguiente: el 8 de marzo, [271]durante el traslado desde la Audiencia municipal a la prisión de Taganka, presenció en el cuervo cómo unos cofrades violaban por turno a una muchacha casadera (ante la pasividad silenciosa de los demás ocupantes). Aquella misma mañana la muchacha había comparecido ante el tribunal con sus mejores galas, aún como mujer libre (la juzgaban por abandono del puesto de trabajo sin autorización, pero estos cargos eran una repulsiva maquinación de su jefe, sediento de venganza porque ella se había negado a vivir con él bajo un mismo techo). Media hora antes de que la subieran al cuervo la habían condenado a cinco años, a tenor de vete a saber qué decreto, y la habían embutido en aquel vehículo. Y ahora, en pleno día, en las calles de Moscú («¡Brindad con champán soviético!») la habían convertido en una prostituta de campo. ¿Cómo podríamos decir que el mal se lo causaron los cofrades? ¿Y qué hay de los carceleros o del jefe de la muchacha?
¡Ay, la delicadeza de los cofrades! Acto seguido, saquearon a la muchacha, le quitaron los zapatos de domingo con los que creía que habría impresionado a los jueces y la blusa, y lo arrojaron todo a los guardianes. Estos detuvieron el cuervo, bajaron a comprar vodka y la compartieron con los de dentro. De modo que, encima, los cofrades bebieron a costa de la muchacha.
Cuando llegaron a la cárcel de Taganka la muchacha se deshacía en lágrimas y expresaba su quebranto. Tras escucharla, un oficial dijo bostezando:
—El Estado no puede proporcionar un medio de transporte individual a cada uno de vosotros. Nuestros recursos son escasos.
Efectivamente, los cuervos son el «cuello de botella» del Archipiélago. Si en un vagón-zak no hay posibilidad de segregar a los presos políticos de los comunes, en los cuervos tampoco hay posibilidad de separar a hombres y mujeres. ¿Cómo no van a aprovechar los cofrades el traslado entre prisiones para «echar una cana al aire»?








