Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Si en el vagón hay cofrades (naturalmente, en los convoyes rojos tampoco viajan separados), éstos ocupan como siempre los mejores sitios, en las literas superiores junto a la ventanilla. Esto en verano. ¿Y dónde creen que se instalan en invierno? Pues alrededor de la estufa, naturalmente, formando un estrecho círculo alrededor. Como recuerda el ex ladrón Mináyev, [288] 61en 1949 con un frío de perros entregaron a su «vagón acondicionado» tres cubosde carbón para todo el camino de Vorónezh a Kotlás (se tardaban varios días). Los cofrades no sólo ocuparon su sitio alrededor de la estufa, no sólo quitaron a los panolistoda la ropa de abrigo para ponérsela ellos, sino que tampoco le hicieron ascos a los peales de los panolisy se los sacaron para enrollárselos en sus pies de ladrón. «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!» Pero aún peor es con la comida: los cofrades administran la ración de todo el vagón y se quedan con lo mejor o lo que más les convenga. Loschilin recuerda un traslado Moscú-Perebory de tres días, en 1937. Al tratarse de sólo tres días no se guisó nada en el tren y sólo distribuyeron comida fría. Los ladrones se quedaban todo el caramelo*pero permitían que los presos se repartieran el pan y los arenques: eso quiere decir que no estaban hambrientos. Pero cuando hay rancho caliente, los ladrones chupan el botey se hacen cargo de la balanda(como en el traslado Kishiniov-Pechora en 1945, que duró tres semanas). Los cofrades tampoco desdeñan el simple pillaje en ruta: a un estonio le vieron los dientes de oro, lo derribaron y se los arrancaron con un hurgón.
Los zeks consideran que una de las ventajas de los trenes rojos es la comida caliente. Los convoyes se detienen en estaciones apartadas (siempre en un lugar donde el pueblo no se entere) y entonces distribuyen balanday kashapor los vagones. Pero hasta la comida caliente saben darla de modo que se te amargue el alma. Unas veces (como en ese convoy de Kishi-niov) vierten el bodrio en los mismos cubos con que reparten el carbón. ¡Y no hay con qué lavarlos! Porque en el tren el agua potable va racionada, es un bien aún más escaso que la balanda.De modo que hay que comérsela apartando las partículas de carbón. Otras veces, al traer la kashay la balandadan bastantes escudillas de menos, por ejemplo, veinticinco en lugar de cuarenta, y ordenan acto seguido: «¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Aún nos quedan más vagones, no sois los únicos en el tren!». ¿Cómo comer? ¿Cómo repartir? Es imposible distribuir equitativamente por escudillas, por lo tanto hay que poner menos, a ojo, para no pasarse. (Los primeros gritan: «¡Remuévelo bien, remuévelo!»; en cambio, los últimos callan: lo que quede en el fondo será más espeso.) Los primeros comen y los últimos esperan: ¡a ver si se dan prisa! Están hambrientos y el bodrio que queda en el cubo está enfriándose. Entretanto los de fuera ya les están metiendo prisa: «¿Qué, habéis terminado? ¿O es que aún tenéis para rato?». Pero todavía hay que servir a los del segundo turno, ni más ni menos, ni más espeso ni más claro que a los del primero. Ahora se trata de medir bien el sobrante y repartirlo en una escudilla para cada dos. Durante todo este tiempo, más que comer, los cuarenta hombres vigilan el reparto y se consumen de impaciencia.
No se preocupan de calentar el vagón, no hay protección contra los cofrades, apenas dan de beber ni de comer..., pero es que ni dormir dejan siquiera. Durante el día, los centinelas puede ver perfectamente todo el tren y el trecho de vía que va quedando atrás, pueden cerciorarse de que nadie haya saltado por un lado y se haya tendido entre los raíles. En cambio, por la noche la vigilancia los trae de cabeza: en todas las paradas los centinelas golpean ruidosamente cada tablero del tren con mazas de madera de mango largo (el modelo estándar en todo el Gulag): ¿A ver si los habrán aserrado? En algunas paradas hasta abren de par en par la puerta del vagón y enfocan el interior con una linterna, cuando no con el haz del reflector: «¡Inspección!». Esto significa: ponte de pie de un brinco y prepárate a correr hacia la derecha o hacia la izquierda, según te manden. Se precipitan al interior del vagón unos soldados con mazas (mientras, otros forman fuera un semicírculo con las metralletas al brazo) y ordenan: ¡A la izquierda! O sea, que los de la izquierda se quedan en su sitio y los que están en la parte derecha deben venir corriendo, saltando como pulgas y amontonarse unos sobre otros, como mejor puedan. Al que no esté ágil, al que se distraiga, le propinan un mazazo en los costados, en la espalda, ¡para que le eche más ánimo! Y las botas de los soldados pisotean los míseros camastros, revuelven entre los harapos, iluminan y golpean con las mazas para ver si han serrado alguna tabla. ¿Que no? Pues en ese caso, los soldados se ponen en el centro del vagón y hacen pasar a los presos de izquierda a derecha para hacer un recuento: «¡Uno! ¡dos! ¡tres!...». Para contarlos bastaría simplemente irlos señalando con el dedo, pero es que así no daría miedo. No, la cuenta es más evidente, más exacta, enérgica y rápida si viene acompasada con otros cuantos mazazos, esta vez en los costados, en los hombros, en la cabeza, donde sea. Termina el recuento: hay cuarenta. Queda ahora revolver, iluminar y volver con los mamporrazos en la parte izquierda. Ya está, ya se han marchado, ya han cerrado el vagón. Ahora podremos dormir hasta la próxima parada. (No se puede decir que el celo de la escolta carezca de fundamento, porque algunos, los más hábiles, logran evadirse de los vagones rojos. A veces el soldado que va golpeando los tableros descubre uno que ya han empezado a aserrar. O bien, por la mañana, cuando distribuyen la balanda, el soldado advierte entre tantos rostros sin afeitar algunos bien rasurados. De inmediato rodean el vagón, armados con metralletas: «¡Venga, los cuchillos!». Y es que, en el fondo, cofrades y aguachirris son un poco presumidos y les «fastidia» ir mal afeitados. Pero ahora van a tener que pasarse sin el rapabarbas(la navaja, para entendernos).
El convoy rojo se diferencia de los demás trenes directos de largo recorrido en que los que suben a él nunca saben si llegarán a apearse. Cuando en Solikamsk (en 1942) descargaron un convoy procedente de las cárceles de Leningrado, todo el terraplén quedó cubierto de cadáveres, sólo unos pocos habían llegado vivos. En los inviernos de 1944-1945 y de 1945-1946, los transportes de presos procedentes de los territorios liberados —ya fueran del Báltico, Polonia, Alemania o rusos de Europa– iban sin estufas y llegaban a la aldea de Zhelez-nodorozhni (Kniazh-Pogost), así como a todos los nudos ferroviarios importantes del norte, desde Izhma a Vorkutá, con un vagón o dos de cadáveres. Esto significa que por el camino los retiraban meticulosamente de cada vagón y los trasladaban a otros, reservados a los muertos. Aunque no siempre era así. Con frecuencia, en la estación de Sujobezvódnaya (Unzh-lag) no se sabía cuántos habían quedado con vida hasta que abrían las puertas al detenerse el tren. El que no salía por su propio pie era que estaba muerto.
Un traslado en invierno es terrible y mortal, porque bastante tiene la escolta con mantener la vigilancia para encima adlar acarreando carbón para veinticinco estufas. Pero es que cuando hace calor los traslados tampoco son ninguna delicia: de las cuatro pequeñas ventanillas, dos están cerradas a cal y canto, el techo del vagón se recalienta y el cuerpo de guardia no va a romperse el espinazo trayendo agua para mil hombres cuando, recordemos, son incapaces de dar de beber ni a un solo vagón-zak. Por ello, en opinión de los presos, abril y septiembre son los mejores meses para los traslados. Pero hasta la mejor estación del año resulta corta cuando el viaje dura tres meses(Leningrado-Vladivostok, 1935). Cuando se calcula que el viaje va a ser largo, debe organizarse la educación política de los milites, así como la curación de las almas cautivas: en esta clase de trenes viaja en vagón aparte un compadre,un delegado operativo. Éste ha hecho sus preparativos ya en la cárcel, con mucha antelación, y el resultado es que los presos no se embuten al tuntún en los vagones, sino con arreglo a unas listas que llevan su visto bueno. Es él quien confirma al síndico de cada vagón. Es él quien instruye y sitúa en cada uno a un soplón. En las paradas largas encuentra cualquier pretexto para hacer salir del vagón a uno o al otro para enterarse de qué se habla ahí dentro. Un operse sentiría avergonzado si concluido el viaje no pudiera presentar algún resultado concreto, y por ello, durante el trayecto somete a alguno de los trasladados a una nueva instrucción sumarial. Y así, sin comerlo ni beberlo, el infeliz llega a destino con una nueva condena a cuestas.
Pensándolo mejor, ¡malditos sean también los trenes rojos de ganado! ¡Malditos sean, por más que te lleven directos y te eviten los transbordos! Quien haya viajado en ellos no los olvidará. ¡Así lleguemos al campo cuanto antes! ¡Ay si hubiéramos llegado ya!
El ser humano está hecho de esperanza y de impaciencia. ¡Ni que en el campo fueran los opermás condescendientes o los soplones tuvieran más escrúpulos! ¡Al contrario! Como si no fueran a recibirnos arrojándonos al suelo con las mismas amenazas y acosándonos con perros: «¡Sentados!». Como si no fuera a haber tanta o más nieve en el suelo del campo que la que ya se ha estado colando en el vagón. Como si al llegar desembarcáramos ya en nuestro punto de destino y no debieran transportarnos aún en plataformas descubiertas por un ferrocarril de vía estrecha. (¿Y cómo llevar a los presos en vagones abiertos? ¿Cómo vigilarlos? Toda una tarea para la escolta. Pues así es como se hace: nos ordenan tendernos muy juntos unos con otros, y nos cubren con una gran lona, como a los marineros del Potiomkin [289]antes de ametrallarlos. ¡Y aún gracias que nos echen una lona! En un mes de octubre, en el norte, Oleniov y sus compañeros tuvieron que pasarse un día entero sentados en esas plataformas porque los habían embarcado pero no había llegado la locomotora. Primero les llovió y después bajó la temperatura, de modo que a los zeks se les congelaron los harapos encima.) Una vez puesto en marcha, el pequeño tren se bambolea, los tablones que bordean la plataforma crujen y se parten. Con el vaivén, alguno acaba siendo arrojado bajo las ruedas. Y ahora un acertijo: si a partir de Dudinka hay que recorrer cien kilómetros de vía estrecha en plataformas descubiertas bajo un frío polar, ¿dónde se instalarán los cofrades? Respuesta: en el centro de cada plataforma, porque así el ganado los calienta por todas partes y no hay riesgo de caer a la vía. Correcto. Otra adivinanza: ¿Qué es lo que pueden ver los presos al término de su viaje en ese tren de vía estrecha (1939)? ¿Algún edificio quizá? No, no hay ni uno solo. ¿Refugios excavados bajo tierra? Sí señor, pero ya están ocupados, no son para ellos. ¿O sea que lo primero que tienen que hacer nada más llegar es cavarse un hoyo? No, hombre, ¿cómo se puede cavar la tierra durante el invierno polar? A cavar se va a la mina, a extraer metal. Y entonces, ¿dónde van a vivir? ¿Cómo que vivir? Ah, sí, vivir... Vivir, vivirán en tiendas de campaña.
Pero no siempre habrá que seguir viaje en un tren de vía estrecha, ¿verdad? Claro que no. Veamos cómo también es posible llegar directo al lugar de destino: estación de Ertsevo, febrero de 1938. Abren los vagones en plena noche. Se encienden hogueras a lo largo del tren. Junto a ellas, sobre la nieve, tiene lugar la descarga, el recuento, la formación y de nuevo un recuento. Temperatura: treinta y dos grados bajo cero. El traslado viene de la cuenca del Donets, los presos han sido detenidos en verano y por tanto calzan zapatos, escarpines o sandalias. Intentan acercarse a la lumbre para entrar en calor pero los echan de allí: las fogatas no están para eso, sino para dar luz. Desde el primer momento se les entumecen los dedos. La nieve se introduce en su calzado ligero y ni siquiera se funde. No hay compasión. Se oye una orden: «¡Firmes! ¡A formar! Un paso a la derecha... un paso a la izquierda... sin previo aviso, [290]¡En marcha!». Los perros ladran, tensan las cadenas al oír su orden preferida, al sentir aquel momento emocionante La columna se pone en movimiento —abrigados con pellizas cortas los soldados, con sus ropas de verano aquellos infelices– y empiezan a caminar por un sendero de nieve profunda, que nadie ha pisado hasta ahora, hacia algún lugar de la oscura taiga. Por delante no se ve ni una sola luz. Llamea la aurora boreal, la primera que ven y seguro que también la última... El hielo hace crujir los abetos. Y esos hombres prácticamente descalzos hollan la nieve, abriéndose camino con las plantas de los pies, con las pantorrillas entumecidas.
O por ejemplo, la llegada al Pechora en enero de 1945. («¡Nuestros ejércitos han tomado Varsovia! ¡Nuestras tropas han aislado la Prusia Oriental!») Un desierto campo nevado. Arrojados de los vagones, los presos se sientan en la nieve de seis en seis, los están contando durante un buen rato, pero se equivocan y vuelven a empezar. Les hacen levantar y recorrer seis kilómetros por la nieve virgen. El traslado viene también del sur, de Moldavia, y todos llevan calzado de cuero. Dejan que los perros vayan por detrás, pegados a la columna, de modo que azuzen a los zeks de la última fila poniéndoles las patas en la espalda, echándoles en la nuca su aliento de mastín (entre los últimos marchaban dos sacerdotes: el padre Fiódor Floria, un canoso anciano, y el joven padre Víktor Shipo-válnikov, que lo sostenía). ¡Pues vaya una forma de usar los perros! Pues no, más bien habría que decir ¡vaya autodominio el de los mastines, con lo que les gusta hincar el diente!
Finalmente, llegan a destino. Sala de baños antes de ingresar en el campo. Deben desnudarse en una caseta, atravesar el patio en cueros, a la carrera, y lavarse en otro barracón. Pero ahora ya se puede aguantar lo que sea: ¿O no han terminado ya los peores tormentos? ¡Lo importante es que ya hemos llegado! Anochece. De pronto se sabe que no hay sitio en el campo, que no están preparados para hacerse cargo de los nuevos. Así que después del baño, vuelta a formar, otra vez recuento, de nuevo rodeados de perros y a cubrir los mismos seis kilómetros arrastrando sus bártulos, sólo que ahora en la oscuridad, pateando la nieve de regreso hasta el tren. Pero durante esas horas las puertas de los vagones han estado abiertas y se ha helado su interior. En los vagones no queda ni rastro del mísero calor de antes y, además, como han llegado al final del trayecto, ya se ha quemado todo el carbón y no hay de dónde sacar más. Pasan, pues, la noche ateridos. Por la mañana les dan de comer gobio seco (el que quiera beber que mastique nieve) y los conducen de nuevo por el mismo camino.
¡Pero, de todos modos, éste fue un caso afortunado!Porque el campo existía, y si no los admitían hoy los admitirían mañana. Dado que los trenes rojos se caracterizaban por la posibilidad de tener un lugar desierto como punto de destino, no era raro que la llegada de los trasladados equivaliera a la inauguración de un nuevo campo. Así pues, bajo la aurora boreal, un tren puede simplemente detenerse en plena taiga y alguien clavar una tablilla en un abeto: «OLP n°l» (Puesto de Campo Avanzado). Y allí se pasarían una semana a base de voblaseca y gachas de harina y nieve.
Pero si el campo al que llegas lleva ya funcionando aunque sólo sea un par de semanas, aquello significa cierto confort, pues ya están en condiciones de dar comida caliente. Y aunque no haya escudillas, al menos ponen el primero y segundo plato juntos en una palangana de baño para cada seis. Los seis hombres formarán un círculo (tampoco hay mesas ni sillas), dos sostendrán la palangana por el asa con la mano izquierda, y con la derecha comerán cuando llegue su turno. ¿Que me estoy repitiendo, dice usted? ¿No era eso en Vogvózdino? Sí, pero también en Perebory en 1937 y es Loschilin quien ahora lo cuenta. No me repito yo, se repite el Gulag.
...Y más adelante pondrán a los novatos a disposición de unos jefes de cuadrilla escogidos entre los veteranos del campo, y en un abrir y cerrar de ojos éstos les habrán enseñado a buscarse la vida,a escurrir el bulto y engañar a los demás. Y desde la primera mañana irán al trabajo, pues el reloj de la Época marcha siempre adelante y no puede esperar. ¡Ni que fuera esto el presidio zarista de Akatúi, con sus tres días de descanso para los recién llegados! [291] 62
Poco a poco van floreciendo los bienes del Archipiélago, van tendiéndose nuevos ramales ferroviarios y los presos llegan ya en tren a muchos lugares hasta no hace mucho sólo accesibles por agua. No obstante, aún viven indígenas que cuentan cómo navegaron por el Izhma, igual que en la antigua Rusia, en galeras de cien hombres, y cómo ellos mismos remaron. Y cómo llegaban hasta el campo remontando el Pechora y el Usa en canoas. También enviaban zeks a Vorkutá en gabarras: hasta Adzvavom, el centro de transbordo de Vorkut-lag, en barcazas grandes y de allí se seguía diez días en lanchas de poco calado. La embarcación estaba infestada de piojos, hasta tal punto que la escolta permitía a los presos subir a cubierta de uno en uno para sacudirse los parásitos y echarlos al agua. Había también traslados fluviales que no eran directos, pues había que hacer transbordos, sirgar las barcas desde la orilla o cubrir etapas a pie-
También tenían allí sus propias prisiones de tránsito, a base de estacas y lonas o a veces con tiendas: Ust-Usá, Pomózdino, Shchelia-Yur. En estos ribazos [292]regían usos propios. Cada uno de ellos tenía sus normas de vigilancia y, naturalmente, órdenes particulares y mañas propias ideadas por cada cuerpo de guardia, así como penalidades peculiares para los zeks. Pero no es éste lugar para describir esos lugares exóticos, y por tanto preferimos no abordar el tema.
El Dvina septentrional, el Obi y el Yeniséi saben bien cuándo llegaron los primeros presos en gabarras: durante la liquidación de los kulaks. Por ríos que fluyen directamente hacia el norte, en barcazas panzudas de gran capacidad: era el único modo de verter en las tierras muertas del norte toda aquella masa gris de la Rusia viva. Echaban a los hombres al casco de la barcaza, cual si fuera un barreño, y allí se amontonaban unos sobre otros y se movían como cangrejos en una cesta. Y los centinelas estaban arriba, en las bordas, como parapetados en un altozano. A veces transportaban toda esa masa a cielo abierto, a veces la cubrían con una gran lona, ya fuera para no verla o para vigilarla mejor, aunque desde luego no para resguardarla de la lluvia. Un trayecto en semejantes barcazas ya no era un transporte, sino una muerte a plazo fijo.
Además, apenas les daban de comer, y una vez arrojados a la tundra ya no les daban alimento alguno. Los dejaban para que murieran a solas con la naturaleza.
A partir de 1940 los traslados en barcaza por el Dvina septentrional (y por el Vychegda) no sólo no disminuyeron, sino que cobraron muchísimo auge: por allí pasó la población liberadade Ucrania y Bielorrusia occidentales. En la sentina, los presos estaban de pieunos contra otros, y no sólo por espacio de veinticuatro horas. Orinaban en recipientes de vidrio que se pasaban de mano en mano hasta vaciarlos en los tragaluces; si se trataba de algo más serio, se lo hacían en los pantalones.
Durante décadas, el cabotaje en gabarras por el Yeniséi fue consolidándose hasta convertirse en práctica permanente. En los años treinta se construyeron en Krasnoyarsk unos tinglados a la orilla del río y, bajo estos cobertizos, en las frías primaveras siberianas, los presos temblaban todo un día y hasta dos esperando el embarque. [293] 63Las barcazas del Yeniséi destinadas al '•traslado de presos tienen como instalación fija una oscura sentina de tres plantas. Sólo la escotilla, donde está la escalerilla, deja pasar un poco de luz difusa. Para el cuerpo de guardia hay una caseta en cubierta. Los centinelas vigilan las salidas de la sentina y observan el agua, por si aparece alguien en la superficie. Los guardias no bajan jamás a la sentina, por más gemidos o gritos de socorro que oigan. Y nunca sacan a los presos a pasear por cubierta. En los traslados de 1937-1938 y de 1944-1945 (y es de suponer que también entre estas fechas) no se prestaba ayuda médica alguna a los de la bodega. En los «pisos», los presos yacían unos sobre otros en dos hileras: una hilera con la cabeza contra la borda y la otra con la cabeza en los pies de la primera hilera. En los pisos sólo se puede llegar hasta la cubeta pasando por encima de la gente. Y como no siempre permiten sacar los zambullos cuando es tiempo (¡imagínese subir a cubierta un barril lleno de inmundicias por una escalerilla empinada!), la porquería se desborda, el líquido se derrama por el suelo y gotea en los pisos inferiores. Y la gente sigue tendida en ese mismo suelo. La comida es balanda distribuida por los pisos en unos toneles, y allí, en la perpetua oscuridad (tal vez hoy tengan ya electricidad), unos presos ayudantes la reparten alumbrándose con lamparillas de petróleo. En un traslado así, a veces para llegar a Dudinka hacía falta un mes. (Ahora, naturalmente, el viaje puede hacerse en una semana.) No era extraño que debido a los bancos de arena y a otras dificultades de la navegación fluvial el viaje se alargara más de lo previsto, por lo cual los víveres embarcados no bastaban, y entonces no daban comida alguna durante varios días (y como es natural, después nadie les compensaba «lo perdido»).
Mi avisado lector puede adivinar el resto sin mi ayuda: vista la situación, los cofrades ocupan el piso superior de la sentina, cerca de la escotilla, o sea, donde hay más aire y luz. Controlan la distribución del pan siempre que les haga falta y si el traslado está siendo duro no se andan con remilgos y bañen el santo chusco*(es decir, se hacen con la ración del gris rebaño). Durante el largo camino, los ladrones matan el tiempo jugando a los naipes, que ellos mismos se fabrican. Sacan para apuestas sometiendo a los panolisal pasamanos,o sea, cacheándolos a todos a fondo, tanto a los de su sector de la gabarra como a los de cualquier otro. Durante cierto tiempo las cosas robadas se ganan y pierden varias veces a las cartas, pero luego se envían arriba, a la escolta. Sí, el lector lo ha adivinado: los cofrades echan alpiste alos guardianes y éstos se quedan los objetos robados o los venden en los embarcaderos y entregan a cambio comida a los ladrones.
¿Resistencia? Sí la hay, aunque muy pocas veces. He aquí un episodio cuyo recuerdo se ha conservado. Ocurrió en 1950, en una barcaza de ésas, dispuesta de modo semejante, sólo que más grande, una barcaza de cabotaje marítimo. Durante un transporte Vladivostok-Sajalín, siete muchachos desarmados, condenados por el Artículo 58, plantaron cara a los cofrades (todos perros),alrededor de ochenta (y como siempre, no iban desprovistos de cuchillos). Los perros ya habían registrado a toda la partida de presos en la prisión de tránsito «Tres-Diez» de Vladivostok. Los habían cacheado con minucia —no peor que los carceleros, porque se conocen todos los escondrijos– pero sabían también que en un pasamanossiempre se escapa algo. Conscientes de esto, una vez en la sentina
anunciaron arteramente: «El que tenga dinero puede comprar tabaco». Y Misha Grachov sacó tres rublos que llevaba escondidos en la cazadora guateada. Entonces uno de los perros, Volodka [294]«el Tártaro», le increpó: «¿Qué pasa, bujarrón, es que tú no pagas impuestos?».Y se echó sobre él para quitarle el dinero. Pero Pável (no se ha conservado el apellido), brigada del ejército, lo apartó de un empujón. Volodka «el Tártaro» le hizo la horquillaen los ojos, pero Pável lo derribó. En esto acudieron otros perros, unos veinte o treinta, pero en torno a Grachov y Pável se levantaron Volodia Shpakov, ex capitán del ejército, Seriozha Potápov, Volodia Reunov, Volodia Tre-tiujin, también ex brigadas del ejército, y Vasia Kravtsov. ¿Y qué pasó? El lance no pasó de unos cuantos puñetazos por ambos bandos. Los cofrades habían hecho gala de su ancestral e intrínseca cobardía (que siempre camuflan bajo una máscara de dureza y desapego), o quizá fue que les estorbaba la proximidad del centinela (ocurrió debajo mismo de la escotilla), o tal vez que se reservaban para otra tarea de más trascendencia social: se proponían adelantarse a los ladrones decentesy hacerse con el control de la prisión de tránsito de Aleksandrovsk (la misma que describe Chéjov) [295]y de las obras de Sajalín (pero, naturalmente, no para ponerse ellos a trabajar). Lo cierto es que acabaron retrocediendo y que todo quedó en amenazas: «¡Cuando desembarquemos os vamos a hacer picadillo!».(En resumen, que no hubo pelea ni hicieron «picadillo» a nadie. En la prisión de tránsito de Aleksandrovsk esperaba a los perros un contratiempo: ya estaba en manos de los «decentes».)
Los barcos de vapor que van a Kolymá están organizados de manera semejante a las gabarras, si bien en ellos todo es a mayor escala. Por extraño que parezca, todavía siguen con vida algunos presos que en la primavera de 1938 partieron hacia allá en la célebre expedición del Krasin,que abría paso entre los hielos primaverales a un puñado de viejos cascarones: el Dzhurma,el Kulu,el Nevostróiy el Dneprostrói,todos de vapor.
Las sucias y frías sentinas se dividían también en tres plantas, pero además, en cada una había literas de dos pisos hechas de estacas. No todo estaba a oscuras: había algún que otro farol o candil. Permitían a los presos de cada sector salir a cubierta por turno para pasear. Cada vapor transportaba a tres o cuatro mil hombres. Como el viaje duró más de una semana, el pan cargado en Vladivostok se enmoheció, por lo cual hubo que reducir la ración de seiscientos gramos a cuatrocientos. Para comer también les daban pescado, y en cuanto al agua potable..., pues no hay nada que criticar, porque no la había, estaban atravesando dificultades temporales.A los rigores de un traslado fluvial, aquí había que añadir tempestades, mareos, hombres debilitados y abatidos que vomitaban. Carecían de fuerzas para levantarse y yacían entre los vómitos, todo el suelo estaba cubierto de una capa nauseabunda.
Por el camino se produjo cierto episodio político. Los barcos debían atravesar el estrecho de La Perouse, muy próximo a las islas japonesas. Y he aquí que desaparecieron las ametralladoras de las torres, los soldados de escolta se vistieron de paisano, se cerraron las sentinas y se prohibió salir a cubierta. Ya en Vladivostok se había tenido la previsión de reseñar en los documentos de embarque que transportaban —¡no prisioneros, Dios nos libre!– sino mano de obra contratada para trabajar en Kolymá. Los buques avanzaron entre un enjambre de barcas y pequeñas embarcaciones japonesas ajenas a toda sospecha. (En otro viaje, en 1939 sucedió el siguiente caso en el Dzhur-ma:los cofrades salieron de la sentina y consiguieron llegar al almacén, lo saquearon y luego le prendieron fuego. Ocurría esto precisamente cerca de las costas japonesas. Al ver que salía humo del Dzhurmalos japoneses ofrecieron su ayuda, pero el capitán la rehusó y ¡ ni siquiera abrió las escotillas ! Cuando los japoneses se perdieron de vista, arrojaron por la borda los cadáveres de los asfixiados. No así los víveres, chamuscados y casi estropeados, que entregaron en el campo para rancho de los presos.)
Han pasado algunas décadas desde entonces, ¡y cuántas catástrofes no habrán sufrido nuestros buques en todos los mares del mundo! Y eso, en circunstancias en que al parecer no transportaban zeks, sino simples ciudadanos soviéticos ¡Pero siempre rechazan la ayuda, por culpa del secreto, vestido de orgullo nacional! ¡Que nos devoren los tiburones antes de aceptar vuestra mano! El secreto, ése es nuestro cáncer.
Ante Magadán, el convoy quedó atorado en el hielo y ni siquiera el Krasinsirvió de nada (era demasiado pronto para la navegación, pero tenían prisa por entregar la mano de obra) El 2 de mayo desembarcaron a los presos sobre el hielo, lejos de la orilla. Ante los recién llegados se abría el poco halagüeño panorama del Magadán de aquel entonces: montículos volcánicos desiertos, ni un solo árbol, ni un matorral, ni pájaros siquiera, sólo algunas casitas de madera y el edificio de Dals-trói, de un único piso. Sin embargo, seguían con esa farsa de la reeducación,seguían aparentando que no traían sacos de huesos para pavimentar Kolymá —el nuevo Dorado—, sino ciudadanos soviéticos provisionalmente aislados de los demás, ciudadanos que volverían a la vida creadora, y los recibieron con música. La orquesta Dalstrói* tocaba marchas y valses mientras aquellos hombres colmados de sufrimiento, más muertos que vivos, se arrastraban por el hielo formando un gris cortejo, con sus enseres de moscovitas a cuestas (aquella enorme remesa, compuesta íntegramente de presos políticos, no había tenido aún ningún encuentro con los cofrades) y llevando en hombros a otros presos agonizantes, reumáticos o con sólo una pierna (ni los mutilados se libraban de los campos).
Observo ahora que estoy a punto de empezar a repetirme, que se me hará tedioso escribir y que tedioso será leer, puesto que el lector sabe ya lo que viene a continuación: que ahora los llevarán en camiones a centenares de kilómetros y después les harán cubrir a pie unas decenas más. Que allí inaugurarán un nuevo campo y que empezarán a trabajar desde el primer momento. Que comerán pescado y harina sazonados con nieve. Que dormirán en tiendas.
Cierto, eso fue lo que ocurrió. Pero antes, los primeros días, los instalarán en Magadán, en unas tiendas de campaña. Allí los comisionarán, es decir, los examinarán desnudos, y por el estado de su trasero determinarán su capacidad para el trabajo (a todos los declararán aptos). [296]Además, como es natural, los llevarán al baño y les ordenarán que dejen en el vestíbulo sus abrigos de cuero, sus pellizas forradas, sus jerseys de lana, sus trajes de paño fino, sus capas caucásicas, sus botas de cuero y de fieltro (pues no se trataba de unos ignorantes campesinos, sino de la cúpula del partido: directores de periódico, de fábricas y consorcios estatales, funcionarios de comités regionales, profesores de economía política, gente toda ella que a principios de los años treinta sabía apreciar las buenas prendas). «¿Y quién va a estar aquí vigilando?», preguntarán escépticos los recién llegados. «¿Y quién va a querer estas cosas?», responderá el personal del baño fingiendo ofensa. «Entrad y lavaos con toda tranquilidad.» Y ellos entrarán. Y saldrán por otra puerta, donde les darán unos pantalones y unas camisetas de algodón ennegrecidas, chaquetas guateadas sin bolsillos —modelo campo penitenciario– y unas botas de piel de cerdo. (¡Oh, no es un detalle insignificante! Eso es tanto como decir adiós a la vida anterior, a los títulos, a los cargos, a la soberbia.) «¿Y nuestras cosas?», exclamarán. «¡Vuestrascosas se quedaron en casa!», les rugirá cualquier jefe. «¡En el campo ya no habrá nada vuestro!¡Aquí en el campo hay comunismo! ¡Los de delante, en marcha!»








