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Archipielago Gulag
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Автор книги: Александр Солженицын



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Es interesante la forma en que se decidió la suerte de Vlásov, quien en otro tiempo había propuesto expulsar del partido a Románov, ahora nuevo presidente del comité del distrito. Vlásov había ofendido gravemente al fiscal del distrito, Rusov, como ya hemos relatado en el capítulo cuarto. Había afrentado también a N.I. Krylov, jefe del NKVD del distrito, al interceder por dos cooperativistas sensatos y capaces pero de dudosa extracción social, a quienes querían encerrar por imaginario empecimiento. (Vlásov siempre contrataba a toda clase de «ex», pues no sólo dominaban su especialidad, sino que además ponían empeño en el trabajo; en cambio los proletarios a los que estaba aupándose no sabían hacer nada y, más que otra cosa, no querían hacer nada.) ¡Y a pesar de todo, el NKVD aún estaba dispuesto a hacer las paces con la cooperativa! El número dos del NKVD en el distrito, Sorokin, fue en persona a la cooperativa y le propuso a Vlásov que entregara gratuitamente al NKVD («luego ya echaremos cuentas») tejidos por valor de setecientos rublos. (¡Los muy siseros! Para Vlásov representaba poner de su bolsillo dos meses de salario, pues nunca se llevaba ilegalmente ni una migaja.) «Si te niegas, lo lamentarás.» Pero Vlásov lo puso de patitas en la calle: «¿Cómo os atrevéis a proponer tales componendas a un comunista?». Al día siguiente, Krylov se presentó en la cooperativa, esta vez ya como presidente del comité de distrito del partido (¡esta mascarada y estas pequeñas astucias son el alma del año 1937!) y ordenóque se convocara una asamblea del partido con el siguiente orden del día: «La actividad empecedora de Smirnov y Univer en la cooperativa de consumo». Informe del camarada Vlásov. ¡Cada procedimiento era una perla! ¡Nadie acusaba todavía a Vlásov! Pero habría bastado que dijera tan sólo dos palabras sobre los actos de sabotaje del anterior secretario del comité ejecutivo, cometidos en su distrito (también el de Vlásov), para que el NKVD le interrumpiera: «¿Y usteddónde se encontraba? ¿Por qué no acudió a nosotros a su debido tiempo?». En tales circunstancias muchos habrían perdido la cabeza y se hubieran dejado atrapar. ¡Pero no Vlásov! Este respondió al instante: «¡Yo no voy a dar ningún informe! ¡Que sea Krylov quien lo haga! ¡El ha practicado las detenciones y lleva el caso Smirnov-Univer!». Pero Krylov rehusó: «Yo no estoy al corriente». Vlásov: «¡Si ni siquiera ustedestá al corriente, es que los dos fueron detenidos sin motivo!». En resumidas cuentas, la asamblea del partido no llegó a celebrarse. ¿Pero es que acaso eran muchos los que se atrevían a defenderse? (No estaríamos describiendo con justicia el ambiente de 1937 si perdiéramos de vista a esas personas firmes y a su valiente decisión, si no mencionáramos que aquel día, ya entrada la noche, el contable jefe de la cooperativa, T., y su ayudante, N., se presentaron en el despacho de Vlásov con diez mil rublos: «¡Vasili Grigórievich! ¡Huya esta misma noche! ¡Esta noche, o está perdido!», pero Vlásov consideró que huir no era propio de un comunista.) Por la mañana apareció en el periódico del distrito una dura nota contra la actuación de la cooperativa (ya se sabe que nuestra prensa siempre fue del brazo del NKVD), y por la tarde requirieron a Vlásov para que rindiera cuentas de su trabajo ante el comité de distrito. (¡A cada paso los procedimientos típicos que se repetían en toda la Unión Soviética!) Corría 1937, el segundo año de la «Mikoyan Prosperity» en Moscú y en otras grandes ciudades. Hoy día, topamos a veces con memorias de periodistas y escritores que nos hacen creer que empezó entonces una época de vacas gordas. Así ha quedado escrito en las páginas de la Historia y existe el peligro de que así permanezca en ella. Y sin embargo, en noviembre de 1936, dos años después de que se hubieran suprimido las cartillas de racionamiento de pan, se emitió en el distrito de Ivánovo (y en otros) una disposición secreta que prohibía la venta de harina.En aquel entonces, en los pueblos pequeños, pero sobre todo en las aldeas, el pan se cocía en las casas, pues no había tahonas. ¡La prohibición de vender harina significaba no comer pan! En Kady, capital del distrito, se formaron enormes colas, como jamás se habían visto, para comprar pan. (Y por si fuera poco, descargaron un nuevo golpe: en febrero de 1937 se prohibió que se cociera pan negro en las capitales de distrito, sólo podía hacerse pan blanco, más caro.) Como en el distrito de Kady no había más panadería que la de la capital, ahora la gente acudía allí de todas las aldeas por pan negro. En los almacenes de la cooperativa había harina, ¡pero la doble prohibición impedía que la gente accediera a ella! Y pese a las inspiradas ordenanzas estatales, Vlásov encontró la manera de que el distrito pudiera comer aquel año: fue por los koljoses y acordó con ocho de ellos la creación de tahonas comunales en las isbas que los kulaks habían dejado vacías (es decir, llevarían hasta allí la leña y pondrían a las mujeres en los hornos de las estufas rusas. De esta manera, los hornos serían públicos, no privados). Por su parte, la cooperativa se comprometía a proporcionar la harina. ¡Toda solución parece sencilla después de que alguien haya dado con ella! Sin construir hornos de pan (carecía de recursos para ello), Vlásov erigió ocho en un solo día. Sin comerciar con la harina, hizo que ésta saliera continuamente de su almacén y pidió más a la capital de la región. Sin vender pan negro en la capital de distrito, llenaba las aldeas de pan negro. Cierto, no había infringido la letra de la disposición, pero sí el espíritu de la misma —ahorrar harina, atosigar al pueblo—, había, pues, motivo suficiente para criticarleen el comité de distrito.

Tras ser sometido a esta crítica pasó todavía una noche, y al día siguiente fueron a detenerlo. Siempre severo, parecía un pequeño gallo de pelea (pues era de baja estatura y andaba con la cabeza erguida, lo que le daba un aire arrogante), y procuró no tener que entregar el carnet del partido (¡En la reunión del comité del distrito, la víspera, no se había decidido su expulsión!) ni su acta de diputado (había sido elegido por sufragio popular y el comité ejecutivo del distrito no había suprimido su inmunidad parlamentaria). Pero los policías no sabían de tales formalidades, se arrojaron sobre él y le quitaron los papeles por la fuerza. De la cooperativa lo llevaron al NKVD por la calle mayor de Kady, en pleno día, y su joven almacenero, miembro del Komsomol, pudo verlo desde la ventana del comité del distrito. Entonces no toda la gente había aprendido a pensar una cosa y decir otra (especialmente en los pueblos, por aquello de la sencillez). El almacenero exclamó: «¡Qué canallas! ¿Pues no se llevan también a mi patrón?». Acto seguido, sin que hubiera tenido tiempo de salir de la habitación, lo expulsaron tanto del comité del distrito como del Komsomol, y siguiendo el camino de todos conocido, fue a parar a la fosa.

Vlásov fue detenido más tarde que el resto de encausados con él y se encontró con un pliego de cargos ya casi terminado que sólo quedaba transformar en un proceso público. Lo llevaron a la prisión interior de Ivánovo, pero, al ser el último, no ejercieron sobre él una presión enconada, se le practicaron tan sólo dos breves interrogatorios y no se convocó a un solo testigo. Se limitaron a rellenar el auto de procesamiento con informes de la cooperativa y recortes del periódico del distrito. Se acusaba a Vlásov: 1): de haber provocado las colas para el pan; 2): de no haber garantizado un mínimo surtido de productos (como si hubiera mercancía en alguna parte y alguien la hubiera ofrecido a Kady); 3): de haber almacenado sal en exceso (cuando de hecho se trataba de la reserva obligatoria «en caso de movilización». Ya se sabe que desde tiempos antiguos en Rusia siempre temen quedarse sin sal si estalla una guerra).

A finales de septiembre llevaron a los acusados a Kady, donde debía tener lugar el juicio público. El camino no era corto (¡con lo baratos que salían la OSO y los juicios a puerta cerrada!): de Ivánovo a Kineshma en un vagón-zafe,'' de Kineshma a Kady, ciento diez kilómetros en automóvil; más de una decena de automóviles formando una insólita columna por una vieja pista desierta, provocando a su paso por las aldeas asombro y terror, suscitando el presentimiento de una guerra. El responsable de que el proceso transcurriera de manera irreprochable e intimidatoria era Kliuguin (jefe de la sección especial secreta del NKVD regional, encargada de organizaciones contrarrevolucionarias). Del 24 al 27 de septiembre la guardia, compuesta por cuarenta reservistas de la policía montada, condujo cada día a los acusados por Kady a punta de sable y pistola en mano. Los llevaba desde el NKVD del distrito hasta un club* a medio edificar y luego de vuelta, cruzando ese mismo pueblo que hasta hacía poco habían gobernado. En el club los vidrios de las ventanas ya estaban puestos, pero quedaba por terminar el estrado y no había electricidad (como no la había en todo Kady), por lo que al anochecer el juicio seguía a la luz de quinqués de petróleo. Al público lo traían de los koljoses formando grupos que se alternaban. Y acudía también en tropel todo Kady. No sólo llenaban los bancos y el antepecho de las ventanas, sino que también se agolpaban en los pasillos, de modo que en total habría unos setecientos asistentes en cada sesión. Los bancos de primera fila, sin embargo, se destinaban siempre a los militantes del partido, para que el tribunal pudiera contar siempre con un apoyo de fiar.

Se había constituido una sesión extraordinaria del tribunal regional, compuesta por el vicepresidente de la audiencia regional, Shubin, y los vocales Biche y Zaoziorov. Llevaba la acusación el fiscal regional Karasik, licenciado por la universidad regional de Dorpat (aunque todos los acusados habían renunciado a la defensa, se les asignó un abogado de oficio para que quedara justificada la presencia del fiscal). El extenso, solemne y amenazador escrito de la acusación se reducía a lo siguiente: en el distrito de Kady actuaba un grupo clandestino de bujarinistas de derechas, creado en Ivánovo (en otras palabras: también allí iba a haber detenciones) con el propósito de derribar al régimen soviético en Kady por medio del empecimiento. (¡Los de derechasno podían haber elegido un lugar más recóndito para ponerse manos a la obra!)

El fiscal presentó una interpelación: aunque Stavrov hubiera muerto en la cárcel, sus declaraciones previas a la muerte debían ser leídas en el juicio y consideradas como hechas ante el tribunal (¡todos los cargos contra el grupo se basaban en el testimonio de Stavrov!). El tribunal admitió que se incluyeran las declaraciones del interfecto como si siguiera con vida (con la ventaja, además, de que ninguno de los acusados sería capaz de impugnarlas).

Pero los rústicos habitantes de Kady no percibían estas eruditas sutilezas y sólo les interesaba oír lo que venía a continuación. Se dio lectura y se incluyeron de nuevo en el acta las declaraciones del que había sido torturado hasta la muerte durante los interrogatorios. Empezaron a tomar declaración a los acusados y —¡menudo chasco!– todos ellos se retractaron de las confesiones que habían hecho durante la instrucción.

Quién sabe qué habrían hecho en semejante caso en Moscú, en la sala Octubre* de la Casa de los Sindicatos, ¡pero aquí, sin sonrojarse, decidieron seguir adelante! El juez les reprocha: ¿Cómo es que declararon ustedes otra cosa durante la instrucción del sumario? Univer, muy maltrecho, con un hilo de voz apenas perceptible: «Como comunista, no puedo referir en un juicio público los métodos que utiliza el NKVD en los interrogatorios». (¡He aquí el modelo del proceso de Bujarin! Esto era lo que los paralizaba: procuraban ante todo que el pueblo no llegara a pensar mal del partido. En cambio, los jueces se habían deshecho de estos escrúpulos hacía tiempo.)

Durante el receso Kliuguin recorrió las celdas de los acusados. A Vlásov le dijo: «¡Ya has visto en qué par de putas se han convertido Smirnov y Univer, los muy cabrones! ¡Pero tú debes confesarte culpable y contar toda la verdad!». «¡Eso, la pura verdad!», acepta de todo corazón Vlásov, al que aún quedan redaños. «¡Sólo la verdad: que no os distinguís en nada de los fascistas alemanes!» Kliuguin se puso furioso: «¡Ten cuidado, hijo de perra, porque vas a pagarlo con sangre!». [224] 26Desde ese momento, Vlásov pasa de un papel secundario a un papel de protagonista como inspirador ideológicodel grupo.

La multitud agolpada en los pasillos empieza a entenderlo todo mejor desde este preciso instante: el momento en que el tribunal se lanza a hablar impertérrito de las colas del pan, algo que duele a cada uno en lo más hondo (aunque, naturalmente, antes del proceso se vendiera el pan sin escatimarlo y ahora ya no hubiera colas). Pregunta al acusado Smirnov: «¿Tenía usted conocimiento de la existencia de colas para comprar pan en el distrito?». «Sí, naturalmente, se extendían de la panadería hasta el propio edificio del comité del distrito.» «¿Y qué medidas adoptó usted?» Pese a las torturas, Smirnov conservaba un sonoro timbre de voz y la serena certeza de tener razón. Aquel hombre rubio y corpulento, de rostro franco, respondía sin prisas, y la sala podía oír cada una de sus palabras: «Como quiera que ya había recurrido en vano a los organismos regionales, encargué a Vlásov que redactase un informe al camarada Stalin». «¿Y por qué no llegaron a escribirlo?» (¡Todavía no lo saben! ¡Ésta se les ha escapado!) «Sí que lo escribimos, y yo mismo lo cursé directamente con un mensajero al Comité Central, sin que pasara por las autoridades de la región. Una copia del mismo obra aún en los archivos del comité del distrito.»

La sala contuvo la respiración. El tribunal estaba desbordado, no debía haber seguido con las preguntas, pero uno de ellos, pese a todo, quiso saber más:

—¿Y qué pasó entonces?

Todos en la sala tenían esa pregunta en los labios: «¿Y qué pasó entonces?».

Smirnov no solloza ni gime por el ideal perdido. (¡Eso era lo que se echaba a faltar en los procesos de Moscú!) Responde con voz fuerte y tranquila:

—Nada. No hubo respuesta.

Y su voz cansina daba a entender: tampoco esperaba yo otra cosa.

¡No hubo respuesta! ¡No hubo respuesta del Padre y Maestro! ¡El proceso público había llegado a su punto culminante! ¡Había descubierto ya a las masas las negras entrañas del Caníbal! ¡El juicio ya podía clausurarse! Pero no, les faltaba tacto e inteligencia para ello, aún pasarían tres días pateando el suelo enfangado.

El fiscal se enfureció: ¡Conque seguíais un doble juego! ¡Así es como sois vosotros: con una mano empeciendo y con la otra os atrevíais a escribir al camarada Stalin! ¿Y encima esperabais que os respondiera? Que nos explique el acusado Vlásov: ¿Cómo se pudo llegar a tanto empecimiento, a esta pesadilla, a interrumpir la venta de harina, a impedir que se cociese pan de centeno en la capital del distrito?

A Vlásov, el gallo de pelea, no había que ayudarlo a levantarse, él mismo se puso de pie de un salto y gritó para que se le oyera en toda la sala:

—Estoy dispuesto a contestar a todo ante el tribunal si usted, fiscal Karásik, baja del estrado, ¡y viene a sentarse junto a mi!

Confusión general. Ruido, alboroto. Que pongan orden en la sala, ¿pero dónde se ha visto?

Tras hacerse con el uso de la palabra gracias a este arranque, Vlásov explica ahora de buen grado:

—La prohibición de vender harina y cocer pan llegaron por imposición de la Presidencia del Comité Ejecutivo regional, presidencia de la cual es miembro de número el fiscal regional Karásik. Si esto era un acto de empecimiento, ¿por qué como fiscal no hizo uso de su veto? Por lo tanto, ¿no actuó usted como elemento empecedor antes que yo?

El fiscal se atragantó, el golpe había sido ágil y certero. Tampoco sabían qué decir los jueces. Uno de ellos balbucea:

—Si es preciso (?) juzgaremos también al fiscal. Pero hoy lo estamos juzgando a usted.

(Dos raseros distintos. ¡Todo depende del rango!)

—¡Entonces exijo que se le obligue a abandonar el estrado! —lanza de nuevo una puya el indómito Vlásov.

Se anuncia un receso...

¿Qué valor educativo podía tener un juicio semejante para las masas?

Pero ellos seguían en sus trece. Después de tomar declaración a los acusados empezaron con los testigos. El contable N.

—¿Qué sabe usted de las actividades empecedoras llevadas a cabo por Vlásov?

—Nada.

—¿Cómo es posible?

—Yo estaba en la habitación de los testigos y no he podido oír lo que se ha hablado aquí.

—¡Ni falta que hacía que oyese usted nada! Por sus manos han pasado muchos documentos, no es posible que no estuviera al corriente.

—Todos los documentos estaban en orden.

—Aquí tenemos un fajo de ejemplares del periódico del distrito. Hasta en ellos se habla de las actividades empecedoras de Vlásov. ¿Y dice usted que no sabe nada?

—¡Pregúntele entonces a quienes escribieron esos artículos!

La encargada de la panadería.

—Dígame, ¿dispone de pan suficiente el régimen soviético?

(¡Caramba! ¿Qué le vas a responder? ¿Quién se atrevería a contestar: nunca me he puesto a contarlo?)

—Sí, mucho...

—¿Y entonces por qué hay colas en su panadería?

—Lo ignoro...

—¿De quién depende que las haya o no?

—Lo ignoro...

—¿Cómo que lo ignora? ¿Quién era su jefe?

—Vasili Grigórievich.

—¡Qué Vasili Grigórievich ni qué ocho cuartos! ¡Era el acusado Vlásov! Por lo tanto, dependía de él.

La testigo guarda silencio.

El presidente dicta al secretario: «Respuesta: Como consecuencia de las actividades empecedoras de Vlásov se formaban colas ante la panadería pese a las enormes reservas de cereales de que dispone el régimen soviético».

Sobreponiéndose a su temor, el fiscal pronunció un largo y airado discurso. Por su parte, el defensor se dedicó más que nada a defenderse a sí mismo, abundando en que los intereses de la patria le eran tan caros como pudieran serlo para cualquier otro ciudadano de pro.

En sus palabras finales Smirnov no suplicó ni se arrepintió de nada. Por lo que hoy sabemos de él, era un hombre demasiado íntegro y firme, por eso no podía acabar el año 1937 con la cabeza intacta.

Cuando Saburov pidió que le perdonaran la vida «no para mí, sino por mis hijos de corta edad», Vlásov le tiró de la chaqueta indignado: «¡No seas imbécil!».

Y Vlásov no desaprovechó su última oportunidad de lanzar un desafío:

—No os tengo por un tribunal, sino por unos comediantes que representan el vodevil de un juicio según los papeles que os han escrito. Sois los ejecutores de una repugnante provocación del NKVD. No importa lo que yo diga: me condenaréis a muerte. ¡Pero de una cosa estoy seguro: ha de llegar el día en que ocupéis nuestro lugar! [225] 27

El tribunal estuvo redactando la sentencia desde las siete de la tarde hasta la una de la madrugada. En la sala del club ardían los quinqués, los acusados permanecían sentados bajo la custodia de los sables, el pueblo zumbaba y no abandonaba el edificio.

Si larga fue la redacción de la sentencia, larga fue también su lectura, recargada con el fárrago de toda clase de fantásticas acciones, relaciones y proyectos perniciosos. Smirnov, Univer, Sabúrov y Vlásov fueron condenados al paredón, otros dos a diez años, y uno a ocho años. Además, las conclusiones del tribunal permitían desenmascarar en Kady a una organización saboteadora infiltrada en el Komsomol (los arrestos tardaron bien poco: ¿recuerdan al joven encargado de almacén?), y en Ivánovo conducían hasta un centro de organizaciones clandestinas que a su vez, cómo no, estaba subordinado a Moscú (ya estaban cavándole a Bujarin bajo los pies).

Después de las solemnes palabras: «¡A muerte!», el juez hizo una pausa en espera de aplausos, pero en la sala reinaba una tensión tan sombría (se oían los suspiros y el llanto de gente ajena a los condenados, así como los gritos y desvanecimientos de los allegados) que no hubo aplausos ni siquiera en los dos primeros bancos, ocupados por militantes del partido. Y eso sí que era una verdadera vergüenza. «¡Ay, Señor! ¿Pero qué estáis haciendo?», le gritaban a los jueces desde la sala. La esposa de Univer lloraba desconsoladamente. Se produjo un revuelo entre la multitud, en la penumbra de la sala. Vlásov increpó a los de los bancos de delante:

—¿Y vosotros, por qué no aplaudís, canallas? ¡Comunistas!

El comisario político del pelotón de alguaciles se le acercó al instante y le aplastó la boca de la pistola contra la cara. Vlásov intentó hacerse con el arma, acudió corriendo un policía y separó violentamente a su comisario político, que acababa de cometer un error. El jefe de la escolta ordenó: «¡A sus armas!», y las treinta carabinas de la policía de escolta, así como las pistolas de los miembros del NKVD del lugar, apuntaron hacia los condenados y la multitud (hasta tal punto parecía que iban a echárseles encima para liberar a los reos).

Sólo unos pocos quinqués de petróleo alumbraban la sala, y la penumbra añadía aún más confusión general y temor. Definitivamente persuadida —si no por el proceso, sí por las carabinas que la estaban apuntando– la muchedumbre, apretujándose y presa del pánico, se precipitó hacia la calle por puertas y ventanas. Crujió el piso de madera, tintinearon los cristales. La esposa de Univer, a punto de morir pisoteada, permaneció hasta la mañana siguiente tendida sin conocimiento bajo las sillas.

Así que no hubo aplausos...

Quisiera ahora dedicar una pequeña nota a la niña de ocho años Zoya Vlásova. Amaba a su padre con locura. No pudo seguir yendo a la escuela (la pinchaban: «¡Tu padre es un empecedor!», pero ella les hacía frente: «¡Mi papá es bueno!»). Después del juicio ya sólo vivió un año (nunca antes había estado enferma), y en este año no rió una sola vez,siempre andaba cabizbaja y las ancianas predecían: «anda mirando a la tierra, pronto morirá». Murió de meningitis, y en su agonía no cesaba de gritar: «¿Dónde está mi papá? ¡Devolvedme a mi papá!».

Cuando contamos los millones que murieron en los campos de reclusión, siempre olvidamos multiplicar por dos o por tres...

A los condenados no sólo no podían fusilarlos acto seguido, sino que ahora era preciso vigilarlos con más celo aún, puesto que ya nada tenían que perder. Para el cumplimiento de la sentencia debían ser escoltados hasta la capital de la región.

La primera tarea —la de conducirlos de noche al NKVD por la calle– la organizaron de la manera siguiente: cada reo iba acompañado por cinco hombres. Uno llevaba un farol. Otro iba delante pistola en mano. Dos llevaban del brazo al condenado a muerte y sostenían sendas pistolas en la mano libre. El quinto iba detrás apuntando al condenado por la espalda.

El resto de los policías estaba distribuido uniformemente a lo largo del camino para impedir cualquier asalto de la multitud.

Visto este caso, cualquier persona sensata convendrá que, si el NKVD hubiera tenido que malgastar su tiempo con juicios públicos, nunca habría podido cumplir su alto cometido.

Precisamente por esto, los procesos políticos públicos jamás llegaron a cuajar en nuestro país.

11. La medida suprema


En Rusia la historia de la pena de muerte describe sinuosos altibajos. Si el Código de Alexéi Mijáilovich preveía la pena de muerte en cincuenta casos, en las Ordenanzas Castrenses de Pedro I éstos llegaban ya a doscientos artículos. Por su parte, la emperatriz Isabel, aunque no llegó a abolir dichos artículos, no los aplicó una sola vez: cuentan que al subir al trono hizo voto de no ejecutar a nadie, y lo mantuvo en los veinte años que duró su reinado. ¡Y no tuvo necesidad de recurrir al cadalso, a pesar de la guerra de los siete años! Es un ejemplo digno de asombro, teniendo en cuenta que ello ocurría a mediados del siglo XVIII, cincuenta años antes de la guillotina de los jacobinos. Ciertamente, siempre nos las hemos sabido ingeniar para ridiculizar nuestro pasado; nos negamos a reconocer que pueda haber buenos actos o intenciones en nuestra historia. Y así, tampoco es difícil encontrar razones para poner a Isabel de vuelta y media, ya que sustituyó la pena de muerte por el chasquido del látigo, los desnarigamientos, las marcas corporales a fuego con la palabra «ladrón» y los destierros perpetuos a Siberia. Sin embargo, digamos en descargo de la emperatriz: ¿Cómo podría haber ido más lejos sin contravenir las ideas establecidas? Hoy día, quizá prefiriera de buena gana el condenado a muerte, con tal de seguir viendo el sol, todo este complejo de suplicios que nosotros, por humanidad, no le ofrecemos. Tal vez, a medida que se adentra en este libro, el lector se incline a pensar que veinte y hasta diez años en nuestros campos penitenciarios son más rigurosos que los castigos de Isabel.

Con arreglo a nuestra terminología actual, debiéramos decir que Isabel se había atenido a un punto de vista universal, mientras que Catalina II siguió unos planteamientos de clase (y por consiguiente, más justos). No podía prescindir de la pena capital, porque ello le hubiera hecho sentirse inquieta y desprotegida. Y de este modo admitía la pena de muerte como algo plenamente justificado siempre que se tratara de defender a su persona, su trono y su régimen, es decir: para penar delitos políticos (Mirovich, la revuelta de la peste* en Moscú, Pugachov). En cuanto a los delincuentes comunes, ¿por qué no darla por abolida?

Durante el reinado de Pablo I se confirmó la abolición de la pena de muerte. (Y no es que faltaran guerras, pero los regimientos carecían de tribunales militares.) En cuanto al largo reinado de Alejandro I, la pena máxima se aplicó sólo para crímenes cometidos por militares en campaña (1812). (Y aquí habrá quién objete: ¿Y los azotes con baquetas, que acababan necesariamente con la muerte? Nada podemos decir, hubo, es cierto, muertes anónimas, ¡pero es que para matar a un hombre puede bastar una asamblea sindical! Y pese a todo, durante medio siglo, desde Pugachov hasta los decembristas, ni siquiera los reos de Estado tuvieron que entregar su alma a Dios como resultado de una votación entre jueces.)

Desde que fueron ahorcados los cinco decembristas, en nuestro país la pena de muerte por crímenes de Estado nunca más fue abolida. Al contrario, quedó refrendada en los códigos de 1845 y 1904, y completada con los códigos castrenses de Infantería y de Marina. Sin embargo, sí fue abolida para todos los crímenes que competieran a los tribunales ordinarios.

¿Y cuántos fueron ajusticiados en Rusia durante este periodo? Ya hemos presentado (capítulo VIII) los cálculos de los liberales en los años 1905-1907: 894 ejecuciones en ochenta años, es decir, unas once personas al año por término medio. Añadiremos ahora las cifras más rigurosas de N.S. Tagantsev, especialista en derecho penal ruso. [226] 28Hasta 1905, la pena de muerte en Rusia era una medida de excepción. En los treinta años que van de 1876 a 1905 (la época de «Naródnaya Volia», de actos terroristas reales, y no de intencionesmanifestadas en la cocina de un apartamento comunal; tiempos de huelgas masivas y revueltas campesinas; tiempos en los que se fundaron y consolidaron todos los partidos de la futura revolución) fueron ejecutadas 486 personas, es decir, unas 17 personas por año en todo el país (incluidos presos comunes). [227] 29El número de ejecuciones se disparó en los años de la primera revolución y su aplastamiento, lo cual impresionó la imaginación de los rusos, provocó las lágrimas de Tolstói, la indignación de Korolenko y de muchos y muchos más: de 1905 a 1908 fueron ejecutadas unas 2200 personas. (¡Cuarenta y cinco personas por mes!) Pero las ejecutaron fundamentalmente por terrorismo, asesinato o bandolerismo. Aquello fue una epidemia de ejecuciones,en palabras de Tagántsev (pero cesó de inmediato).

Produce extrañeza leer que en 1906, cuando se implantaron los tribunales militares de campaña, uno de los problemas más complejos fuera el siguiente: ¿Quién debía llevar a efecto las ejecuciones? (Se exigía que fuera dentro de las veinticuatro horas siguientes a la sentencia.) Si se encargaba el fusilamiento a la tropa, esto producía una desfavorable impresión entre los hombres. Y a menudo era imposible encontrar verdugos voluntarios. Las mentes precomunistas no habían descubierto que basta un solo verdugo disparando en la nuca para matar a tantos como haga falta.

El Gobierno Provisional, al hacerse cargo del poder, abolió la pena de muerte del todo. Pero en julio de 1917 la restableció —en el ámbito del Ejército en activo y en las zonas del frente– para delitos cometidos por militares: asesinato, violación, bandolerismo y pillaje (crímenes que abundaban mucho, entonces, en aquellas regiones). Fue una de las medidas más impopulares y llevó a la perdición al Gobierno Provisional. Una de las consignas de los bolcheviques en el golpe de Estado fue: «¡Abajo la pena de muerte restablecida por Kerenski!».

Se cuenta que en Smolny, en la misma noche del 25 al 26 de octubre, [228]surgió una discusión sobre si uno de los primeros decretos no habría de ser la abolición de la pena de muerte por siempre jamás. Lenin ridiculizó entonces el idealismo utópico de sus camaradas, pues sabía que sin pena de muerte sería imposible dar un solo paso hacia una nueva sociedad. Sin embargo, como formaba un gobierno de coalición con los socialistas revolucionarios, hubo de ceder ante sus erróneas concepciones y, a partir del 28 de octubre de 1917, la pena de muerte quedó, por fin, abolida. Naturalmente, no podía esperarse nada bueno de este viraje hacia la «blandura». (Además, ¿de qué manera fue abolida? A principios de 1918, Trotski ordenó que se juzgara a Alexéi Schastni, recién promocionado a almirante, por haberse negado a hundir la flota del Báltico. El presidente del Tribunal Revolucionario Supremo, Karklin, sentenció rápidamente en su imperfecto ruso: «fusilar en veinticuatro horas». Agitación en la sala: «¡La pena de muerte está abolida!». Pero precisó el acusador Krylenko: «¿De qué os inquietáis? Pues claro que está abolida la pena de muerte. A Schastni no le vamos a aplicar la pena de muerte, lo vamos a fusilar». Y lo fusilaron.)


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