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Archipielago Gulag
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Автор книги: Александр Солженицын



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Archipiélago Gulag (1918-1956)



Alexandr Solzhenitsyn


Traductor: Josep M". Güel y Enrique Fernández Vemet, 1998


Prólogo de Raúl del Pozo


Tusquets Editores, S.A.


2002 MDS BOOKS/ MEDIASAT para esta edición










Indice


Alexandr Solzhenitsyn 1

Indice 1

Prólogo 2

Raúl del Pozo 2

ALEXANDR SOLZHENITSYN 3

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 5

Primera parte. La industria penitenciaria 8

1. El arresto 9

2. Historia de nuestro alcantarillado 19

3. La instrucción del sumario 53

4. Los ribetes azules 76

5. La primera celda. El primer amor 92

6. Aquella primavera 119

7. En la sala de máquinas 140

8. La infancia de la ley 150

9. La adolescencia de la ley 169

10. La madurez de la ley 188

11. La medida suprema 215

12. Tiurzak35 226

Segunda parte. Perpetuum mobile 239

1. Las naves del Archipiélago 240

2. Los puertos del Archipiélago 259

3. Las caravanas de esclavos 273

4. De isla en isla 283

Aclaraciones generales sobre la URSS 295

Glosario de nombres propios y conceptos 298


Prólogo


Raúl del Pozo


Cuando en el año 1974 se publicó Archipiélago Gulag, los españoles del PCE eran los protagonistas de la Transición, defendían los derechos humanos, la reconciliación, las elecciones libres, la amnistía y la democracia. En toda Europa, los comunistas habían sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que había derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la policía secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fría y a la propaganda imperialista. Pero después de que se publicó Archipiélago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de España, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y lírico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad. Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se veían a sí mismos en la reconstrucción de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos.

Aquí a este lado del telón se defendía la libertad y se pedía la abolición de la pena de muerte, y, al otro lado de la cortina, se conculcaban todos los derechos humanos. La culpa y la mala conciencia alejaron al placer como principio de la Literatura en este libro largo, estepario, demoledor, sarcástico, sectario, pero justo.

Habían dicho los dirigentes que Solzhenitsyn era un contrarrevolucionario, pero en aquel fresco de horrores, de humillaciones y de crímenes la sangre de la pintura estaba fresca. Los comunistas que se habían dejado la vida en las cárceles y que habían gritado viva la URSS al ser fusilados adivinaron con pasmo que una policía sanguinaria, bajo diversas siglas, había organizado campos de concentración en el paraíso del proletariado.

Aunque Sartre había avisado que el estalinismo era incompatible con el ejercicio honrado del oficio literario y que sin saberlo las mejores mentes del mundo habían estado de parte del infierno, de pronto Kafka escribía no una fábula, sino una crónica. Todos los pánicos que profetizó el tuberculoso de Praga se cumplían. Por las páginas heladas del Archipiélago cruzaban caravanas de esclavos, riadas de prisioneros, campos de concentración, trabajos forzados. Por la Lubianka no pasaban sólo los trotskistas y los espías, sino los mejores bolcheviques, los escritores, los comisarios, los maestros, los soldados y los héroes de guerra. "Por encima del bozal de nuestra ventana, de las demás celdas de la Lubianka, y de todas las cárceles de Moscú, también nosotros ex combatientes en el frente contemplábamos el cielo de Moscú, engalanado por los fuegos artificiales y sesgado por los reflectores".

El libro decía con un texto doliente que el estalinismo había sido una inmensa checa que trituró a creyentes, a héroes antifascistas, a obreros de los koljós y a los intelectuales que pensaban por su cuenta. Provocó el fin de la borrachera rusa a aquellos que pensaban que nuestro vino es amargo pero es nuestro.

Los intelectuales comunistas tuvieron la impresión de haber escrito de rodillas, como Fray Angélico pintaba. El miedo, el instinto de conservación, instinto animal compartido por todos los seres humanos, fue utilizado por unos rufianes de la checa para destruir a la gente obligándola a aceptar compromisos morales menores. Unas veces era colocar un cartel en el escaparate, otras dice Havel firmar una petición denunciando a un colega por hacer algo que al Estado no le gustaba, otras permanecer silencioso cuando un colega era perseguido injustamente. El estalinismo trató de convertir a todos en cómplices morales. Hubo muchos disidentes -Pasternak, Vladimir Bukovski, Sajarov, el propio Havel, antes Trotsky -, pero el disidente por excelencia es Solzhenitsyn, que nos habló de que el comunismo, acelerón en la historia, se había corrompido en la estepa. Unos años más tarde aquel archipiélago se desheló. Murió el comunismo, no nació nada nuevo, volvieron los dioses y los popes, pero los seres humanos nunca podrán olvidar aquel "sorprendente país de geografía dispersa como la de un archipiélago y, al mismo tiempo, con una presencia en las mentes tan compacta como la de un continente, un país casi invisible, poblado de la estirpe de los zeks" que afloró después de que Jruschov leyera el Informe Secreto del XX Congreso delPCUS. Alexandr Solzhenitsyn ha hecho más anticomunistas que toda la CÍA. Su libro cambió la vida a mucha gente, al estilo de aquellos libros que llevaron a Santa Teresa o a San Ignacio por el camino de Dios. La fábula tiene una honda raíz religiosa y la escritura es terribley hermosa.


ALEXANDR SOLZHENITSYN


Archipiélago Gulag (1918-1956)

A todos los que no vivieron lo bastante

para contar estas cosas.

Y que me perdonen

si no supe verlo todo,

ni recordarlo todo,

ni fui capaz de intuirlo todo

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA


Hemos basado nuestra traducción y la confección de los apéndices y notas en la edición francesa publicada por Fayard (revisada y aumentada a su vez por el propio A. Solzhenitsyn). El lector encontrará a lo largo del texto tres tipos de llamadas:

—los asteriscos (*) indican conceptos aclarados en el glosario final;

—las letras voladas (')corresponden a las notas del traductor y figuran siempre a pie de página;

—por último, los números volados (') remiten a las notas del autor recogidas en los apéndices. [En la digitalización he preferido incluir las notas del autor también a pie de página, como las notas del traductor, respetando la numeración original, en lugar de dejarlas al final del libro, de modo que las notas a pie de página que figuren con números serán las del autor, y las que figuren con letras serán las del traductor. Nota del digitalizador).


El editor

En el año de mil novecientos cuarenta y nueve, unos amigos y yo dimos con una nota curiosa en la revista Priroda*de la Academia de Ciencias. Decía en letra menuda que durante unas excavaciones en el río Kolymá se había descubierto, no se sabe cómo, una capa de hielo subterránea. Esa capa había conservado congelados desde hacía decenas de miles de años especímenes de la misma fauna cuyos restos se habían encontrado en la excavación.

Fueran peces o tritones, lo cierto es que se conservaban tan frescos —atestiguaba el reportero científico– que, tras desprenderles el hielo, los integrantes de la expedición se los habían comido ahí mismo con sumo placer.

Podría parecer que la revista pretendía impresionar a sus pocos lectores con la alta capacidad del hielo para conservar el pescado. No obstante, pocos supieron captar el otro sentido, más verdadero y épico, que tenía la imprudente nota.

En cambio, mis amigos y yo lo comprendimos enseguida. Pudimos imaginarnos nítidamente la escena hasta en el menor detalle: los integrantes de la expedición quebrando el hielo ávidos y presurosos, y cómo, pasando por alto los excelsos intereses de los ictiólogos, luchaban a codazos por hacerse con un trozo de pescado milenario, derretirlo al fuego y saciar su hambre.

Lo comprendimos porque nosotros mismos fuimos en su día integrantes forzosos de este tipo de expediciones, habíamos pertenecido a la poderosa y singular estirpe de los zeks*la única del mundo capaz de comerse un tritón con sumo placer.

Kolymá era la mayor y más conocida isla, el polo de la crueldad del GULAG, un sorprendente país de geografía dispersa como la de un archipiélago y, al mismo tiempo, con una presencia en las mentes tan compacta como la de un continente, un país casi invisible, casi impalpable, poblado por la estirpe de los zeks.

Un archipiélago de cotos cerrados, incrustado como una tabla polícroma dentro de otro país, impregnando sus ciudades, flotando sobre sus calles. A pesar de ello, quienes no formaban parte de él no podían advertir su presencia. Y si bien eran bastantes los que tenían de él aunque fuera una vaga referencia, sólo lo conocían bien quienes lo habían visitado.

No obstante, cual si hubieran perdido el habla en las islas de' Archipiélago, éstos guardaban silencio.

Gracias a un inesperado giro de nuestra historia, afloró a la luz una parte de este Archipiélago, una porción insignificantemente pequeña. [1]Los mismos puños que nos habían puesto los grilletes ahora buscaban la reconciliación abriendo las palmas: «¡No conviene recordar! ¡No hay que revolver el pasado! ¡A quien recuerde lo pasado que le arranquen un ojo!». Pero el proverbio termina diciendo: «¡Y al que lo olvide que le arranquen los dos!». [2]

Pasan las décadas, y las llagas y las cicatrices del pasado van borrándose irreparablemente. En este tiempo, el resto de islas se quebró y se dispersó, quedaron cubiertas por las olas del gélido mar del olvido. Y llegará el día, en el próximo siglo, en que este Archipiélago, su aire, y los huesos de sus habitantes, congelados en un témpano de hielo, aparecerán como un inverosímil tritón.

No osaré escribir una historia del Archipiélago: no me ha sido dado leer la documentación pertinente. ¿Tendrá alguien acceso a ella algún día? Los que no desean recordarhan tenido tiempo suficiente (y el que tendrán todavía) para destruir todos los documentos hasta no dejar rastro.

Lejos de tomar los once años que pasé allí como una deshonra o una pesadilla maldita, casi llegué a sentir afecto por aquel mundo monstruoso y, convertido ahora por feliz circunstancia en depositario de relatos y cartas tardíos, tal vez logre exhumar algunos de aquellos huesos y de aquella carne. Una carne, por cierto, viva aún, y un tritón que todavía sigue con vida.

En este libro no hay personajes ficticios ni sucesos imaginarios. Las personas y los lugares llevan sus propios nombres y si sólo se indican con iniciales es por consideraciones personales. En aquellos casos en que no se citan nombres, se debe únicamente a que la memoria humana no los retuvo. Todo ocurrió como se relata.


Escribir este libro habría sido una tarea superior a las fuerzas de un solo hombre. Pero además de lo que saqué personalmente del Archipiélago —en mi piel, mi memoria, mi vista y mis oídos—, pude contar como material para este libro con los relatos, memorias y cartas que me ofrecieron:

[sigue una lista con 227 nombres].

No voy a expresarles aquí mi reconocimiento individual: que sea éste nuestro monumento común y fraterno a todos quienes sufrieron martirio y fueron asesinados.

Quisiera destacar de esta lista a los que pusieron gran empeño en ayudarme a conseguir que esta obra dispusiera de puntos de apoyo bibliográficos sacados de los actuales fondos de las bibliotecas, o de otros libros confiscados tiempo ha o destruidos, pues requiere gran tenacidad encontrar un ejemplar que se haya conservado; y quisiera destacar más aún a aquellos que me ayudaron a esconder este manuscrito en los momentos difíciles y a reproducirlo después.

Sin embargo, todavía no ha llegado la hora en que pueda atreverme a dar sus nombres.

Un viejo recluso de Solovleí, Dmitri Petróvich Vitkovski, debiera haber sido quien redactase este libro. Sin embargo, la mitad de su vida pasada allí (sus memorias del campo de reclusión se llaman precisamente Media vida)le acarreó una parálisis prematura. Cuando ya había perdido el habla, pudo leer únicamente unos pocos capítulos terminados de mi libro y convencerse de que se diría todo .

Si la libertad tarda aún muchos años en llegar a nuestro país, la mera lectura y difusión de este libro entrañarán un gran peligro, de modo que también debo inclinarme agradecido ante los lectores futuros, en nombre de quienes dieron sus vidas.

En 1958, cuando empecé este libro, no tenía conocimiento de memorias ni de obra literaria alguna sobre los campos de reclusión. A lo largo de los años que trabajé en este libro, hasta 1967, fui conociendo gradualmente los Relatos de Kolymá,de Varlam Shalámov, y las memorias de D. Vitkovski, E. Guinz-burg, O. Adamova-Sliosberg, a quienes cito en el curso de mi exposición como si fueran obras conocidas por todos (algún día acabarán siéndolo).

A despecho de sus intenciones, y en contra de su voluntad, el chekista M.Y. Sudrabs-Latsis; N.V. Krylenko, fiscal general del Estado durante muchos años; su sucesor A.Y. Vyshinski y sus letrados-cómplices, entre los que no sería posible dejar de destacar a l.L.Averbaj, proporcionaron un material inestimable para este libro, conservando muchos datos e incluso cifras importantes, así como el ambiente mismo que respirábamos.

También proporcionaron material para este libro treinta y seis escritores soviéticos, encabezados por Maxim Gorki, autores de un vergonzoso libro sobre el Canal del mar Blanco, en el que por primera vez en la historia de la literatura rusa se ensalzaba el trabajo de los esclavos.

Primera parte. La industria penitenciaria


En una época de dictadura, de enemigos por todas partes, a veces dimos muestra le una delicadeza y compasión innecesarias.

Krylenko, discurso en el proceso contra el Partido Industrial

1. El arresto


¿Cómo se llega a ese misterioso Archipiélago? Hora tras hora vuelan aviones, navegan barcos y retumban trenes en esa dirección, pero no llevan un solo letrero que indique el lugar de destino. Tanto los taquilleras como los agentes de Sovturist y de Inturist* se quedarían atónitos si les pidieran un billete para semejante lugar. No saben nada ni han oído nada del Archipiélago en su conjunto, y tampoco de ninguno de sus innumerables islotes.

Los que van a ocupar puestos de mando en el Archipiélago proceden de la Academia del MVD.

Los que van de vigilantes al Archipiélago son convocados a través de la Comandancia Militar.

Y los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido lector, deben pasar forzosa y exclusivamente por el arresto.

¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?, ¿que se abate sobre nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura?

El universo tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un centro del universo. Y el cosmos se desmorona cuando le dicen a uno entre dientes: «¡Queda usted detenido!».

Si alguien como usted está detenido, ¿no será que ha habido un cataclismo?, ¿habrá quedado algo en pie?

Con el cerebro en blanco, incapaces de abarcar tales evoluciones del cosmos, a todos, del más simple al más despierto, no se nos ocurre en ese instante, pese a nuestra experiencia de la vida, más que balbucear:

—¿Yo? ¿Por qué?

Pregunta repetida millones y millones de veces antes de que la hagamos nosotros, y que nunca ha obtenido respuesta.

Una detención es un tránsito impresionante, un cambio que nos transpone de un estado a otro.

La larga y sinuosa calle de la vida nos llevaba, a veces con paso alegre y otras veces en un sombrío vagar, a lo largo de unas vallas, vallas y más vallas, cercas de hierro, tapias de cemento, de ladrillo, de adobes o de madera podrida. No nos parábamos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentábamos elevar la mirada ni el pensamiento hacia el otro lado. Pero allí, precisamente, justo a nuestro lado, a dos metros comenzaba el país del GULAG. Tampoco observábamos en aquellas tapias el incontable número de puertas y portillos perfectamente ajustados y muy bien disimulados. ¡Todos estos portillos, todos, estaban esperándonos! Y de pronto se abría rápidamente la puerta fatal, y cuatro manos blancas masculinas, no acostumbradas al trabajo pero robustas, nos agarraban por el brazo, por lapierna, por la solapa, por la gorra, por la oreja, nos arrastraban como un saco, y cerraban para siempre el portillo a nuestras espaldas, la puerta de nuestra vida pasada.

¡Se acabó! ¡Queda usted detenido!

Y no atinas a dar ninguna respuesta, nin-gu-na, como no sea el balido de corderito:

—¿Yo-o? ¿Por qué?...

El arresto es un fogonazo cegador, un golpe que desplaza el presente convirtiéndolo en pasado, que convierte lo imposible en un presente con todas las de la ley.

Y no hay más. Esto es todo lo que somos capaces de asimilar, no ya en la primera hora, sino incluso en los primeros días.

Centellea todavía en nuestra desesperación una luna de papel, un decorado de circo: «¡Es un error! ¡Lo aclararán!».

Y todo lo demás, que actualmente conocemos por la imagen tradicional e incluso literaria de una detención, ya no puede almacenarse ni organizarse en nuestra turbada mente, sino en la memoria de nuestra familia y de los vecinos con quienes compartimos piso. [3]

Es un estridente timbrazo nocturno o un golpe brutal en la puerta. Es la arrogancia de unos agentes que irrumpen en casa sin limpiarse las botas. Es el asustado y anonadado testigo que permanece a sus espaldas. (¿Para qué traen siempre a un testigo? Las víctimas no se atreven a preguntar y los agentes ni le prestan atención, pero lo dispone la normativa, y deberá pasarse toda la noche en vela y firmar al amanecer. También para el testigo, arrancado de la cama, es un suplicio: noche tras noche de arriba abajo, colaborando en el arresto de vecinos y conocidos.)

El arresto tradicional son también las manos temblorosas que preparan las cosas del detenido: las mudas de ropa interior, el pedazo de jabón, algo de comida. Y nadie sabe qué es preciso llevarse, qué está permitido y qué ropa es la más conveniente, y los agentes meten prisa e interrumpen: «No necesita nada. Allí le darán de comer. Allí no hace frío». (Mentira. Con las prisas quieren meter más miedo.)

El arresto tradicional son también —después, cuando ya se han llevado al pobre detenido– las muchas horas que va a ocupar nuestra vivienda una fuerza intrusa, dura e implacable. Romper, desgarrar, sacar y arrancar de la pared, arrojar al suelo desde los armarios y las mesas, sacudir, desparramar, despedazar, montones de desechos en el suelo, crujidos bajo las botas. ¡Durante un registro no hay nada sagrado! Cuando arrestaron al maquinista de tren Inoshin, había en la habitación el pequeño féretro de su hijo, un niño que acababa de morir. Los juristasarrojaron al niño del ataúd y revolvieron también allí. Y sacan violentamente a los enfermos de sus camas, y desenrollan los vendajes. [4]¡Durante un registro no hay nada que esté fuera de lugar! A Chetverujin, un aficionado a las antigüedades, le incautaron ukases zaristas («ukases.., tantas hojas»), entre ellas, el ukase del fin de la guerra contra Napoleón, el de la formación de la Santa Alianza, y plegarias contra el cólera de 1830. A Vóstrikov, nuestro mejor especialista en el Tíbet, le confiscaron valiosos códices antiguos tibetanos (¡los discípulos del difunto a duras penas consiguieron rescatarlos del KGB al cabo de treinta años!). Cuando arrestaron al orientalista Nevski se llevaron manuscritos tangutos(veinticinco años después le fue concedido el Premio Lenin a título postumo por haberlos descifrado). A Karguer lo despojaron del archivo sobre los ostialesdel Yeniséi, le prohibieron el alfabeto y la escritura que había inventado, y ese pueblo se quedó sin escritura. Sería muy largo describir todo esto en lenguaje académico, pero el pueblo habla de los registros de la siguiente manera: buscan lo que no hay.

Todo lo que les quitaban quedaba requisado y a veces obligaban al propio detenido a que lo llevara a cuestas —como Nina Aleksándrovna Palchinskaya, que cargó sobre sus espaldas un saco con documentos y cartas de su difunto marido, hombre muy laborioso, un gran ingeniero ruso– hasta susfauces, para siempre, sin regreso.

Tras el arresto, los que quedan se enfrentan a una interminable vida, vacía y revuelta. Y el intento de hacerle llegar paquetes al detenido. Pero en todas las ventanillas les ladran: «Este no figura aquí», «¡No existe!». En los peores días de Le-ningrado había que pasarse cinco días apretujado en la cola para llegar a la ventanilla. Y sólo quizás, al cabo de medio año, o de un año, el propio detenido dejaba oír su voz. O bien te espetaban: «Sin derecho a correspondencia». Y esto quería decir para siempre. «Sin derecho a correspondencia» significaba casi con toda seguridad que lo habían fusilado.

En una palabra, «vivimos en unas condiciones tan atroces que un hombre desaparece sin dejar rastro, y sus personas más allegadas, su madre, su esposa..., pasan años sin saber qué ha sido de él». Una verdad como un templo, ¿no? Pues lo escribió Lenin en 1910, en una nota necrológica acerca de Bábushkin. Pero dejemos clara una cosa: Bábushkin llevaba un convoy de armas para una insurrección y con ellas lo fusilaron. Sabía a lo que se exponía. Mas éste no es el caso de los simples borregos, de nosotros.

Así nos imaginamos nosotros el arresto.

Ciertamente, en nuestro país preferían el arresto nocturno, como el que acabamos de describir, porque ofrecía considerables ventajas. Todos los ocupantes del piso estaban dominados por el horror desde el primer golpe en la puerta. El detenido era arrancado de la tibia cama, por lo que se encontraba enteramente en la indefensión del sueño y su razón aún estaba enturbiada. En un arresto nocturno, los agentes disponían de superioridad de fuerzas: llegaban varios hombres, armados, contra uno solo con los pantalones a medio abrochar; durante los preparativos y el registro se tenía la seguridad de que en el portal no se congregaría una muchedumbre de posibles partidarios de la víctima. La lenta y gradual visita a una vivienda, luego a otra, mañana a una tercera y a una cuarta, ofrecía la posibilidad de utilizar de forma racional al personal operativo y de meter en la cárcel a una cantidad de ciudadanos varias veces superior al número de agentes que componían la plantilla.

Otra de las ventajas de los arrestos nocturnos era que ni los vecinos de la casa, ni las calles de la ciudad, podían ver a cuántos se habían llevado durante la noche. Aunque asustaban a los vecinos más cercanos, no eran ningún acontecimiento para los que vivían más lejos. Como si no existieran. Por aquel mismo asfalto que de noche recorrían los «cuervos»* pasaba de día la juventud con banderas y flores cantando alegres canciones.

Sin embargo, los que recolectaban,aquellos cuya tarea consistía sólo en arrestar, aquellos para quienes los horrores de los detenidos eran una tediosa rutina, entendían la operación de detener de un modo mucho más amplio. Tenían una gran teoría; no vayan a creer, ingenuamente, que no la tenían. La ciencia de la detención es un párrafo importante del curso general de penitenciaría y se sustenta en una teoría social fundamental. Los arrestos se clasificaban según las modalidades: nocturnos y diurnos; en el domicilio, en el lugar de trabajo y en viaje; por primera vez o por segunda vez; individuales o en grupo. Los arrestos se distinguían por el grado de sorpresa requerido, por el nivel de resistencia que cabía esperar (aunque en decenas de millones de casos no se esperaba ninguna resistencia, porque no se daba). Las detenciones se diferenciaban también por la escrupulosidad del registro; por la necesidad o no de levantar inventario y confiscarlo todo; por el sellado de las habitaciones o viviendas; por la necesidad de detener a la esposa después que al marido, de enviar a los niños a un orfanato, o bien al resto de la familia al destierro, o también a los ancianos a un campo penitenciario.

Por otra parte, existe toda una Ciencia del Registro (en Almá-Atá tuve ocasión de leer un folleto para quienes estudiaban Derecho por correspondencia). El folleto se deshacía en elogios hacia los juristas a quienes durante un registro no se les caen los anillos por revolver dos toneladas de estiércol, seis metros cúbicos de leña, dos carretas llenas de heno, limpiar de nieve toda la zona aneja a la finca, arrancar los ladrillos de las estufas, vaciar los pozos negros, comprobar las tazas de los retretes, buscar en las casetas de los perros, en los gallineros, en los nidos de estorninos, agujerear los colchones, arrancar cataplasmas e incluso dientes metálicos para buscar un microfilme. Se recomendaba muy encarecidamente a los estudiantes que empezaran por cachear al detenido y que al terminar procedieran a un segundo cacheo (por si el detenido se había guardado algo que buscaban); y también que volvieran de nuevo al mismo lugar, pero a otra hora del día, para practicar un nuevo registro.

Ya lo ven, las detenciones varían en su forma. En cierta ocasión, Irma Mendel, una húngara, consiguió del Komintern* (1926) dos entradas de primera fila para el teatro Bolshói, e invitó al juez Kleguel, que le hacía la corte. Estuvieron haciendo manitas durante todo el espectáculo, y después el juez se la llevó... directamente a la Lubianka.* Y si un florido día de junio de 1927, en Kuznetski Most, un joven petimetre hace subir a un coche de punto a Anrta Skrípnikova, una beldad de trenza rubia y cara redonda que acababa de comprarse una pieza de tela azul marino (el cochero ya comprende de qué se trata y frunce el ceño: sabe que los Óiganos nunca pagan los trayectos), sabed que no se trata de una cita amorosa, sino que es también una detención, que torcerán inmediatamente hacia la Lubianka y que se introducirán en las negras fauces del portal. Y si (veintidós primaveras más tarde) el capitán de segundo rango Borís Burkovski, con su guerrera blanca y su aroma de agua de colonia cara, compra una tarta para una muchacha, no juréis que la tarta llegará a la moza, que no la registrarán con cuchillos y que no será introducida por el propio capitán en su primera celda. No, nunca se desdeñó en nuestro país ni la detención diurna, ni la detención en viaje, ni la detención en medio de una bulliciosa multitud. Sin embargo, se realizaba discretamente y, ¡es curioso!, las propias víctimas, de acuerdo con los agentes, se comportaban del modo más digno posible para no permitir que los vivos advirtieran la perdición del condenado.

No a todo el mundo se le puede detener en su domicilio llamando a la puerta (pero si no queda más remedio, dirán que es «el administrador», «el cartero»), ni tampoco se puede detener a cualquiera en su puesto de trabajo. Si el detenido está mal predispuesto, es más cómodo hacerlo fuera de su ambiente habitual, lejos de sus familiares, de sus compañeros de trabajo, de sus correligionarios, de sus escondrijos: no se le debe dar tiempo a destruir nada, a esconder cosas o entregárselas a otros. A los altos cargos, militares o del partido, les daban a veces un nuevo destino, ponían a su disposición un vagón de lujo y los detenían por el camino. Y si se trata de un simple mortal al que aterrorizan las detenciones en masa y que lleva ya una semana soportando las miradas ceñudas de sus jefes, de pronto se le llama a la sección local del sindicato donde, radiantes, le ofrecen una putiovka*para el balneario de Sochi. El borrego se enternece: o sea, que sus temores eran infundados. Da las gracias y parte exultante a casa para hacer las maletas. Faltan dos horas para la salida del tren, y regaña a su esposa que tarda una eternidad. ¡Ya estamos en la estación! Aún queda tiempo. En la sala de espera o en un tenderete donde venden cerveza lo llama un joven simpatiquísimo: «¿No me conoce, Piotr Iványch?». Piotr Iványch se siente confuso: «Creo que no, aunque...». El joven se prodiga en atenciones, con la más benévola amistad: «Bueno, pero cómo, pues yo sí le recuerdo...». Y se inclina con respeto ante la esposa de Piotr Iványch: «Perdone que le robe a su esposo por un minuto...». La esposa consiente y el desconocido se lleva a Piotr Iványch confiadamente del brazo... ¡para siempre o por diez años!

Y en la estación todo es bullicio, nadie advierte nada... ¡Ciudadanos a quienes guste viajar! No olvidéis que en todas las grandes estaciones hay una sección de la GPU y también unas cuantas celdas.

La insistencia de estos falsos conocidos es tan recia que un hombre que no esté curtido como un lobo en el campo penitenciario no acierta a sacárselos de encima. Y no creas que si eres funcionario de la embajada estadounidense y te llamas, por ejemplo, Alexander Dolgun, no pueden arrestarte en pleno día, en la calle Gorki, cerca de la Central de Telégrafos. Tu desconocido amigo se precipitará hacia ti atravesando la masa de transeúntes, abriendo sus enormes brazos: «¡Sa-sha!», sin disimular, a grito pelado. «¡Sinvergüenza! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Anda, apartémonos un poco, que estamos estorbando a la gente.» Y en este lugar aparte, acaba de arrimarse al borde de la acera, en ese preciso instante, un coche Pobeda...* (Al cabo de unos días, la agencia TASS comunicará irritada en todos los periódicos que los círculos competentes nada saben de la desaparición de Alexander Dolgun.) ¿Qué tiene de particular? Si nuestros bravos mozos han practicado arrestos así, no ya en Moscú sino en Bruselas (de este modo cogieron a Zhora Blednov).

Hay que reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina parecen producidos en serie, las detenciones en cambio pueden presentar múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez te has identificado con el pase, y ya estás; te sacan del hospital militar con fiebre (Hans Bernstein) y el médico no protesta (¡que se le ocurra!); te sacan directamente del quirófano, en plena operación de úlcera de estómago (N.M. Vorobviov, inspector regional de enseñanza, 1936) y te meten en una celda medio muerto y ensangrentado (como recuerda Karpúnich); consigues (Nadia Levítskaya) a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero resulta que el careo precede a la detención. En el supermercado Gastronom te invitan a pasar al departamento de pedidos [5]y te detienen allí mismo; te detiene un peregrino al que por caridad dejaste pasar la noche en casa; te detiene el fontanero que vino a tomar la lectura del contador; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la Caja de Ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y sólo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde.


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