Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Otra gran virtud de la OSO era su rapidez, limitada sólo por la velocidad de las mecanógrafas.
Finalmente, la OSO no necesitaba ver al acusado en carne y hueso (con lo que se descongestionaba el transporte entre cárceles), y ya puestos a pedir poco, ni siquiera requería una fotografía del mismo. En un periodo en que las cárceles estaban atiborradas, la OSO ofrecía aun una ventaja más: al término de la instrucción sumarial el preso dejaba inmediatamente de ocupar sitio en el suelo de la prisión y de comer la sopa boba, y era trasladado al campo de penitenciario a ganarse la vida con honradez. La copia del extracto de su sentencia ya tendría tiempo para leerla mucho más tarde.
El caso ideal era cuando descargaban a los presos en la estación de destino, los ponían de rodillas al ladito de la vía (para impedir que se fugaran, aunque en realidad más parecía que estuvieran rezándole a la OSÓ) y ahí mismo les leían las sentencias. Pero también podía ocurrir de esta manera: en 1938 en los convoyes que llegaban a Perebory nadie sabía ni su artículo ni su condena, pero el escribiente que salía a recibirles ya estaba al corriente y enseguida te encontraba en su lista: SVE, cinco años.
Otros trabajaban en un campo durante muchos meses sin saber cuál era su condena. Después (cuenta I. Dobriak), los formaban solemnemente —no ún día cualquiera sino el 1 de Mayo de 1938, cuando ondeaban banderas rojas por todas partes– y les comunicaban las sentencias de la troika del distrito de Stalino: de diez a veinte años cada uno. El que habría de ser más tarde mi jefe de brigada en el campo, Sinebriujov, fue enviado aquel mismo 1938 de Cheliabinsk a Cherepovets en un convoy de presos aún no condenados. Pasaban los meses y los zeks seguían trabajando ahí, hasta que de pronto, un invierno, en un festivo (¿se dan cuenta ustedes de cómo escogían el día? ¿qué salía ganando la OSO con ello?), con un frío terrible los sacaron al patio a formar. Se presentó un teniente venido de fuera y dijo que lo habían enviado para que les comunicara lo que había dispuesto la OSO. Resultó que el muchacho no era tan malvado; miró de reojo todos esos pies mal calzados, echó un vistazo hacia el sol, envuelto en un halo de frío, y dijo lo siguiente:
—Bien mirado, muchachos, ¿para qué vais a estar aquí pasando frío? Pues bien: la OSO os ha echado diez años a todos, y sólo a algunos pocos, ocho. ¿Está claro? ¡Rompan filas!
* * *
Cuando se llega a utilizar sin disimulos un mecanismo como la Comisión Especial, ¿qué falta pueden hacer ya los tribunales? ¿Para qué montarse en un ómnibus de caballos si hay tranvías más modernos y silenciosos, de los cuales además no se puede saltar en marcha? ¿Será quizá para que los jueces no se mueran de hambre?
No, lo que ocurre es que se estima indecoroso que un Estado carezca de tribunales. En 1919, el VIII Congreso del Partido añadió a su programa: «lograr que toda la población obrera, sin excepción, se incorpore a la función judicial».«A todos sin excepción» no se les pudo incorporar, porque la administración de justicia es un asunto delicado, ¡pero tampoco era cuestión de pasarse sin tribunales!
Por lo demás, nuestros tribunales políticos (las magistraturas especiales de los tribunales de distrito, los tribunales militares regionales y todos los Tribunales Supremos) seguían unánimemente el ejemplo de la OSO y evitaron como ella el engorro de celebrar vistas judiciales públicas o debates entre las partes litigantes.
Su rasgo primero y fundamental era el secreto. Eran tribunales a puerta cerrada, ante todo por propia conveniencia.
Y tan acostumbrados estamos a que millones y millones de personas hayan sido juzgadas a puerta cerrada, hasta tal punto nos hemos hecho ya a la idea, que siempre te encuentras con alguien, el hijo, el hermano o el sobrino de un acusado, intoxicado de propaganda, capaz de espetarte convencido: «¿Pues qué querías? Si es a puerta cerrada, será porque el caso se las trae...¡Sería información para el enemigo! No se puede permitir...».
Y así, por temor a dar «información al enemigo», escondíamos la cabeza entre nuestras propias rodillas. ¿Acaso en nuestro país alguien recuerda, excepto las ratas de biblioteca, que a Karakózov, el que disparó contra el zar, le designaron un abogado defensor? ¿Que a Zheliábov y a todos los miembros de Naródnaya Volia*los juzgaron a puerta abierta, sin temer que ello revelara «información a los turcos»? ¿O que a Vera Zasúlich, que disparó —por traducir a nuestra terminología actual– contra el jefe de la Dirección del MVD en la capital del Estado (faltó poco para que la herida fuera mortal, pero no acertó, aunque el calibre del arma era como para cazar osos) no sólo no la liquidaron en una mazmorra, no sólo no la juzgaron a puerta cerrada, sino que tuvo un juicio público conjurado (y no una troika), salió absuelta , y se marchó en carroza entre ovaciones?
Con estas comparaciones no quiero decir que en otro tiempo la administración de justicia en Rusia fuera perfecta. Probablemente, una justicia digna es el fruto más tardío de la más madura de las sociedades, o si no, hace falta tener un rey Salomón. Vladímir Dal ya señalaba que en la Rusia de antes de la reforma «no había un solo refrán favorable a los tribunales». ¡Por algo será! Tampoco llegó a ver la luz ningún proverbio favorable a los jefes* de los zemstvos. Pero la reforma judicial de 1864 puso a los rusos, por lo menos a la parte urbana de nuestra sociedad, en el camino hacia el modelo inglés.
Digo esto, pero no olvido lo que dejó escrito Dostoyevski contra nuestros tribunales con jurado (en Diario de un escritor),concretamente, sobre el abuso de la elocuencia por parte de los abogados: («¡Señores del jurado! ¿Qué mujer sería ésta si no hubiera degollado a su rival? ¡Señores del jurado! ¿Quién de ustedes no habría arrojado a ese niño por la ventana?») y el hecho de que en los jurados un impulso efímero pudiera pesar más que la responsabilidad cívica. [169] 9¡Pero aquello que temía Dostoyevski no era lo que había que temer! ¡Él creía que el juicio público se había impuesto para siempre! (¿Quién de sus contemporáneos habría podido pensar que en el futuro llegara a existir algo como la OSO?) En otro lugar escribe Dostoyevski: «Es mejor equivocarse en la misericordia que en el castigo». ¡Cuánta, cuánta razón tenía!
El abuso de la elocuencia es una enfermedad que aqueja no sólo a los sistemas judiciales adolescentes, sino que, en un sentido más amplio, puede afectar a las democracias hechas y derechas (que, una vez consolidadas, han perdido sus propósitos morales). La misma Inglaterra nos ofrece ejemplos de cómo, para conseguir la supremacía de su partido, el líder de la oposición no repara en culpar al Gobierno por el lamentable estado en que está la nación, aunque en realidad la situación no sea tan grave.
El abuso de la elocuencia es un mal. Sí, ¿pero qué palabra emplear entonces para el abuso de la puerta cerrada? Dostoyevski soñaba con unos tribunales en los que todo lo que hubiera que decir en defensadel acusado lo dijera el fiscal. ¿Cuántos siglos habremos de esperar aún? De momento, todo lo más, nuestra experiencia social se ha enriquecido infinitamente con unos abogados defensores que acusanal encausado («como ciudadano soviético de pro y verdadero patriota que soy, no puedo por menos de sentir repugnancia al oír de estos crímenes...»).
¡Con lo cómodo que es juzgar a puerta cerrada! No hace falta ni la toga, y hasta puede uno ir en mangas de camisa. ¡Asi da gusto trabajar! Ni micrófonos, ni corresponsales de prensa, ni público. (Bueno, público sí hay, pero son los jueces de instrucción. Por ejemplo, en el Tribunal regional de Leningrado los jueces iban de día a escuchar qué tal se portaban sus reos, y después, de madrugada, visitaban en la cárcel a los que fuera preciso llamar la atención.)
El segundo rasgo esencial de nuestros tribunales políticos era la previsibilidad del trabajo. Es decir, las sentencias predeterminadas.
Esa misma recopilación De las cárceles...demuestra que la predeterminación de las sentencias viene de antiguo, que ya en 1924-1929 las sentencias de los tribunales obedecían únicamente a razones administrativas y económicas. Que, a partir de 1924, a causa del desempleo que sufría el país, los tribunales redujeron las condenas a trabajos forzados correccionales con residencia en el propio domicilio y aumentaron las penas de reclusión menor (hablamos, naturalmente, de delitos comunes). Esto hizo que las cárceles quedaran atestadas de presos con penas inferiores a seis meses, lo cual impedía aprovecharlos para las colonias penitenciarias. A principios de 1929, el comisario del pueblo de justicia de la URSS criticaba en su circular n° 5 la imposición de penas de corta duración, y el 6 de noviembre de 1929 (en vísperas del doce aniversario de Octubre, cuando el país entraba ya en la edificación del socialismo) un decreto del TsIK y del Sovnarkom* prohibía a los tribunales imponer penas inferiores al año.
El juez sabe de antemano qué condena es la más apropiada, ya sea para tu caso concreto, o porque sigue unas instrucciones generales (¡y si no, para algo hay un teléfono en el despacho del juez!). A imagen y semejanza de la OSO, hay incluso sentencias escritas a máquina por anticipado a las que sólo falta añadir a mano el apellido que convenga. Y si a un tal Strájovich durante un juicio se le ocurre gritar: «¿Cómo iba a reclutarme Ignatovski, si yo tenía diez años!», el presidente del tribunal (Región Militar de Leningrado, 1942) se limitaba a gruñir: «¡Le prohibo que calumnie a los servicios de inteligencia soviéticos!». De todos modos, hace tiempo que ya está decidido: a todo el grupo de Ignatovski lo van a fusilar. [170] 0Pero en el grupo ha aparecido un tal Lípov: nadie lo conoce ni él tampoco conoce a nadie.Bueno, pues a ese tal Lípov, diez años.
¡Cómo alivia al juez su camino de espinas la decisión previa de las condenas! Es un alivio no tanto mental —no hay nada que discurrir– cuanto espiritual: así no se consumen pensando que, si dictan mal una sentencia, van a dejar huérfanos a sus propios hijos. Hasta a un juez-asesino tan encarnizado como Ulrich —¿habrá algún fusilamiento sonado que no haya sido anunciado por boca suya?– esta predeterminación de la sentencia le predisponía a la benevolencia. Por ejemplo, en 1945, cuando llegó a la Magistratura Militar el caso de los «separatistas estonios». Preside el buenazo de Ulrich, tan bajito y rechoncho él. No pierde ocasión de bromear, no sólo con sus colegas, sino también con los acusados (¡eso sí que es humanidad!, ¡un nuevo rasgo!, ¿en qué otro país puede verse algo así?). Al enterarse de que Suzi es abogado, le dice con una sonrisa: «¡Pues le va a ser muy útil su profesión!». A ver, ¿por qué tendrían que discutir? ¿Por qué enfurecerse? El juicio transcurre en un ambiente muy agradable: se fuma en la propia mesa del tribunal, y cuando apetece, se hace una buena pausa para comer. Cuando llega la noche, hay que ir a deliberar.¿Pero a quién se le ocurre deliberar de noche? Dejaron a los acusados sentados ante la mesa toda la noche y ellos se marcharon a sus casas. Por la mañana, a eso de las nueve, se presentaron fresquitos y afeitaditos: «¡En pie! ¡El Tribunal!». Y diezpor cabeza.
Bueno, y para acabar, un tercer rasgo de nuestros tribunales: la dialéctica(antes, cuando se era más bruto, solían decir: «el carro va a donde tuerzas la vara»). El Código no debía ser una piedra inamovible en el camino de los jueces. Los artículos del Código tenían ya diez, quince, veinte años de una vida efímera, y, como decía Fausto:
Si el mundo entero cambia, avanza, ¿no he de osar yo romper mi palabra?
Todos los artículos habían quedado envueltos en interpretaciones, indicaciones, instrucciones. Si los actos del reo no están tipificados en el Código, también puede condenársele:
—por analogía(¡qué de posibilidades!);
—simplemente, por su origen social(7-35, pertenencia a un medio socialmente peligroso);
—por tener relación con individuos peligrosos.(¡Eso sí que era amplio! Qué persona era peligrosa y qué cabía considerar relación era sólo cosa del juez.)
Pero no vayamos ahora a exigir tanta precisión a las leyes que se promulgan. Por ejemplo, el 13 de enero de 1950 se reinstauró por decreto la pena de muerte (aunque motivos hay para creer que en los sótanos de Beria siempre había seguido vigente). [171] 1Estaba escrito: se puede ajusticiar al que atente o sabotee.¿Y eso qué significaba? No se explicaba en ninguna parte. A Iósif Vissariónovich le gustaba decir las cosas a medias, tan sólo sugerirlas. ¿Se trataba sólo de los que vuelan los raíles del ferrocarril con cartuchos de dinamita? No estaba escrito. Porque lo que se dice «sabotear», hace ya tiempo que sabemos lo que es: el que fabrica productos de mala calidad, ése es un saboteador. ¿A qué se llama entonces «atentar»? ¿Se puede, por ejemplo, atentarcontra la autoridad del gobierno en una conversación en un tranvía? ¿Y la que se casa con un extranjero? ¿Acaso no ha atentadocontra la grandeza de nuestra patria?
Pero no son los jueces los que juzgan, los jueces se limitan a cobrar a fin de mes. ¡Las que juzgan son las instrucciones emitidas desde arriba! Instrucciones de 1937: diez años -veinte años – fusilamiento.Y éstas son las de 1943: veinte años de trabajos forzados – la horca.Las de 1945: a todo el mundo diez años, más cinco de pérdida de los derechos(mano de obra para tres planes quinquenales). [172] 2Instrucciones de 1949: a todos, veinticinco años.(De este modo, un verdadero espía —Schultz, Berlín 1948– pudo recibir una condena de diez años, mientras que Günter Waschkau, que jamás lo había sido, fue condenado a veinticinco. Porque le pilló la ola de 1949.)
La máquina de condenar ha puesto su estampilla. Cuando un ciudadano es arrestado, queda privado de todos sus derechos en cuanto le arrancan los botones en el umbral de la GB, y ya nada puede evitar que le impongan una condena. Tanto se habían acostumbrado a ello nuestros administradoresde Justicia, que en 1958 se pusieron ellos mismos en ridículo al publicar en los periódicos el proyecto de las nuevas «Bases de procedimiento penal en la URSS», en las que olvidaron incluir un epígrafe que contemplara el posible contenido de una sentencia absolutoria. El periódico gubernamental (Izvéstia,10 de septiembre 1958) los amonestó suavemente: «Podría crearse la impresiónde que nuestros tribunales sólo dictan sentencias condenatorias».
Pongámonos en el lugar de los juristas: ¿Por qué un juicio ha de tener dos posibles desenlaces, si en las eleccionesgenerales se elige a un solocandidato? ¡Además, económicamente, una sentencia absolutoria sería un despropósito! Significaría que tanto los confidentes, como los agentes operativos, los jueces de instrucción, los fiscales, los celadores de la cárcel, los soldados de escolta, ¡tantos engranajes estarían girando en falso!
He aquí una causa penal tan típica como simple. En 1941, cuando nuestras tropas estaban estacionadas inactivas en Mongolia, las secciones operativas de la Cheká debían mostrar su diligencia y vigilancia. El practicante sanitario Lozovski, a quien cierta mujer había dado motivos para sentirse celoso del teniente Pável Chulpeniov, supo valerse de la situación. A solas con Chulpeniov le hizo tres preguntas: 1) ¿Por qué crees que retrocedemos ante los alemanes? (Chulpeniov: porque tienen más material de guerra y se movilizaron antes. Lozovski: No, es una maniobra nuestra para que se adentren en el país.)
2) ¿Crees en la ayuda de los aliados? (Chulpeniov: creo que nos ayudarán, pero, desde luego, no va a ser a cambio de nada. Lozovski: nos engañan, no nos ayudarán en absoluto.)
3) ¿Por qué han puesto a Voroshílov al mando del frente noroeste?
Chulpeniov contestó y no volvió a pensar en ello, pero Lozovski formuló una denuncia por escrito. Chulpeniov fue llamado a la sección política de la división y expulsado del Komsomol: por derrotismo, por sus alabanzas al material de guerra alemán, por despreciar la estrategia de nuestros mandos.
Quien más peroró en este asunto fue el secretario del Komsomol, Kaliaguin (en Jaljin-Gol se había comportado como un cobarde en presencia de Chulpeniov, y ahora veía la ocasión propicia para deshacerse para siempre de un testigo).
Y vino el arresto. Y un único careo con Lozovski. El juez de instrucción no somete a examen su conversación. Tan sólo una pregunta: «¿Conoce usted a este hombre?». «Sí.» «El testigo puede retirarse.» (El juez teme que la acusación se le venga abajo.) [173] 3
Abatido tras un mes de encierro en un foso, Chulpeniov comparece ante el tribunal de la 36ª División motorizada. Están presentes: el comisario político de la División Lébedev y el jefe de la sección política Slesariev. El testigo Lozovski ni siquiera es convocado por el tribunal. (Sin embargo, después del juicio, se requirirá la firma de Lozovski y del comisario Serioguin para legitimizar sus falsos testimonios.) Preguntas del tribunal: ¿mantuvo usted alguna conversación con Lozovski? ¿Qué le preguntó a usted? ¿Qué le respondió usted? Chulpeniov declara con llaneza, aún no ve su culpa. «¡Pero si hay muchos que dicen lo mismo!», exclama ingenuamente. El tribunal está muy atento: «¿Quién concretamente? ¡Dé nombres!». ¡Pero Chulpeniov no está hecho de esa madera! Le conceden la última palabra. «Ruego al tribunal que ponga otra vez a prueba mi patriotismo, ¡que me confíe una misión con peligro de muerte!». Y aun añadió el candido gigantón: «¡A mí y al que me ha calumniado, iremos juntos!».
¡Ah, eso sí que no!. Nosotros estamos aquí para erradicar en el pueblo estos gestos de hidalguía, Lozovski a su botica, y Serioguin a educar a sus soldados. [174] 4¿Qué importa que mueras o no mueras? Lo importante es que nosotrosnos hemos mostrado vigilantes. Salieron, fumaron un cigarrillo y volvieron: diez años más tres de privación de derechos.
Durante la guerra, asuntos como éste hubo más de diez en cada división (de otro modo habría salido un poco caro mantener un tribunal). ¿Que cuántas divisiones había en total? El propio lector puede echar la cuenta.
...Las sesiones de los tribunales son siniestramente parecidas entre sí. Los jueces, siniestramente impersonales e insensibles: como unos guantes de goma. Las sentencias, fabricadas en cadena.
Todos ponen cara seria, pero todos saben que aquello es una caseta de feria, sobre todo los muchachos de la escolta que tienen mucha menos picardía. En 1945, en la prisión de tránsito de Novosibirsk, la escolta ordenaba a los presos que llegaban llamándolos por sus respectivos artículos:«¡Fulano de Tal!, 58-1a, veinticinco años». El jefe de la escolta estaba intrigado: «¿Y a ti por qué te han echado veinticinco años?». «Pues, por nada.» «¡Mentira. Por nada, lo que te cae son diez!»
Si el tribunal tiene prisa, la «deliberación» dura un solo minuto: lo que tardan en entrar y salir. Cuando la jornada de trabajo del tribunal se alarga dieciséis horas seguidas, por la puerta de la sala de reuniones puede verse un mantel blanco, una mesa puesta y unos centros con frutas. Si no tienen mucha prisa, gustan de echarle «psicología» a la lectura de la sentencia: «...condenar a la medida suprema...». Una pausa. El juez mira al condenado a los ojos, le resulta interesante saber cómo lo está encajando, qué debe sentir en un momento así; «...Mas, teniendo en cuenta su sincero arrepentimiento...».
Todas las paredes de la sala de espera del tribunal están llenas de inscripciones, arañadas con clavos o a lápiz: «Me han condenado a muerte», «me han condenado a veinticinco años», «me han condenado a diez años». Estas muescas no las borraban: eran edificantes. Teme, baja la cabeza, no pienses que puedes cambiar algo con tu conducta. Aunque pronunciaras un discurso digno de Demóstenes para defenderte ante un puñado de jueces en la sala vacía (Olga Sliozberg en el Tribunal Supremo, 1938), no te serviría de nada. Lo único que puedes conseguir es elevar tu pena de diez años a la capital si por ejemplo les gritas: «¡Sois unos fascistas! ¡Me avergüenzo de haber militado varios años en vuestro partido!». (Nikolai Semió-novich Daskal, ante la Magistratura Especial de la región del mar Negro y del mar Azov, presidida por Jelik, en Maikop, 1937), entonces te endiñan un nuevo proceso y ya estás perdido.
Chavdárov recuerda un juicio en el que los acusados, ya ante el tribunal, se retractaron de las falsas declaraciones que habían hecho durante la instrucción del sumario. ¿Y qué pasó? pues que si hubo una interrupción, ésta no duró más que algunos segundos, lo justo para que los jueces intercambiasen unas miradas, y que el fiscal exigió un receso sin explicar por qué. Los jueces de instrucción llegaron volando desde sus respectivas cárceles, acompañados de los correspondientes maceros. Propinaron una buena paliza a todos los acusados, repartidos por los boxes, y les prometieron que si volvían a interrumpir la vista los matarían a palos. Finalizado el receso, el juez volvió a interrogarles: esta vez todos se declararon culpables.
Mucho más hábil se mostró Alexandr Grigórievich Karétnikov, director de un instituto de investigación de la industria textil. En el momento en que debía inaugurarse la vista de su caso en la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo (¿y por qué habían de pasar por un tribunal de lo militar los civiles, si no eran sujetos de Derecho castrense? Ya nada nos sorprende, ya no hacemos preguntas), anunció por medio de la escolta que quería hacer declaraciones complementarias.Esto, naturalmente, suscitó interés. Le atendió el propio fiscal. Karétnikov le mostró la clavícula infectada, partida a golpes de taburete por el juez de instrucción, y declaró: «Todo lo he firmado bajo tortura». El fiscal maldijo su afín de obtener declaraciones «complementarias», pero ya era tarde. Cada uno de ellos es intrépido mientras se siente una pieza anónima en una maquinaria general, pero tan pronto como recae sobre ellos una responsabilidad personal, tan pronto como se concentra directamente sobre ellos un haz de luz, palidecen y comprenden que tampoco ellos son nadie, que también ellos pueden resbalar sobre cualquier monda echada al suelo. Karétnikov había atrapado al fiscal y éste no se atrevió a echar tierra al asunto. Empezó la sesión de la Sala de lo Militar, Karétnikov lo repitió todo, y entonces... ¡Entonces sí que los togados se retiraron a deliberar de verdad! La sentencia sólo podía ser absolutoria y tendrían que poner a Karétnikov de inmediato en libertad. Por eso el tribunal... ¡no dictó sentencia alguna !
Como si tal cosa, metieron a Karétnikov de nuevo en la cárcel, le hicieron una pequeña cura y lo retuvieron tres meses. Vino un nuevo juez de instrucción muy cortés y extendió una nueva orden de arresto (¡si la Sala no hubiera tenido segundas intenciones, Karétnikov al menos habría podido disfrutar de tres meses en libertad!), y le formuló las mismas preguntas que el primer juez. Karétnikov tenía la corazonada de que iban a ponerlo en libertad, por eso se mantuvo firme y no se confesó culpable de nada. ¿Y qué pasó? Pues que lo condenaron por disposición de la OSO a ocho años de prisión.
Este ejemplo demuestra bien a las claras cuáles son las posibilidades del detenido y cuáles las de la OSO. Como decía Derzhavin:
Tribunal parcial es peor que bandido. Do la ley duerme, enemigos son jueces. A un ciudadano con el pescuezo extendido ¿Qué han de valer ni amparo ni preces? [175]
Sin embargo, en la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo estos contratiempos con civiles se daban en contadas ocasiones. Y en general, también era raro que se dignaran restregarse sus ojos legañosos y llamar ante sí al soldadito de plomo arrestado en solitario. En 1937, a A.D. Románov, ingeniero eléctrico, se lo llevaron a rastras por las escaleras hasta el tercer piso, del brazo de dos guardias y a toda prisa (seguramente, el ascensor funcionaba, pero con tal trasiego de presos arriba y abajo, ni siquiera los funcionarios habrían podido utilizarlo). Se cruzaron con un preso recién condenado e irrumpieron en la sala. Los tres magistrados de lo Militar trabajaban tan deprisa que aún estaban de pie, no habían tenido tiempo de sentarse. Recuperando el aliento con dificultad (la larga instrucción sumarial le había dejado sin fuerzas), Románov apenas pudo farfullar su nombre, patronímico y apellido. Los jueces murmuraron algo, intercambiaron unas miradas y Ulrich —¡siempre él!– proclamó: «¡Veinte años!». De nuevo se llevaron a rastras a Románov, a toda prisa, y metieron al siguiente.
Fue como un sueño: en febrero de 1968 se me presentó la ocasión de subir yo por aquella misma escalera (renuncié adrede al ascensor para poder verla bien), aunque a mí me acompañaba un amable coronel de la sección política del Ejército. ¡El destino quiso que fuera yo, de todo el Archipiélago! Y en una sala circular con columnas, donde según dicen se reunía el pleno del Tribunal Supremo de la Unión Soviética, en una enorme mesa en forma de herradura que rodeaba otra mesa circular con siete sillas antiguas, ahora me escuchaban setenta miembros de la Sala de lo Militar, la misma que en otro tiempo había juzgado a Karétnikov, a Románov y a tantos otros. Yo les dije: «¡Qué día tan memorable! Condenado primero a un campo penitenciario y después al destierro perpetuo, jamás había visto a un juez en persona. ¡Y ahora los veo a todos ustedes aquí juntos!». (Con los ojos como platos, ellos estaban viendo, también por primera vez, a un zek de carne y hueso.)
¡Pero resultó que ya no eran aquéllos! Sí, ahora decían que no habían sido ellos. Me aseguraban que aquéllosya no estaban ahí. Algunos se habían jubilado con todos los honores y a otros los habían destituido. (Resulta que Ulrich, el más notorio de los verdugos, había sido revocado en vida de Stalin, en 1950, por... ¡lenidad!) A otros (podían contarse con los dedos de las manos) hasta los juzgaron, en tiempos de Jruschov, y desde el banquillo de los acusados, amenazaban: «¡Hoy nos juzgas tú a nosotros, pero mañana nosotros te juzgaremos a ti, ándate con cuidado!». Pero como todas las iniciativas de Jruschov, este movimiento, muy enérgico al principio, pronto cayó en el olvido y fue abandonado. Por tanto, no llegó a asentar un cambio irreversible, es decir: todo siguió dentro de los cauces de siempre.
Ahora esos veteranos de la jurisprudencia evocaban ante mí, uno tras otro, sus muchos recuerdos, proporcionándome sin querer abundante material para este capítulo. (¿Qué pasaría si ellos se decidieran a hacer memoria y publicarlo todo? Pero pasan los años —cinco van ya cuando escribo esto– y nada está más claro.) [176] 5Recordaban que, en las conferencias de magistrados, los jueces se vanagloriaban de haber conseguido eludir el Artículo 51 del Código Penal relativo a las circunstancias atenuantes, con lo que lograban colgar ¡veinticinco años en lugar de diez! O la humillante subordinación de los tribunales a los Órganos. Aun juez le llegó al tribunal la siguiente causa: un ciudadano que había vuelto de los Estados Unidos afirmaba calumniosamente que ahí había buenas carreteras. Nada más. ¡Y en el sumario tampoco había nada más! El juez tuvo el atrevimiento de devolver el expediente para que se siguiera con las diligencias previas, con objeto de obtener «un material antisoviético plenamente válido», es decir, para que torturaran y golpearan a ese detenido. Pero no se le tuvo en cuenta al juez sus nobles intenciones y le respondieron con indignación: «¿Así que usted no confía en nuestros Órganos?», y al juez... ¡lo enviaron de secretario judicial a la isla de Sajalín! (En cambio, en tiempos de Jruschov serían más benignos: esos jueces a los que procesaban por «haber caído en falta» los mandaban..., ¿a qué dirían ustedes?, ¡a trabajar de abogados defensores!). [177] 6De la misma manera claudicaba ante los Órganos la fiscalía. Cuando en 1942 salieron clamorosamente a la luz los desmanes de Riumin en el contraespionaje de la flota del norte, la fiscalía no se atrevió a intervenir ni a hacer uso de su poder, sino que se limitó a informar de forma respetuosa a Abakúmov de que sus mozos andaban haciendo de las suyas. ¡No es extraño que Abakúmov se creyese que los Órganos eran la sal de la tierra! (Fue entonces cuando Abakúmov llamó a Riumin y lo ascendió a lo más alto, para su propia desgracia.)
Sencillamente faltó tiempo, pues de otro modo me habrían contado diez veces más. Pero con lo que había quedado dicho, para mí ya había motivo suficiente de reflexión. Si el tribunal y la fiscalía no eran más que peones del ministro de la Seguridad del Estado, quizá no valiera la pena dedicarles un capítulo aparte.
Hablaban a porfía y yo los contemplaba admirado: ¡Pero si eran personas! ¡Personas de verdad! ¡Si hasta sonreían y se sinceraban, diciendo que su único deseo era hacer el bien. ¿Pero y si las cosas se tuercen y tienen que volver a juzgarme? Por ejemplo, en esa misma sala (se disponían a mostrarme la sala principal).
Pues nada, que sería un reincidente* más.
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿Los hombres o el sistema?
Durante varios siglos hemos tenido un proverbio: no temas la Ley, sino al juez.
Me parece, sin embargo, que la Ley ha rebasado a los hombres,, que en crueldad, éstos han quedado a la zaga. Ya va siendo hora pues de darle la vuelta al proverbio: No temas al juez, sino a la Ley.
La de Abakúmov, naturalmente.
Ahora han empezado a subir a la tribuna. Opinan sobre el Iván Denísovichy confiesan gozosos que este libro alivió sus conciencias (son sus propias palabras...). Reconocen que en él suavicé mucho las tintas, que cada unode ellos ha conocido campos mucho peores. (O sea que, ¿lo sabían?) De los setenta hombres sentados por todo el perímetro de esa herradura, intervienen algunos versados en literatura, los hay que hasta son lectores de Nóvy Mir*ansian reformas, manifiestan una viva repulsa ante nuestras llagas sociales, el abandono del campo...
Y yo, en mi silla, pienso: si la primera y diminuta gota de verdad ha estallado como una bomba psicológica, ¿qué ocurrirá en nuestro país el día en que la Verdad caiga como una cascada?