Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Si de comunismo se trataba, ¿qué podían ellos objetar? Al comunismo habían consagrado su vida...
* * *
Había también traslados en carro o simplemente a pie. ¿Recuerdan el traslado desde la cárcel a la estación bajo un sol abrasador descrito por Tolstói en Resurrección? [297]Pues bien, en Minusinsk, en mil novecientos cuarenta y pico, después de haber estado encerrados un año entero sin salir siquiera a pasear, los presos habían perdido la costumbre de andar, de respirar aire libre y de ver la luz del sol. Entonces los sacaron, los formaron y les hicieron recorrer a pie veinticinco kilómetroshasta Abalean. Por el camino murieron unos diez. Y nadie escribirá una gran novela que trate de esto, ni siquiera un capítulo: si vives en un cementerio no puedes llorar por todos.
El traslado a pie es el precursor del traslado ferroviario, el abuelo del vagón-zak y de los trenes rojos. En nuestros días se utiliza cada vez menos, sólo en aquellos lugares donde todavía es imposible el transporte mecánico. Cuando el cerco de Leningrado, en algunos sectores del lago Ladoga conducían a los presos a pie desde la ciudad hasta los vagones rojos (a las mujeres las llevaban con los prisioneros de guerra alemanes, y a nuestros hombres los ahuyentaban con las bayonetas para que no les quitaran el pan a ellas. A los que caían se les despojaba de inmediato del calzado y se los echaba a un camión, estuvieran muertos o no). En los años treinta, enviaban cada día de esta manera un convoy de cien hombres desde la prisión de tránsito de Kotlás a Ust-Vym (unos trescientos kilómetros), y a veces a Chibiu (más de quinientos). Una vez, en 1938, enviaron también una expedición de mujeres por el mismo procedimiento. En estos traslados se recorrían veinticinco kilómetros al día. La escolta llevaba uno o dos perros y a los que se rezagaban los apremiaban con las culatas. Cierto que los efectos personales de los presos, la cocina y las provisiones seguían a la columna en carros, con lo que esas caravanas recordaban los clásicos traslados del siglo pasado. Había también las denominadas isbas de final de etapa: eran casas en ruinas que habían pertenecido a los kulaks desterrados, con las ventanas destrozadas y las puertas arrancadas. La contabilidad de la prisión de tránsito de Kotlás entregaba a la expedición una cantidad de víveres calculada teóricamente en el supuesto de que durante el viaje no se presentarían contratiempos, y jamás (según el principio general de todas nuestras oficinas de contabilidad) preveía un día de más. Si había retrasos durante el camino se hacían durar más los víveres, les daban papillas de harina de centeno sin sal y a veces ni eso. En este punto sí se aprecia una desviación de los cánones clásicos.
En 1940, al grupo en que iba A.Y. Oleniov lo hicieron desembarcar de la gabarra y lo condujeron a pie por la taiga (de Kniazh-Pogost a Chibiu) sin comida alguna. Los hombres bebían agua empantanada y pronto la disentería hizo mella en ellos. Los perros desgarraban los vestidos de los que caían desfallecidos. En Izhma pescaron peces con los pantalones y se los comieron vivos. (Y al llegar a un claro les anunciaron: ¡En este lugar construiréis el ferrocarril Kotlás-Vorkutá!)
En otros lugares de nuestro norte europeo los traslados a pie continuaron hasta que empezaron a recorrer aquellos trechos trenes de un rojo alegre. Transportaban en segunda condena a los mismos presos, por las líneas tendidas con sus manos.
Los traslados a pie requieren su técnica y ésta se elabora en aquellos lugares donde sea necesario transportar a menudo a mucha gente. Supongamos que están conduciendo a un grupo por un sendero de la taiga, de Kniazh-Pogost a Vesliana, y que de repente cae un preso y no puede seguir adelante, ¿qué hacer con él? Piénsenlo racionalmente, ¿qué se puede hacer? No van a detener a todo el grupo, ¿verdad? Tampoco van a dejar a un soldado junto a cada caído y cada rezagado: soldados hay pocos, y presos, muchos. ¿Entonces...? Pues el soldado se queda atrás un momento y luego corre hasta alcanzar a los demás, ya solo.
Durante largo tiempo se llevaron a cabo continuos traslados a pie de Karabas a Spassk. Serían unos treinta y cinco o cuarenta kilómetros, pero era preciso cubrirlos en un solo día, con un millar de hombres a la vez, entre ellos algunos muy debilitados. Es de prever que muchos caerán y se rezagarán con esa astenia e indiferencia que precede a la muerte, que no caminen aunque les peguen un tiro. Ya no temen a la muerte, ¿pero temen quizás aún al palo? ¿Quizá teman al palo incansable que cae sobre ellos una y otra vez, indiscriminadamente? ¡Al palo sí que le temen! ¡Vaya si caminarán! Nunca falla. Y así la columna queda rodeada no sólo por el habitual cordón de soldados con metralletas a unos cincuenta metros, sino también por un cinturón interior de soldados que en vez de fusiles llevan garrotes. Los que queden atrás recibirán los palos (como ya había profetizado el camarada Stalin), [298]más y más palos, y los presos consumen sus últimas fuerzas, ¡y caminan! ¡Y milagrosamente muchos de ellos llegan a destino! Ellos no saben que acaban de pasar la prueba del garrote.Los que no caminan ni a palos, los que continúan tendidos en el suelo, son recogidos por unos carros que cierran la columna. ¡Toma ya experiencia organizativa! (No faltará quien se pregunte: ¿y por qué no los suben a todos en los carros de buenas a primeras? ¿Y de dónde iban a sacar tantos carros? ¿Y los caballos? A fin' de cuentas, son tractores lo que hay a mano. Y además, al precio que está la avena...) Estos traslados fueron numerosos durante los años 1948-1950. En los años veinte los traslados a pie eran una de las formas de transporte fundamentales. Yo aún era un niño, pero recuerdo muy bien cómo los llevaban sin recato por las calles de Rostov del Don. Por cierto, la célebre orden «¡...se abrirá fuego sin previo aviso!», se formulaba entonces de otra manera, porque la tecnología de aquellos tiempos también era otra: a menudo los centinelas iban armados sólo con sables. Por tanto, la orden era así: «¡Un paso al lado y se actuará a fuego y estoque!». Impresionaba mucho eso de «actuar a fuego y estoque». A uno le parecía estar viendo cómo le partían la cabeza en dos de un sablazo por detrás.
En febrero de 1936 aún pudo verse en Nizhni-Nóvgorod a una columna de ancianos venidos del este del Volga que eran conducidos a pie. Sus luengas barbas, sus vestidos de estameña tejidos a mano, albarcas de corteza de abedul y peales recordaban «la Rusia que se va...». [299]Y de pronto cruzaron tres automóviles, en uno de los cuales iba Kalinin, el presidente del VTsIK. Detuvieron la columna. Kalinin pasó ante ella sin mostrar ningún interés•
Cierra los ojos, amigo lector. ¿No oyes un retumbar de ruedas? Son los vagones-zak que pasan. Son también unos vagones rojos. Cada minuto del día. Cada día del año. Y ahora, ¿oyes el chapoteo? Son las gabarras de presos. Y ahora, ¿no oyes cómo ruge el motor de los cuervos? Continuamente encerrando, embutiendo, trasladando. ¿Y ese rumor? Son las celdas atiborradas de las prisiones de tránsito. ¿Y aquel aullido? Es el llanto de los que han sido expoliados, violados, apaleados.
Hemos pasado revista a todos los procedimientos de transporte y cada vez que hemos hablado de uno hemos concluido que era el peor. Hemos echado un vistazo a las prisiones de tránsito y no hemos encontrado ni una sola que fuera buena. Y hasta la última esperanza humana de que por delante algo mejor nos espera, de que todo será mejor en el campo, es una esperanza vana.
En el campo aún será peor.
4. De isla en isla
En el Archipiélago también se transporta a los zeks de isla en isla por medio de canoas individuales. Se conocen como escoltas especiales.Son la forma de traslado menos opresiva y casi no se diferencian de un viaje en libertad. Pocos son a quienes cae en suerte trasladarse de esta manera. Sin embargo, en toda mi vida de presidiario me tocó en tres ocasiones.
La escolta especial se organiza cuando así lo dispone un alto personaje. No hay que confundirla con el destino especial,aunque también provenga de las altas esferas del Gulag. Al preso con destino especial se le suele incluir en convoyes ordinarios, pero a lo largo de su trayecto tiene ocasión de vivir algunos tramos fuera de lo común (y por tanto impactantes). Por ejemplo, el letón Ans Bernstein viaja con destino especial desde el norte hasta el curso bajo del Volga; le han destinado a algún trabajo relacionado con la agricultura. Lo transportan con todas las humillaciones y apreturas que ya hemos descrito, le ladran los perros, lo rodean de bayonetas, le gritan aquello de «un paso a la derecha, un paso a la izquierda...», pero de pronto le hacen apearse en la pequeña estación de Zanzevatka y sale a recibirle un solo celador, muy apacible y sin ninguna clase de armas. Y le dice bostezando: «Venga, pasarás la noche en mi casa y mañana te llevaré al campo. De momento, puedes pasearte hasta mañana». ¡Y Ans se va a pasear! ¿Comprendéis lo que significa pasearpara un hombre condenado a diez años, un hombre que ya ha dicho adiós a la vida varias veces, que esta mañana aún estaba en un vagón-zak y que al día siguiente ingresará en un campo penitenciario? Y ahora se pasea, contempla cómo escarban las gallinas en el huerto de la estación, cómo se disponen a marcharse las campesinas, que no han logrado vender la mantequilla y los melones a los del tren. Ans da tres, cuatro, cinco pasos de costado y nadie le grita «¡alto!». Acaricia con dedos incrédulos las hojitas de las acacias y está al borde del llanto.
La escolta especial es una maravilla del principio al fin. No conocerás traslados comunes, no tendrás que andar con las manos a la espalda, no te dejarán en cueros, no te harán sentar con el trasero en el suelo y ni siquiera habrá ninguna clase de cacheo. La escolta será amable contigo y hasta te tratará de «usted». Pero que quede claro —te advertirá el soldado– que ante cualquier intento de fuga dispararé, como de costumbre. Llevamos las pistolas cargadas, las tenemos en el bolsillo. Aparte de eso, iremos con normalidad,compórtese con naturalidad y no dé a entender que es un preso. (Ruego encarecidamente al lector que observe cómo también en este caso los intereses del Estado, como siempre, coinciden plenamente con los del individuo.)
Mi vida en el campo penitenciario sufrió un vuelco un día que me dirigía cabizbajo al trabajo con los dedos agarrotados (de tanto asir la herramienta, ya no podía enderezarlos). El capataz me separó del resto de la cuadrilla de carpintería y me dijo con súbito respeto: «¿Sabes qué? El ministro del Interior ha dispuesto...».
Me quedé de una pieza. Se alejó la columna y quedé en la zona, rodeado por los enchufados. Unos decían: «Eso es que te endiñan una nueva condena»; otros aseguraban: «Ya verás cómo de ésta te sueltan». Pero en lo que todos estaban de acuerdo era en que no podría librarme de lo que dispusiera el ministro Kruglov. Mi pensamiento también oscilaba entre una nueva condena y la puesta en libertad. Había olvidado por completo que medio año antes había venido a nuestro campo un tipo que nos hizo rellenar ciertos impresos censales del Gulag (después de la guerra habían empezado este trabajo en los campos más cercanos, pero era poco probable que llegaran a terminarlo). La casilla más importante de aquel cuestionario era una titulada «especialidad». Los zeks, deseosos de realzar su valía, se atribuían las profesiones más cotizadas en un campo: «barbero», «sastre», «almacenero», «panadero». Sin embargo, yo escribí frunciendo el entrecejo: «físico nuclear». Nunca en la vida había trabajado como físico nuclear, pero antes de la guerra había seguido algún curso en la universidad, conocía los nombres de las partículas atómicas y sus parámetros, y me decidí por esta respuesta. Era el año 1946, cuando nos hacía falta una bomba atómica a toda costa. Pero yo no le di la menor importancia a aquella ficha y me olvidé de ella.
Existe una leyenda vaga, en absoluto verosímil ni confirmada por nadie, que puede oírse una y otra vez en los campos: en algún lugar del Archipiélago existen diminutas islas paradisiacas. Nadie las ha visto, nadie ha estado en ellas, y si alguien las ha visto guarda silencio, no habla de ellas. Dicen que en aquellas islas fluyen ríos de leche entre orillas de jalea, que en ellas los zeks se alimentan como mínimo con crema de leche y huevos; dicen que allí reina la limpieza, que siempre se está caliente, que el trabajo es de tipo intelectual y super-secreto.
Y a una de esas islas paradisiacas (denominadas sharashkmen el argot de los presos) fui a parar en mitad de mi condena. A ellas debo el haber salido con vida, pues en el campo no habría sobrevivido el plazo que me restaba. A ellas debo el poder escribir este ensayo de investigación literaria, aunque no tengo previsto en él un espacio para ellas (ya escribí una novela sobre este tema). Fue yendo de isla en isla, de la segunda a la tercera y luego a la cuarta, cuando tuve ocasión de ser trasladado con escolta especial: éramos dos guardias y yo.
Si es cierto que a veces las almas de los muertos flotan entre nosotros, que nos ven y pueden leer sin dificultad nuestros insignificantes anhelos, mientras nosotros no podemos verlas ni sospechamos su presencia incorpórea, lo mismo ocurre con los transportes bajo escolta especial.
Te sumerges en el mundo de los libresen lo más profundo, te codeas con la gente en el vestíbulo de la estación. Examinas con mirada ausente los anuncios, completamente seguro de que ya no te atañen. Te sientas en un banco de estación de los de antes y escuchas conversaciones extrañas e intrascendentes: que cierto marido le pega a su mujer, o que la ha abandonado; que, no se sabe por qué, la suegra no se aviene con la nuera; que los vecinos del apartamento comunal dejan encendida la luz del pasillo y no se restriegan los zapatos en el felpudo; que alguien le está haciendo la vida imposible a otro de su trabajo; que a uno le ofrecen un buen puesto en otra ciudad pero no acaba de decidirse: ¡como si fuera tan fácil mudarse! Y mientras escuchas todo esto, unos escalofríos de rechazo te recorren la espalda y la cabeza: ¡Hasta tal punto percibes ya con toda claridad la auténtica medida de las cosas en el Universo, la medida de todas las debilidades y de todas las pasiones! Y a esos pecadores les está vedada esta percepción. Sólo tú, incorpóreo, estás auténticamente vivo, estás verdaderamente vivo, y esos otros creen estar vivos, pero se equivocan.
¡Y entre vosotros hay un abismo infranqueable! No es posible gritarles, ni llorar por ellos, ni sacudirlos por el hombro, pues tú eres un espíritu, un espectro, y ellos, cuerpo material.
¿Cómo iluminarlos? ¿Con una inspiración? ¿Con una aparición? ¿Con un sueño?: ¡Hermanos! ¡Hombres! ¿Para qué se os ha dado la vida? En el silencio de la medianoche las celdas de los condenados se abren de par en par y se arrastra hasta el patíbulo a personas con una gran alma. En este preciso momento, en esta hora, por todos los ferrocarriles del país hay hombres que pasan su lengua amarga por los labios, resecos de haber comido arenques, hombres que sueñan con la felicidad de poder estirar las piernas, con el alivio de que les dejen hacer sus necesidades. Cuando el verano llega a Kolymá, la tierra se deshiela hasta un metro escaso de profundidad y sólo entonces entierran los huesos de los que murieron en invierno. Pero vosotros gozáis del derecho a determinar vuestro destino, tenéis sobre vuestras cabezas el cielo azul y el sol ardiente, os está permitido ir a beber agua, estirar las piernas, ir sin escolta a donde se os antoje. ¿Qué importa la luz del pasillo? ¿Qué pinta aquí la suegra? ¿Queréis que os revele ahora mismo la esencia de la vida y sus secretos? No persigáis fantasmas, ni posesiones, ni honores: sólo se consiguen tras años, decenios de nervios y se confiscan en una sola noche. Vivid con serena superioridad sobre la vida, no os asuste la desdicha, ni languidezcáis tras haber conocido la felicidad, pues ambas no importan: jamás lo amargo es para siempre, ni lo dulce colma nunca la medida. Consideraos afortunados si no pasáis frío, si el hambre y la sed no desgarran vuestras entrañas. Si no se ha partido vuestra espalda, si caminan ambas piernas, si ambos brazos siguen articulándose, si ven ambos ojos y oyen vuestras orejas, ¿a quién podéis envidiar? ¿De qué os serviría? Envidiar al prójimo corroe ante todo a uno mismo. Frotaos los ojos, limpiad vuestro corazón y valorad por encima de todo a quienes os aman y desean vuestro bien. No los ofendáis, no los injuriéis, no os separéis de ellos sin antes haber hecho las paces: porque, quién sabe, ése puede ser vuestro último acto antes de que os arresten, ¡y el último recuerdo que quede en su memoria!
Pero mis guardianes acarician en sus bolsillos las negras cachas de sus pistolas. Estamos sentados los tres juntos, como muchachos abstemios, como sosegados amigos.
Me froto la frente, cierro los ojos y cuando los abro de nuevo veo el mismo sueño: una masa de gente a la que nadie vigila. Recuerdo claramente que la última noche la he pasado en una celda y que mañana estaré de nuevo en otra. En esto aparecen unos revisores con sus pinzas de picar: «¡El billete!». «¡Lo tiene mi compañero!»
Los vagones van llenos (bueno, «llenos» según se entiende en libertad: nadie se acurruca bajo los asientos ni va sentado en los espacios libres en el suelo). Me han dicho que me comporte con naturalidad, y con la mayor naturalidad del mundo me comporto: veo en el compartimiento contiguo un asiento libre junto a la ventanilla y lo ocupo. Los guardianes no encuentran sitio en mi compartimiento y deben seguir sentados donde están, siguiendo mis movimientos con ojos enamorados. [300]En Perebóry queda libre el asiento que hay delante de mí, al otro lado de la mesita, pero un joven de rudo rostro consigue ocuparlo antes que mi escolta. Lleva pelliza corta, gorro de piel y una maleta de madera sencilla pero sólida. Reconozco la maleta: fabricada en los campos, made inArchipiélago.
«Uf», resopla el joven. La luz es escasa, pero alcanzo a ver que tiene el rostro enrojecido, que ha tenido que luchar a brazo partido para subir al tren. Saca una cantimplora: «¿Un trago de cerveza, camarada?». Sé que a esas alturas en el compartimiento contiguo mi escolta estará sobre ascuas: ¡No debo tomar alcohol, está prohibido! Pero debo comportarme con naturalidad. Y le respondo con indiferencia: «Bueno, quizá sí, échame un poco». (¿Cerveza? ¡Cerveza! ¡Tres años sin probar un trago! Mañana podré jactarme en la celda: ¡He bebido cerveza!) El joven me sirve un poco y yo me la bebo temblando. Entretanto, ya ha oscurecido. El vagón carece de electricidad, es el desarreglo de la posguerra. Un solo cabo de vela arde en el viejo farol que hay en el tabique de entrada y alumbra cuatro compartimientos a la vez: los dos que quedan delante y los dos de detrás. El joven y yo conversamos amistosamente, aunque apenas podemos vernos las caras. Por más que mi guardián se contorsione, no alcanza a oír nada debido al golpeteo del vagón. Llevo escondida en el bolsillo una postal para casa. Voy a explicarle al bueno de mi interlocutor de dónde he salido yo y le pediré que la eche en un buzón. A juzgar por la maleta él habrá estado en los campos. Pero se me adelanta: «Tú no sabes lo que me ha costado conseguir este permiso. Llevo dos años sin vacaciones, menudo trabajo de perros!». «¿Dónde es eso?» «Ah claro, si es que no te lo he dicho. Soy un asmodeo, un ribetes azules, ¿es que nunca has visto ninguno?» Uf, qué mala pata, ¿cómo no habré caído antes?: Perebóry es el centro del Volgo-lag, la maleta la habrá conseguido por extorsión, ¡se la habrán fabricado los zeks de balde! ¡Cómo se ha infiltrado todo ese mundo en nuestra existencia: dos asmodeos*para dos compartimientos aún son pocos, tiene que haber un tercero! ¿Quién sabe si habrá un cuarto disimulado en alguna parte? ¿0 puede que uno en cada compartimiento? ¿Hay más presos quizá viajando con escolta especial?
Mi joven sigue gimoteando, maldiciendo su suerte. Entonces le replico enigmáticamente: ¿Y tú qué te has creído, que lo pasan mejor aquellos a quienes vigilas, los que han cobrado diez años sin culpa alguna? Y sólo oír esto, pone punto en boca y enmudece hasta la mañana siguiente. Aunque hayamos estado en la penumbra, ha podido ver de forma vaga mi atuendo casi militar, mi guerrera, mi capote. Seguramente hasta ahora había pensado que yo era un simple soldado. Pero ahora, vete tú a saber: ¿Y si soy un agente de la seguridad? ¿O uno de esos que van por ahí cazando fugitivos? ¿Qué estaré haciendo en este vagón? Y él que ha estado echando pestes de su campo...
La vela del farol ya casi se ha derretido pero continúa alumbrando. En la tercera repisa, la de equipajes, yace un joven que cuenta con voz agradable historias de la guerra, la de verdad, la que no sale en los libros. Estuvo de zapador y cuenta casos auténticos, fieles a la verdad. ¡Qué agradable oír que la verdad, pese a todo, llega sin barreras a oídos de alguien!
También yo habría podido contar muchas cosas... ¡Incluso me gustaría! No, quizá ya no quiera. Mis cuatro años de guerra se han esfumado sin dejar rastro. Ya no tengo la impresión de que aquello ocurriera en realidad y no me agrada rememorarlo. Dos años aquí,en el Archipiélago, han eclipsado para mí todos los caminos del frente, lo han eclipsado todo. Un clavo saca otro clavo.
Y ahora, tras haber pasado sólo algunas horas entre los libres, siento que mis labios están mudos, que nada tengo que hacer entre ellos, que me siento cohibido. ¡Siento ansias de poder conversar libremente! ¡Añoro mi patria! ¡Quiero volver a casa, al Archipiélago!
Por la mañana olvidola postal en la repisa de equipajes: a fin de cuentas, la responsable del vagón tendrá que limpiar y la echará a un buzón, si es un ser humano...
Salimos a la plaza de la estación de Yaroslavl. Una vez más me han caído en suerte unos guardianes novatos que no conocen Moscú. Tomaremos el tranvía «B», decido yo por ellos. El centro de la plaza y la parada del tranvía son un bullicio de gente, es la hora de ir al trabajo. Uno de los guardias sube donde el conductor, por la puerta de salida, y le muestra el carnet del MVD. Durante todo el trayecto iremos de pie en la plataforma delantera, como si fuéramos diputados del Consejo Urbano de Moscú, sin necesidad de sacar billetes. Se rechaza a un anciano que intenta subir también por ahí: no eres un inválido, ¡monta por la puerta de detrás!
Llegamos a Novoslobódskaya y nos apeamos. Por primera vez tengo ocasión de ver la prisión de Butyrki desde fuera, aunque ya es mi cuarto ingreso allí y podría dibujar un plano de su interior sin dificultad alguna. ¡Ay, ese alto e imponente muro de dos manzanas de largo! A los moscovitas se les paraliza el corazón cuando ven aquellas fauces de acero, aquel portalón abriéndose. Pero yo dejo sin pena las aceras de Moscú y cuando entro en la torre abovedada del cuerpo de guardia, me siento como si hubiera vuelto a casa. Sonrío al llegar al primer patio, reconozco la familiar puerta tallada, la puerta principal y no me incomoda saber que van a ponerme —ya me han puesto– de cara a la pared para preguntarme: «¿Apellido? ¿Nombre y patronímico? ¿Año de nacimiento?».
¿Mi apellido? ¡Soy el viajero de las estrellas! [301]Han amortajado mi cuerpo, pero no tienen poder sobre mi alma.
Sé que dentro de algunas horas emprenderán los inevitables procedimientos que tienen que ver con mi cuerpo: el box, el cacheo, la entrega de recibos, rellenar la ficha de entrada, la desinfección y el baño; que seré .introducido en una celda con dos cúpulas separadas por un arco (aquí todas las celdas son así), con dos amplios ventanales y una larga mesa-armario; pero sé también que encontraré a personas a las que aún no conozco, aunque sin duda serán sagaces, interesantes y amigables, y que empezarán a contarme cosas, y yo a ellos, y que al anochecer no querremos dormirnos enseguida.
En las escudillas habrán grabado un «BuTiur» (para que no se las lleven en los traslados). El balneario Butiur, así lo llamábamos en broma la última vez. Un balneario poco conocido entre los obesos jerarcas que desean adelgazar. Porque ellos van con sus panzas a Kislovodsk, donde caminan por senderos rotulados, hacen flexiones, se pasan un mes entero sudando para perder dos o tres kilos. En cambio, en el balneario de Butiur, a la vuelta de la esquina, cualquiera de ellos enflaquecería unos diez kilos en una semana sin necesidad de ninguna gimnasia.
Es cosa probada. Nunca falla.
* * *
Una de las verdades que se aprenden en prisión es que el mundo es pequeño, sencillamente, muy pequeño. Cierto que, el Archipiélago Gulag, que se extiende sobre la misma superficie que la Unión de los Soviets, está por debajo de ésta en cuanto a número de habitantes. La cifra exacta de población del Archipiélago es un dato para nosotros insondable. Podemos dar por válido que en los campos nunca hubiera simultáneamente más de doce millones de reclusos (cuando a unos se los tragaba la tierra, la Máquina iba trayendo otros). Y de ellos, la mitad escasa serían presos políticos. ¿Seis millones? Pues bien, entonces es como un país pequeño, como Suecia o Grecia, donde mucha gente se conoce. Por tanto, no debe sorprender que cuando vas a parar a cualquier celda de cualquier prisión de tránsito, escuches y hables y siempre acabes descubriendo que tus compañeros de celda y tú tenéis conocidos comunes. (Nada tiene de extraño que Dolgun, tras un año de incomunicación, después de haber estado recluido en Sujánovka, después de las palizas de Riumin y del hospital, al ir a parar a una celda de la Lubianka diese su nombre y el perspicaz F. saliera de inmediato a su encuentro: «¡Ah-ah, pero si yo a usted le conozco!». «¿De qué me conoce?», se puso en guardia Dolgun. «Se equivoca.» «Nada de eso. Usted es Alek-sander Dolgun, ese americano del que la prensa burguesa afirmaba falazmente que había sido secuestrado, lo cual desmintió la agencia TASS. Por aquel entonces yo estaba en libertad y pude leerlo en los periódicos.»)
Me gusta el momento en que meten a uno nuevo en la celda (siempre que no sea un primerizo —pues entran desmoralizados, abatidos—, sino un zek veterano). También a mí me gusta entrar en una nueva celda (aunque, Dios misericordioso, haz que no tenga que entrar más en ninguna otra); una sonrisa desenfadada, un amplio gesto: «¡Salud compañeros!». Mi pequeño saco arrojado sobre el catre. «¿Qué hay de nuevo por Butyrki desde el año pasado?»
Empezamos a entablar relaciones. Hay cierto joven, Su-vórov, condenado por el Artículo 58. A primera vista, nada de particular, pero siempre hay que buscar, siempre hay que inquirir: había en su celda de la prisión de tránsito de Kras-noyarsk cierto Majotkin...
—Permítame, ¿no será el aviador polar?
—Sí, sí, ahora lleva su nombre...
—...una isla del golfo de Taimyr. Y en cambio él está encerrado por el Artículo 58. ¿Y sabe si al final lo enviaron a Dudinka?
—Pues sí. ¿Cómo lo sabe?
Magnífico, otro eslabón en la biografía de Majotkin, un hombre que me es totalmente desconocido. Jamás me he encontrado con él, y es posible que nunca tenga ocasión, pero mi activa memoria guarda todo lo que he oído de él: a Majotkin le habían echado un cuarto de siglo,pero ya no era posible ponerle otro nombre a la isla, pues figuraba en los mapas de todo el mundo (como no es una isla del Gulag...). Lo llevaron a la sharashkaaeronáutica de Bolshevo, y allí languidecía, era un aviador entre ingenieros, no le permitían volar. Entonces, la sharashkafue dividida en dos. Majotkin fue a parar a la mitad que se trasladó a Taganrog, y al parecer se perdió toda pista sobre él. En la otra mitad, la de Rybinsk, me contaron que el joven se había ofrecido para hacer vuelos al extremo norte. Y ahora me entero de que se lo permitieron. No es que a mí me trajera cuenta todo esto, pero procuraba recordarlo de todos modos. Dentro de diez días me encontraré con un tal R. en el mismo box de baños (son unos boxes encantadores con un grifo y un cubo que hay en Butyrki para no colapsar la gran sala de baño). A este R. tampoco lo conozco, pero resulta que ha estado medio año internado en la enfermería de Butyrki y que ahora lo envían a la sharashkade Rybinsk. Dentro de tres días, incluso en Rybinsk, en esta caja cerrada donde los zeks tienen cortada toda relación con el mundo exterior, se sabrá que Majotkin está en Dudinka y adonde me han llevado a mí. Así es el telégrafo de los presos: dotes de observación, memoria y encuentros casuales.
O esa otra vez, aquel hombre simpático de las gafas de concha. Se pasea por la celda canturreando con agradable voz de barítono algo de Schubert:
De nuevo me oprime mi juventud, Largo es el camino hasta la tumba...
—Tsarapkin, Serguei Románovich.
—Permítame, yo a usted le conozco muy bien. Es usted biólogo, ¿a que sí? De los que se negaron a volver. ¿Verdad que se quedó en Berlín?
—¿Y cómo lo sabe?
—¡Qué quiere usted, el mundo es un pañuelo! En el cuarenta y seis estuve yo con Nikolái Vladímirovich Timoféyev-Ressovski...
...¡Ah, aquello sí que era una celda! Quizá la más radiante en toda mi vida de presidiario. Estábamos en julio. Me habían trasladado del campo hasta Butyrki en cumplimiento de una enigmática «disposición del ministro del Interior». Había llegado a Butyrki después del almuerzo, pero la prisión estaba tan sobrecargada que los trámites de ingreso duraron once horas, y hasta las tres de la madrugada, agotado de tanta permanencia en los boxes, no me metieron en la celda, la n° 75, Bajo las dos cúpulas, iluminados por dos potentes bombillas, los ocupantes de la celda dormían hacinados, revolviéndose inquietos bajo el calor sofocante: el aire tórrido de julio no podía penetrar por las ventanas, tapadas con bozales. Zumbaban moscas insomnes y se posaban sobre los durmientes, que manoteaban convulsivamente. Alguno se había puesto el pañuelo en los ojos para protegerse de aquella luz lacerante. El zambullo despedía un hedor insufrible, el calor aceleraba la descomposición. La celda, prevista para veinticinco hombres, [estaba abarrotada, aunque por debajo de los límites: éramos [unos ochenta. Yacían apretujados sobre las literas a derecha e [izquierda y también en las tarimas adicionales que habían [puesto a través del pasillo; por todas partes salían piernas de Idebajo de los catres. Habían apartado la mesa-armario, tradicional en Butyrki, y la habían arrimado al zambullo. Justo en [aquel espacio quedaba aún un pedacito de suelo y ahí me tendí. Los que se levantaban para ir hasta el barril estuvieron [pasando sobre mí hasta la mañana.