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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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Con mayor franqueza y precisión si cabe expone Krylenko, en sus discursos ante aquellos tribunales, el cometido general de la justicia soviética,en la que el tribunal es «a la vez creador de jurisprudencia (el espaciado es de Krylenko)... e instrumento político » (pág. 3, el espaciado es mío. – A.S.).

Creador de jurisprudencia porque durante cuatro años no existió código alguno: habían derogado la legislación zarista y aún no habían creado una propia. «Y que no me vengan con que nuestro Derecho penal debe atenerse de forma exclusiva a normas escritas existentes. Vivimos inmersos en un proceso de revolución...» (pág. 407). «Nuestros tribunales no serán una especie de tribunales de justicia, en ellos no van a cobrar vida las sutilezas y astucias jurídicas... Estamos creando un Derecho nuevo y unas normas éticas nuevas»(pág. 22, la cursiva es mía. – A.S.). «Por más que se hable de la ley secular del Derecho, de la justicia y demás monsergas,ya sabemos [...] lo caro que nos ha costado todo eso» (pág. 505, la cursiva es mía. – A.S.).

(En realidad, si comparamos la duración de vuestras penas con las de antes, tal vez no os haya salido tan caro. ¿Os lo parece quizá porque la justicia secular tenía más miramientos con el condenado?)

Si las sutilezas jurídicas se han vuelto superfluas es porque ya no hay que esclarecer si el acusado es culpable o inocente: la noción de culpabilidades una noción burguesa y caduca, hoy día abandonada ya (pág. 318).

Así pues, hemos oído de labios del camarada Krylenlco que el tribunal revolucionario no es una especie detribunal de justicia. En otra ocasión le oiremos incluso decir que el tribunal revolucionario no es en realidad ningúntribunal de justicia: «El Tribunal es el instrumento mediante el cual la clase obrera dirige su lucha contra sus enemigos», debe regirse «por los intereses de la Revolución [...] y perseguir los resultados que más convengan a las masas obreras y campesinas» (pág. 73):

Las personas no son personas sino «determinados portadores de determinadas ideas». «Sean cuales sean sus cualidades personales [del acusado], para someterlo a valoración no se debe aplicar sino un criterio: su utilidad desde una perspectiva de clase» (pág. 79).

Es decir, que podrás seguir existiendo sólo si tu vida le parece útil a la clase obrera. «Y si este criterio exige que la espada punitiva caiga sobre la cabeza de los acusados, pierde todo valor cualquier [...] intento de persuasión a través de la palabra» (pág. 81); o sea: los argumentos de los abogados, etcétera. «Nuestro tribunal revolucionario no se guía por artículos del código, ni por el peso de las circunstancias atenuantes; nuestro Tribunal debe regirse por el criterio de utilidad» (pág. 524).

En aquellos años, a muchos les ocurrió que, después de haber vivido años y más años, de repente se enteraron de que su existencia no era útil.

Y es que debemos comprender una cosa: lo que pesa sobre el acusado no es lo que haya hecho, sino lo que podría hacer si no lo fusilan ahora. «No nos protegemos sólo del pasado, sino también del futuro» (pág. 82).

Las declaraciones del camarada Krylenko son claras y universales. Nos aproximan a todo un periodo judicial en todo su relieve. De pronto, los vapores de la primavera han abierto paso a una transparencia otoñal. ¿Ha llegado el momento quizá de detenernos? ¿Está quizá de más hojear proceso tras proceso? A fin de cuentas, no vamos a ver más que todos estos principios aplicados de forma implacable.

Basta con entornar los ojos para imaginarnos la pequeña sala de la audiencia, aún sin molduras de oro. Los miembros del tribunal, amantes de la verdad, visten sencillas guerreras, son flacos, aún no han echado barriga. Y donde se halla la autoridad acusadora(como gusta llamarse a sí mismo Krylenko) vemos a alguien con una chaquetita de paisano y, a través del cuello desabrochado, una camiseta de marinero a rayas blancas y azules.

Miren qué bien habla el supremo acusador: «¡Me interesa la cuestión del hecho!»; «¡Concretice el momento de esa tendencia!»; «Operamos en el plano analítico de la verdad objetiva». De vez en cuando —¡lo que son las cosas!– brilla también un proverbio latino (cierto que siempre es el mismo, proceso tras proceso, y que no se aprende otro hasta al cabo de algunos años). Hay que decir honestamente que en medio de todo el trajín revolucionario, se las arregló para terminar la carrera en dos facultades. Lo que predispone hacia él es que habla de los acusados con el corazón en la mano: «¡Canallas profesionales!». Y jamás se permite una hipocresía. Por ejemplo, si no le gusta la sonrisa del acusado, le espeta de manera amenazadora, antes de que se haya dictado sentencia: «¡A usted, ciudadana Ivánova, con esa sonrisita, pronto sabremos lo que vale, ya encontraremos la forma de que no vuelva a sonreír nunca más!»(pág. 296, la cursiva es mía. – A.S.).

Así pues, ¿manos a la obra?

El proceso contra Russkie Vedomosti* (Noticias rusas). Este juicio, uno de los primeros y más antiguos, fue un proceso contra la palabra. El 24 de marzo de 1918 este conocido «periódico de los profesores» había publicado un artículo de Savínkov titulado «De viaje». Las autoridades de buena gana le habrían echado el guante al propio Savínkov, pero ¿dónde iban a buscarlo si el maldito estaba de viaje?Así que tuvieron que contentarse con clausurar el periódico, sentar en el banquillo de los acusados a su anciano director, P.V. Ye-górov, y pedirle a él las explicaciones: ¿Cómo se había atrevido? Hacía ya cuatro meses que el país había entrado en una Nueva Era, ¡ya era hora de que se fuera acostumbrando!

Yegórov se justifica ingenuamente: dice que «el artículo lo ha escrito un político eminente cuya opinión, con independencia de que fuera o no compartida por la redacción, tiene un interés general». Más adelante añade que no ve difamación alguna en las afirmaciones de Savínkov: «no olvidemos que Lenin, Natanson y Cía. llegaron a Rusia vía Berlín, es decir, que las autoridades alemanas les ayudaron a regresar a la patria», puesto que así ocurrió realmente: la Alemania del Kaiser, a la sazón en guerra, había ayudado al camarada Lenin para que regresara.

Krylenko exclama que no pretende acusar al periódico de difamación (¿pues entonces de qué?), que están juzgando al periódico ¡por intento de influir en la opinión!(¡Habráse visto: un periódico con semejantes intenciones!)

Tampoco se hace responsable al periódico por la frase de Savínkov: «hay que ser un criminal insensato para afirmar con toda seriedad que el proletariado mundial nos va a brindar apoyo», pues no hay duda de que acabarán apoyándonos...

La condena fue exclusivamente por el intento de influir en la opinión: un periódico que se publicaba desde 1864, que había sufrido todos los periodos de reacción imaginables: el de Uvárov, Pobedonóstsev, Stolypin, Kasso y un sinnúmero más, ¡ahora quedaba cerrado por siempre ! (¡Por un solo artículo, por siempre! ¡Así es como hay que gobernar!) En cuanto al redactor Egórov... —¿cómo no les da vergüeza tanta clemencia? ¡Ni que estuviéramos en Grecia!—, tres meses en una celda incomunicada. (Pero, en fin, sólo estábamos en 1918. Si el viejo sobrevivía, ya volverían a encerrarlo, ¡y después, aun tantas veces más como hiciera falta!)

En aquellos procelosos años, por extraño que parezca, los sobornos se daban y recibían con la mayor exquisitez, como siempre fue en la antigua Rusia, y como siempre será en la Unión Soviética. Las ofrendas llegaban incluso —y sobre todo– a los organismos judiciales. Y —¿nos atrevemos a decirlo?– también a la Cheká. Los tomos de historia encuadernados en rojo, estampados con letras de oro, guardan silencio, pero los viejos, que fueron testigos, recuerdan que en los primeros años tras la Revolución —a diferencia de lo que ocurriría en época de Stalin– la suerte de los presos políticos dependía enormemente de los sobornos: los aceptaban sin sonrojo y después cumplían con honestidad y soltaban a los detenidos a cambio del dinero. Hasta Krylenko, que sólo recoge una docena de procesos en cinco años, habla de dos en los que hubo soborno. ¡Qué descorazonador!, los tribunales revolucionarios, tanto el Supremo como el de Moscú, avanzaban hacia la perfección por tortuosos vericuetos: ambos habrían de ver empañada su honradez.

El proceso contra tres jueces de instrucción del Tribunal Revolucionario de Moscú(abril de 1918). En marzo de 1918 fue detenido un tal Beridze, que traficaba con lingotes de oro, y su esposa, como era habitual en aquella época, se puso a buscar el modo de comprar su libertad. A través de una serie de amistades logró dar con uno de los jueces de instrucción, quien a su vez metió a otros dos en el ajo. Tuvieron una reunión secreta y le exigieron a la mujer 250.000 rublos, que se redujeron a 60.000 tras algunos regateos. Había que pagar la mitad por adelantado y mantener el resto de contactos a través del abogado Grin. Todo habría discurrido en silencio —al igual que se culminaban sin tropiezos tantos cientos de arreglos semejantes– y no habría llegado a la crónica de Krylenko, y por tanto a estas páginas (¡ni tampoco a una sesión del Consejo de Comisarios del Pueblo!), de no haber empezado la esposa a tacañear. En efecto, en lugar de los 30.000 rublos acordados como anticipo, la mujer sólo le entregó a Grin 15.000. Pero más importante aún es que, dejándose llevar por una inquietud muy femenina, decidió que el abogado ese no era de confianza, así que a la mañana siguiente se dirigió a otro, apellidado Yakúlov. Aunque la crónica no dice exactamente quién aireó el asunto, parece que fue Yakúlov el que decidió apretarles las clavijas a los jueces de instrucción.

Lo interesante de este proceso es que todos los testigos, empezando por la infeliz esposa, hicieron lo posible por declarar en provecho de los jueces acusados y desarmar a la acusación (¡algo imposible en un proceso político!). Krylenko explicaba así esta actitud: aquellos testigos tenían una mentalidad pequeñoburguesa y veían a nuestro Tribunal Revolucionario como algo ajeno. (Permítase que supongamos, también desde una mentalidad pequeñoburguesa, que acaso tras medio año de dictadura del proletariado los testigos hubieran aprendido a tener miedo.Porque si el Tribunal Revolucionario había decidido hundir a sus propios jueces de instrucción, era que iban a por todas. Y si ellos declaraban culpables a los suyos, ¿qué podían esperar los testigos?)

También resulta interesante la argumentación del acusador. Téngase en cuenta que hasta hacía un mes los acusados habían sido sus compañeros de lucha, sus aliados y auxiliares, personas firmemente adictas a la Revolución. Uno de ellos, Leist, había sido incluso «un acusador severo, capaz de lanzar rayos y truenos sobre cualquiera que atentara contra los cimientos del socialismo». ¿Qué iban a decir ahora contra ellos? ¿Dónde iban a encontrar algo que pudiera mancharlos? (porque por sí sólo, el cohecho no manchaba lo bastante). Pues muy fícil: ¡en su pasado!,¡en su curriculum!

«Si se examina más de cerca» a ese Leist «aparecen datos extraordinariamente dignos de atención.» ¡Menuda intriga!: ¿se tratará de un empedernido arribista? Pues no, ¡pero su padre era catedrático de la Universidad de Moscú! Y no un catedrático cualquiera, ¡sino uno que había mantenido su puesto durante veinte años a pesar de todos los periodos de reacción, y sólo porque la política le resultaba indiferente! (En realidad, también pese a la reacción, al propio Krylenko lo habían admitido en la universidad como alumno externo...) ¿A quién podía extrañar, pues, que el hijo de ese catedrático estuviera haciendo un doble juego?

Otro de los jueces, Podgaiski, era hijo de un funcionario judicial, que como mínimo debía de haber militado en las Centurias Negras.* De no ser así, ¿cómo habría podido servir durante veinte años en los órganos judiciales? Y su criaturita también estaba preparándose para la carrera judicial, pero vino la Revolución y se tuvo que enchufar en el Tribunal Revolucionario. ¡Esta trayectoria, que hasta ayer se entendía noble, ahora resultaba repugnante!

Sin duda alguna, el caso más abominable de los tres era el de Guguel, un antiguo editor. ¿Qué alimento espiritual había ofrecido a obreros y campesinos? Este hombre «abastecía a las masas con obras de ínfimo valor», no les ofrecía Marx, sino libros de profesores burgueses de renombre universal (no tardaremos en verlos también a ellos en el banquillo de los acusados).

Krylenko está colérico, no da crédito a sus ojos: ¿Qué clase de personas se ha infiltrado en el tribunal? (No crean, también a nosotros nos desconcierta: ¿dónde están los obreros y campesinos que dan nombre a estos tribunales? ¿Cómo ha podido el heroico proletariado poner la destrucción de sus enemigos en manos de estas gentecillas?)

Y por último, el abogado Grin, que antes andaba por la sección de instrucción como Pedro por su casa y podía poner en libertad a quien quisiera, resultó ser: «un típico espécimen de esa variedad del género humano que Marx denomina sanguijuelasdel sistema capitalista», especie de la que formaban parte los gendarmes, los sacerdotes y... los notarios (pág. 500), además de todos los abogados, como es natural.

Parece, pues, que Krylenko no escatimó esfuerzos y exigió una sentencia dura e implacable que no tuviera en consideración «los matices individuales de culpabilidad». Pero esta vez el tribunal, en otras ocasiones siempre alerta, se hallaba sumido en un indolente sopor y se pronunció apenas susurrando: seis meses de cárcel para los jueces de instrucción y una multa para el abogado. (Sólo recurriendo al VTsIK «con derecho ilimitadoa condenar» pudo Krylenko conseguir, en el hotel Metropol, que a los jueces les endigaran diez años, y cinco al abogado-sanguijuela, más la total confiscación de sus bienes. Krylenko cobró fama por su celo y poco faltó para que lo nombraran Tribuno.)

Somos conscientes de que este desafortunado proceso no puede por menos de quebrantar la fe —de los lectores de ahora y de las masas revolucionarias de entonces– en la integridad del tribunal. Por eso con tanto mayor recelo pasamos a examinar el siguiente proceso, por cuanto afectó a una instancia todavía más elevada.

El caso Kósyrev(15 de febrero de 1919). F.M. Kósyrev y sus buenos amigos Liebert, Rottenberg y Soloviov habían prestado sus servicios en la Comisión de Abastos del Frente Oriental (cuando se luchaba contra las tropas de la Asamblea Constituyente, antes de Kolchak). Más tarde, las pesquisas judiciales habían de revelar que se las habían ingeniado para hacerse con sumas de entre 70.000 y un millón de rublos, que se paseaban a lomos de los mejores caballos y que montaban juergas con las enfermeras. La Comisión adquirió una casa yun automóvil, y su intendente se daba festines en el restaurante Yar. (Nosotros no estamos acostumbrados a imaginarnos así el año 1918, pero esto es lo que atestigua el Tribunal Revolucionario.)

Sin embargo, no era éste el meollo de la causa. Es más, a ninguno de ellos se le acusaba por los hechos del Frente Oriental, que incluso les fueron perdonados. Apenas disuelta la Comisión de Abastos —¡esto es lo prodigioso!—, los cuatro, junto con un tal Nazarenko —un antiguo vagabundo siberiano que había trabado amistad con Kósyrev en presidio, cuando ambos eran presos comunes—, fueron designados para constituir... ¡el Consejo de Inspección y Control de la VChK!

Vean ustedes lo que era este Consejo: ¡¡¡ una institución con plenos poderes para verificar la legalidad de las actividades de todos los demás órganos de la VChK,facultada también para reclamar y examinar cualquier sumario sin importar en qué fase de procedimiento se hallara y con derecho a suspender las resoluciones adoptadas por cualquier otro órgano de la VChK, con la única excepción del Presidium!!! (pág. 507). ¡Casi nada! ¡La segunda autoridad dentro de la Cheká en toda Rusia después del Presidium! ¡La segunda hilera de prohombres, justo detrás de Dzerzhinski-Uritski-Peters-Latsis-Menzhinski-Ya-goda!

Y sin embargo, los compinches mantuvieron el tren de vida de antes: el éxito no se les había subido a la cabeza ni los había separado del resto de mortales. Entre sus amigotes había un tal Maksimych, un tal Lionka, alguien llamado Rafailski ycierto Mariupolski, todos ellos «sin relación alguna con las organizaciones comunistas». Se instalaron en apartamentos particulares y en el Hotel Savoy, en «ambientes de lujo [...] en que reinaban los naipes (la banca cubría apuestas de mil rublos), la bebida y las mujeres». Por su parte, Kósyrev adquiere un ostentoso mobiliario (70.000 rublos) y no vacila en escamotear de la VChK cucharas y tazas de plata (¿y ellos, de dónde las habían sacado?) e incluso vasos normales y corrientes. «He aquí en qué concentra su atención [...], he aquí con qué reemplaza la lucha ideológica, he aquí cómo busca medrar sirviéndose del movimiento revolucionario.» (Cuando le llega el turno de defenderse, este prominente chekista negará haber aceptado sobornos y, sin que le tiemble una sola pestaña, tendrá la desfachatez de soltar un embuste como que dispone de... ¡una herencia de 200.000 rublos en un banco de Chicago! Por lo visto cree que es perfectamente posible compaginar una situación personal así con la revolución mundial.)

¿Cual era la mejor forma de utilizar ese poder sobrehumano que le permitía arrestar o poner en libertad a su antojo? Evidentemente, había que ir sólo a por los peces que ponen huevas de oro, y en 1918 bastaba echar la red para llenar el capazo. (La Revolución se había hecho con demasiada premura y era mucho lo que se había pasado por alto. Las damas burguesas habían escondido a tiempo gran cantidad de piedras preciosas, collares, pulseras, sortijas y pendientes.) Y ya con el pez en la mano, no había más que ponerse en contacto con los parientes del detenido a través de un hombre de paja.

Y vean qué otros personajes encontramos en este proceso. Tenemos por ejemplo a Uspénskaya, una joven de veintidós años que acabó el bachillerato en San Petersburgo pero no logró acceder a los cursos superiores. Se proclamó entonces el régimen soviético y, en la primavera de 1918, Uspénskaya se presentó en la Vecheká para ofrecerse como delatora. Como tenía un físico adecuado, la aceptaron.

El concepto de delación (por aquel entonces seksotstvo:«colaboración secreta») merece el siguiente comentario de Krylenko: «en mi opinión, nosotrosno vemos en ello nada vergonzoso, lo consideramos un deber; [...] dedicarse a esta actividad no debe avergonzar a nadie; desde el momento en que una persona reconoce que esta labor es indispensable a la causa de la Revolución, no debe sustraerse a ella» (pág. 512. La cursiva es mía. – A.S.). ¡Mas Uspénskaya no tenía credo político alguno, eso sí que es lamentable! Ella misma lo dice: «Acepté que me pagaran un determinado tanto por ciento» por cada caso descubierto y «partir los beneficios» con una persona que el Tribunal evita mencionar y cuyo nombre ordena se silencie. A lo que Krylenko añade: «Uspénskaya no figuraba en nómina, sino que cobraba a tanto la pieza»(pág. 507). Debemos mostrarnos humanos y comprender su situación, como nos explica el acusador: se había acostumbrado a gastar sin contar el dinero; ¿qué significaba para ella su mísero sueldo de quinientos rublos en el VSNJ si con un asuntillo (ayudar a un comerciante para que retiraran los precintos de su tienda) se ganaba 5000 rublos, y otro (con Meshcherskaya-Grews, esposa de un detenido) le reportaba 17.000? En todo caso, Uspénskaya no estuvo mucho tiempo de simple «colaboradora secreta», ya que con la ayuda de chekistas importantes en unos pocos meses ingresó en el partido y se convirtió en juez de instrucción.

Pero seguimos sin haber llegado aún al fondo de este asunto. A.P. Meshcherski, un gran industrial, había sido arrestado por negarse a hacer concesiones durante las negociaciones económicas con el gobierno soviético (representado por Y. Larin). Los chekistas empezaron a chantajear a su esposa, E.I. Meshcherskaya-Grews, a la que sospechaban poseedora de valiosas joyas y dinero. Se personaban en su casa y cada vez le pintaban la situación de su marido más próxima al fusilamiento, tras lo cual le exigían grandes sumas para rescatarlo. Presa de la desesperación, Mescherskaya-Grews cunó denuncia por chantaje (al abogado Yakúlov, el mismo que ya se había cargado por cohecho a tres jueces de instrucción y que por lo visto sentía un odio de clase por todo el sistema de justicia-injusticia proletaria). A su vez, el presidente del tribunal mostró un comportamiento impropio, también en términos de clase: en lugar de advertir simplemente al camarada Dzerzhins-ki y arreglarlo todo en familia, dispuso que entregaran a Mesh-cherskaya dinero para el soborno, anotar la numeración de los billetes y poner una taquígrafa en la habitación, tras una cortina. Se presentó cierto Godeliuk, amigo íntimo de Kósyrev, para negociar el montante del rescate (¡les pedía 600.000 rublos!). Fueron taquigrafiadas todas las menciones que hizo Godeliuk de Kósyrev, de Soloviov y de otros comisarios, y también todos sus comentarios sobre funcionarios de la Vecheká y de cuántos miles era el bocado de cada uno. La taquígrafa recogió también la entrega a Godeliuk del anticipo establecido y cómo a cambio Meshcherskaya recibía unos pases de entrada en la Vecheká previamente firmados por Liebert y Rotten-berg, de la Comisión de Control e Inspección (que es donde debían proseguir las negociaciones). Pero a la salida a Godeliuk le echaron el guante y, en su confusión, lo desembuchó todo. (Entre tanto, Mescherskaya ya se había presentado en la Comisión de Control e Inspección a exigir el expediente de su marido para revisión.)

¡Pero, permítanme! ¡Son revelaciones como éstas las que empañan el inmaculado manto de la Cheká! ¿Está en sus cabales ese presidente del Tribunal Revolucionario de Moscú? ¿No se estará metiendo donde no le llaman?

¡Se pasaba entonces por un momento especial, un punto de inflexión que ha quedado oculto a nuestras miradas bajo los pliegues de nuestra majestuosa Historia! Resulta que el primer año de actividad de la Cheká provocó algunas reacciones de rechazo hasta en el partido del proletariado, que todavía no se había acostumbrado a tales modos de obrar. No había pasado más que un año, el primer paso de un glorioso camino, y sin embargo, según manifestaba Krylenko de manera algo confusa, había surgido ya «un conflicto entre los tribunales y sus funciones, por una parte, y las funciones extra-judiciales de la Cheká..., una discusión que en aquella época dividía al partido y a los distritos obreros en dos bandos» (pág. 14). Por esto pudo darse un caso como el de Kósyrev (cuando hasta entonces había reinado la impunidad general), por eso tuvo resonancia a nivel del Estado.

¡La Vecheká está en peligro! ¡Hay que salvar a la Vecheká! Soloviov pide al tribunal que se le permita visitar a Godeliuk, encerrado en la prisión de Taganka (¡qué lástima que no estuviera en la Lubianka!) para mantener una conversarían.El tribunal deniega el permiso. Entonces, Soloviov se introduce en la celdade Godeliuk sin permiso del tribunal. Y, vaya casualidad: Godeliuk cae gravemente enfermo. («Difícilmente puede admitirse que Soloviov albergara malas intenciones», observa con disciplina Krylenko.) Y al sentir de repente la proximidad de la muerte, a Godeliuk le invade un profundo arrepentimiento por haber osado calumniar a la Cheká, pide papel y se retracta: ahora resulta que todos sus comentarios sobre Kósyrev y otros comisarios de la Cheká son mentira, y también todo lo taquigrafiado tras la cortina, ¡todo mentira!

¡Oh, cuántos argumentos! ¡Oh, Shakespeare! ¿Dónde estás? Soloviov atravesando los muros, las celdas en débil penumbra, Godeliuk retractándose apenas ya con pulso... Y a nosotros, que siempre nos presentan en el teatro y en el cine los años de la Revolución al canto de La Varsoviana*en las calles...

«¿Pero quién extendió los pases?», insiste Krylenko. Porque a Mescherskaya el pase no le habrá llovido del cielo, ¿verdad? Pero no, el acusador «no quiere afirmar que Soloviov tenga parte en este asunto porque... no hay suficientes pruebas», aunque supone en voz alta que «existen ciudadanos que siguen en libertad aunque tengan las manos manchadas», que pudieron haber enviado a Soloviov a la prisión de Taganka.

Era el momento propicio para interrogar a Liebert y a Rottenberg, que habían sido citados a declarar. ¡Pero no habían comparecido! Así de sencillo: no se presentaron, se habían quedado en casa. ¡Bueno, pues entonces, como mínimo había que interrogar a Mescherskaya! ¡Imagínense, también esa aristócrata apolillada tuvo la desvergüenza de no comparecer ante el Tribunal Revolucionario!

Cobrado el soborno, Mescherski fue puesto en libertad avalado por Yakúlov y huyó con su mujer a Finlandia. Así que cuando empezó el proceso contra Kósyrev, se resarcieron encerrando a Yakúlov bajo custodia, quizá por haber concedido ese aval, o quizá por ser un reptil chupasangres. Lo condujeron bajo escolta a testificar en el juicio y hay motivos para pensar que al poco lo fusilaron. (Y ahora nos admiramos: ¿Cómo pudo llegarse a tanta ilegalidad? ¿Por qué nadie se rebeló contra ella?)

Godeliuk se ha retractado y está moribundo. ¡Kósyrev no admite nada! ¡Soloviov no es culpable de nada! Y no hay a quién interrogar...

¡Vean, en cambio, qué testigos comparecen ante el tribunal por voluntad propia! El camarada Peters, vicepresidente de la Vecheká, y hasta Félix Edmúndovich en persona, muy consternado. Su alargado y apasionado rostro de asceta está dirigido a los petrificados miembros del tribunal. Y con verbo conmovedor da testimonio de la inocencia de Kósyrev y de sus altas cualidades morales, revolucionarias y profesionales. Por desgracia, no han llegado hasta nosotros sus declaraciones textuales, pero Krylenko dice al respecto: «Soloviov y Dzerzhinski han trazado una magnífica semblanza de las cualidades de Kósyrev» (pág. 552). (¡Ah, imprudente alférez! ¡Veinte años más tarde en la Lubianka te habrían de ajustar cuentas por este proceso!) Es fácil adivinar lo que pudo haber dicho Dzerzhinski: que Kósyrev era un férreo chekista, implacable con los enemigos; que era un buen camarada.Corazón ardiente, cabeza fría y manos limpias.

Y así de entre los escombros, de entre tanta difamación, surge ante nosotros un Kósyrev-caballero de bronce. ¡Pero si sólo fuera eso! Su biografía demuestra una vitalidad fuera de lo común. Antes de la Revolución había sido juzgado varias veces, las más de ellas por asesinato: por haber entrado arteramente en casa de una anciana de Kostromá, apellidada Smirnova, con el propósito de robar y haberla estrangulado con sus propias manos;más tarde, por haber intentado dar muerte a su propio padre y por haber matado a un compañero con el propósito de utilizar su pasaporte. En los restantes casos, Kósyrev había sido juzgado por estafa, y en total había pasado muchos años en presidio (¡así se entiende su afición a la buena vida!), del que sólo salía gracias a las amnistías de los zares.

Llegado este punto, el acusador se ve interrumpido por las severas y justas voces de preclaros chekistas, quienes le indican que todas esas causas precedentes habían sido vistas portribunales de burgueses y hacendados y no podían ser tenidas en cuenta por nuestra nueva sociedad. ¡Pero, escucha! Completamente desbocado, nuestro alférez descarga desde el banco de la acusación una perorata tan viciada ideológicamente que apenas nos atrevemos a citarla, pues perturba la armonía con que siempre se han desarrollado los procesos ante nuestros tribunales:

«Si algo había en la antigua justicia zarista que fuera positivo y merezca nuestra confianza era únicamente el jurado... Siempre podía uno fiarse de la sentencia del jurado, pues con él, el número de errores judiciales se reducía al mínimo» (pág. 522).

Tanto más mortificante resultaba oír semejantes afirmaciones de labios del camarada Krylenko, cuanto que hacía tres meses, durante el proceso contra el provocador Román Malinovski —antiguo favorito de Lenin, miembro del Comité Central designado a dedo y enviado a ocupar un escaño en la Duma, todo ello a pesar de haber sido condenado cuatro veces por delitos comunes—, la propia Autoridad Acusadora había adoptado una posición de clase irreprochable:

«A nuestros ojos, todo delito es producto del sistema social existente, y en este sentido, toda sentencia por delitos comunes dictada con arreglo a las leyes de la sociedad capitalista y del régimen zarista, no constituye para nosotros un hecho que deje para siempre una mancha indeleble... Conocemos muchos ejemplos de hombres que se encuentran en nuestras filias y en cuyo pasado existen hechos semejantes,pero jamás hemos creído por ello que fuera necesario rechazarlos. Una persona conocedora de nuestros principiosno debe temer que la existencia de antecedentes penales pueda apartarlo de las filas revolucionarias...» (pág. 337. La cursiva es mía. – A.S.).

¡Ya ven con qué elocuencia sabía plasmar el camarada Krylenko el espíritu comunista! Pero ahora acababa de mancillar la imagen caballeresca de Kósyrev con unos razonamientos viciados. Tan tensa era la situación en la sala, que el camarada Dzerzhinski se vio obligado a decir: «Por un segundo (¡vaya, sólo por un segundo! – A.S.) ha pasado por mi mente la idea de que acaso el camarada Kósyrev esté siendo víctima de las pasiones políticas que se han desatado últimamente alrededor de la Cheká».

Krylenko cae en la cuenta del desliz cometido: «No es ni ha sido mi intención convertir este proceso contra Kósyrev y Uspénskaya en un proceso contra la Cheká. ¡No sólo no puedo quererlo, sino que debo oponerme a ello con todas mis fuerzas! [...] Al frente de la Cheká han sido puestos los camaradas más responsables, honestos y firmes. Ellos han aceptado el duro deber de acabar con el enemigo, aun a riesgo de cometer errores[...]. Por ello, la Revolución está obligada a darles las gracias [...]. Recalco este aspecto para que más adelante [...] nadie pueda decir de mí: "¡Fue el instrumento de una traición política!"» (pág. 509-510. La cursiva es mía. – A S.). (¡Y eso fue, ni más ni menos, lo que dijeron!)


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