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Archipielago Gulag
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 17:34

Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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¡Sólo los soldados del Ejército Rojo, único en el mundo, no se rinden!Así está escrito en el reglamento («Ivan píen nkht»,nos gritaban los alemanes desde sus trincheras), ¿pero quién podría haberse imaginado todo lo que de esto se desprendía? Hay guerra, hay muerte, ¡pero no hay rendición! ¡Qué descubrimiento! Eso significa: anda y muérete, que nosotros seguiremos viviendo. Pero si tú, aunque hayas perdido las piernas, vuelves del cautiverio, con muletas pero vivo (como el leningradense Ivanov, jefe de una sección de ametralladoras en la guerra de Finlandia, que después estuvo preso en el campo de Ust-Vym), te vamos a juzgar.

Sólo nuestro soldado, aborrecido por la patria, despreciable a los ojos de enemigos y aliados, anhelaba la bazofia que le servía el Tercer Reich por el portón de atrás. Sólo él tenía cerrada a cal y canto la puerta de la patria, aunque los más jóvenes se resistieran a creer que había cierto Artículo 58-1-b según el cual, en tiempo de guerra, no había pena inferior al fusilamiento. ¡Por no haber querido morir de una bala alemana, tras el cautiverio el soldado debía morir de una bala soviética! Otros mueren de las balas del enemigo, nosotros de las nuestras.

(Sería ingenuo preguntarse: por qué.Los gobiernos de todas las épocas tienen muy poco de moralistas. Si han encarcelado y ejecutado a la gente, jamás ha sido poralgo. ¡Encarcelan y ejecutan para que no! Atodos estos prisioneros los encarcelaron, claro está, no por traición a la patria, pues hasta el más imbécil veía claramente que sólo a los vlasovistas se los podía condenar por traición. Los encerraron para que no evocaran Europa entre sus paisanos. Ojos que no ven, corazón que no sueña...)

Así pues, ¿qué caminos se le ofrecían al prisionero de guerra ruso? Legal, sólo uno: tenderse y dejarse pisotear. Cualquier brizna de hierba procura vivir, abriéndose camino con su endeble tallo. Pero tú, tiéndete y déjate pisotear. Aunque sea ya algo tarde, puedes morirte ahora, ya que no lograste morir en el campo de batalla, entonces no se te juzgará.

Duermen los soldados. Han dicho su palabra. Y con ellos, la razón. Por siempre jamás.

Todos, todos los demás caminos que pueda inventar tu desesperado cerebro, todos conducen a enfrentarse con la Ley.

La evasión para alcanzar la patria atravesando las alambradas del campo, cruzando media Alemania y luego por Polonia o los Balcanes, conduce al SMERSH y al banquillo de los acusados: ¿Cómo has logrado evadirte si los demás no lo consiguen? ¡Esto huele a chamusquina! Di, canalla, con qué misiónte han enviado (Mijaíl Bumatsev, Pável Bondarenko y muchos, muchos otros).

En nuestra crítica literaria ha quedado establecido que Shólojov, en su inmortal relato El destino de un hombre,expuso la «verdad amarga» sobre esta «faceta de nuestra vida», que «puso al descubierto» este problema. Nos vemos obligados a replicar que en dicho relato, por lo demás muy flojo, donde las páginas de guerra son pálidas y poco convincentes (es evidente que el autor no conoció la última guerra), donde se caracteriza a los alemanes de una manera tópica, como en las estampillas populares hasta convertirlos en figuras cómicas (el único personaje logrado es la esposa del protagonista, que es una mujer piadosa típica de Dostoyevski), en este relato, pues, sobre el destino de un prisionero, el verdadero problema del cautiverio queda escamoteado o tergiversado:

1. Se ha elegido el caso de cautiverio más inocuo: el protagonista había perdido el conocimiento, con lo que éste queda «fuera de toda duda» y el autor pasa de puntillas sobre el quidde la cuestión: y si se hubiera rendido sin haber perdido el conocimiento, como sucedió con la mayoría, ¿qué habría pasado entonces?

2. Según el relato, el problema fundamental del cautiverio es que entre los nuestros surgen traidores y no que la Patria nos haya abandonado, negado y maldecido (Shólojov no dice de ello una palabra), cuando es esto precisamente lo que nos sumía en una situación sin salida. (Si eso es lo principal, pues entonces profundiza y explica de dónde han podido salir esos traidores, un cuarto de siglo después de una revolución apoyada por todo el pueblo.)

3. El autor inventa una evasión rocambolesca, de novela policiaca, una serie de patrañas para que la fuga no desemboque en el obligatorio e ineludible proceso de recepción de los que vienen del cautiverio: el SMERSH y el Campo de Control y Filtrado. A Sokolov no sólo no lo ponen tras las alambradas, como exige el reglamento, sino que —¡menudo chiste!– ¡recibe del coronel un mes de permiso! (¿o sea que le dan tiempo para que pueda cumplir la «misión» que le ha encomendado el espionaje fascista? ¡Entonces, el coronel hubiera ido derechito detrás de él!).

Si huías a donde los partisanos del Frente Occidental para alcanzar las fuerzas de la Resistencia, no estabas haciendo más que aplazar el pago de toda tu deuda con los tribunales, y además ello aún te hacía más peligroso: al vivir libremente entre los europeos podías haberte contagiado de un espíritu muy nocivo. Y si tú no temiste escapar y después combatir, es qu eeres un hombre decidido, doblemente peligroso para la patria.

¿Y sobrevivir en el campo de concentración a costa de tus compatriotas y de tus camaradas? ¿Y convertirte en policía de campo, en jefe de barracón, en ayudante de los alemanes y de la muerte? La ley de Stalin eso no lo castigaba con mayor severidad que la participación en las fuerzas de la Resistencia: era el mismo Artículo y la misma condena. (No cuesta adivinar el porqué: ¡hombres así aun son menos peligrosos!) Pero una ley íntima inexplicablemente arraigada en nuestro interior, vedaba este camino a todos, excepto a la escoria.

Excluidos estos cuatro caminos, fuera de tu alcance o inaceptables, quedaba una quinta vía: esperar a los reclutadores y ver qué proponían.

A veces, por suerte, venían delegados de los Bezirk (distritos) rurales a reclutar jornaleros para los Bauer (o sea, los granjeros); o de las empresas, para llevarse a ingenieros y obreros. Por alto imperativo e«stalin»iano, también a esto debías negarte, tenías que ocultar que eras ingeniero u obrero especializado. Si eras ingeniero-aparejador o electricista, la única forma de conservar tu patriotismo inmaculado era quedarte en el campo de concentración a cavar, a pudrirte y a rebuscar en el basurero. En este caso, por simple traición a la Patria podías contar con una condena de diez años de cárcel y cinco de bozal, [156]eso sí, con la cabeza bien alta. Pero si tu caso era traición a la Patria con el agravante de haber trabajado para el enemigo y además en tu especialidad profesional, te caían ¡los mismos diez años de cárcel y cinco de bozal!—eso sí, con la cabeza bien gacha.

Era la fina mano de un hipopótamo metido a relojero por la que tanto se distinguía Stalin.

A veces llegaban reclutadores totalmente distintos: solían ser rusos, hasta hacía poco comisarios políticos, pues los guardas blancos no se prestaban a estos quehaceres. Los reclutadores organizaban un mitin en el campo de concentración, echaban pestes del régimen soviético e invitaban a inscribirse en las escuelas de espionaje o en las unidades de Vlásov.

El que no haya pasado el hambre de nuestros prisioneros de guerra, el que no haya roído los murciélagos que llegaban volando al campo de concentración, el que no haya cocido viejas suelas de zapato, difícilmente llegue a comprender qué irresistible fuerza material adquiere cualquier llamada, cualquier argumento, si tras él, tras las puertas del campo, humea una cocina de campaña y todo aquel que da su consentimiento puede comer inmediatamente tanta kashacomo quiera, ¡aunque sea una vez!, ¡aunque sólo sea una vez más antes de morir!

Pero además de la kashahumeante, había en la convocatoria del reclutador un espejismo de libertad y de vida de verdad. ¡No importaba para qué los llamaran! A los batallones de Vlásov. A los regimientos cosacos de Krasnov. A los batallones de trabajo, a echar hormigón en la futura Muralla Atlántica. A los fiordos noruegos. A las arenas de Libia. A los «Hiwi»* – Hilfswillige– auxiliares voluntarios de la Wehrmacht alemana (en cada compañía alemana había 12 Hiwis). O, por último, a hacer de policías rurales, a perseguir y cazar guerrilleros (de muchos de los cuales había renegado también la patria). Daba igual adonde los enviaran, todo era preferible a estirar la pata como una res abandonada.

¡Cuando hemos hecho que un hombre se degrade hasta roer murciélagos, nosotros mismos lo hemos eximido de todo deber, no ya ante la patria, sino ante la humanidad misma!

Y si algunos de nuestros muchachos en los campos de prisioneros se enrolaban en los cursos acelerados para espías, era tan sólo porque todavía no habían llegado hasta el fondo en las conclusiones que cabía sacar de su abandono, y por tanto su comportamiento seguía siendo más que patriótico. Veían en ello el medio menos oneroso para escapar del campo de concentración. Casi todos, del primero al último, imaginaban que nada más los pusieran los alemanes en territorio soviético, ellos se presentarían a las autoridades, entregarían el equipo y las instrucciones recibidas, y junto con los afables mandos soviéticos se burlarían de los estúpidos alemanes, vestirían de nuevo el uniforme del Ejército Rojo y se reintegrarían con entusiasmo en las filas de los combatientes. Decidme, humanamente, ¿quién podía esperar otra cosa? ¿cómo podía ser de otra manera?Eran muchachos sinceros —yo vi a muchos de ellos—, con caras redondas y francas, con un cautivador deje de Viatka o de Vladímir. Se metían animosamente a espías sin haber pasado del cuarto o quinto curso en la escuela rural, sin ningún hábito en el manejo de la brújula y del mapa.

Uno podría creer que para los prisioneros ésta era sin duda la única salida acertada. Uno podría pensar que para el mando alemán ésta era sin duda una empresa estúpida y costosa. ¡Mas de ninguna manera! ¡Hitler sabía de qué pie cojeaba su déspota gemelo! La demencia de Stalin se distinguía, entre otros rasgos, por la espiomanía. Stalin creía que el país estaba infestado de espías. A todos los chinos que vivían en el Extremo Oriente soviético les colgó el Artículo 58-6 (espionaje) y se los llevó a los campos del norte, donde sucumbieron. La misma suerte corrieron los chinos que habían tomado parte en la guerra civil y no se largaron a tiempo. Varios centenares de miles de coreanos fueron desterrados a Kazajstán, sospechosos todos a una de lo mismo. Todos los soviéticos que habían estado en alguna ocasión en el extranjero, que alguna vez aminoraron el paso ante un hotel de «Inturist», que alguna vez aparecieron en una fotografía junto a una fisonomía extranjera o que fotografiaron algún edificio de su ciudad (las Puertas de Oro* de Vladímir), eran acusados de lo mismo. Los que miraban demasiado rato las vías del tren, un puente de la carretera, las chimeneas de una fábrica, caían bajo la misma acusación. Los muchos comunistas extranjeros, atrapados en la Unión Soviética, los funcionarios, fueran importantes o no, del Komintern, todos ellos, sin hacer distingos individuales, fueron acusados ante todo de espionaje. [157] 9¡Hasta los fusileros letones, las más fieles bayonetas de los años tempranos de la Revolución, cuando los arrestaban en masa en 1937, también eran acusados de espionaje! Era como si Stalin hubiera invertido el célebre aforismo de Catalina II, dándole además creces: él prefería que se pudrieran en la cárcel novecientos noventa y nueve inocentes antes que dejar escapar a un solo espía de verdad. Siendo así, ¿cómo iban a confiar en unos soldados que, encima, habían estado realmente en manos del espionaje alemán? ¡Y cómo facilitaba el trabajo a los verdugos del MGB que los miles de soldados regresados de Europa no ocultasen que se habían alistado voluntariamente como espías! ¡Qué sobrecogedora confirmación de las predicciones del Sabio entre los Sabios! ¡Venid, venid, cretinos! ¡Hace tiempo que os tenemos preparados un artículo y una recompensa!

Y viene al caso preguntar: y sin embargo, hubo quien no se prestó a ningún reclutamiento; ni trabajó para los alemanes en su profesión; ni fue Ordner en el campo de concentración; hubo quien se pasó toda la guerra en un campo de prisioneros sin asomar la nariz,y sin embargo no murió, ¡aunque sea casi increíble! Hubo quien, por ejemplo, hacía mecheros con trozos de chatarra, como los ingenieros eléctricos Nikolái Andréye-vich Semiónov y Fiódor Fiódorovich Kárpov y comía gracias a eso. ¿Es posible que a éstos la patria no les perdonara el haber caído prisioneros?

¡No, no los perdonó! A Semiónov y a Kárpov los conocí en Butyrki, cuando a los dos ya los habían sentenciado a los correspondientes... ¿cuántos?, el sagaz lector lo sabe ya: diez años de cárcel más cinco de bozal.¡A ellos, que eran brillantes ingenieros y habían rechazado el ofrecimiento alemán de trabajar en su especialidad! ¡A Semiónov, que en 1941, siendo alférez, había ido al frente de voluntario! Semiónov, que en 1942, por falta de pistolas, todavía andaba con una cartuchera vacía (el juez de instrucción no comprendía por qué, antes que entregarse, no se había pegado un tiro con la funda). Semiónov, que se había evadido tres veces y que en 1945, cuando fue liberado del campo de concentración, como medida disciplinaria lo subieron a un tanque (durante un ataque de blindados), participó en la conquista de Berlín y recibió la orden de la Estrella Roja.* Y después de todo esto fue encarcelado al fin y sentenciado. Éste es el espejo de nuestra Némesis.

Pocos fueron los prisioneros de guerra que cruzaron la frontera soviética como hombres libres, y si en medio del barullo alguno consiguió colarse, más tarde le echarían el guante, aunque fuera en 1946-1947. A unos los arrestaban ya en Alemania, en los puntos de reagrupamiento. A otros, aunque en apariencia no estuvieran detenidos, al llegar a la frontera los metían en vagones de mercancías y los llevaban escoltados hasta uno de los numerosos Campos de Control y Filtrado (PFL) desparramados por todo el país. Esos campos no se diferenciaban en nada de los Campos de Trabajo Correccional, salvo que los reclusos entraban en ellos cuando aún no les habían condenado y no oían sentencia hasta que se encontraban en ellos. En estos PFL nadie permanecía de brazos cruzados —todos estaban situados junto a una fabrica, una mina o una edificación– y los ex prisioneros de guerra, contemplando la patria recobrada a través de las mismas alambradas que en Alemania, podían incorporarse desde el primer día a la jornada laboral de diez horas. En las horas de asueto —de noche y de madrugada– se interrogaba a los internados, y para ello había en los PFL gran cantidad de agentes operativos y jueces de instrucción. Como siempre, la instrucción partía del supuesto de que eras culpable de antemano. Y tú, sin salir de las alambradas, debías demostrar que noeras culpable. Para ello sólo podías basarte en tus testigos, otros prisioneros de guerra, que podían haber ido a parar a otro PFL, en el quinto pino. Por ello los agentes operativos de Kemerovo solicitaban informes a los de Solikamsk, éstos tomaban declaración a los testigos y enviaban las respuestas junto a nuevas peticiones, y entonces también te interrogaban a ti como testigo. Es cierto que para esclarecer tu caso podía hacer falta un año y hasta dos, pero ello no significaba perjuicio alguno para la patria: mientras tanto, tú ibas sacando carbón todos los días. Y si alguno de los testigos declaraba algo desfavorable sobre ti, o si éstos ya no estaban vivos, entonces ¡despídete!: ya eras un «traidor de la patria» y la sesión del tribunal itinerante te estampillaba tus diez años. Y si por más vueltas que le dieran a tu caso, resultaba que al parecer no habías servido a los alemanes, y lo que es más importante, no habías tenido tiempo de ver estadounidenses ni ingleses en carne y hueso (que te hubieran liberado ellos y no los nuestros se consideraba circunstancia enormemente agravante), entonces los agentes operativos decidían de qué grado de aislamiento eras digno. A algunos les prescribían un cambio de residencia (esto siempre destruye los vínculos del hombre con su entorno y le hace más vulnerable). A otros les proponían noblemente que ingresaran en la VOJR, es decir, en la guardia militarizada de los campos penitenciarios: aunque en apariencia quedaba libre, el hombre perdía toda libertad individual y partía hacia lugares apartados. A los terceros les daban un apretón de manos, y aunque merecían el paredón por haberse rendido, dejaban humanamente que se fueran a casa. ¡Pero se alegraban antes de tiempo! Mucho antes que ellos, por los misteriosos canales de las Secciones Especiales, su expedienteya había llegado al país. Esos hombres dejaban definitivamente de ser de los nuestrosy con la primera ola de arrestos masivos (como la de los años 1948-1949) los encarcelaban por propaganda antisoviética o por lo que más les cayera a mano. Con esa gente también estuve preso.

«¡Ay, si lo hubiera sabido...!»: éste era el estribillo en las celdas esa primavera. «¡Si hubiera sabido que me iban a recibir así!, ¡que me iban a engañar así! ¡que me esperaba esta suerte! ¿Iba a volver yo a la patria ? ¡Por nada del mundo! ¡Hubiera hecho todo lo posible por llegar a Suiza, a Francia! ¡Habría cruzado el mar! ¡El océano! ¡Hasta la otra punta del mundo!»

Sin embargo, aunque los prisioneros lo supieran, con frecuencia obraban igual. Vasili Alexandrov cayó prisionero en Finlandia. Ahí dio con él un viejo mercader de San Petersburgo quien, después de preguntar su nombre y patronímico, le dijo: «El año 1917 quedé en prenda con su padre de usted por una importante suma que después no tuve ocasión de pagar. ¡Tenga usted a bien cobrármela!». ¡Menuda ganga! Después de la guerra, Alexandrov fue admitido en el círculo de los emigrados rusos, ahí conoció a una chica a la que amaba y con la que se prometió muy en serio. Para contribuir a su formación, el futuro suegro le dio a leer una colección de Pravda auténtica, tal como se publicó de 1918 a 1941, sin amaños ni enmiendas. Al mismo tiempo le puso al corriente de la historia de las riadas , más o menos como en el capítulo 2. Y pese a todo... Alexandrov abandonó novia y bienes, volvió a la URSS y le cayeron, como es fácil colegir, diez años de cárcel más cinco de bozal. En 1953, en un campo especial, se sentía feliz de poder engancharse como jefe de cuadrilla...*

Los más juiciosos ahora rectificaban: ¡Nuestro error fue mucho antes! ¡Quién me mandaba a mí meterme en primera línea en 1941! Si no quieres mal comercio, no te metas en el tercio. Debí haberme hecho un huequecito en la retaguardia desde el principio, ahí sí que se estaba tranquilo. A ésos ahora los tienen como héroes. Y aun mejor hubiera sido desertar: seguramente habríamos conservado el pellejo entero y no nos caerían diez años, sino siete u ocho; en los campos el desertor puede tener el cargo que le dé la gana, y es que ya se sabe, no es un enemigo, un traidor o un político, es de los nuestros, un preso común.Otros objetan exaltados: sí, pero los desertores tendrán que cumplir integramente la condena, hasta que se pudran, no habrá perdón para ellos, mientras que nosotros tendremos pronto una amnistía y nos soltarán a todos. (¡Aún desconocían el principal privilegio del desertor!)

Los que habían sido detenidos por el punto 10, en su casa o en el Ejército Rojo, solían envidiar a los prisioneros de guerra: ¡Qué diablos, por el mismo precio(por los mismos diez años), cuántas cosas interesantes habría visto, en cuántos sitios habría estado! Y nosotros vamos a estirar la pata en un campo sin haber visto más que el pestilente portal de casa. (De todos modos, los del 58-10 apenas lograban ocultar su ilusionado presentimiento de que serían amnistiados en primer lugar.)

Los únicos que no suspiraban diciendo «¡Ay, si lo hubiera sabido!» (porque sabían a lo que iban), los únicos que no esperaban clemencia ni amnistía, eran los vlasovistas.

* * *

Mucho antes de nuestro inesperado encuentro en los catres de las cárceles, yo tenía conocimiento de su existencia, aunque no sabía qué pensar de ellos.

Primero fueron unas octavillas, mojadas muchas veces por

la lluvia y muchas veces secadas por el sol, perdidas en una franja del frente de Orel, entre altas hierbas que llevaban tres años sin conocer la siega. Las octavillas llevaban una fotografía del general Vlásov, acompañada de su biografía. En esa fotografía borrosa, su cara parecía la de un hombre bien comido y que había triunfado, como la de todos nuestros generales formados ya en época soviética. (En realidad no era así. Vlásov era alto y delgado, y en fotografías más detalladas puede verse que parecía un campesino que hubiera estudiado y se hubiera puesto unas gafas de concha.) La biografía parecía confirmar su brillante carrera: en los años de los encarcelamientos masivos estuvo de asesor militar con Chiang Kai-chek. ¿Pero a qué frases de aquella biografía podía darse crédito?

Andréi Andréyevich Vlásov nació en 1900, en una familia campesina de la región de Nizhni-Nóvgorod. Bajo el tutelaje de su hermano, maestro rural, estudió en la academia eclesiástica de Nizhni-Nóvgorod, pero antes de pasar al seminario le sorprendió la Revolución. En la primavera de 1919 fue movilizado por el Ejército Rojo y al final del mismo año ya era jefe de pelotón en el frente contra Denikin. Al terminar la guerra ascendió a jefe de compañía y se quedó en el Ejército. En 1928 siguió los cursos «Vystrel»* y más tarde se incorporó al Estado Mayor. En 1930 ingresó en el VKP(b), lo que le abrió nuevas posibilidades de ascenso. En 1938, ya con el grado de jefe de regimiento, fue enviado como asesor militar a China. Al no estar relacionado con las altas esferas militares o del partido, Vlásov se vio dentro de esa «segunda promoción» que Stalin ascendió para relevar a los jefes de Ejército, de división y de brigada que habían sido liquidados. En 1939 recibió el mando de una división, y en 1940, en la primera hornada de nuevos (antiguos) grados militares, obtuvo el de mayor general. Por lo que siguió después se puede concluir que entre los generales de aquel reemplazo, muchos de ellos completamente obtusos e inexpertos, Vlásov resultó ser uno de los más capacitados. Su división de tiradores n° 99, que hasta entonces era el furgón de cola del Ejército Rojo, ahora era citada como ejemplo en el Estrella Roja*y en la guerra no fue cogida por sorpresa cuando Hitler atacó, al contrario: cuando nuestro retroceso hacia el Este se hizo general, la división avanzó hacia Occidente, recuperó Przemysl y lo mantuvo durante seis días. Después de pasar fugazmente por el cargo de jefe de cuerpo del Ejército, en 1941 Vlásov ya dirigía, en Kiev, el 37º Ejército. Cogido en la enorme bolsa de Kiev, logró abrirse paso al frente de un gran destacamento. En noviembre Stalin le confió el 20º Ejército e inmediatamente entró en combate en Jimki, tras lo cual lanzó una contraofensiva que llegó hasta Rzhev y se convirtió en uno de los salvadores de Moscú. (En un parte de la Oficina de Información* del 12 de diciembre, la enumeración de generales era la siguiente: Zhúkov, Leliushenko, Kuznetsov, Vlásov, Rokossovski...) Con el ritmo precipitado de aquellos meses, Vlásov tuvo tiempo de convertirse en adjunto del comandante del Frente del Voljov (general Meretskov), y en marzo, de tomar el mando del Segundo Ejército de choque que había quedado cercado en un imprudente avance para romper el bloqueo de Leningrado. Vlásov asumió el mando ahí mismo, en el interior de la bolsa. Aún estaban practicables los últimos caminos de invierno, pero Stalin prohibió la retirada y, al contrario, ordenó a las tropas, que ya estaban peligrosamente adentradas, seguir adelante por parajes pantanosos que empezaban a deshelarse, sin víveres, sin armamento y sin apoyo aéreo. Tras dos meses de hambre y agonía (con posterioridad, aquellos soldados me contarían en las celdas de Butyrki que raspaban los cascos de los caballos muertos, en descomposición, que cocían aquellas virutas y se las comían), el 14 de mayo de 1942 los alemanes lanzaron una ofensiva concéntrica sobre el ejército rodeado (y en el aire, como es natural, sólo había aviones alemanes). Y sólo entonces, como una burla, recibieron permiso de Stalin para retroceder a la otra orilla del Voljov. ¡Y aún hubo intentos desesperados de romper el cerco! Hasta comienzos de julio.

Así (como si repitiera la suerte del Segundo Ejército de Samsónov, arrojado insensatamente a una bolsa) sucumbió el Segundo Ejército de Choque de Vlásov.

¡Estaba bien claro que aquello había sido traición a la patria! ¡Por supuesto que había sido una cruel traición! Pero.... del propio Stalin. Traicionar no es necesariamente venderse. La ignorancia y la negligencia en la preparación de la guerra, el desconcierto y la cobardía en su comienzo, el absurdo sacrificio de ejércitos y regimientos sólo para seguir luciendo un uniforme de mariscal, ¿acaso puede cometer traición más grave un Comandante Supremo?

A diferencia de Samsónov, Vlásov no se suicidó. Perdido su ejército, erró por bosques y pantanos hasta rendirse el 12 de julio en la región del río Síverskaya. Pronto se encontró en Vínnitsa, en un campo especial para oficiales prisioneros de alta graduación creado por el conde Von Staufienberg, futuro participante en una conspiración contra Hitler. Los siguientes dos años de la vida de Vlásov transcurrieron bajo la protección de los círculos militares oposicionistas (más tarde, muchos de sus integrantes saldrían a relucir y morirían en la confabulación contra Hitler). En las primeras semanas de cautiverio, él y el coronel Boyarski, ex comandante de la 41ª División de la Guardia, redactaron un informe: la mayoría de la población soviética, tanto civiles como militares, vería con agrado el derrocamiento del Gobierno soviético si Alemania reconociera a la nueva Rusia en pie de igualdad (quizás influyera en este apresurado dictamen la experiencia personal de Vlásov: sus suegros habían sido «colectivizados» y su esposa obligada a renegar oficialmente de sus padres, aunque los ayudaba bajo mano. Mas ahora, ella y su hijo iban a ser inmolados por ese cambio de actitud del general en cautiverio: un buen día desaparecieron en las fauces del NKVD).

Con aquella octavilla en la mano resultaba difícil creer de buenas a primeras que se tratara de un hombre eminente, que toda su vida hubiera servido con fidelidad al régimen soviético, o que sintiera profundamente y desde hacía tiempo inquietud por los destinos de Rusia. La siguiente remesa de octavillas, que anunciaba la creación del ROA, el «Ejército Ruso de Liberación» del general Vlásov, no sólo estaba escrita en un pésimo ruso, sino que además rezumaba un espíritu extranjero, claramente alemán, e incluso cierto desinterés por el asunto. En cambio, las octavillas mostraban una grosera jactancia al hablar de gachas suculentas y de la alegría reinante entre los soldados. Costaba creer en la existencia de aquel Ejército. Y si en verdad existía, ¿de qué podían estar tan alegres? Solo un alemán podría mentir así.

En realidad no hubo tal ROA casi hasta al final de la guerra. Lo que sí hubo todos esos años fue unos cuantos cientos de mil esde auxiliares voluntarios —los Hilfwillige– diseminados por todas las unidades alemanas, con los mismos derechos que un soldado, ya fuera total o parcialmente. Existieron además formaciones de voluntariosantisoviéticos compuestas por hombres que habían sido hasta hacía poco ciudadanos de la URSS, pero al mando de oficiales alemanes. Los primeros en brindar apoyo a los nazis fueron los lituanos (¡tantas faenas les habíamos hecho en sólo un año!). Luego aparecerían una división de voluntarios de las SS compuesta por ucranianos y unos destacamentos, también de las SS, formados por estonios. En Bielorrusia se reclutó una milicia popularcontra los guerrilleros (¡que llegó a tener cien mil hombres!). Un batallón turkestano. Otro, tártaro, en Crimea. (Y todo esto lo habían sembrado los propios soviets. Por ejemplo, en Crimea, con la estúpida persecución de las mezquitas, cuando en otro tiempo la perspicaz Catalina la Grande afianzaba sus conquistas asignando recursos del Estado para construirlas y ampliarlas. También los hitlerianos, al llegar, tuvieron el acierto de proteger las mezquitas.) Cuando los alemanes conquistaron nuestro sur, el número de batallones de voluntarios aumentó todavía más: uno georgiano, uno armenio, uno norcaucásico y dieciséis kal-mucos (mientras que en el Sur casi no aparecieron guerrilleros soviéticos.) Cuando los alemanes se retiraron del Don, marchó con ellos una columna de unos quince mil cosacos, de los que la mitad eran aptos para el combate. En los alrededores de Lokot (región de Briansk), en 1941, los habitantes del lugar abolieron los koljoses antes de que llegaran los alemanes, se armaron contra los guerrilleros soviéticos y crearon una región autónoma que tenían previsto que durara hasta 1943 (presidida por el ingeniero K.P. Voskobóinikov), con una brigada armada de veinte mil hombres (bajo la bandera de San jorge), que se autodenominaba ROÑA, Ejército Popular Ruso de Liberación. Sin embargo, no llegó a constituirse un auténtico ejército de liberación de toda Rusia, por más que abundaran intentos y proyectos, tanto por parte de los propios rusos que ansiaban empuñar las armas para liberar a su país, como de grupos de militares alemanes —con escasa influencia y puestos de mediana importancia– realistas y conscientes de que con la política hitleriana de colonización a ultranza no se podía ganar la guerra contra la URSS. Entre dichos militares había bastantes alemanes del Báltico, y entre ellos veteranos del antiguo Ejército del zar que percibían con especial sensibilidad la situación en que se encontraba Rusia, como por ejemplo el capitán Strick-Strickfeldt. Este grupo intentaba en vano hacer comprender a la cúpula hitleriana que era necesaria una alianza germano-rusa. A su fantasía se debe el nombre de ese ejército, el futuro estatuto que se esperaba conferirle y el bordado en la bocamanga (sobre campo de San Andrés)* que se llevaría sobre el uniforme alemán. En 1942, en la aldea Osintorf, cerca de Orsha, se creó con la ayuda de algunos emigrados rusos (Ivanov, Kromiadi, Igor Sájarov, Grigori Lamsdorf) una «unidad experimental» con prisioneros nuestros: llevaban uniformes y armas soviéticos, pero con los antiguos galones y escarapela rusos. A finales de 1942 esta formación contaba con siete mil hombres; eran cuatro batallones destinados a convertirse en regimientos, conscientes además de que eran el germen de un futuro RNNA, un Ejército Popular Nacional Ruso. Había más voluntarios de los que la unidad podía admitir, pero no tenían ninguna seguridad, pues no podían fiarse de los alemanes, y ello con razón. En diciembre de 1942 la unidad se vio afectada por una orden de reforma: debía disolverse en batallones separados, vestir uniforme alemán e incorporarse a las unidades alemanas. Aquella misma noche trescientos hombres se pasaron a la guerrilla soviética.


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