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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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Pero dado que este vagón no se convirtió en el medio preferido de transporte hasta los años veinte y que se le dio una aplicación exclusiva y generalizada a principios de los treinta, cuando toda nuestra existencia se vio invadida por la uniformidad (tanto más que probablemente por entonces se construyeron muchos otros vagones como ésos), sería más justo llamarlos «stalin» y no «stolypin».

El vagón-zak es un coche ordinario dividido en nueve compartimientos, de los cuales cinco están destinados a los presos (aquí, como ocurre en todos los rincones del Archipiélago, la mitad siempre corresponde al personal auxiliar). Los compartimientos no están separados del pasillo por un tabique macizo, sino por una reja que permite la vigilancia. Dicha reja está formada por barras oblicuas en aspa, como las de las verjas que delimitan el pequeño huerto que hay en las estaciones, y llega hasta el techo, razón por la cual no encontramos la acostumbrada repisa para el equipaje que sale del compartimiento hacia la parte superior del corredor. Las ventanillas del pasillo son las habituales, pero con esas mismas rejas oblicuas por la parte de fuera. En los compartimientos de los presos no hay ventanas, sólo una pequeña mirilla, también enrejada, a la altura de la segunda litera (no hay ventanillas exteriores, por eso en las estaciones confunde usted el stolypin con un cocherón de equipajes). Cada compartimiento tiene una puerta corredera, que no es sino un marco de hierro también enrejado.

Visto desde el lado del pasillo, todo este conjunto recuerda vivamente un jardín de fieras: rodeadas de rejas, unas desgraciadas criaturas de apariencia humana se retuercen por el suelo y las literas, y nos miran con lástima pidiendo de comer y de beber. Sin embargo, en un jardín de fieras nunca se hacina a los animales hasta tal punto.

Según calculan los ingenieros, que viven en libertad, en el compartimiento de un stalin caben seis hombres sentados abajo, tres tendidos en las literas centrales (que se han unido en un solo catre, con una escotadura junto a la puerta para subir y bajar) y dos arriba del todo, en los estantes para equipajes. Si además de estos once hombres embutimos en el compartimiento otros once (a los últimos los guardianes tienen que meterlos a patadas, si no sería imposible cerrar la puerta) se alcanza un aforo completamente normal para el compartimiento de un stalin. Dos hombres arqueados —apenas podría decirse que sentados– en cada uno de los dos estantes superiores de equipajes, cinco tendidos en la plataforma del medio (son los más afortunados; estos sitios se ganan a brazo partido, y si en el compartimiento hay cofrades*éstos serán siempre quienes los ocupen), y abajo quedan trece personas: diez sentadas en las literas, a razón de cinco en cada una, y tres en el pasillo que dejan sus piernas. En alguna parte, mezclados con los presos, encima de ellos y también debajo, van sus bártulos. Así, con las piernas encogidas al máximo, los presos permanecen sentados varios días seguidos.

¡No, no es que lo hagan expresamente para martirizarlos! El condenado es el soldado raso del trabajo socialista. ¿Para qué martirizarlo si se necesitan sus brazos? Pero por otra parte, si está en este tren no es porque vaya de visita a casa de unos parientes, ¿no? Así que no hay que acomodarlo bien, ¡a ver si encima van a tenerle envidia los que están en libertad! Ya se sabe que tenemos dificultades con el transporte, pero llegará a destino, no estirará la pata.

A partir de los años cincuenta, cuando se establecieron horarios regulares, los presos ya no tuvieron que pasar tanto tiempo en estas condiciones, pongamos que un día y medio o dos a lo sumo. Peor había sido durante la guerra y después de ella: de Petropavlovsk (Kazajstán) a Karagandá un vagón-zak podía tardar siete días (¡con veinticinco presos en el compartimiento!); y ocho de Karagandá a Sverdlovsk (con veintiséis por compartimiento). En agosto de 1945 Suzi viajó varios días en un stalin de Kúibyshev a Cheliabinsk, y había en el compartimiento treintay cincopersonas echadas simplemente unas sobre otras, revolviéndose y luchando entre sí. [253] 46Y en otoño de 1946, N.V. Timoféyev-Ressovski hizo el trayecto Petropávlovsk-Moscú en un compartimiento ¡con treintay seispresos! Durante varios días estuvo suspendidoentre los demás sin que sus pies tocaran el suelo. Luego empezaron a morir algunos, a los que había que sacar de debajo de aquella masa de pies (aunque no inmediatamente, por cierto, sino al cabo de dos días), y de este modo se ganó espacio. En total, su viaje hasta Moscú duró tres semanas . (Al llegar a Moscú, con arreglo a las leyes del país de las maravillas, varios oficialessacaron en brazos a Timoféyev-Ressovski y se lo llevaron en un automóvil: ¡Venía a contribuir al progreso de la ciencia!) [254]

¿Era treinta y seis la cifra límite? No tenemos testimonio alguno que hable de treinta y siete, pero ateniéndonos a nuestro método científico socialista —el único posible y veraz– y educados como estamos en la lucha contra los «partidarios de la restricción», debemos responder: ¡No, no y no! ¡No existe límite! ¡Tal vez lo haya en alguna parte, pero no en nuestro país! ¡Mientras un compartimiento contenga algunos decímetros cúbicos de aire no desplazado, aunque sea bajo las literas, entre los hombros, cabezas y pies, dicho compartimiento estará todavía en condiciones de acoger más presos! Sin embargo, convencionalmente podemos establecer que el límite equivale al número de cadáveres no desmembrados que pueda contener el volumen total del compartimiento, si se cumple la condición —claro está– de poder apilarlos a voluntad.

V.A. Koméyeva partió de Moscú en un compartimiento en el que había treinta mujeres,la mayoría de ellas ancianas decrépitas desterradas por su fe religiosa (a su llegada, todas ellas, excepto dos, fueron internadas directamente en un hospital). Si no hubo muertes, fue gracias a que también viajaban algunas jóvenes bonitas y desenvueltas, condenadas por «relaciones con extranjeros» que se pusieron a sermonear a la escolta: «¿No os da vergüenza transportarlas así? ¡Pudieran ser vuestras madres!». La escolta recibió con oído atento aquellas palabras —seguramente no tanto por los razonamientos morales de las muchachas como por sus atractivos– y algunas ancianas fueron trasladadas... al calabozo. Pero en un vagón-zak el «calabozo» no es un castigo, sino una bendición. De los cinco compartimientos celulares, sólo cuatro se utilizan como celdas comunes, el quinto está dividido en dos mitades, dos estrechos semi-compartimientos con una litera inferior y otra superior, como suelen tener los revisores de los expresos. El calabozo tiene como finalidad la incomunicación; cuando lo ocupan sólo tres o cuatro personas, es el colmo de la comodidad y el espacio.

No, no era con la intención de martirizarlos a base de sed si durante esos días que pasaban en el vagón, extenuados y apretujados, los alimentaban exclusivamente con arenques o vobla*ahumada en lugar de darles una ración caliente (así fue todos los años, la década de los treinta y de los cincuenta, en invierno y en verano, en Siberia y en Ucrania, y estaría de más presentar ejemplos). No, no era para martirizarlos, porque además, díganme ustedes, ¿y cómo había que dar de comer a

esa chusma estando en pleno viaje? Las ordenanzas no decían nada de comidas calientes (cierto que el vagón-zak contaba con una cocina en uno de los compartimientos, pero estaba] reservada al cuerpo de guardia), tampoco iban a darles sémola sin hervir, ni mucho menos bacalao al natural. ¿Carne en conserva? ¡Sí, hombre! ¡Y encima que engorden! Nada mejor que arenque y un pedazo de pan, ¿pero qué más quieren?

¡Toma, toma tu medio arenque, ahora que puedes, y alégrate! Si eres listo, no darás cuenta de él ahora mismo, sino que te lo guardarás pacientemente en el bolsillo hasta llegar a la prisión de tránsito, donde hay agua. Peor es cuando te dan anchoas del mar de Azov recubiertas de sal gorda y tan húmedas que no se te conservarían en el bolsillo. Hay que recogerlas enseguida en el faldón del chubasquero, en un pañuelo o en la palma de la mano y comérselas. Las anchoas se distribuyen sobre el chubasquero de alguno, mientras que si se trata de vobla,el centinela la echa directo al suelo y los presos se las reparten en las literas o sobre las rodillas.

P.F. Yakubóvich (En el mundo de los proscritos,Moscú, 1964, tomo 1) comenta a propósito de los años noventa del siglo pasado que en aquella época espantosa, durante las etapas de tránsito hacia Siberia se asignaban a cada preso diez copeks diarios para su alimentación, cuando el precio de una hogaza de pan de trigo —¿de tres kilos?– era de cinco copeks, y una jarra de leche —¿dos litros?– costaba tres copeks. «Los presos viven en la abundancia» observa el autor. En cambio, en la gubernia de Irkutsk, los precios estaban más altos: una libra de carne costaba diez copeks, de modo que «los presos, simplemente, vivían en la miseria). ¿A que una libra de carne diaria por persona no es lo mismo que medio arenque?

Pero si te han dado pescado, tampoco te negarán el pan, e incluso es posible que te echen un poco de azúcar. Lo peor es cuando se presentan los centinelas y anuncian: hoy no habrá de comer porque no nos han entregadonada para vosotros. Y puede que sea cierto, que de verdad no les hayan entregado nada porque en alguna contabilidad penitenciaria se han olvidado de incluir una cifra en la partida correspondiente; aunque también podría ser que sí hayan recibido la entrega pero que al cuerpo de guardia no le alcance la ración (la verdad es que ellos tampoco van muy bien servidos) y hayan decidido pellizcarel pan. Dar a los presos el medio arenque sin el pan hubiera sido sospechoso.

Naturalmente, tampoco se pretende martirizar a los presos si no se les da después del arenque ni agua hirviendo (eso nunca, por descontado) ni del grifo. Hay que ser comprensivos: la escolta es escasa, unos vigilan el pasillo y otros la entrada del vagón; además en las estaciones deben meterse debajo del coche y encaramarse al techo para cerciorarse de que no hayan abierto algún boquete. Otros limpian las armas, y además en determinados momentos deben atender a la instrucción política y al estudio de las ordenanzas militares. Entretanto, el tercer relevo duerme. Les corresponden ocho horas, pues ya no estamos en guerra. Además, el agua hay que traerla de lejos, a base de cubos, y llevarlos es indigno: ¿Por qué un soldado soviético habría de acarrear agua como un mulo para un puñado de enemigos del pueblo? A veces, para clasificar los vagones o engancharlos a otro convoy, el vagón-zak está una docena de horas en un apartadero fuera de la estación (oculto a la vista) de modo que hasta la cocina de los soldados se queda sin agua. Bueno, hay ciertamente una solución: llenar cubos para los zeks en el ténder de la locomotora. Por más que se trate de agua turbia y amarillenta en la que flota el aceite lubricante, se la beben de buen grado; tampoco es que importe mucho, ya que en la penumbra del compartimiento no se ve demasiado, pues no hay ventana ni bombilla, y la única luz viene del pasillo. Pero también hay que tener en cuenta esto: repartir ese agua requiere mucho tiempo, pues los presos no tienen vasos —al que tenía se lo han quitado ya– por lo tanto hay que darles de beber con dos cazos de la administración, y mientras ellos sacian su sed, tú ahí al lado, sacando cazos y escanciando agua, una y otra vez. (Y por si fuera poco, de los presos se emperran en que primero beban los sanos, ¡luego los tuberculosos y por último los sifilíticos! Como si no volviera a empezar todo de nuevo en el compartimiento contiguo: primero los sanos...)

Todo esto lo soportarían aún los de la escolta, acarrearían el agua y la repartirían, si encima esos puercos no pidieran ir al retrete apenas satisfecha su sed. Porque la verdad es que si no les das agua durante veinticuatro horas, no pedirán ir al retrete; si les das una sola vez, también una vez querrán ir al retrete; pero si te compadeces y les das agua dos veces, dos veces querrán salir a orinar. Las cuentas están bien claras: no darles agua y sanseacabó.

Y no es porque les sepa mal que desahoguen el cuerpo ni porque les ensucien el urinario, sino porque es una operación de responsabilidad —uno hasta diría que una operación militar– que moviliza por largo rato al cabo y a dos soldados. Primero hay que colocar dos centinelas: uno ante la puerta del retrete y otro en el extremo opuesto del pasillo (para que no se precipiten hacia allí). Mientras tanto, el cabo abre y cierra sin cesar la puerta del compartimiento, primero para meter al que regresa y luego para dejar salir al siguiente. El reglamento sólo permite dejarlos salir de uno en uno, no vaya a ser que se echen sobre la guardia y se declare un motín. ¡Así resulta que el preso que sale al retrete tiene inmovilizados a los otros treinta de su compartimiento y a los ciento veinte en todo el vagón, eso sin contar al cuerpo de guardia! Por el camino el cabo y los soldados le azuzan: «¡Venga! ¡Venga! ¡Aprisa! ¡Aprisa!», y el preso se apresura, tropieza, como si se dispusiera a robarle al Estado la luna del retrete. En 1949, en el stalin Moscú-Kúibyshev, Schulz, un alemán cojo que ya comprendía las voces rusas de apremio, cubría el camino de ida y vuelta hasta el retrete saltando sobre su única pierna mientras la guardia se reía a carcajadas y le exigía que saltara más aprisa. En una de estas idas, al llegar a la plataforma del final del pasillo, un centinela lo empujó ante el retrete, y Schulz cayó de bruces. Entonces el soldado, furioso, empezó a darle golpes y Schulz, incapaz de levantarse mientras le seguían pegando, se metió a rastras en el inmundo urinario. El resto de guardias se desternillaba de risa. [255] 47

Para atajar todo intento de huida durante los segundos pasados en el retrete, y para aligerar, además, la circulación, la puerta no se cierra, de manera que el soldado pueda observar desde fuera el proceso y acuciar al reo: «¡Venga, venga! ¡Ya está bien, basta!». A veces, se trata de una orden previa: «¡Sólo aguas menores!», y en este caso, el centinela no permite nada más. Y naturalmente, uno no se lava las manos jamás: esos depósitos de pared no tienen bastante agua, ni tampoco se dispone de tiempo. Apenas el preso roza la válvula del agua, ruge el soldado desde la plataforma: «¡Venga ya, no toques, fuera!». (Si alguien guarda en el saco un poco de jabón o una toalla procura no sacarlos por pura vergüenza: ello sería actuar como un panoli.)*El retrete rebosa inmundicia. Pero no importa, —¡rápido, rápido!– el preso vuelve a embutirse en el compartimiento. Con las suelas empapadas de heces líquidas, trepa hacia arriba pisando manos y hombros, hasta que finalmente sus sucios zapatos cuelgan de la tercera litera y gotean sobre la segunda.

Cuando las mujeres hacen sus necesidades, las ordenanzas y el sentido común requieren también que la puerta del retrete permanezca abierta, pero no todos los centinelas se empeñan en ello, los hay permisivos: está bien, de acuerdo, cierre si quiere. (Cuando ya han pasado todas, una de las detenidas debe fregar el retrete y de nuevo habrá un soldado a su vera para que no intente evadirse.)

A pesar de este ritmo trepidante, llevar al retrete a ciento veinte personas requiere más de dos horas, ¡más de la cuarta parte de lo que dura un relevo de tres soldados! ¡Y pese a todo, los presos no se dan por satisfechos! Siempre hay algún vejestorio incontinente que a la media hora ya está lloriqueando y pidiendo que le vuelvan a dejar salir; naturalmente, no se lo permiten y acaba haciéndoselo en el mismo compartimiento, lo que de nuevo trae de cabeza al cabo: ahora habrá que obligarle a recogerlo todo con las manos y a sacarlo fuera.

Conclusión: ¡cuanto menos retrete, mejor! O sea: ¡cuanta menos agua, mejor! Y también poca comida, así no se quejarán de diarrea ni apestarán el aire. ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Si es que ni respirar se puede en el vagón!

¡Cuanta menos agua, mejor! ¡Pero los arenques, tantos como toquen! No dar agua es una medida sensata, pero escatimar el arenque sería una grave falta disciplinaria.

¡Nadie, absolutamente nadie se había propuesto como meta martirizarnos! ¡El proceder de la guardia era del todo sensato! Y sin embargo, estábamos encerrados en una jaula como los primeros cristianos y nos echaban sal en nuestras lenguas laceradas.

La guardia tampoco se habia propuesto como meta (aunque a veces sí) mezclar en un mismo compartimiento a reos del artículo cincuenta y ocho con cofrades del hampa y simples delincuentes: sencillamente, los presos eran muchos, mientras que escaseaban los vagones y los compartimientos, y además, el tiempo apremiaba. ¿Cuándo si no iban a clasificarlos? Con uno de los cuatro compartimientos reservado a las mujeres, si había que clasificar los tres restantes, lo más conveniente era hacerlo por estaciones de destino y agilizar así la descarga.

¿Acaso crucificaron a Cristo entre dos ladrones porque Pi-lato quisiera humillarlo? Simplemente, era el día reservado a las crucifixiones, Gólgota no había más que uno, y tiempo, poco. Y fue contado entre los malvados. [256]

* * *

Siento temor de sólo pensar cuánto habría sufrido de encontrarme en la situación de un preso común... Durante el traslado por etapas, tanto los soldados como los oficiales se dirigían a mí y a mis compañeros con atenta cortesía... Como preso político, viajé hasta la penitenciaría con relativa comodidad: en las prisiones de tránsito disfruté de un local aparte, separado del grupo de delincuentes comunes, tuve a mi disposición un carro en el que iban mis cerca de veinte kilos de equipaje...

...No he querido poner comillas en este párrafo para que' el lector penetrara mejor en su sentido. ¿Verdad que sin comillas el párrafo resulta chocante?

Lo escribió P.F. Yakubóvich en los años noventa del siglo pasado. Ahora que han reeditado el libro para sermonearnos sobre aquellos tiempos tenebrosos, podemos enterarnos de que los presos políticos tenían un cuarto especial hasta en las gabarras, además de una zona especial en cubierta para dar paseos. (Lo mismo que en Resurrección,donde, además, el príncipe Nejliúdov, una persona ajena a la penitenciaría, tiene la posibilidad de visitar a los presos políticos y mantener conversaciones con ellos.) [257]Y sólo porque en la lista de presos «olvidaron poner frente al apellido Yakubóvich la inscripción "preso político", esa palabra mágica»(así lo escribe el autor), en Ust-Kara fue «recibido por el inspector del penal... como un vulgar delincuente común: con grosería, provocación e insolencia». Por lo demás, el equívoco se solucionó felizmente.

¡Qué tiempos increíbles! ¡Mezclar presos políticos con delincuentes comunes casi les parecía un crimen! A los presos comunes los conducían a pie hasta la estación por el centro de la calzada para público escarnio, pero en cambio los presos políticos podían ir en coche (como el bolchevique Olminski en 1899). A los presos políticos no les daban de comer del caldero común, sino que les pagaban unas dietas que les permitían encargar las comidas en algún figón. El mismo bolchevique Olminski rechazó hasta el rancho del hospital porque le pareció basto. [258] 48Y en Butyrki un jefe de bloque presentó disculpas a Olminski porque un carcelero le había tuteado: es que aquí, vino a decir, nos llegan muy pocos presos políticos. ¿Cómo iba a saber el carcelero que usted...?

¡Muy pocos presos políticos!¡En Butyrki! ¿Estaré soñando? ¿Pues dónde los metían? ¡Tanto más que todavía no existían ni la Lubianka ni Lefórtovo!

Rádischev fue conducido con grilletes y como el tiempo era frío le echaron por encima «la repugnante zamarra» de un guardián. Sin embargo, apenas supo esto, Catalina II dispuso que se le quitaran los grilletes y que se le proveyera de todo lo necesario para el viaje. En cambio, en noviembre de 1927, Anna Skrípnikova fue conducida desde Butyrki a Solovki ataviada con un sombrero de paja y ropa estival (llevaba el mismo vestido que cuando la habían detenido ese verano; desde entonces su habitación había quedado precintada y nadie quiso extenderle una autorización para recoger su ropa de abrigo).

Distinguir a los presos políticos de los comunes significa respetarlos como adversarios en pie de igualdad, equivale a reconocer que cualquier persona puede tener opiniones.¡Así, aunque esté el preso en prisión se siente libre políticamente!

Pero desde el momento en que todos nosotros pasamos a ser «KR» —y a partir de que los socialistas no supieron defender su categoría de «políticos»– no podías esperar sino carcajadas de los presos y el desconcierto de los celadores si se te ocurría protestar pidiendo que a ti, un preso político, te disgregaran de los reos de delito común. «Aquí, comunes lo sois todos», respondían los vigilantes con toda sinceridad.

Esta mezcla, este primer e impresionante encuentro, se produce dentro del «cuervo» o en el vagón-zak. Hasta entonces, por más que te hayan vejado durante la instrucción sumarial, por más que te hayan torturado y oprimido, sabes que todo se debía al trato con los de azul, a quienes no se debe confundir con la humanidad y a quienes hay que ver sólo como unos arrogantes esbirros. En cambio, tus compañeros de celda, aunque sean muy distintos a ti por su cultura y su experiencia, por mucho que discutas con ellos, aunque se chivencosas sobre ti, forman parte pese a todo de un género humano, ordinario, pecador y cotidiano, entre el que has pasado tu vida.

Cuando te embanastan en el compartimento del stalin crees encontrarte entre compañeros de infortunio, piensas que todos tus enemigos y opresores han quedado al otro lado de las rejas, no esperas encontrarlos también a este lado. Mas de pronto, cuando alzas la cabeza hacia esa escotadura cuadrada troquelada en la litera central, hacia ese único cielo que se abre sobre ti, puedes ver encima de ti tres o cuatro..., ¡no, no diremos rostros!, ¡ni tampoco caras de mono, pues hasta los simios tienen una expresión más apacible e inteligente!, ¡semblantes repulsivos también sería quedarse cortos, puesto que no guardan ninguna semblanza humana! Ves jetas crueles y abyectas que expresan mofa y ruindad. Cada una te observa como la araña al acecho de la mosca. La reja es su telaraña, ¡y tú has caído en ella! Retuercen los morros como si fueran a picarte en un costado. Cuando conversan, sisean, y disfrutan más con este siseo que con el sonido de vocales y consonantes propio del habla. No se asemeja su garla al ruso más que en los sustantivos y las desinencias verbales: es una auténtica jerigonza.

Esos extraños goriloides las más de las veces sólo visten camiseta, pues en el compartimiento el calor es sofocante. Tienen el pescuezo rojizo y nudoso, los hombros musculosos y abultados, el pecho moreno y tatuado. Jamás han experimentado la opresión que provoca la cárcel. ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? Y de repente, ves una cruz colgando de uno de aquellos cuellos, sí, una pequeña cruz de aluminio prendida de un cordel. Esto te impresiona y te causa cierto alivio: entre ellos hay creyentes. ¡Qué conmovedor! ¡Nada terrible ha de sucederte! Pero justo este «creyente» suelta de pronto una sarta de obscenidades mentando la cruz y la fe (para maldecir sí que emplean algo de ruso) y te mete en los ojos dos dedos separados en forma de «V». No es ninguna amenaza, te los está clavando como diciendo: «¡Te voy a sacar los ojos, carroña!». ¡Esta es toda su fe y toda su filosofía! Y si son capaces de aplastarte los ojos como se aplasta una babosa, ¿qué misericordia vas a esperar para ti y para lo que llevas contigo? La cruz se balancea, y tú diriges los ojos —aún no aplastados– hacia esa salvaje mascarada, y todo tu sistema de orientación se resquebraja: ¿Quién de vosotros ya ha perdido el juicio? ¿Quién está a punto de perderlo?

Crujen y se desmoronan en un instante los hábitos de trato humano que has seguido hasta ahora. En toda tu vida anterior —sobre todo antes de tu detención, pero también después e incluso, en parte, durante la instrucción del sumario– has proferido palabras a otros seres humanos y has escuchado palabrasde ellos, y estas palabras producían un efecto; con ellas se podía convencer, rechazar o ponerse de acuerdo. Recuerdas diferentes tratos humanos —el ruego, la orden, el agradecimiento—, pero ahora te ves sumido en algo que queda fuera de estas palabras y de estos tratos. Desciende ahora hacia ti un emisario de las jetas. Suele ser un jovenzuelo mal encarado cuya desenvoltura e insolencia lo hacen tres veces más repugnante, y ese aprendiz de demonio desata tu saco y te escamotea los bolsillos, pero no registrando, sino palpando, ¡como si hurgara en sus propios bolsillos! A partir de este instante, nada tuyo es ya tuyo, y tú mismo ya no eres más que un maniquí de gutapercha en el que se han colgado cosas superfluas que están ahí para que te las quiten. Nada puedes explicar con palabras a este diminuto y perverso hurón, ni a las jetas de allá arriba. ¡De nada sirve rechazar, prohibir ni rogar! No son personas, de esto has podido darte cuenta en sólo un minuto. ¡Lo único que vale es emprenderla a golpes! ¡Acometerlos a golpes, sin más demora, sin perder tiempo articulando la lengua! Zurrar a ese niñato o a los energúmenos de arriba.

¿Pero cómo vas a poder darle a los tres estando tú abajo? Y a ese chiquillo, por más que sea un hurón asqueroso, ¿cómo vas a pegarle? ¿No bastaría un leve empujón? Pero tampoco lograrías hacerle a un lado, porque de un mordisco el mocoso te arrancaría las narices en menos que canta un gallo, eso si antes los de arriba no te rompían el cráneo (y además llevan navajas, sólo que no las van a sacar para ensuciarlas contigo).

Miras a tus vecinos, a tus compañeros —¡Adelante, resistámonos o presentemos una protesta!—, pero todos tus camaradas, todos los del cincuenta y ocho, ya han sido saqueados de uno en uno antes de que tú llegaras y ahora permanecen sumisos y acuclillados. Y aún gracias si desvían los ojos, porque si no es así, te miran con toda naturalidad, como si aquello no se tratara de violencia ni de pillaje, sino tan sólo de un fenómeno de la naturaleza, como la hierba que crece o la lluvia que cae.

¡Y es que, señores, camaradas y hermanos, dejasteis escapar la ocasión! Debierais haber reaccionado y recordado quiénes erais mucho antes, cuando Struzhinski se prendió fuego en su celda de Viatka, y antes aún, cuando os declararon «contrarrevolucionarios».

De modo que dejas que te despojen del abrigo; que palpen tu chaqueta y desgarren —junto con un jirón del forro– un billete de veinte rublos que llevabas cosido; que arrojen tu saco arriba y lo registren. Ahí se queda todo lo que tu sentimental esposa recogió, una vez dictada la sentencia, para tu largo viaje. Y sólo te devuelven el cepillo de dientes, echado dentro del saco...

En los años treinta y cuarenta no todos se sometieron así. No todos, pero desde luego se rajaban noventa y nueve de cada cien. (Me contaron algunos casos, por ejemplo, el de tres hombres sanos y robustos, resueltos a hacer frente juntos a los cofrades, pero no en defensa de la justicia en general, no en defensa de todos los que eran saqueados a su alrededor, sino sólo en defensa de sí mismos. En otras palabras: mantuvieron una neutralidad armada.) ¿Cómo pudieron llegar a esto? ¡Eran hombres! ¡Oficiales! ¡Soldados! ¡Habían combatido en el frente!

Para combatir con arrojo, el hombre ha de estar dispuesto para el combate, esperarlo, comprender su sentido. Mas aquí no se daba ninguna de estas premisas. Un hombre que nunca antes haya estado en contacto con el hampa no cuenta con tener que librar ese combate y —lo que es más importante aún– no ve la necesidad, pues hasta entonces siempre ha creído (equivocadamente) que sus enemigos son sólo los del ros azul. Todavía harán faltan unas cuantas lecciones hasta que comprenda que ver esos pechos tatuados es verles el trasero a los de azul, hasta que se le revele un principio que los galones nunca exponen en voz alta: «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!». El preso novato desea considerarse preso político, es decir: él está por el pueblo, y con él contra el Estado. Y de pronto, sin esperarlo, empieza a verse cubierto por detrás y por los lados de una roña vivaz, y todas las categorías se mezclan, y las ideas que tuviera tan claras acaban hechas añicos. (Mucho más tarde, el preso recapacita y llega a comprender que esa gentuza va del brazo de los carceleros.)

Para combatir con arrojo, el hombre ha de sentir las espaldas cubiertas, los flancos defendidos y el sostén de la tierra bajo los pies. Mas con los del artículo cincuenta y ocho no se daba ninguna de estas premisas. Después de pasar por una máquina de trinchar como es la instrucción de un sumario político, el hombre queda físicamente aplastado: ha pasado hambre, no ha dormido, se ha helado en los calabozos, ha rodado por los suelos apaleado. ¡Y si sólo fuera el cuerpo! También está quebrado de espíritu. Se le ha inculcado y demostrado que son erradas todas sus opiniones, su conducta durante su vida anterior y su relación con los demás, pues ello le ha causado la perdición. Esa pelota sobada que sale expelida de la sala de máquinas del tribunal, lista para el traslado, no guarda más que ansias de vivir y ni rastro de entendimiento. Aniquilar definitivamente, aislar definitivamente; ésa es la tarea de la instrucción sumarial cuando se trata de encausados por el Artículo 58. Los condenados deben comprender que la mayor culpa que cometieron en libertad fue intentar, de una forma u otra, comunicarse, unirse unos con otros al margen del secretario delpartido, del jefe sindical, de la administración. De este modo, una vez en la cárcel los presos llegan a sentir terror ante cualquier clase de acción colectiva:ya sea presentar una queja a dos voces o firmar en el mismo papel que otro hombre. Disuadidos desde hace tiempo de cualquier idea de asociación, los pseudo-políticos no están ahora dispuestos a unirse en contra de los cofrades. Y mucho menos les pasa por la cabeza procurarse un arma —un cuchillo o una porra– para el vagón o el traslado. En primer lugar, ¿para qué? ¿Contra quién? En segundo lugar, si la utilizas, puedes verte en un nuevo juicio por el implacable Artículo 58 tras el que te condenarán a muerte. En tercer lugar, ya antes de embarcar, si te encuentran una navaja, te castigarán con más dureza que a un cofrade: en manos de un criminal un cuchillo es simple indisciplina, una tradición, una inconsciencia; si te lo encuentran a ti, es terrorismo.


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