Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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¡El Acusador Supremo estaba haciendo equilibrios sobre el filo de la navaja! Pero por lo visto aún le quedaban contactos de la época de la clandestinidad (no olvidemos que había sido de los próximos de Lenin) y por ellos podía saber de qué lado soplaría el viento al día siguiente. Es algo que se nota en bastantes procesos, y también en éste. A principios de 1919 se alzaban algunas voces diciendo que ¡ya basta, que había que poner freno a la Vecheká! Esta tendencia fue «expresada magníficamente en un artículo de Bujarin, diciendo que la legitimidadde la Revolución debía dejar paso a la legalidadrevolucionaria».
¡Con la dialéctica hemos topado! Y encima a Krylenko se le escapan estas palabras: «El Tribunal Revolucionario está llamado a relevar a la Cheká» ( ¿ Relevar ? ) . Por lo demás, este tribunal «debe ser [...] no menos terrible en la aplicación de nuestro sistema de coacción, terror y amenaza de lo que ha sido la Cheká» (pág. 511).
¿Ha sido? ¿O sea que ya la da por muerta y enterrada? Un momento, vamos a ver: vosotros queréis tomar el relevo, pero ¿qué pasa entonces con los chekistas? ¡Malos tiempos! Se comprende que los propios jefes se apresuren a testificar, que se presenten en la sala con su capote militar que les llega hasta los pies.
¿No será que se equivocan sus fuentes de información, camarada Krylenko?
De hecho, aquellos días el cielo de la Lubianka estaba cubierto de nubarrones. Y este libro podría haber seguido otro derrotero. Pero, supongo yo, el férreo Félix debió de visitar a Vladímir Ilich para darle explicaciones y poner las cosas en claro. Y las nubes se desvanecieron, aunque dos días después, el 17 de febrero de 1919, una disposición especial del VTsIK privaba a la Cheká de sus derechos judiciales (es decir, ¿que preservaba los extrajudiciales?), «aunque, ciertamente, no por mucho tiempo» (pag 14).
Surge ahora una nueva complicación en esta única jornada de debate judicial: el comportamiento indecoroso de la abyecta Uspénskaya. Desde el banquillo de los acusados se dedicó a «salpicar de lodo» a otros destacados chekistas no implicados en el proceso, ¡hasta al propio camarada Peters! (Por lo visto, aquella mujer había utilizado ese inmaculado nombre en sus operaciones de chantaje; hasta ese momento había gozado de total libertad para presenciar en el despacho de Peters sus conversaciones con otros confidentes.) La mujer hace unas alusiones al oscuro pasado prerrevolucionario del camarada Peters en Riga. ¡En qué víbora se había convertido en tan sólo ocho meses! ¡Y eso que todo ese tiempo lo había pasado rodeada únicamente de chekistas! ¿Qué hay que hacer con una persona así? Krylenko se muestra del todo de acuerdo con los chekistas: «mientras el régimen no se haya afianzado —y para ello falta aún mucho tiempo (¡no me digas!)– [...], con miras a defender la Revolución... no hay ni puede haber para la ciudadana Uspénskaya otro castigo que su aniquilación».¡No ha dicho «fusilamiento», sino «aniquilación»! ¡Pero si es una criatura, camarada Krylenko! Ande, échele diez años, un cuarto de siglo si quiere, ¿no cree que para entonces el régimen ya se habrá afianzado? Es una lástima, sí, pero: «en interés de la sociedad y de la Revolución la respuesta no es ni puede ser otra y tampoco puede plantearse la cuestión de otra manera. Ante un caso así,ninguna medida de aislamiento surtiría efectos» (pág. 515).
Y es que Uspénskaya se había pasado de la raya... Debía de saber demasiado...
Hubo que sacrificar también a Kósyrev. Lo fusilaron. Todo con tal de que los demás quedaran incólumes.
¿Podremos leer algún día los antiguos archivos de la Lu-bianka? No, los quemarán. Los han quemado ya.
Como habrá visto el lector, éste fue un proceso de poca monta que bien podríamos no haber relatado. Pero a ver qué les parece éste:
El proceso contra «el clero»(11-16 de enero de 1920) ocupará, en palabras de Krylenko, «el lugar que le corresponde en los anales de la Revolución rusa». ¡Nada menos que en los anales! O sea que no es casualidad que lo de Kósyrev lo despacharan en un solo día y que en cambio a éstos los tuvieran cinco días en salmuera.
He aquí los principales acusados: A.D. Samarin, hombre muy conocido en Rusia, procurador general* del Santo Sínodo,* celoso defensor de la independencia de la Iglesia frente al régimen zarista, enemigo de Rasputin, quien hizo que lo depusieran de su cargo (pero el acusador pensaba: Rasputin o Samarin, ¿qué más da?); Kuznetsov, profesor de derecho Canónico de la Universidad de Moscú; y, finalmente, dos arciprestes de Moscú: Uspenski y Tsvetkov. (De Tsvetkov diría ese mismo acusador: «es una importante personalidad pública, quizá la mejor que haya podido dar el clero; un filántropo».)
Su delito: haber constituido un «Consejo Parroquial de Moscú», que a su vez había creado (con feligreses voluntarios de cuarenta a ochenta años) una escolta para el Patriarca —naturalmente, desarmada– cuya misión era hacer guardia día y noche ante su residencia, de manera que la comunidad, en caso de que el Patriarca se viera amenazado por las autoridades, pudiera ser alertada tocando a rebato y por teléfono. Tras ello, tenían previsto ir en grupo detrás del Patriarca a donde lo llevaran, y suplicar al Sovnarkom (¡por ahí asoma la cabeza la contrarrevolución!) que lo dejaran en libertad.
¡Qué idea tan propia de la antigua Rusia, de la santa Rusia. ¡Tañer campanas e ir en multitud a presentar una súplica!
El acusador no salía de su asombro: ¿Qué amenaza podía pender sobre el Patriarca? ¿Qué necesidad había de protegerlo?
En realidad, ninguna; únicamente que la Cheká practica desde hace dos años la represión extrajudicial contra quienes le resultan incómodos; únicamente, que hace poco cuatro soldados del Ejército Rojo han asesinado en Kiev al metropolita; únicamente, que «el expediente del Patriarca ya está terminado y sólo falta remitirlo al Tribunal Revolucionario» y «sólo el trato cuidadoso que requieren las amplias masas de obreros y campesinos, aún influidas por la propaganda clerical, hace que de momento dejemos en paza estos enemigos de clase» (pág. 67). ¿Qué inquietud podían sentir los ortodoxos por su Patriarca? Durante esos dos años, el Patriarca Tijon no se había mantenido callado: había cursado epístolas a los Comisarios del Pueblo, al clero y a los fieles. Y como las imprentas las rechazaban, tenían que escribirlas a máquina (¡he aquí el primer caso de samizdat!*).Y si dichas cartas pastorales denunciaban el exterminio de inocentes y la ruina del país, ¿qué alarma podían sentir ahora los creyentes por la vida de su Patriarca?
Veamos el segundo delito de los acusados. Por todo el país se estaba procediendo al registro e incautación de los bienes de la Iglesia (tras el cierre de monasterios y la confiscación de tierras, ahora iban a por las patenas, cálices y candelabros). El Consejo Parroquial difundió una proclama a los fieles: debían oponerse a las requisas tocando a rebato. (¡Era la reacción más natural! ¿No fueron defendidos de este modo nuestros templos cuando los tártaros?)
Y la tercera falta: la incesante presentación de denunciasimpertinentes al Sovnarkom de las vejaciones infligidas a la Iglesia por parte de los funcionarios de cada lugar, de los groseros sacrilegios y ultrajes a la ley de libertad de conciencia. Aunque no se les diera curso, estas denuncias (según afirma Bonch-Bruyévich, secretario general del SNK) hacían que los funcionarios quedaran desacreditados ante los parroquianos.
Una vez examinadas todas las acusaciones, ¿qué condena cabría pedir para tan abominables crímenes? ¿Qué le susurra al lector su conciencia revolucionaria? Exacto: ¡sólo la pena de muerte! Y ésta fue precisamente la petición de Krylenko (para Samarin y Kuznetsov).
Y en plena lucha a brazo partido por respetar la maldita legalidad, mientras soportaban aquellos discursos, demasiado extensos, de unos abogados burgueses demasiado numerosos (discursos que no han llegado a nosotros por razones de orden técnico), se supo que... ¡se había abolido la pena de muerte! ¡Chúpate ésa! No puede ser, ¿cómo es posible? Resulta que Dzerzhinski lo había dispuesto así en la Vecheká (¿La Cheká sin fusilamientos?) ¿Y alcanza la abolición a los tribunales dependientes del Consejo de Comisarios del Pueblo? Todavía no. Krylenko cobró nuevos ánimos y continuó exigiendo el fusilamiento, basándose en lo siguiente:
«Incluso aunque admitiéramos que se ha afianzado la situación de la república y que ya no la amenaza peligro directo alguno que pudiera proceder de estas personas, me parece indudable que en este periodo de edificación [...] la purga [...] de estos viejos camaleones [...] es una exigencia dictada por la necesidad revolucionaria». «La disposición de la Cheká sobre la abolición de los fusilamientos... es algo que enorgullece al régimen soviético.» Pero esto «no nos obliga a suponer que la cuestión haya quedado zanjada de una vez por todas [...] ni que vaya a ser extensiva a cualquier otra época del régimen soviético distinta a la actual» (págs. 80-81).
¡Muy profético! ¡Volverían los fusilamientos, claro que volverían, y además muy pronto! ¡Con la de gente que aún habría que liquidar! Toda una hilera (entre ellos el propio Krylenko y muchos de sus hermanos de clase...)
Pues bien, el tribunal tuvo en consideración estas observaciones y condenó a Samarin y a Kuznetsov a ser fusilados, aunque de forma que pudieran acogerse a la amnistía: ¡los mandaron a un campo de concentración hasta la victoria total sobre el imperialismo mundial!(O sea, que aún deben seguir allí...), y para «el mejor hombre que el clero había sido capaz de dar», quince años conmutados a cinco.
Para que la acusación contara con algo más sólido, se había implicado en el caso a otros acusados: unos frailes y unos profesores de Zvem'gorod relacionados con el «caso Zvenígorod» del verano de 1918, que por alguna razón llevaban año y medio a la espera de juicio (aunque quizá ya estuvieran condenados y si los juzgaban ahora por segunda vez, era porque convenía al caso). Aquel verano, unos agentes de los sovietsse presentaron ante el abad Jonás [187] 6en el monasterio de dicha población y le exigieron (¡muévase! ¡deprisa!) que les entregara las reliquias del venerable Sawa. Los agentes no sólo estaban fumando en el templo (y evidentemente ante el altar) además, como es natural, de no haberse quitado la gorra, sino que encima, el que tenía en sus manos el cráneo del venerable Sawa escupió en su interior para demostrar así que su santidad era imaginaria. No fue éste el único sacrilegio. Todo ello dio lugar a que las campanas tocaran a rebato, tras lo cual en el pueblo se organizó una revuelta que terminó con la muerte de uno de los agentes. Los restantes se obstinaron después en negar que hubieran cometido sacrilegios ni escupido en la calavera y Krylenko se contentó con sus declaraciones.
¿Quién no recuerda tales escenas? La primera impresión de toda mi vida —tendría yo tres o cuatro años– fue en la iglesia de Kislovodsk, cuando entraron los capirotes (chekistas con gorras de punta a lo Budionni), se abrieron paso entre la multitud orante, muda de estupefacción, y fueron derechos hacia el altar a interrumpir el servicio divino, sin quitarse la capucha.
Así pues, los llevaron ante el tribunal ¿A los agentes? No hombre, no... a los frailes.
Rogamos al lector que siempre tenga presente que ya a partir de 1918 se implantó en nuestro país una nueva práctica judicial: entender cada proceso celebrado en Moscú (excepto, como es natural, el injusto proceso contra la Cheká) no como el examen de un caso particular surgido de unas circunstancias fortuitas, sino como una señal de la política judicial; un modelo puesto en el escaparate igual al que desde el almacén se servirá a provincias; un patrón, una solución que se presenta como muestra a los alumnos antes de plantearles una serie de problemas de aritmética, y por la cual deberán resolver por sí mismos el resto.
Así, aunque hablemos de un «proceso contra el clero», debemos entender que los hubo a manos llenas. Por si hubiera dudas, el propio Acusador Supremo nos lo explica de buen grado: «En casi todos los tribunales de la república se desencadenaron »procesos similares (pág. 61). Hace muy poco los hubo en los tribunales de Severodvinsk, Tver, Ria-zán, y también en Sarátov, Kazan, Ufa, Solvychegodsk y Tsa-revokokshaisk. Llevaron a juicio a los clérigos, a los sacristanes y a los feligreses más activos de esa desagradecida «Iglesia ortodoxa liberada por la Revolución de Octubre».
El lector creerá haber visto aquí una contradicción: ¿entonces por qué muchos de estos procesos fueron anteriores al juicio de Moscú que iba a servir como pauta? No es más que un defecto de nuestra exposición. La persecución judicial y extrajudicial de la «Iglesia liberada por el socialismo» había empezado ya en 1918, y a juzgar por el asunto de Zvenígorod había alcanzado ya cierta dureza. En octubre de 1918, el Patriarca Tijon envía una epístola al Consejo de Comisarios del Pueblo denunciando la falta de libertad de apostolado y que «muchos valerosos predicadores de la Iglesia ya han pagado el sangriento tributo del martirio [...]. Habéis puesto las manos sobre los bienes de la Iglesia, reunidos por generaciones de creyentes, no habéis vacilado en violar su postrera voluntad». (Los comisarios del pueblo, como es natural, no leían la epístola, pero sus jefes de negociado debieron partirse de risa: ¡Fíjate qué cosas tienen: la postrera voluntad! ¡A la m... nuestros antepasados! Nosotros sólo trabajamos para las generaciones venideras.) «Se ajusticia a obispos, a sacerdotes, a frailes y a monjas que no han hecho ningún mal, acusándolos sin fundamento de no se sabe qué espíritu contrarrevolucionario vago e indeterminado.» Es cierto que ante el avance de Deníkin y Kolchak contuvieron la persecución para hacer más fácil a los ortodoxos la defensa de la Revolución. Pero así que la guerra civil empezó a decaer, la emprendieron de nuevo con la Iglesia, y como se ve, la persecución se desencadenóen los tribunales. Y en 1920 asestaron un golpe contra el monasterio de la Trinidad* y se llevaron las reliquias del patriotero San Sergio de Radonezh a un museo de Moscú.
El Patriarca cita a Kliuchevski: «Sólo cuando hayamos dilapidado por completo el patrimonio espiritual y moral que nos legaron los grandes edificadores de la tierra rusa, como el venerable Sergio, sólo entonces se cerrarán las puertas de su monasterio, sólo entonces se extinguirán las candelas sobre su sepulcro». No imaginaba Kliuchevski que por bien 1 poco no iba a ser testigo en vida de esta pérdida.
El Patriarca pidió audiencia al Presidente del Consejo de Comisarios | del Pueblo para persuadirle de que se respetasen el monasterio y las reliquias, dado que la Iglesia estaba separada del Estado. Se le respondió que el Presidente —el camarada Lenin– estaba ocupado con asuntos muy importantes y que no podría recibir al Patriarca en los próximos días. Ni tampoco más adelante.
El Comisariado de Justicia distribuyó una circular (25 de agosto de 1920) relativa a la destrucción de todo género de reliquias sagradas, pues eran ellas, precisamente, las que obstaculizaban nuestro radiante avance hacia una nueva sociedad más justa.
Continuamos con los casos elegidos por Krylenko y examinaremos también una causa vista por el Tríbsup(entre ellos, emplean siempre estas abreviaturas afectuosas, mientras a nosotros, los gusanos, nos gritan: ¡En pie! ¡Se abre la sesión!).
El proceso contra el «Centro Táctico»(16-20 de agosto de 1920): veintiocho acusados, más unos cuantos prófugos contra los que se procede en rebeldía.
Al principio de su enardecido discurso, cuando todavía no tiene la voz ronca, el Acusador Supremo, iluminado por el análisis de clase, nos comunica que además de hacendados y capitalistas «existe y continúa existiendo una capa social cuya existencia como tal es, desde antiguo, objeto de reflexiónpor parte de los representantes del socialismo revolucionario. [...] Se trata de lo que se ha dado en llamar intelectualidad[...]. Durante este proceso las actividades de la intelectualidad rusa van a ser sometidas al juicio de la Historia»y de la Revolución (pág. 34).
Los límites que la especialización impone a nuestro estudio no nos permiten examinar con detalle cómo reflexionabanlos representantes del socialismo revolucionario sobre el destino de lo que se ha dado en llamar intelectualidad, ni tampoco cuáles fueron sus conclusiones. Sin embargo, nos sirve de consuelo saber que estos documentos han sido publicados, que están al alcance de todo el mundo y pueden ser consultados tan en profundidad como se desee. Por esto, para comprender mejor la situación general de la república, nos limitaremos a mencionar la opinión de quien fuera presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo en esos años de tribunales revolucionarios.
El 15 de septiembre de 1919, en una carta a Gorki (que ya hemos citado), Vladímir Ilich respondía a las gestiones de éste en favor de los intelectuales detenidos. A propósito de la masa fundamental de la intelectualidad rusa de entonces (los denominados «simpatizantes de los kadetés») escribía: «en realidad, no son el cerebro de la nación, sino la mierda». [188] 7En otra ocasión, le dijo a Gorki: «será culpa suya (de los intelectuales) si rompemos demasiados cántaros... Si buscan la justicia, ¿por qué no acuden a nosotros? De los intelectuales sólo me han llegado balas» [189] 8(es decir, de Fanny Kaplan).
Lenin califica a los intelectuales de «liberales podridos» y «santurrones»; habla de «un desorden, muy habitual entre las personas "instruidas"». Considera que la intelectualidad nunca llega hasta el fondo en sus razonamientos y que ha «traicionado la causa obrera». (Como si alguna vez los intelectuales hubieran jurado defender la causa de la clase obrera...)
Esta burla y desprecio de la intelectualidad fueron firmemente asumidos por los periódicos de los años veinte e impregnaron la vida cotidiana hasta acabar empapando a los propios intelectuales, que maldecían su eterna incapacidad de llegar al fondo de las cosas, su eterno nadar y guardar la ropa, su eterna falta de un órgano vertebrador, así como su irreparable retraso respecto al siglo.
¡Y con toda la razón del mundo! De nuevo retumba bajo las bóvedas del Tribsup la voz de la Autoridad Acusadora que nos aplasta contra los bancos:
«Durante los últimos años, esta capa social [...] ha experimentado una revisión general de valores.» Eso de «revisión de valores» era algo que se decía con mucha frecuencia por aquel entonces. Veamos, pues, si lograron superar la prueba: «La intelectualidad rusa entró en la fragua de la Revolución enarbolando el estandarte del poder popular, pero salió como aliada de generales negros (¡si al menos fueran los blancos!), como mercenario (¡!) y agente sumiso del imperialismo europeo. La intelectualidad ha pisoteado y arrojado al fango sus propias banderas» (Krylenko, pág. 54).
Y si «no hay necesidad de rematar individualmente a sus representantes» es sólo porque «este grupo social ha agotado sus días».
¡En los comienzos del siglo XX! ¡Qué fuerza profética! ¡Oh, científicos revolucionarios! (Pero de todos modos, hubo que rematarlos.En los años veinte no se dedicaron a otra cosa.)
Contemplamos con repugnancia a los veintiocho aliados de los generales negros, a esos mercenarios del imperialismo europeo. Lo que nos saca particularmente de quicio es la existencia de un Centro,un Centro Táctico, para ser exactos, un Centro Nacional, un Centro de la Derecha (y nuestra memoria, que recuerda dos décadas de procesos nos evoca centros y más centros: de ingenieros, de mencheviques, trotskistas-zinovievis-tas, derechistas-bujarinistas, todos liquidados, todos, y sólo gracias a ello ustedes y yo seguimos con vida). Y donde hay un Centro, se esconde, naturalmente, la mano del imperialismo.
Ciertamente, nos alivia un poco el corazón oír más adelante que el Centro Táctico ahora en el banquillo no era una organización,ya que carecía de: 1) estatutos; 2) programa; 3) cuotas. ¿Qué había entonces? Pues sólo esto: ¡que se reunían ! (siente uno escalofríos). Y que en esas reuniones ¡ intercambiaban puntos de vista ! (se nos hiela la sangre en las venas).
Estas graves acusaciones se fundamentan en pruebas: exactamente dos (2) para los veintiocho procesados (pág. 38). Se trata de dos cartas de activistas ausentes (estaban en el extranjero): Miakotin y Fiódorov. Bueno, están ausentes ahora, pero antes de Octubre habían formado parte de los mismos comités que los comparecientes, y eso ya da derecho a identificarlos con los presentes. Las cartas tratan de lo siguiente: las divergenciascon Deníkin sobre cuestiones tan insignificantes como la agraria (aunque no nos dan detalles, es evidente que aconsejan a Deníkin que entregue la tierra a los campesinos), la cuestión judía, la cuestión nacional y federal, la administración del Estado (instaurar una democracia y no una dictadura), y varias más. ¿Y qué conclusión es la que sacan de las pruebas? Muy sencillo: queda demostrada la existencia de una correspondencia epistolar, así como ¡la unanimidad de puntos de vista entre los presentes y Deníkin!(Brrr... ¡guau! ¡guau!)
Hay además cargos que recaen directamente sobre los presentes: ¡intercambio de información con amistades que viven en regiones periféricas del Estado no sometidas al régimen soviético! (en Kiev, por ejemplo). Antes había sido parte de Rusia, aunque luego —en aras de la revolución mundial, naturalmente– habíamos cedido este flanco a Alemania. Pero es de suponer que no por ello va a dejar de enviarse cartas la gente: ¿Cómo va eso, Iván Iványch, qué tal anda usted? Pues nosotros, ya ve... Y en el banquillo de los acusados N.M. Kishkin (miembro del Comité Central de los kadetés) aún tiene la cara dura de justificarse: «el hombre no quiere ser ciego y procura enterarse de todo lo que ocurre en todas partes».
¿Enterarse de todo lo que ocurre en todas partes? ¿No querer estar ciego? ¡Con razón califica el acusador sus actividades de traición! ¡Traición al régimen soviético!
Ahora vienen sus peores delitos: en lo más encarnizado de la guerra civil... redactaban obras, notas y proyectos. Sí, esos «expertos en derecho constitucional, en ciencias financieras, en relaciones económicas, en jurisprudencia y en instrucción pública», ¡redactaban obras!(Y como es fácil adivinar, sin apoyarse en absoluto en los trabajos precedentes de Lenin, Trotski o Bujarin...) El profesor S.A. Kotliarevski escribe sobre la organización federal de Rusia; V.I. Stempkovski, sobre la cuestión agraria (y probablemente, sin hablar de colectivización...); V.S. Muralevich, sobre la instrucción pública en la Rusia del futuro; el profesor Kartashov, acerca de un proyecto de ley sobre la libertad de culto, Y el (gran) biólogo N.K. Koltsov (a quien la patria no ofreció más que persecuciones y finalmente el patíbulo) había puesto su Instituto a disposición de esos burgueses sabelotodo para que se reunieran. (Allí fue a parar también N.D. Kondratiev, con quien acabarían definitivamente en 1931 por el asunto del TKP.)
Nuestro corazón acusador bate cada vez más fuerte, impaciente por oír la sentencia. ¿Qué castigo hay que imponer a estos esbirros de los generales? ¡ El paredón ! ¿Qué otra cosa si no? La voz que oímos ya no es la del acusador, sino ¡la sentencia del tribunal! (Desgraciadamente, después vino la rebaja: campo de concentración hasta el final de la guerra civil.)
Eran culpables de no haberse quedado quietos en su rincón chupando su cuarto de kilo de pan. No. Tuvieron que «reunirse y concertar qué régimen debía implantarse tras la caída del poder soviético».
En el lenguaje científico moderno esto se denomina estudiar posibilidades alternativas.
Truena la voz del acusador, pero advertimos en ella cierta vacilación, como si sus ojos buscaran algo por la mesa: ¿algún otro papel? ¿alguna cita? ¡Un momento! Hay que dársela al instante. ¿Es ésta, Nikolai Vasílych? Tome:
«Para nosotros... la noción de torturareside ya en el mero hecho de tener presos políticos en la cárcel...».
¡Eso es! ¡Tener presos políticos en la cárcel se considera tortura! ¡Y lo dice el acusador! ¡Qué amplitud de miras! ¡Emerge una nueva justicia! Sigamos:
«...la lucha contra el gobierno zarista fue una segunda naturaleza para ellos [los políticos]; no podían dejar de combatir el zarismo»(pág. 17).
Lo mismo que los que ahora comparecen no podían dejar de estudiar posibilidades alternativas. A fin de cuentas, pensar es seguramente la primera naturaleza del intelectual, ¿o no?
¡Ay, qué torpes somos! ¿Pues no le hemos alargado una cita de otro proceso? ¡Menuda plancha! Pero Nikolai Vasílie-vich vuelve a trinar:
«Y aun cuando los acusados no hubieran movido ni un dedo aquí en Moscú (daba la impresión de que así había sido...), da lo mismo: [...] en momentos como éste, hasta las conversaciones alrededor de una taza de té sobre qué régimen debe sustituir al soviético, dando por supuesto que éste va a derrumbarse, constituyen un acto contrarrevolucionario [...]. Durante la guerra civil no sólo es delictivo cualquier acto [contra el régimen soviético]. £5 delictiva la inactividad en sí.(pág. 39)».
Ahora ya está todo claro. Se les condenaba a muerte por inacción. Por una taza de té.
Por ejemplo, los intelectuales de Petrogrado decidieron, en caso de que Yudénich entrara en la ciudad, «esforzarse ante todo por convocar una Duma municipal democrática» (es decir, para hacer frente a la dictadura del general).
Krylenko: Pues yo les gritaría: «¡Vuestra primera obligación era pensar cómo ofrendar vuestra vida para que la ciudad no cayera en manos de Yudénich!».
Pero ellos no la ofrendaron.
(Ni tampoco Nikolai Vasílievich.)
Había también personas acusadas porque estaban al corriente pero guardaron silencio(hablando en plata: «por saberlo y no decirlo»).
Y luego estaban los que no se habían limitado a permanecer inactivos, sino que habían tomado parte activa y criminal: algunos acusados, por mediación de L.N. Jruschova —miembro de la Cruz Roja Política y también en el banquillo– habían ayudado a los presos de Butyrkicon dinero (podemos imaginarnos todo ese capital corriendo a mares en la cantina de la cárcel) y prendas de vestir (y encima, seguramente de lana).
¡Sus crímenes sobrepasaban toda medida! ¡Tampoco tendría freno el castigo proletario!
Los rostros de veintiocho hombres y mujeres de antes de la revolución pasan ante nosotros como filmados por una cámara que cae al vacío: la cinta arremolinada desentraña una secuencia indescifrable. ¡No podemos distinguir qué expresión hay en sus rostros! ¿Se trata de miedo?, ¿desdén?, ¿orgullo?
¡Porque sus respuestas no constan en acta! ¡Ni tampoco sus últimas palabras! Por motivos de orden técnico... Mas el acusador subsana esta carencia cantándonos de nuevo: «Hemos presenciado una total autoflagelación, el total arrepentimiento por los errores cometidos. Hemos visto una intelectualidad, políticamente enclenque, de una naturaleza intermedia... (¡ya estamos otra vez con eso de la naturaleza intermedia!)... *que corrabora plenamente la apreciación marxista de la intelectualidad que siempre han sostenido los bolcheviques» (pág. 8).
¿Y quién es esa joven que aparece de manera fugaz?
Es una de las hijas de Tolstói, Alexandra Lvovna. Krylenko le preguntó: ¿Qué hacía usted en esas reuniones? Respondió la joven: «Preparaba el samovar». ¡Tres años de campo de concentración!
Gracias a la revista En tierra extraña,publicada en Occidente," podemos establecer lo que realmente pasó.
En el verano de 1917, bajo el Gobierno provisional, surgió una Unión de Activistas Sociales cuyo objetivo era lograr que la guerra siguiera hasta alcanzar un fin victorioso, y oponerse a las corrientes socialistas, especialmente a los eseristas. Después del golpe de Estado de Octubre, muchos de sus miembros destacados abandonaron el país, pero otros se quedaron. Ya no era posible convocar más asambleas ni mantener una actividad organizada, pero toda vez que los intelectuales estaban habituados a pensar, valorar los acontecimientos e intercambiar ideas, les resultaba difícil renunciar a ello de la noche a la mañana. Su proximidad con el mundo académico les permitía hacer pasar sus reuniones por coloquios científicos. Por aquel entonces había mucho sobre qué opinar: la paz de Brest-Litovsk, renunciar a la guerra a costa de enormes territorios, las nuevas relaciones tanto con antiguos aliados como con antiguos enemigos... Y mientras tanto, en Europa la guerra continuaba. Algunos, en nombre de la libertad y la democracia, y también por el respeto al compromiso contraído como aliados, consideraban que era preciso continuar ayudando a los aliados, que la paz de Brest-Litovsk la habían concertado unas personas a las que el país no había otorgado poderes. Otros acariciaban la esperanza de que el régimen soviético rompiera con los alemanes cuando el Ejército Rojo se hubiera consolidado. Unos terceros confiaban, por el contrario, en los alemanes, y pensaban que éstos, convertidos por un tratado en dueños de media Rusia, eliminarían a los bolcheviques. (Por su parte, los alemanes consideraban —y con razón– que colaborar con los kadetés era hacerle el juego a los ingleses, y que el único gobierno que no reanudaría la guerra contra Alemania era el de los bolcheviques.)
Estas divergencias hicieron que de la Unión de Activistas Sociales se escindiera en el verano de 1918 un Centro Nacional. Éste era en esencia un simple círculo de opinión ferozmente aliadófilo, compuesto por kadetés, que temían más que al fuego reconstituirse en partido político y desafiar la tajante prohibición bolchevique. Este círculo no tuvo otra actividad que unas asambleas encubiertas en el instituto del profesor Kolt-sov. De vez en cuando enviaban a alguno de sus miembros a Kubán para recoger información, pero al llegar ahí se desvanecían y parecían olvidarse de sus compañeros de Moscú. (Hay que decir también que los aliados no mostraron más que un débil interés por el Ejército Voluntario.) Pero en lo que más concentró sus esfuerzos el Centro Nacional fue en la pacífica elaboración de proyectos de ley para la futura Rusia.