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Archipielago Gulag
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 17:34

Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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Y los verdaderos condenados a muerte, los que habían servido de comparsas en este juego del juez de instrucción, ¿no sospecharían algo cada vez que alguien obtenía el perdón con sólo «arrepentirse»? Bueno, eso ya entra en lo que sería el capítulo de gastos, inevitables en toda puesta en escena...

Se dice que en 1939 a Konstantín Rokossovski, el futuro mariscal, lo llevaron dos veces de noche al bosque para una supuesta ejecución. Llegaron a ponerlo frente a los fusiles, pero luego los bajaron y lo condujeron de nuevo a la prisión. En también la medida suprema utilizada como procedimiento sumarial. Pero bueno, no hay que dramatizar: salió adelante, sigue vivito y coleando y no tiene queja.

Un hombre casi siempre acepta con sumisión que otro lo mate. ¿Por qué hipnotiza de tal manera la pena de muerte? En la mayoría de los casos, los indultados no recuerdan que en su celda alguien se haya resistido. Pero hubo casos. En 1932, en la prisión de las Cruces de Leningrado, los reos de muerte se hicieron con el revólver del celador y abrieron fuego. A partir de entonces cambiaron de táctica: antes de ir a por uno, observaban por la mirilla, irrumpían en la celda cinco hombres, sin armas, y caían sobre el condenado. En la celda habría ocho o diez, pero todos habían apelado a Kalinin y esperaba el perdón. Por esto, cada uno pensaba: «¡Hoy muérete tú, que yo me espero a mañana!». Se hacían a un lado y contemplaban con indiferencia cómo reducían al condenado, cómo éste gritaba pidiendo auxilio mientras le metían en la boca una pe-lotita infantil. (Cuando miras una de estas pelotitas, ¿cómo se te van a ocurrir todos los usos posibles que tiene? ¡Qué ejemplo más acertado para una disertación sobre el método dialéctico!)

¡Esperanza! ¿Nos haces más fuertes o más débiles? Si en cada celda los condenados se unieran para estrangular a los verdugos que entran, ¿no cesarían las ejecuciones más fácilmente que con apelaciones al VTsIK? ¿Por qué no oponer resistencia, si ya se está de todos modos con un pie en la tumba?

¿Acaso no estaba ya la suerte echada desde el mismo momento del arresto? Y sin embargo, no hay detenido que no deje de arrastrarse de rodillas, como si le hubieran cortado las piernas, por el páramo yermo de la esperanza.

* * *

Vasili Grigórievich Vlásov recuerda que en la noche que siguió a la sentencia, cuando lo conducían por las oscuras calles de Kady con cuatro pistolas apuntándole por los cuatro costados, no dejaba de pensar: a ver si éstos me van a pegar un tiro aquí mismo, como provocación, por supuesta tentativa de fuga. ¡O sea que todavía no se creía que su sentencia era una realidad! Todavía tenía esperanzas de vivir...

Luego lo tuvieron en un cuartelillo de la policía y lo acostaron sobre una mesa de escritorio, mientras dos o tres policías montaban guardia sin cesar a la luz de una lámpara de petróleo. Y decían entre sí: «Cuatro días escuchando, y aún no puedo entender por qué los han condenado», «¡Bah, déjalo! ¿Qué entendemos nosotros de estas cosas?».

Vlásov pasó cinco días en aquel cuarto: esperaban a que se confirmara la sentencia para poder fusilarlos allí mismo, en Kady, pues mandarlos a otra parte bajo escolta era más aparatoso. Alguien había enviado en su nombre un telegrama pidiendo gracia: «No me considero culpable y suplico que se me conserve la vida». No hubo respuesta. Durante estos días, a Vlásov le temblaban tanto las manos que no podía sostener la cuchara y sorbía la sopa directamente del plato. Kliuguin fue a visitarlo para burlarse de él. (Poco después del caso Kady, a Kliuguin lo trasladaron de Ivánovo a Moscú. Ese año cruzaban el cielo del Archipiélago fugaces astros de luz encarnada. Había sonado su hora: también a ellos iban a arrojarlos a la fosa, pero ni lo sospechaban.)

No llegó ni confirmación ni indulto, y no hubo más remedio que transportar a los cuatro condenados a Kineshma. Los trasladaron en cuatro camiones desentoldados, uno por condenado, con siete policías en cada uno de ellos.

En Kineshma los encerraron en la cripta del monasterio (la arquitectura monacal, despojada de toda ideología monástica, les fue de perlas). Desde allí fueron transportados en un vagón para reclusos hasta Ivánovo junto con otros condenados a muerte.

En pleno patio de vías de la estación de Ivánovo separaron a tres de ellos del resto de la partida: Sabúrov, Vlásov y uno del otro grupo. A los restantes se los llevaron inmediatamente —o sea, los fusilaron– para no sobrecargar la prisión. Así fue cómo Vlásov se despidió de Smirnov.

A los tres que quedaban los tuvieron cuatro horas en el patio de la cárcel n° 1 al húmedo raso de octubre, mientras entraban, salían o eran cacheados presos de otros traslados. En buena ley, nada podía asegurarles todavía que no los fueran a fusilar aquel mismo día. ¡Esas cuatro horas tuvieron que pasárselas sentados en el suelo, cada cual con sus pensamientos! Hubo un momento en que Saburov creyó que se los llevaban al paredón (pero los condujeron a una celda). No gritó, pero se agarró tan fuerte al brazo de su vecino que fue éste el que gritó de dolor. La escolta tuvo que llevarse a Saburov a rastras, pinchándolo con las bayonetas.

En aquella prisión había cuatro celdas reservadas a los condenados a muerte. ¡Y compartían pasillo con las celdas de los niños y los enfermos! Las celdas de los condenados a muerte tenían dos puertas: una normal, de madera, con una mirilla, y otra con reja de hierro y dos cerraduras (el celador y el jefe de bloque tenían llaves distintas, para que ninguno de los dos pudiera abrir la puerta en ausencia del otro). La celda n° 43 compartía pared con el despacho del juez de instrucción, y por las noches, mientras los condenados esperaban que vinieran por ellos en cualquier momento, los gritos de los torturados les perforaban los oídos.

Vlásov fue a parar a la celda n° 61. Era una celda individual de cinco metros de largo, de un ancho apenas superior a un metro. Había dos camastros de hierro firmemente sujetos al suelo mediante una gruesa barra de hierro, y en cada cama yacían dos condenados, pies con cabeza. Otros catorce estaban tendidos de través sobre el suelo de cemento.

¡Dejaban a cada uno menos de una arshina* cuadrada para esperar la muerte! Aunque se sabe desde hace tiempo que hasta un difunto tiene derecho a tres arshinasde tierra, y a Chéjov aún le parecía poco...

Vlásov preguntó si le fusilaban a uno enseguida. «Pues ya lo ves, nosotros llevamos tiempo aquí y todavía seguimos con vida...»

Y empezó la espera, que ya conocemos bien: nadie duerme en toda la noche, sumidos en la más completa postración, esperan que vengan a buscarlos, escuchan con atención los murmullos del pasillo (la larga espera debilita la capacidad de la persona para resistirse). Las noches más agitadas eran aquellas en que de día le había llegado el indulto a alguien: el indultado se había marchado dando gritos de alegría, pero entre quienes quedaban en la celda se había extendido el miedo, pues junto con el indulto habría llegado también de las alturas alguna petición desestimada, y esa noche vendrían por alguien...

A veces de noche rechinan las cerraduras y se encogen los corazones —¿Vendrán por mí? ¡No, no soy yo!—, y no es más que el celador que ha decidido abrir la primera puerta, la de madera, por cualquier tontería: «¡Retiren todo eso del alféizar de la ventana!». Quién sabe si los catorce envejecían un año de golpe cada vez que les abrían así la puerta. ¡Quizá si la abrieran unas cincuenta veces hasta podrían ahorrarse la bala! Y sin embargo, ¡qué agradecidos quedaban de que fuera tan sólo un susto!: «¡Ahora mismo lo quitamos, ciudadano jefe!». [235]

Hechas las necesidades de la mañana, dormían ya liberados del temor. Luego el celador les entraba una jofaina de sopa aguada y les decía: «¡Buenos días!». Las ordenanzas establecían que la segunda puerta, la enrejada, sólo podía abrirse en presencia del oficial de guardia. Pero, ya se sabe, el ser humano es mejor y más perezoso que cualquier norma o reglamento, y el celador entraba cada mañana en la celda sin el oficial, y de un modo totalmente humano, no, más que esto, ¡más que simplemente humano!, les dirigía un «¡Buenos días!».

¡Para quién en este mundo podía ser el día mejor que para estos hombres! Agradecidos por el calor de aquella voz y el calor del sopicaldo, dormían hasta mediodía. (¡No comían más que por la mañana! Al despertar en pleno día, muchos ya no eran capaces de comer. Algunos recibían paquetes —a veces los parientes sabían que los habían condenado a muerte, pero a veces no—, y estos paquetes pasaban a ser un bien común, aunque acababan echándose a perder en la humedad de la celda.)

Pasado el mediodía, había aún cierta animación en la celda. Venía el jefe de bloque —el sombrío Tarakánov o el amable Makárov– y les ofrecía papel para instancias, les preguntaba si querían —el que tuviera dinero– encargar tabaco del economato. Uno no sabía si tomar esas preguntas por demasiado sarcásticas o por excesivamente humanas: ¿o es que querían aparentar que no eran condenados a muerte?

Los condenados arrancaban el fondo de las cajas de cerillas, les pintaban puntos y jugaban al dominó. Vlásov se desahogaba contando historias de la cooperativa, que siempre resultaban de lo más cómico. (Son relatos que valen la pena y merecen ser expuestos aparte.) Yákov Petróvich Kolpakov, presidente del Comité Ejecutivo del distrito de Súdogda, que se había hecho bolchevique en el frente, en la primavera de 1917, se pasaba sentado decenas de días sin cambiar de posición, la cabeza recogida entre las manos, los codos sobre las rodillas y siempre mirando hacia el mismo punto de la pared. (¡Seguro que recordaba la primavera de 1917 como un tiempo alegre y fácil! Pero a algunos —a los oficiales– también los mataban entonces.) Le irritaba la verborrea de Vlásov: «Pero ¿cómo puedes...?». «¿Y tú qué, te estás preparando para ir al Cielo?», le espetaba Vlásov, con su acento del norte, pronunciando las «o» muy abiertas hasta cuando hablaba rápido. «No tengo pensada más que una cosa, y es decirle al verdugo: ¡Tú solo! Ni los jueces ni los fiscales. Tú solo eres culpable de mi muerte. ¡Y ahora intenta vivir con este peso sobre tu conciencia! ¡De no ser por vosotros, los verdugos voluntarios, no habría sentencias de muerte! ¡Y después que me mate, el canalla!»

Kolpakov fue fusilado. También lo fue Konstantín Serguéyevich Arkádiev, ex responsable agrario en el distrito de Alexandrov (región de Vladímir). En la despedida de este hombre hubo algo que les resultó especialmente duro. En mitad de la noche vinieron por él seis carceleros, le metieron prisa sin andarse con monsergas, mientras que él, un hombre afable y bien educado, manoseaba su gorra, dándole vueltas para demorar el momento de salir, de dejar a las últimas personas que vería en este mundo. Cuando pronunció el último «adiós», casi había perdido por completo la voz.

En el primer momento, cuando señalan a la víctima, los demás respiran aliviados («¡no soy yo!»), pero tan pronto como se han llevado al condenado, apenas pueden sentirse mejor que él. Durante todo el día siguiente, los que quedan no sentirán deseos de hablar ni de comer.

Gueraska, [236]el mozo que había hecho destrozos en el soviet rural, era el único que no había perdido su apetito y sueño abundantes; como buen campesino había sabido adaptarse hasta a un lugar como aquél. Daba la impresión de que no acababa de creerse que fueran a fusilarlo. (Y no se equivocaba: le conmutaron la pena por diez años.)

Otros, en cambio, encanecían en dos o tres días, ante los ojos de sus compañeros de celda.

Cuando uno espera la muerte durante tanto tiempo, acaba por crecerle el cabello, y por esta razón a los de la celda los llevan a cortarles el pelo y a tomar un baño. Hasta en la cárcel la vida sigue su curso, nada sabe de sentencias.

Si alguno dejaba de hablar de manera coherente o perdía la facultad de comprender, permanecía, a pesar de todo, en esa misma celda común esperando su suerte. Y al que se volvía loco en la celda de los condenados, loco lo fusilaban.

No fueron pocos los indultos. Precisamente en aquel otoño de 1937 se implantaron por primera vez desde la Revolución las penas de quince y veinticinco años, que en muchos casos reemplazaron a las ejecuciones. También conmutaban a diez años, e incluso a cinco.En el país de las maravillas también son posibles tales prodigios: anoche merecías la pena capital, pero hoy por la mañana te cae una sentencia de juguete; y como ahora eres un delincuente menor, cuando llegues al campo penitenciario tienes muchas posibilidades de quedar dispensado de escolta.

Había en la celda de Vlásov un tal V.N. Jomenko, de sesenta años, antiguo capitán del ejército cosaco y natural del Kubán. Era «el alma de la celda», si es que una celda de condenados a muerte puede tener alma: gastaba bromas, siempre con una sonrisa bajo sus bigotes, y no dejaba traslucir su amargura. Como tras la guerra ruso-japonesa lo declararon inútil para el servicio, se especializó en la cría de caballos. Más tarde trabajó para el consejo del zemstvo de la gubernia, y en los años treinta estaba empleado en la administración agraria de la región de Ivánovo como «inspector del fondo caballar del Ejército Rojo», es decir, en cierto modo debía procurar que los mejores caballos fueran reservados al Ejército. Lo habían encerrado y condenado a muerte porque había recomendado, con ánimo empecedor, que se castrara a los potros menores de tres años, con lo que «socavaba el potencial militar del Ejército Rojo». Jomenko envió un recurso de casación, pero pasados cincuenta y cinco días el jefe de bloque vino para decirle que no lo había dirigido a la instancia competente. Allí mismo, apoyándose en la pared, con un lápiz que le prestó el jefe de bloque, Jomenko tachó el nombre del organismo y anotó en su lugar el otro, como si se tratara de solicitar un paquete de cigarrillos del economato. Rectificada de tal guisa, la instancia siguió su curso otros sesenta días, de modo que Jomenko llevaba ya cuatro meses esperando la muerte. (Pero aunque hubiera tenido que esperar un año o dos, ¿acaso no aguardamos también todos nosotros durante años la venida de la guadaña? ¿No es nuestro mundo una celda de condenados a muerte?) Y al final, ¡fue plenamente rehabilitado!(En el tiempo transcurrido, Voroshílov había dispuesto que se castrara a los potros de menos de tres años.) ¡Hoy latigazos, y mañana agasajos!

No eran pocos los indultos, y en muchos condenados crecía la esperanza. Pero Vlásov, que tenía en cuenta su causa en comparación con la de otros, y sobre todo su actitud ante el tribunal, creía que su caso era de los peores. Al fin y al cabo, a alguno tendrían que fusilar, y probablemente como mínimo a la mitad de los condenados. Así pues, contaba con que lo fusilarían y lo único a que aspiraba era a mantener la cabeza erguida cuando ocurriera. Habiendo recuperado y visto crecer ese arrojo propio de su carácter, resolvió que iba a mostrarse insolente hasta el final.

Y no tardó en presentarse la ocasión. Chinguli, jefe de la sección de instrucción del NKVD en Ivánovo, recorría un día la prisión cuando, no se sabe por qué (quizá porque gustaba de las emociones fuertes), ordenó que abrieran la puerta de la celda de Vlásov y se puso en el umbral. Tras hacer algunos comentarios, preguntó:

—¿Quién hay aquí del caso Kady?

Vestía una camisa de seda de manga corta, de las que acababan de aparecer por aquel entonces y a muchos todavía parecían femeninas. Además su persona, o quizás esa camisa, despedía un perfume dulzón que se esparcía por la celda.

Vlásov dio un ágil brinco, se puso en pie sobre la cama y gritó con estridencia:

—¡Fíjate, pero si tenemos aquí un auténtico oficial de colonias!¡Largo de aquí, asesino! —y desde lo alto, escupió con fuerza a la cara de Chinguli.

¡Y dio en el blanco!

Chinguli se limpió el salivazo y retrocedió; pues no podía entrar en aquella celda si no era acompañado de seis celadores, y aún en ese caso, no se sabe si tenía derecho a ello.

Los borregos prudentes no deben comportarse así. ¿Y si resulta que este Chinguli tiene tu expediente sobre la mesa y que de él precisamente depende dar el visto bueno a tu indulto? En realidad, no podía ser casual que hubiera preguntado si había alguien del caso Kady. Quizás hasta había venido para eso.

Sin embargo, llega un momento a partir del cual uno siente repugnancia y ya no desea seguir siendo un borrego prudente. En ese momento se ilumina la mente del borrego y éste comprende, como el resto de la especie, que todos están destinados a perder la carne y la lana, y que no es ya la vida lo que pueden ganar, sino sólo un aplazamiento. Entonces se sienten deseos de gritar: «¡Malditos seáis todos, disparad ya de una vez!».

Durante los cuarenta y un días que Vlásov estuvo aguardando la muerte, se apoderó de él cada vez con mayor fuerza este sentimiento de rabia. En la prisión de Ivánovo le propusieron dos veces que firmara un recurso de gracia y las dos veces se negó.

Pero cuando llegó el día número cuarenta y dos, lo llevaron a un box y le comunicaron que el Presidium del TsIK de la URSS conmutaba la medida suprema por veinte años de reclusión, a cumplir en campos de trabajo correccionales, seguidos de otros cinco de privación de derechos civiles.

Vlásov, lívido, sonrió con una mueca e incluso tuvo ánimos para responder:

—Qué raro. Me condenaron porque no creía en la victoria del socialismo en un solo país. Pero parece que tampoco confía en ello Kalinin, si es que piensa que dentro de veinte años aún precisaremos de campos penitenciarios.

Entonces veinte años parecían una eternidad. Lo curioso es que iba a haber necesidad de ellos aún pasados cuarenta.

12. Tiurzak [237] 35


¡Ay, qué buena palabra rusa esa de ostrog(penal),* y qué recia! ¡Qué bien construida! Parece hacernos sentir la misma solidez de esos muros, de los que no hay modo de escapar. Son seis letras que lo reúnen todo: el rigor (strógost),el arpón (ostrogá),la púa (ostrotá)—como las púas del erizo cuando se te clavan en los morros, como la ventisca que azota tu rostro aterido y te echa la nieve en los ojos, como las estacas puntiagudas que delimitan el perímetro del campo, y, una vez más, como el alambre de espino– y tampoco anda lejos la precaución (os-torozhnost)—la de los presos—, ¿y por qué no el asta (rog)?¡El cuerno inhiesto, prominente, que apunta en nuestra dirección!

Cuando contemplamos en conjunto los usos y costumbres del penal ruso, la vida de esta institución durante los últimos noventa años, pongamos por caso, no vemos un asta, sino dos: los de «Naródnaya Volia», los populistas, estrenaron el asta por la punta, por la parte que se clava, ahí donde el golpe resulta más punzante, aunque lo recibas en el esternón; luego todos los contornos fueron redondeándose, suavizándose hasta que sólo quedó una base roma; aquello ya no parecía un asta ni mucho menos, era más bien un espacio abierto y velludo (estamos a principios del siglo XX). Pero bien pronto (a partir de 1917) empiezan a insinuarse las aristas de un segundo hueso. La nueva asta se deja adivinar cuando palpamos por la abertura, cada vez que oímos «¡No está permitido!», [238]y empieza a crecer, se estrecha y se afila hasta que se convierte en cuerno, para clavarse de nuevo, en 1938, en esta cavidad situada encima de la clavícula, en la base del cuello: ¡Tiurzak! Y desde entonces, una vez al año, suena un bordón en la noche, como si una campana tañera desde su lejana atalaya: ¡TON-N-N!... [239] 36

Si completamos esta parábola valiéndonos de las vivencias de un recluso de Schlisselburg (El trabajo grabado,de Vera Fig-ner), al principio sentiremos pavor: al preso le asignaban un número y nadie se dirigía a él por su apellido; los gendarmes parecían adiestrados en la Lubianka: no soltaban palabra; si el preso se atrevía a murmurar: «nosotros...», le respondían: «¡Hable sólo en propio nombre!». El silencio, sepulcral. La celda, en perpetua penumbra; los cristales, esmerilados; el suelo, asfaltado. El postigo de la ventana se abría cuarenta minutos al día. Para comer, sopa de coles sin carne, y kasha.En la biblioteca, las obras científicas están excluidas de préstamo. Dos años seguidos sin ver un alma. Hasta cumplidos tres años de condena no daban hojas de papel, y aun entonces, numeradas.

Más tarde, el asta va perdiendo punta poco a poco y se ensancha: aparece el pan blanco, té con azúcar por raciones; y si había dinero se podía comprar algo más; tampoco fumar estaba prohibido; se colocaron cristales transparentes; el cuarterón de la ventana puede estar abierto continuamente, las paredes pintadas de colores más claros; y de pronto también libros, que podían retirarse de las bibliotecas de San Petersburgo mediante suscripción; los huertos estaban separados por verjas, de modo que los reclusos podían charlar entre sí, e incluso dar o escuchar conferencias. A estas alturas los presos comenzaban a exigir: ¡Dadnos más tierra, más! Y se parcelaron dos espaciosos patios para dedicarlos al cultivo. ¡Pronto tuvieron cuatrocientas cincuenta variedades de flores y hortalizas! Y hubo quien hasta empezó colecciones científicas. Se montó un taller de carpintería, de herrería, se ganaba dinero, se compraban libros, incluso sobre política, [240] 37y se recibían revistas del extranjero. Y podían mantener correspondencia con los familiares. ¿Y qué hay del paseo? Pues tanto como les apeteciera, como si querían estarse todo el día.

Y poco a poco, recuerda Figner, «ya no era el celador el que nos increpaba, sino nosotras a él». En 1902 uno de los vigilantes se negó a dar curso a una queja de Figner y ella ¡le atrancó los galones!¿Y cuáles fueron las consecuencias? Pues que vino un juez de instrucción militar y ¡pidió mil disculpasa Figner por la conducta del guardián!

¿A qué se debieron aquel ensanchamiento del asta, aquella suavización? Figner los atribuye en parte a la humanidad de algunos alcaides aislados, y en parte al hecho de que «los gendarmes se hicieron a los presos», de que se acostumbraron a ellos. En mucho se debió a la entereza de los presos, a su dignidad y su firme actitud. De todos modos, yo creo que estaba en el aire de aquellos tiempos, en aquella humedad y frescor general que disipaba los nubarrones de la tormenta, en aquella brisa de libertad que ya empezaba a soplar sobre la sociedad, ¡aquello dio el primer impulso! De no ser por esto, los lunes los habrían puesto a estudiar el Curso Breve junto con los gendarmes (bueno, aún no lo tenían) y les hubieran seguido apretando las clavijas, hubieran seguido tirando de la cuerda.

Y Vera Figner, por arrancarle los galones a un guardián, hubiera recibido, en lugar de la oportunidad de escribir sus memorias, nueve gramosde plomo en un sótano cualquiera.

Naturalmente, el sistema penitenciario zarista no se tambaleaba ni llegó a relajarse porque sí, sino debido a que toda la sociedad, solidaria con los revolucionarios, ponía su empeño en zarandearlo y ridiculizarlo. El zarismo perdió la cabeza no en los tiroteos callejeros de febrero de 1917, sino algunas décadas antes, cuando la juventud de las familias acomodadas empezó a tener por un honor haber estado en la cárcel, y cuando los oficiales del Ejército (y hasta los de la Guardia) comenzaron a considerar deshonroso estrechar la mano de un gendarme.

Y cuanto más se relajaba el sistema penitenciario, con más nitidez prevalecía la «ética de los presos políticos», y los militantes de los partidos revolucionarios tanto más claramente tomaban conciencia de su fuerza y la de sus propias leyes, no dictadas por el Estado.

Así entraba Rusia en el año Diecisiete, y con él a cuestas, en el Dieciocho. Y si aquí pasamos inmediatamente al año 1918 es porque el objeto de nuestro análisis no nos permite detenernos en 1917: a partir de marzo se quedaron vacías todas las cárceles políticas (y también las de los comunes), así como las de prisión preventiva, las de reclusión y los presidios. Resulta asombroso cómo pudieron sobrevivir los funcionarios de prisiones y presidios, seguramente tuvieron que llegar a fin de mes a base de patatas cultivadas en pequeños huertos. (A partir de 1918 las cosas les irían mejor, y en la prisión de Shpálernaya, en 1928, servían sus últimos años con el nuevo régimen, como si nada.)

A partir del último mes de 1917 empezó a verse claro que sin cárceles no se iba a ninguna parte, que ciertas personas no podían estar más que entre rejas (véase el capítulo II), sencillamente porque en la nueva sociedad no había lugar para ellas. Así se salvó el espacio mullido entre las astas y pudo empezar a palparse la segunda protuberancia.

Como es natural, de inmediato se pusieron a proclamar que no se repetirían nunca más los horrores de las cárceles zaristas, que no podría darse ninguna clase de «reeducación coercitiva», ni imposición de silencio, ni incomunicación, ni aislar a los reclusos en los paseos, ni hacerles marcar el paso en fila india, y ni siquiera mantener las celdas cerradas con llave, [241] 38o sea, reunios, estimados huéspedes, charlad cuanto queráis, quejaos unos a otros de los bolcheviques. Mientras, los esfuerzos de las nuevas autoridades penitenciarias se concentraban en mejorar la eficacia de la guardia en el perímetro exterior de las cárceles y en integrar en el nuevo sistema de prisiones los establecimientos zaristas que habían heredado (ésta era precisamente aquella partede la máquina estatal que no convenía destruir y reorganizar). Por fortuna, se descubrió que la guerra civil no había causado destrozos ni en las casas centrales ni en los ostrog—las penitenciarías– y que lo único que hacía falta era erradicar los nombres mancillados por el pasado. De modo que ahora los llamaban polítizoliatori(centros de aislamiento político), una denominación en la que se aunaban dos nociones: primero, el reconocimiento de los antiguos partidos revolucionarios como adversarios políticos, y segundo, que el confinamiento no tenía carácter punitivo, sino que se trataba simplemente de aislar (evidentemente, de manera provisional) a esos revolucionarios pasados de moda del avance de la nueva sociedad. Así pues, las bóvedas de las antiguas casas centrales volvieron a acoger a los socialistas revolucionarios, anarquistas y socialdemócratas (la de Súzdal parece que ya empezó a recibirlos durante la guerra civil).

Pero todos volvían a presidio conscientes de sus derechos de preso, que sabían defender según una antigua tradición ya puesta a prueba. Consideraban una legítima conquista (arrancada a los zares y confirmada por la Revolución): la ración especial de los políticos(que incluía medio paquete de cigarrillos al día); la posibilidad de encargar género en el mercado (requesón, leche); los paseos diarios sin limitaciones, y tantas horas como quisieran; el tratamiento de «usted» por parte de la guardia (en tanto que ellos no se levantaban a la entrada de las autoridades de la cárcel); que marido y mujer compartieran celda; poder tener consigo periódicos, revistas, libros, recado de escribir y objetos personales, incluso navaja y tijeras; poder enviar y recibir cartas tres veces al mes; una entrevista mensual; y, naturalmente, que nada tapara las ventanas (por entonces aún no habían inventado los «bozales»); ir con libertad de celda en celda; tener plantas y lilas en los patinillos de paseo; elegir libremente a los compañeros de paseo y poder arrojar saquitos de correspondencia de un patio a otro; y por último, que las embarazadas [242] 39pudieran abandonar la cárcel dos meses antes de salir de cuentas para ser enviadas al simple destierro.

Todo esto no era sino el antiguo régimen de los políticos.Sin embargo, nuestros presos de los años veinte recordaban algo aún más excelso: el autogobierno de los presos políticos, y en consecuencia la sensación de sentirse, aun en la cárcel, como parte de un todo, como miembros de una comunidad. El autogobierno (elección libre de un síndico responsable y portavoz ante la administración de los intereses de todos los presos) mitigaba la opresión que ejerce la cárcel en el individuo aislado, pues les permitía hacer causa común, y reforzaba cada protesta porque todos hablaban como un solo hombre.

¡Y se propusieron la tarea de defender todos estos derechos! ¡Y las autoridades penitenciarias se propusieron hacer lo posible por retirárselos! Y empezó una lucha silenciosa, un combate sin artillería, en el que sólo de vez en cuando sonaban disparos de fusil y el estrépito de cristales rotos, que como ya se sabe, no se oyen a más de medio kilómetro de distancia. Se había entablado una lucha queda por unos vestigios de libertad, por lo que pudiera haber quedado del derecho a opinión, y esta lucha duró casi veinte años, aunque jamás se editaron sobre ella grandes volúmenes repletos de ilustraciones. Y todos sus altibajos, las listas de victorias y derrotas, ahora casi nos son inaccesibles, pues ya sabemos que en el Archipiélago no existe la lengua escrita y que en él la muerte interrumpe la tradición oral. De vez en cuando, todo lo que nos llega es un retazo casual de aquella lucha, iluminado por un claro de luna, una luz indirecta que no ilumina lo bastante.

Además, ¡qué soberbios nos hemos vuelto desde entonces! Ahora que hemos conocido batallas de tanques y explosiones nucleares, ¿cómo va a parecernos una lucha que cuando echaron la llave en las celdas los presos ejercitaran su derecho a comunicarse dando golpecitos en la pared?, ¿que hablaran a gritos por las ventanas?, ¿que descolgaran mensajes de un piso a otro con un hilo, o que insistieran en que por lo menos el síndico de cada fracción política pudiera recorrer las celdas a su antojo? ¿Qué lucha puede parecernos que cuando entró en una celda el director de la Lubianka, la anarquista Anna G-va. (1926) o la socialista revolucionaria Katia Olítskaya (1931) se negaran a levantarse? (Y aquel salvaje inventó entonces este castigo: privarlas del derecho... a salir a la letrina.) ¿Qué lucha puede parecernos que dos muchachas, Shura y Vera (1925), para protestar contra una orden de la Lubianka —la de hablar sólo en voz baja, dirigida a aplastar la personalidad– se pusieran a cantar en voz alta en la celda (únicamente sobre las lilas en primavera) y que entonces el jefe de la prisión, el letón Dukes, las arrastrara por todo el pasillo hasta el retrete llevándolas del pelo? ¿O que en un vagón penitenciario (1924), procedente de Leningrado, los estudiantes se pusieran a cantar canciones revolucionarias y que por ello el policía de escolta les suprimiera el agua? ¿Y que ellos le gritaran: «¡Esto no lo habría hecho ni una escolta zarista!», y que el policía entonces los apaleara? ¿O que el socialista revolucionario Kozlov, en el traslado a Kem, llamara en voz alta verdugos a los de la escolta, y que por ello se lo llevaran a rastras y lo golpearan?


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