355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Александр Солженицын » Archipielago Gulag » Текст книги (страница 21)
Archipielago Gulag
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 17:34

Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



сообщить о нарушении

Текущая страница: 21 (всего у книги 55 страниц)

En aquel mismo mayo de 1946, en Austria, Inglaterra tuvo un gesto parecido de lealtad hacia su aliado (aunque debido a nuestra habitual modestia, no se hizo público en nuestro país) al entregar al mando soviético un cuerpo de Ejército cosaco (de cuarenta y cinco mil hombres) que se había abierto paso desde Yugoslavia. Esta entrega tuvo un carácter artero, en el espíritu tradicional de la diplomacia inglesa. Hay que decir que los cosacos estaban dispuestos a luchar hasta la muerte o cruzar el océano, ya fuera a Paraguay o a Indochina, todo con tal de no entregarse vivos. Los ingleses comenzaron por darles mayor ración, les entregaron unos soberbios uniformes ingleses, les prometieron incorporarlos a su Ejército y llegaron incluso a hacerles pasar revista. Por esta razón no recelaron cuando les propusieron entregar las armas con el pretexto de unificarlas. El 28 de mayo convocaron a todos los oficiales de grado igual o superior al de jefe de escuadrón (más de dos mil hombres) en la ciudad de Ju-denburg, sin los soldados. El pretexto era que iban a tratar con el mariscal Alexander sobre los futuros destinos del Ejército. El engaño se desencadenó por el camino, cuando los oficiales fueron puestos bajo fuerte escolta (los ingleses los apalizaron hasta hacerles sangrar). Luego la columna motorizada fue adentrándose gradualmente por un corredor de tanques soviéticos hasta que al entrar en Judenburg fueron a dar a un semicírculo de furgones celulares, junto a los cuales ya había una escolta esperándolos con unas listas. Los cosacos ni siquiera podían pegarse un tiro o clavarse un puñal: les habían quitado todas las armas. Algunos se arrojaron desde un alto viaducto contra las rocas o derechos al río. La mayoría de los generales entregados eran emigrados, habían sido, pues, aliados de aquellos mismos ingleses en la primera guerra mundial. Durante la guerra civil los ingleses no habían encontrado tiempo para darles las gracias y ahora saldaban su deuda. En los días siguientes, los ingleses» tan mendaces como antes, entregaron a los soldados rasos cargados en vagones envueltos en alambre de espino. (El 17 de enero de 1947 los periódicos soviéticos difundieron el ahorcamiento de los generales cosacos Petr Krasnov, Shkuró y algunos más.)

Al mismo tiempo, llegaba de Italia el convoy «Campamento Cosaco», con treinta y cinco mil hombres, y se detenía en el valle de Lienz, junto al Drava. Había en el convoy cosacos combatientes, pero también muchos ancianos, niños y mujeres, de los cuales ninguno deseaba volver a sus ríos cosacos ancestrales. Sin embargo, no temblaron los corazones ingleses ni se enturbió su mente democrática. El mayor inglés Davis, que dirigía la operación —ahora por lo menos su nombre entrará en la historia rusa—, capaz de una cordialidad deleznable cuando era necesario, mas implacable cuando era preciso, después de apoderarse con engaños de los oficiales, anunció fríamente que serían entregados por la fuerza el 1 de junio. La respuesta fueron millares de gritos: «Jamás iremos!». El campo de los refugiados se cubrió de banderas negras y en la iglesia de campaña no dejaron de oficiarse servicios religiosos: ¡Los vivos asistían a su propio funeral! Llegaron soldados y tanques ingleses. Ordenaron con altavoces que los cosacos montaran en los camiones. La multitud cantaba el oficio de difuntos, los sacerdotes llevaban las cruces en alto. Los jóvenes formaron una cadena alrededor de los ancianos, las mujeres y los niños. Los ingleses les golpeaban con las culatas y con palos, los agarraban y los arrojaban a los camiones como fardos, aunque estuvieran heridos. El entarimado donde estaban los sacerdotes cedió bajo la presión de los que retrocedían, se derrumbó luego la valla del campo y la multitud se precipitó hacia el puente sobre el Drava. Los tanques ingleses les cortaron el paso, familias enteras de cosacos se arrojaron al río aun sabiendo que era una muerte segura y una unidad inglesa peinó los alrededores para capturar y abatir a los fugitivos. (En Lienz aún se conserva el cementerio donde enterraron a los fusilados o aplastados.)

En aquellos mismos días, de la misma manera pérfida e implacable, los ingleses hicieron entrega a los comunistas yugoslavos de los enemigos de su régimen (¡sus propios aliados de 1941!) para que fueran fusilados sin juicio previo y exterminados.

Y después de veinticinco años, en la libre Gran Bretaña, con su prensa independiente, nadie ha deseado contar esta traición ni alarmar a la opinión pública. [158]

(En sus respectivos países, Churchill y Roosevelt están considerados modelos de sabiduría estatal, y puede que con el tiempo Inglaterra llegue a cubrirse de monumentos a tan insigne varón. Pero nosotros, en nuestras conversaciones entre presidiarios rusos, percibíamos con toda claridad la pasmosa y sistemática miopía de ambos dirigentes y hasta su necedad. ¿Cómo pudieron dejarse llevar entre 1941 y 1945 sin obtener garantía alguna de independencia para la Europa del Este? ¿Cómo pudieron, por ese juguete ridículo de un Berlín cuatrizonal [su futuro talón de Aquiles], entregar las extensas regiones de Sajonia y Turingia? ¿Qué sentido militar o político podía tener para ellos entregar a la muerte en manos de Stalin a varios centenares de miles de ciudadanos soviéticos que habían tomado las armas y que decididamente no querían rendirse? Suele decirse que era el precio a pagar para que Stalin no pudiera negarse a participar en la guerra contra el Japón. ¡Tenían en sus manos la bomba atómica y sin embargo debían recompensar a Stalin para que no se negara a ocupar Manchuria, entronizar en China a Mao Tse-tung y en una mitad de Corea a Kim Il Sung!... ¿Cabe imaginar cálculo político más errado? Cuando, más adelante, ya habían desplazado a Mikolajczyk y habían muerto Benes y Masaryk, establecieron el bloqueo de Berlín, Budapest ardió y se ahogó en el silencio, humeaba Corea y en Suez los conservadores ponían pies en polvorosa... ¿Es posible que ni entonces los occidentales más dotados de memoria recordaran, por lo menos, este episodio de los cosacos entregados?)

Y eso no fue más que el principio. Durante todo 1946 y 1947 los fieles aliados occidentales continuaron entregando a Stalin, para que saldara cuentas con ellos, a ciudadanos soviéticos, contra su voluntad. Había tanto ex combatientes como simples civiles, pero lo único que les importaba era sacarse de encima cuanto antes esa confusa maraña humana. Entregaron a los que estaban en Austria, en Alemania, en Italia, en Francia, en Dinamarca, en Noruega, en Suecia y en las zonas norteamericanas. Durante esos años hubo en las zonas inglesas unos campos de concentración que no tenían nada que envidiar a los de Hitler (por ejemplo, el campo de Wolfsberg, en Austria, donde obligaban a las mujeres, inclinadas pero no en cuclillas, a que cortaran briznas de hierba con unas tijeritas, una a una, y que ataran cada once hojas con la que hacía doce formando una «gavilla», y así durante horas. [159] 0Que un pueblo como el inglés, con toda su tradición parlamentaria, pueda concebir algo así hace que surjan serias dudas sobre si la cáscara de nuestra civilización es lo bastante consistente). Numerosos fueron los rusos que vivieron en Occidente esos largos años de posguerra con documentación falsa, atenazados por el miedo de ser repatriados a la URSS, temerosos de la administración angloamericana como temieron en otro tiempo al NKVD. Y donde no eran entregados, acudían sin obstáculo gran cantidad de agentes soviéticos que secuestraban a quien quisieran sin impedimento alguno, en pleno día, incluso en las calles de las capitales europeas.

En 1945, además del ROA todavía en proceso de formación, en las entrañas del Ejército alemán había no pocas unidades rusas que seguían en salmuera, bajo el anonimato del uniforme alemán. Estos terminaron la guerra en diferentes sectores y de modo muy diverso.

Pocos días antes de mi arresto, las balas de los vlasovistas también silbaron sobre mi cabeza. En la bolsa que habíamos cercado en Prusia Oriental también había rusos. Una noche de finales de enero una de sus unidades intentó romper el cerco a través de nuestras líneas en dirección oeste, sin preparación artillera, en silencio. Como el frente no era compacto, la unidad profundizó rápidamente su avance y rodeó en tenaza mi batería de detección sonora, que estaba muy avanzada. A duras penas tuve tiempo de retirarla por el último camino que quedaba expedito. Pero después volví por un camión averiado y, antes del amanecer, pude ver cómo se habían concentrado con sus batas blancas sobre la nieve y cómo se lanzaron gritando «¡hurra!» sobre nuestra división de artillería de 152 milímetros, cerca de Adlig Schwenkitten, y arrojaron una lluvia de granadas sobre doce de nuestros cañones pesados sin permitirles hacer un solo disparo. Perseguidos por sus balas trazadoras, nuestros últimos hombres tuvieron que retroceder tres kilómetros corriendo por la nieve virgen hasta un puente en el riachuelo Pasarge. Allí los contuvieron.

Poco después fui arrestado, y ahora, en vísperas del desfile de la Victoria, estábamos encerrados juntos en los catres de Butyrki. Yo apurababa sus cigarrillos, lo mismo que ellos mis colillas, y a medias con alguno de ellos sacaba la cubeta metálica de cinco arrobas.

Muchos de los «vlasovistas» y de los «espías por un día» eran jóvenes nacidos entre 1915 y 1922, eran aquella «joven generación desconocida» que el inquieto Lunacharski se apresuró a saludar en nombre de Pushkin. [160]La mayoría de ellos había ido a parar a las formaciones militares por el mismo azar caprichoso que había transformado a sus compañeros del campo de al lado en espías: todo dependía de qué reclutador se presentara.

Los reclutadores pretendían ser sarcásticos (pero de hecho, no estaban sino diciendo la verdad): «¡Stalin ha renegado de vosotros! ¡A Stalin le importáis un comino!».

La ley soviética ya los había convertido en criminales antes de que ellos mismos pudieran ponerse fuera de la ley soviética.

Y se alistaban... Algunos sólo para escapar del campo de la muerte. Otros, con la idea de pasarse a los guerrilleros. (¡Y se pasaban! ¡Y combatían después de su lado! Pero según el rasero de Stalin, eso no atenuaba en un ápice la sentencia.) Sin embargo, para algunos seguía abierta la herida del vergonzoso año cuarenta y uno, de una anonadora derrota después de tantos años de petulancia; no podía faltar quien considerara que el primer culpable de aquellos campos inhumanos era Stalin. Y se empeñaron en hacer oír su voz, en dar a conocer su terrible experiencia: ellos también eran átomos de Rusia, querían influir en su futuro y no ser juguetes de errores ajenos.

En nuestro país, la palabra «vlasovista» suena algo parecido a la palabra «inmundicia», y parece que nos ensuciamos la boca con sólo pronunciarla, por esto nadie se atreve a decir dos o tres frases seguidas que lleven «vlasovista» como sujeto.

Pero la Historia no se escribe así. Hoy, un cuarto de siglo después, cuando la mayoría de ellos han perecido en los campos y los que han sobrevivido están terminando sus días en el extremo norte, he querido recordar en estas páginas un fenómeno tan inusitado en la historia mundial como que algunos cientos de miles de jóvenes, entre los veinte y los treinta años, empuñaran las armas contra su patria, en alianza con su más feroz enemigo. Quizá debamos meditar sobre esto: ¿quién fue más culpable, esa juventud o la canosa patria? Quizá debamos recordar que no se puede explicar su conducta como una tendencia biológica a la traición, que ésta debió obedecer a determinadas causas sociales.

Pues, como dice un antiguo proverbio, los caballos nunca huyen del pienso.

Así es precisamente como me lo imagino: un campo por el que deambulan, abandonados y famélicos, unos caballos enloquecidos.

* * *

Aquella primavera también pasaron por las celdas muchos emigrados rusos.

Aquello parecía un sueño: era el retorno de la historia perdida. Hacía ya mucho tiempo que habían sido escritos y cerrados los volúmenes de la guerra civil, que se habían resuelto sus enigmas y todos sus acontecimientos se habían inscrito en la cronología de los manuales escolares. Las figuras del movimiento blanco ya no eran nuestros contemporáneos en la tierra, sino fantasmas de un pasado que iba difuminándose. En nuestra mente soviética, la emigración rusa —desperdigada con más crueldad que las tribus de Israel– iba consumiendo su vida en alguna parte como pianistas en restaurantes de baja estofa, como lacayos, lavanderas, pordioseros, morfinómanos, cocainómanos, como cadáveres en descomposición. Antes de la guerra de 1941, nada en nuestros periódicos, nuestras bellas letras, ni en boca de los críticos artísticos nos ofrecía indicios (y nuestros cebados maestros tampoco nos ayudaban a imaginárnoslo) de que la Diáspora rusa fuera un gran mundo espiritual, de que allí se desarrollara la filosofía rusa, que allí estuvieran Bulgákov, Berdiáyev, Frank, Losski, que el arte ruso estuviera cautivando al mundo con Rajmáninov, Shaliapin, Benois, Diáguilev, Pávlova o el coro cosaco de Zhárov, que se realizaran sesudos estudios sobre Dostoyevski (en aquella época proscrito en nuestro país), que existiera un escritor tan extraordinario como Nabokov-Sirin, que aún viviera Bunin y que hubiera escrito algo en esos veinte años, que se publicaran revistas de arte, se montaran espectáculos, se celebraran congresos de compatriotas en los que sonaba el idioma ruso, y qu elos emigrados varones no hubieran perdido la capacidad de tomar esposa entre las emigradas, ni éstas la de traer niños al mundo, es decir, rusos de nuestras mismas edades.

En nuestro país se creó una imagen de los emigrados tan aberrante, que los soviéticos nunca hubieran podido creer que hubiera emigrados combatiendo en España, y no a favor de Franco sino de los republicanos; o que en Francia, Merezh-kovski y Hippius se encontraran en aislada soledad entre los demás emigrados por no haberse apartado de Hitler. Y aunque suene a chiste, va muy en serio: Denikin tuvo el propósito de combatir por la Unión Soviética contra Hitler, y hubo un tiempo en que Stalin estuvo a punto de permitirle el regreso a la patria (no como fuerza de combate, naturalmente, sino como símbolo de unión nacional). Al igual que le ocurría a Occidente en conjunto, la emigración rusa, separada del país durante veinticinco años, nunca había vivido bajo el régimen soviético y no podía por tanto interpretar cabalmente los acontecimientos. De ahí que se enturbiara el razonamiento de los emigrados: «¿Cómo vamos a estrecharle la mano a un vlaso-vista?» (unos porque, pasara lo que pasara, había que «estar del lado de Rusia» y otros «de la democracia»). Entre los antiguos emigrados y los nuevos soviéticos hubo muchas divergencias e incomprensión, tanto durante la guerra, bajo los alemanes, como en nuestros campos penitenciarios de posguerra. Si bien es cierto que entre los emigrados se formó un cuerpo de fusileros voluntarios (quince mil hombres) que debía ser enviado al Frente Oriental, también lo es que los alemanes lo mandaron contra Tito y que no combatió, sino que mantuvo una política neutral de no intervención. Durante la ocupación de Francia muchos emigrados rasos, tanto jóvenes como viejos, se unieron a la Resistencia y, liberada París, acudieron en tropel a la embajada soviética con instancias para volver a la patria. No importaba qué Rusia fuera, ¡seguía siendo Rusia!, ése era su lema, y con ello demostraron que no habían mentido antes cuando afirmaban amarla. (En las cárceles de 1945-1946 se sentían poco menos que felices de estar entre rejas y guardianes rusos, y se asombraban cuando los chavales soviéticos se rascaban la nuca: «¿Para qué diablos habremos regresado? ¿Acaso Europa nos quedaba estrecha?».)

Pero si según la lógica de Stalin, todo ciudadano soviético que hubiera estado en el extranjero debía acabar encerrado en un campo, ¿cómo iban a escapar de esta suerte los emigrados? En los Balcanes, en Europa central, en Jarbín, eran detenidos inmediatamente, nada más llegar las tropas soviéticas. Los detenían en sus viviendas y por la calle, como si se tratara de subditos soviéticos. En un principio sólo detuvieron a los hombres, y de momento no a todos, sino a los que se habían destacado políticamente. (Luego sus familias fueron trasladadas por etapas hasta los lugares de destierro ruso, salvo algunas que dejaron permanecer en Bulgaria y en Checoslovaquia.) En Francia nuestra embajada les concedía la ciudadanía soviética con honores y flores y los conducía con comodidad a la patria, donde finalmente les echaban el guante. Con los emigrados de Shanghai la operación se dilató más: hasta ahí no alcanzaban las manos en 1945. Pero se presentó un plenipotenciario del gobierno soviético e hizo público un decreto del Presidium del Soviet Supremo: ¡Perdón para todos los emigrados! ¿Cómo no iban a creérselo? ¿Acaso el Gobierno podía mentir? (Independientemente de que existiera o no en realidad tal decreto, los Órganos habrían estado por encima de él.) Los de Shanghai estaban entusiasmados. Les propusieron que trajeran consigo todo lo que quisieran (partieron incluso con automóviles, por si podían ser útiles a la patria), que se establecieran en el lugar que quisieran de la Unión Soviética y que trabajaran, por supuesto, en el oficio que desearan. Se los llevaron de Shanghai en buques de vapor. Una vez a bordo, corrieron suertes distintas: en algunos barcos, no se sabe por qué, no les dieron comida alguna. Diferente fue también su destino a partir del puerto de Najodka (uno de los principales puntos de transbordo del Gulag). A casi todos los montaban en vagones de mercancías escoltados, como presos, sólo que la escolta aún no era rigurosa ni se empleaban perros.* A algunos los llevaron a lugares habitados, a ciudades, y, en efecto, durante dos o tres años los dejaron vivir. A otros el convoy los traía directamente al campo penitenciario: los llevaban a alguna parte al este del Volga y los descargaban en un bosque por un alto terraplén, con sus blancos pianos de cola y sus jardineras. En los años 1948-1949 arramblaron con los últimos repatriados de Extremo Oriente que aún quedaban libres.

Cuando yo tenía nueve años leía, con más gusto que a Julio Verne, unos libntos azules de V.V. Shulguín, que en aquel entonces se vendían en las casetas de libros como si fuera lo más normal. Eran la voz de un mundo tan irremisiblemente perdido que ni la fantasía más desbordada habría podido suponer que, menos de veinte años después, mis pasos y los del autor se cruzarían, en una línea invisible, por los silenciosos pasillos de la Gran Lubianka. Lo cierto es que él y yo no coincidimos en persona en la primavera de 1945, sino que aún habrían de pasar otros veinte años, sin embargo, ya entonces tuve ocasión de observar a muchos otros emigrados, viejos y jóvenes.

Con el capitán de caballería Borsch y el coronel Mariushkin coincidí en el curso de una revisión médica en la cárcel y me quedó grabado en la retina el penoso aspecto de sus cuerpos desnudos, arrugados y de un amarillo oscuro, como reliquias. Los habían arrestado al borde ya de la tumba, los trajeron a Moscú recorriendo vanos miles de kilómetros, y aquí, en 1945, completamente en serio, estaban sometiéndolos a instrucción sumarial... ¡por su lucha contra el régimen soviético en 1919!

Estamos tan acostumbrados al cúmulo de desafueros sumariales y judiciales que ya no sabemos matizar. Aquel coronel y aquel capitán habían sido militares de carrera del Ejército imperial. Ambos pasaban de los cuarenta años y llevaban unos veinte de servicio cuando el telégrafo trajo la noticia de que en Petrogrado habían derrocado al emperador. Habían servido veinte años bajo juramento al Zar, pero, haciendo de tripas corazón (y hasta puede que mascullando para sus adentros: «¡Vade retro, Satanás!»), juraron también fidelidad al Gobierno provisional.* Y después ya no hubo que jurar fidelidad a nadie más, pues se había desmoronado todo el Ejército. No les gus tabaese régimen que les arrancaba los galones y mataba a los oficiales, y como es natural, se unieron a otros oficiales para combatir al nuevo poder. Era natural que el Ejército Rojo luchara contra ellos y los arrojara al mar. Pero en un país con un pensamiento jurídico, aunque sea rudimentario, ¿qué razón podría haber para juzgarlos,habiendo transcurrido además un cuarto de siglo? (Todo ese tiempo habían vivido como simples particulares: Mariushkin lo era hasta el momento de su arresto; a Borsch, es cierto que lo habían capturado en un convoy cosaco procedente de Austria, pero no con las unidades armadas, sino entre los viejos y las mujeres.)

No obstante, en 1945, en el centro meca de nuestra jurisdicción se les estaba acusando: de acciones tendentes a derrocarel régimen de los soviets obrero-campesinos; de irrupciónarmada en territorio soviético (es decir: de no haberse marchado de inmediato de Rusia, proclamada soviética en Petrogrado); de prestar ayuda a la burguesía internacional (a la que no habían visto ni en pintura); de haber estado al servicio de gobiernos contrarrevolucionarios (o sea: de servir a sus generales, a los que toda su vida habían estado subordinados).

Y todos estos puntos (1-2-4-13) del Artículo 58 pertenecían aun Código Penal adoptado en... 1926, ¡seis o siete años después de acabadala guerra civil! (¡un ejemplo clásico y desvergonzado de ley de efectos retroactivos!). Además, el Artículo Segundo del Código señalaba que dicha ley sólo era aplicable a los ciudadanos detenidos en el territorio de la RSFSR. ¡Pero la mano de la Seguridad del Estado agarraba también a quienes no eran subditos soviéticos, en cualquier país de Europa y Asia! [161] 1De la prescripciónde un delito ya no hablamos: con mucha mano ancha, la ley había previsto que la prescripción no fuera extensible al Artículo 58. Con nuestro sistema, de la prescripción sólo se han beneficiado los verdugos por él engendrados («no hay que remover el pasado»), por más que hayan aniquilado muchos más compatriotas que toda una guerra civil.

Mariushkin, al menos, se acordaba de todo perfectamente y nos contaba detalles de la evacuación de Novorossiisk. Borsch, en cambio, parecía haber vuelto a la infancia y balbuceaba ingenuamente que estaba observando la Pascua en la Lubianka: durante toda la semana de Ramos y Semana Santa se había comido sólo media ración de pan, acumulando la otra mitad y sustituyendo de forma gradual los trozos duros por pan fresco. Al terminar la Cuaresma había juntado siete raciones y estuvo dándose un festín los tres días de Pascua.

Que hoy día estuvieran instruyéndoles sumario y fueran a juzgarlos no demostraba que, efectivamente, hubieran sido culpables, ni siquiera en un pasado remoto. Eso no era más que una venganza del Gobierno soviético por haberse opuesto al comunismo hacía un cuarto de siglo, aunque desde entonces hubieran llevado una vida de proscritos, sin trabajo ni hogar.

De esas indefensas momias emigrantes se distinguía el coronel Konstantín Konstantínovich Yásevich. Para él, la lucha contra el bolchevismo no había terminado con la guerra civil. Con qué armas, dónde y de qué manera había luchado, eso jamás me lo contó. Sin embargo, creo que hasta dentro de la celda conservaba la sensación de estar aún en filas. Entre aquel embrollo de conceptos y puntos de vista difusos, zigzagueantes, que había en la mayoría de nosotros, saltaba a la vista que él sí tenía una opinión clara y precisa sobre cuanto le rodeaba y que esta nítida posición ante la vida era la que daba a su cuerpo una fortaleza, agilidad y actividad constantes. No tendría menos de sesenta años, la cabeza calva del todo, sin una pelusilla, ya había pasado por la instrucción (esperaba la sentencia, como todos nosotros) y, como es natural, no había recibido ayuda de nadie; no obstante conservaba una piel joven, incluso rosada, era el único de la celda que hacía gimnasia por las mañanas y se remojaba bajo el grifo (mientras nosotros ahorrábamos las calorías de la ración de pan). No dejaba escapar el momento en que quedaba libre el paso entre los catres y se ponía a recorrer esos cinco o seis metros una y otra vez marcando el paso, firme la silueta, los brazos cruzados sobre el pecho, mirando con sus ojos jóvenes y claros más allá de las paredes.

Todos nosotros seguíamos estupefactos por lo que nos había caído encima; para él, en cambio, todo cuanto había en derredor era tal como había esperado; en una celda como la nuestra tenía que sentirse solo a la fuerza.

Al cabo de un año tuve la posibilidad de apreciar su comportamiento en prisión: otra vez me hallaba en Butyrki, y en una de aquellas setenta celdas fui a parar con unos jóvenes que figuraban en el mismo sumario que Yásevich, con condenas de diez y de quince años. No sabría decir cómo habían llegado a sus manos, pero tenían escritas a máquina, en papel cebolla, las sentencias de todo su grupo. El primero de la lista era Yásevich, condenado a fusilamiento. ¡Eso era pues lo que veía, lo que vislumbraba más allá de las paredes, con esos ojos que aún no habían envejecido, en sus paseos de la mesa a la puerta y vuelta a empezar! Pero era imposible que pudiera retractarse: estaba convencido de que su vida había seguido la senda correcta y eso le confería una fuerza extraordinaria.

Entre los emigrados había un joven de mi edad, Igor Tronko. Hicimos amistad. Estábamos los dos debilitados, enflaquecidos, con los huesos apenas cubiertos por un pellejo amarillo grisáceo (en realidad, ¿por qué decaíamos tanto? Creo que por desasosiego espiritual). Los dos delgados y larguiruchos, bamboleados por las rachas del viento estival, paseábamos siempre emparejados por los patios de Butyrki con ese andar cauteloso de los ancianos y opinábamos sobre el paralelismo de nuestras vidas. Habíamos nacido el mismo año en el sur de Rusia. Aún éramos niños de teta cuando el destino hurgó en su ajado zurrón y me sacó a mí la paja corta y a él la larga. Y el destino quiso llevarlo allende los mares, aunque su padre, un «guardia blanco», no fuera en realidad más que un simple telegrafista sin una perra.

Me resultaba fascinante imaginarme, a través de su vida, a toda una generación de compatriotas que vivían allí. Habían crecido bajo la mirada atenta de sus padres, con unos ingresos modestos, incluso parcos. Estaban todos muy bien educados, y tenían, en lo posible, una sólida cultura. Habían crecido sin conocer el terror ni la opresión, aunque sobre ellos pesó el dirigismo autoritario de las organizaciones blancas hasta que adquirieron fuerzas propias. Fueron educados de tal modo que los males del siglo, que se adueñaron de toda la juventud europea (actitud frívola ante la vida, irreflexión, despilfarro, elevada criminalidad), no les afectaron, pues habían nacido a la sombra, por así decirlo, de una desgracia imborrable acaecida asus familias. De todos los países donde habían crecido, sólo a Rusia consideraban patria. Su educación espiritual se basó en la literatura rusa, tanto más entrañable cuanto que notenía como fondo una patria física y era por tanto para ellos la única que existía. Tenían a su alcance las publicaciones modernas más variadas y en mayores cantidades que nosotros, pero les llegaban pocas ediciones soviéticas y esta carencia era la que sentían con más profundidad; creían que así no llegarían a entender la Rusia Soviética en lo más esencial, transcendental y bello, y que lo que llegaba hasta ellos era lo tergiversado, lo mendaz, lo incompleto. La imagen que tenían de nuestra auténtica vida era muy tenue, pero su añoranza de la patria era tal que, si en 1941 los hubieran llamado, habrían acudido todos al Ejército Rojo y les habría parecido más dulce la idea de ir a Rusia para morir que para vivir. A los veinticinco-veintisiete años, esta juventud ya tenía opiniones propias y las defendía con firmeza. Así, el grupo de Igor era «no-apriorista». Afirmaban que quien no hubiera compartido con la patria las pasadas décadas, con toda su complejidad y rigor, no tenía ahora derecho a decidir el futuro de Rusia, ni siquiera a proponer nada, sólo a ir allí y contribuir con todas sus fuerzas a lo que el pueblo decidiera.

Pasamos muchos ratos tendidos en los catres uno junto a otro. Yo capté en todo cuanto pude su mundo y aquel encuentro me descubrió (después otros encuentros habrían de confirmarlo) que el reflujo de una considerable parte de nuestras fuerzas espirituales acausa de la guerra civil nos había privado de una amplia e importante rama de la cultura rusa. Y que todo aquel que en verdad ame nuestra cultura aspirará a la unión de ambas ramas, la de la metrópoli y la de la Diáspora. Sólo entonces llegará a su plenitud, sólo entonces revelará su capacidad para desarrollarse sin deterioro.

Sueño con ver llegar ese día.

* * *

El hombre es débil, débil. Al fin y al cabo, aquella privavera hasta los más tozudos deseaban el perdón. Corría el siguiente chascarrillo: «¡Diga su última palabra, acusado!». «¡Ruego me envíen a cualquier parte con tal de que haya poder soviético! Y sol...» Del poder soviético no había riesgo de desprendernos, pero sí corríamos peligro de vernos privados del sol... Nadie deseaba ir más allá del Círculo Polar, donde el escorbuto y la distrofia hacían estragos. Y por alguna razón especial floreció en las celdas la leyenda del Altai. Los pocos que habían estado allí, y sobre todo los que no habían estado, inspiraban a sus compañeros de celda sueños melodiosos: ¡Qué país el Alui! Grandes espacios siberianos pero un clima suave. Riberas de trigales y ríos de miel. Estepa y montañas. Rebaños de ovejas, caza, pesca. Aldeas muy ricas y pobladas...

Los sueños de los presos sobre el Altai, ¿no serían el eco del viejo sueño campesino sobre esa misma región? En el Altai se encontraban unas tierras denominadas «del Gabinete de Su Majestad»,* y por eso estuvo más tiempo cerrado a los colonos que el resto de Siberia, pero era allí precisamente donde ansiaban instalarse los campesinos (y no cejaban). ¿No será herencia de entonces esta leyenda tan arraigada?


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю