Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Aunque bueno, si no fuera por la presencia de los cofrades, habría que agradecer el traslado en cuervos y los fugaces encuentros con mujeres que nos brinda. ¿Dónde, si no, sería posible verlas, escucharlas, rozarlas, durante nuestra vida de presidio?
En cierta ocasión, en 1950, nos llevaron de Butyrki a la estación con mucha generosidad de espacio: éramos unos catorce hombres en un cuervo con bancos. Todos estábamos sentados, y de pronto añadieron un último preso: una mujer, sola. Al principio se sentó temerosa contra la puerta, pues en una oscura caja como aquella no había defensa posible contra catorce hombres. Pero después de cambiar algunas palabras quedó claro que estábamos en familia, que a todos nos habían condenado por el Artículo 58.
La mujer nos dio su nombre: Repin, esposa de un coronel, detenida después que su marido. Y de pronto, un taciturno militar joven y enjuto con aspecto de teniente, le preguntó: «¿Dígame, no habrá estado usted en prisión con Antonina Ivá-novna?». «¿Cómo? ¿No será usted su marido? ¿Oleg?» «Sí.» «¿El teniente coronel Ivanov? ¿De la Academia Frunze?*» «¡Sí!»
¡Fue un «sí» digno de oírse! Salía de una garganta tensa, pues el miedo a saberera mayor que la alegría. Se sentó al lado de ella. Por las diminutas rejas de las dos puertas traseras pasaban difusos los destellos crepusculares de aquel día estival, recorriendo una y otra vez los rostros de la mujer y del teniente coronel, en pos con la marcha del vehículo. «Pasé los cuatro meses de la instrucción encerrada en la misma celda que ella.» «¿Y dónde está ahora?» «¡En todo este tiempo no ha tenido más pensamiento que usted! No temía por ella, sino por usted. Primero, que lo detuvieran. Después, que la sentencia fuera despiadada.» «¿Pero qué ha sido de ella?» «Se sentía culpable de que le hubieran detenido a usted. ¡Qué mal lo pasaba!» «¿Dónde está ahora?» «No se asuste», la señora Repin le puso la mano en el pecho, como a un íntimo conocido. «No pudo resistir tanta tensión. Se la llevaron a otra parte. Estaba un poco..., no coordinaba..., ¿Entiende usted?»
Y esta minúscula tempestad, contenida en una caja de chapa de acero, avanzaba pacíficamente por uno de los seis carriles, se detenía ante los semáforos y señalizaba cada giro con los intermitentes.
A Oleg Ivanov acababa de conocerlo minutos antes en Butyrki, he aquí en qué circunstancias: nos habían llevado al box de «la estación» [272]y habían sacado nuestros enseres de la consigna. Los dos salimos del box a la vez. Ya en el pasillo, pudimos ver al otro lado de una puerta abierta una celadora en bata gris que revolvía la maleta de Oleg. En esto, se le cayó al suelo un galón dorado de teniente coronel —no se sabe por qué se había conservado uno solo—. La mujer no se había dado cuenta y tenía puesto el pie sobre las grandes estrellas.
Su zapato pisaba la hombrera igual que en una escena de cine.
Se lo hice notar a Oleg: «¡Fíjese usted, camarada teniente coronel!».
El rostro de Ivánov se ensombreció. Sin duda, para él la noción de un servicio intachable seguía teniendo importancia.
Y ahora, estaba lo de su esposa.
Todo esto tuvo que asimilarlo en el espacio de una hora escasa.
2. Los puertos del Archipiélago
Desplegad sobre una gran mesa un mapa de nuestra patria lo suficientemente extenso. Poned gruesos puntos negros en todas las capitales regionales, en todos los nudos ferroviarios, en todos los puntos de transbordo, ahí donde termina la vía férrea y empieza un río, o bien donde el río forma un recodo y se inicia un sendero. ¿Qué sucede? ¿Ha quedado todo el mapa cubierto de cagadas de mosca? Pues bien, tenéis ante vosotros el majestuoso mapa de los puertos del Archipiélago.
No se trata, ciertamente, de aquellos puertos de ensueño que tan seductoramente nos presentaba Aleksandr Grin, puertos en que se bebe ron en las tabernas y se hace la corte a bellas mujeres. Tampoco encontraréis aquí el azul cálido del mar (aquí, para lavarse hay un litro de agua por cabeza; o para que resulte más cómodo, ¡cuatro litros para cuatro personas, que deben lavarse a la vez en un mismo barreño!). Salvo esto, todo aquello que confiere a los puertos una atmósfera novelesca —la suciedad, los parásitos, las blasfemias, el trasiego, la babel de lenguas y las riñas– lo encontraréis de sobra.
Raro es el preso que no haya pasado por tres, cuatro o hasta cinco prisiones de tránsito, muchos recuerdan una decena de ellas, y los hijosdel Gulag* enumeran sin esfuerzo incluso medio centenar. Sólo que todas ellas se confunden en la memoria de tan semejantes como son: los ignaros centinelas; el caótico pasar lista por orden de expediente; las largas esperas a pleno sol o bajo la llovizna otoñal; el pasamanosa cuerpo desnudo, aún más largo que la espera; el rapado sin higiene alguna; las salas de baño frías y resbaladizas; las letrinas apestosas; los pasillos mohosos; las celdas siempre repletas y sofo– cantes, y las más de las veces oscuras y húmedas; el calor de los cuerpos humanos a ambos lados, tanto en el suelo como en el catre; las cabeceras de la cama, hechas de tablas; el pan mal cocido, casi pasta liquida; la balanda*que parece un cocido de forraje fermentado.
Pero quien tenga una memoria precisa y pueda discernir unos recuerdos de otros ya no tiene por qué viajar por el país, porque gracias a las prisiones de tránsito su mente habrá asimilado toda su geografía. ¿Novosibirsk? Lo conozco, he estado allí. Hay unos barracones muy sólidos, hechos de gruesos troncos. ¿Irkutsk? Es donde se han cegado varias veces las ventanas con ladrillos, puede verse cómo eran en tiempos del zar, se aprecia cada reforma y los agujeros que han dejado para ventilación. ¿Vólogda? Sí, un viejo edificio con torreones. Los retretes están unos encima de otros, pero los entretechos de madera están podridos y gotean sobre los de abajo. ¿Usman? ¡Y cómo no! Un penal hediondo y piojoso, una construcción antigua, con bóvedas. La atiborran tanto que cuando empiezan a sacar a presos para un traslado, cuesta creer que hayan podido caber todos allí. La columna ocupa media ciudad.
No se le ocurra ofender a uno de estos especialistas diciéndole que conoce una ciudad en la que no hay prisión de tránsito. Le demostrará de manera irrefutable que ciudades así no existen y estará en lo cierto. ¿Salsk, dice usted? Pues allí a los presos en tránsito los encierran en las celdas de preventiva junto con los que están en plena instrucción sumarial. Y en cada capital de distrito, tres cuartos de lo mismo. ¿En qué se diferencia, pues, de una prisión de tránsito? ¿En Sol-Iletsk? ¡Hay una! ¿En Rybinsk? ¿Y entonces cómo llamar a la prisión n° 2, la del antiguo monasterio? ¡Ah, eso sí!, es muy tranquila, con sus patios pavimentados y desiertos, sus viejas losas cubiertas de musgo, y los barreños de madera en el baño, todo muy limpito. ¿Y en Chita? Pues la prisión n° 1. ¿Y en Naushki? Eso no es una cárcel, sino un campo de tránsito, pero tanto da. ¿En Torzhok? Pues en la montaña, también un monasterio.
¡Compréndalo, alma de Dios, no puede haber ciudad sin prisión de tránsito! ¿Es que no sabe que en cualquier parte hay tribunales sesionando? ¿Y cómo van a llevarse a los condenados hasta el campo? ¿Por el aire?
Naturalmente, hay prisiones y prisiones. Pero es imposible dilucidar cuál es mejor y cuál peor. No falla, cuando se juntan tres o cuatro zeks, cada uno de ellos presume de «la suya»:
—La prisión de tránsito de Ivánovo no será de las más célebres, pero preguntadle a cualquiera que pasara por ella en el invierno de 1937 a 1938. No había calefacción , pero no sólo no se helaba la gente, sino que en las literas de arriba los había que se tendían desnudos. Hubo que romper todos los cristales de las ventanas para no asfixiarse. En la celda n° 21, en lugar de los veinte hombres que le correspondían, había... ¡trescientos veintitrés!Como había agua bajo los catres, pusieron unas tablas y a algunos les tocó acostarse sobre ellas. Y era hacia allá abajo precisamente adonde iba a parar la helada corriente de aire que entraba por las ventanas, ya sin cristal. En pocas palabras, bajo los catres reinaba la noche polar: no había luz alguna, toda quedaba tapada por los que se acostaban en los catres y por los que estaban de pie junto a ellos. Era imposible pasar por el corredor hacia la cubeta, más bien había que deslizarse por el canto de los catres. No daban la comida de uno en uno sino a cada diez hombres. Si alguno de la decena moría, lo metían bajo el catre y lo tenían allí hasta que empezaba a oler mal. Porque así podían comerse su ración. Esto aún podía soportarse, si no fuera porque a los vertujáisparecía que les hubieran frotado con ortigas: no paraban de mandar a la gente de una celda a otra, una y otra vez. Y apenas te habías instalado: «¡En pie! ¡Cambio de celda!». Y de nuevo a buscar sitio. ¿Y por qué se había sobrecargado tanto la prisión? Pues porque estuvieron tres meses sin llevar a los presos al baño, se extendieron los piojos, y los piojos provocaron llagas en los pies y luego vino el tifus. Y por causa del tifus se impuso una cuarentena, y en cuatro meses no salió de ahí ningún traslado.
—Pero esto que cuentas no es porque fuera la prisión de Ivánovo, sino porque así eran los tiempos que corrían. Porque en 1937-1938 en las prisiones de tránsito no es que gimieran sólo los zeks, sino hasta las mismísimas piedras. La de Irkutsk tampoco era ninguna prisión fuera de lo corriente, pero en 1938 ni los médicos se atrevían a examinar las celdas. Sólo recorrían los pasillos mientras el vertujáibramaba en cada puerta: «¡El que haya perdido el conocimiento, que salga!».
—En 1937, amigos míos, todos discurrían por Siberia en dirección a Kolymá, pero acababan atascados en el mar de Ojotsk y hasta en el mismo Vladivostok. Los barcos no conseguían transportar hasta Kolymá más de treinta mil hombres por mes, pero desde Moscú, venga a enviar más y más gente, sin cumplimientos. Bueno, y llegaron a juntarse hasta cien mil hombres, ¿qué te parece?
—¿Y quién pudo contarlos?
—Pues el que tuviera que contarlos.
—Si es a la prisión de tránsito de Vladivostok a la que te refieres, en febrero de 1937 no habría ahí más de cuarenta mil hombres.
—Y allí estuvimos empantanados unos cuantos meses. ¡Las chinches brincaban como saltamontes por los catres! Agua, medio vaso al día: ¡No había agua, ni nadie para ir a buscarla! Para los coreanos había una zona aparte: ¡Todos murieron de disentería, todos! En nuestra zona, cada mañana se llevaban a un centenar de hombres. Estaban construyendo un depósito de cadáveres y los zeks acarreaban la piedra enganchados a unos carros. Hoy tiras tú y mañana te nevarán a ti. Y además en otoño se declaró el tifus exantemático. Nosotros también nos quedábamos los muertos hasta que hedían, y despachábamos sus raciones. No había medicamento alguno. Si nos acercábamos a la alambrada —¡Dadnos medicamentos!—, nos respondían con una ráfaga desde la atalaya. Luego trasladaron a los enfermos de tifus a un barracón aparte. Hubo bastantes que no resistieron el traslado y de los que sí lo soportaron, muy pocos volvieron. Las literas de ese barracón eran de dos pisos, y como los presos de arriba no podían bajar a hacer sus necesidades por causa de la fiebre, ¡mojaban directamente a los de abajo! Unos mil quinientos habría allí tendidos. Los enfermeros eran cofrades, a los muertos les arrancaban los dientes de oro. Tampoco tenían reparo en sacárselos a los vivos...
—¡Venga, y dale con el treinta y siete, siempre a vueltas con el treinta y siete! ¿Y qué me decís del cuarenta y nueve, en la bahía de Vánino, en la quinta zona? ¡Pues éramos treinta y cinco mil! ¡Y durante varios meses! ¡Porque, como siempre, no daban abasto con los barcos a Kolymá. Y cada noche, vayase a saber por qué, nos cambiaban de barracón, de una zona a otra. Como en los campos de los nazis: ¡qué de silbidos y de gritos! «¡Fuera todos y que no haya último!» [273]¡Y todos salían en estampida! ¡Siempre corriendo! Cien hombres a buscar pan, ¡venga, corriendo! A buscar el rancho, ¡corriendo! ¡No había ninguna clase de cuencos! ¡Coge el rancho con lo que te parezca, con los faldones, con las palmas de la mano! Traían el agua en cisternas, no había nada con qué distribuirla, por tanto la echaban a chorro, el que ponía la boca, agua tenía. Si empezaba una riña junto a la cisterna, ¡abrían fuego desde la atalaya! Sí, igualito que con los fascistas. Cuando vino de inspección el general-mayor Derevianko, jefe de la USVITL, un aviador militar salió a su encuentro y se desgarró la guerrera ante la multitud: «¡Tengo siete medallas de combate! ¿Quién les ha dado derecho a disparar sobre la zona?». Derevianko dijo: «Disparamos y continuaremos disparandohasta que aprendáis a comportaros». [274] 53
—No, muchachos, no. Todo esto que contáis no son prisiones de tránsito. ¡Para prisión de tránsito, la de Kírov! Tomemos un año que no tenga nada de particular, tomemos el año 1947, cuando para poder cerrar la puerta de la celda los carceleros tenían que embutir a la gente a golpe de bota. En septiembre (y Viatka no está precisamente a orillas del mar Negro), en las literas de tres pisos todos permanecían sentados, sin nada de ropa, debido al calor, y si estaban sentadosera porque no había sitio para tenderse: una fila ocupaba el lugar donde debieran haber ido las cabezas, y otra la parte de los pies. Y en el pasillo había dos hileras más sentadas en el suelo, y entre éstas, aún otra, y todas iban intercambiándose. Guardaban los sacos en la mano o sobre las rodillas, pues no había dónde dejarlos. Sólo los cofrades yacían a sus anchas en las literas centrales, junto a las ventanas; y es que por ley,aquellos sitios eran suyos. Las chinches eran tantas que picaban hasta de día y se lanzaban en picado desde el techo. Y así había que aguantar una semana, un mes.
En esto me entran ganas de meter baza, de contar lo ocurrido en Krásnaya Presnia en agosto de 1945, el verano de la Victoria, pero siento vergüenza: nosotros, al fin y al cabo, podíamos estirar las piernas por la noche y las chinches se comportaban con moderación, aunque de noche, tendidos bajo las potentes bombillas, se nos comían las moscas, pues estábamos desnudos y cubiertos de sudor de tanto calor como hacía. Pero todo esto eran menudencias y hasta me daba vergüenza jactarme de ello. Nos cubríamos de sudor al menor movimiento, y después de la comida sudábamos sencillamente a chorros. En una celda algo mayor que una habitación normal de una vivienda había cien hombres, tan hacinados que uno no sabía dónde poner los pies. En las dos pequeñas ventanas había bozales de plancha de hierro, y como daban al sur, no sólo impedían la circulación del aire, sino que, al darles el sol, actuaban como radiadores.
Esta prisión de tránsito, que ostenta un glorioso nombre revolucionario, es poco conocida de los moscovitas, pues en ella no se organizan visitas comentadas, además, ¡qué turistas va a haber si todavía está, jun-dottúndo!¡Mas quien quiera contemplarla por fuera no tiene que desplazarse muy lejos! Desde la carretera de Novojoróshevski, siguiendo el ferrocarril de circunvalación, queda a un tiro de piedra.
Como las prisiones de tránsito son un cajón de sastre, también lo es cualquier conversación sobre ellas, y seguramente esa misma impresión va a dar este capítulo: uno no sabe a qué ceñirse, qué contar, por dónde empezar. Y cuantas más personas se juntan en una prisión de tránsito, tanto mayor es esta mezcolanza. Para el hombre resulta insoportable, para el Gulag, antieconómica, pero la gente pasa en ella meses y meses. Y de este modo la prisión de tránsito se transforma en una verdadera fábrica: las raciones de pan llegan a montones en una carretilla de llevar ladrillos. La balandahumeante la acarrean en cubas de madera de setenta y cinco litros con un barrote que atraviesa las asas.
El punto de tránsito de Kotlás era de los más febriles y sin recato alguno. Febril, porque era la puerta a todo el nordeste de la Rusia europea, y sin recato, porque se encontraba ya en las profundidades del Archipiélago y en él era innecesario andarse con tapujos. Era sencillamente un pedazo de tierra vallada y dividida en jaulas siempre cerradas con llave. Era el mismo lugar donde en 1930 habían instalado a una densa multitud de campesinos —todos ellos deportados– (y aunque no haya quedado nadie para contarlo, debemos dar por supuesto que no había techo alguno sobre sus cabezas). Sin embargo, en 1938 eran tantos los internos, que no todos, ni mucho menos, podían disponer de alojamiento en aquellos frágiles barracones de sólo planta baja, hechos de tablones de desecho y cubiertos —ahora sí– con... lonas. Bajo la húmeda nieve de otoño, bajo los primeros fríos, la gente vivía entre la tierra y el cielo. Cierto que no dejaban que se congelaran en la inmovilidad: constantemente los sometían a recuento o mantenían alta su moral por medio de controles (en la prisión podía haber hasta veinte mil hombres), o con súbitos registros, siempre de noche. Más tarde plantaron tiendas de campaña dentro de las jaulas y en algunas hasta levantaron cabanas de troncos con planta y primer piso. Sin embargo, para abaratar la construcción, no pusieron una solera entre las dos plantas, sino que instalaron directamente literas de a seis, hasta arriba, con escaleras de mano a los lados, por las cuales incluso los que estaban ya en las últimas debían trepar como grumetes (un artilugio más propio de un barco que de un puerto). En el invierno de 1944-1945, cuando ya todos estaban bajo techado, quedaban sólo siete mil quinientos presos, de los que morían cada día unos cincuenta. Las parihuelas que los llevaban al depósito no conocían descanso. (Se me objetará que una mortalidad por debajo del uno por ciento diario es perfectamente tolerable, y que con esta tasa un hombre puede resistir hasta cinco meses. Cierto, pero tengan en cuenta que la principal guadaña —los trabajos forzados– aún no había empezado. Así pues, esta pérdida del 0,66 por ciento diario no era más que la pura mtvm por desecación.¿Cuántos almacenes de hortalizas tolerarían esta tasa?)
Cuanto más se adentra uno en el Archipiélago, tanto más se estremece al ver cómo desaparecen los puertos de hormigón para convertirse en simples amarraderos de pilotes.
Karabás, un campo de tránsito cercano a Karagandá, cuyo nombre se ha convertido en palabra de uso común, ha visto pasar en varios años a medio millón de personas (cuando Yuri Karbe estuvo ahí en 1942, ya iban por el número 433.000). El campo consistía en unos barracones bajos, de tierra apisonada, con el suelo de tierra. La distracción diaria era hacerlos salir a todos con sus trastos mientras unos pintores blanqueaban el suelo y hasta dibujaban alfombras. Por la noche, los zeks se acostaban en el mismo suelo y borraban con sus costados el blanqueado y los tapices.
Más que cualquier otro lugar, Karabás habría sido el más merecedor de convertirse en museo. Pero ¡ay!, ya no existe: en su lugar hay ahora una fábrica de piezas de cemento armado.
La prisión de tránsito de Kniazh-Pogost (sesenta y tres grados de latitud norte) se componía de un montón de chozas ¡asentadas sobre un cenagal! Las chozas consistían en un armazón de palos recubierto por una lona que no llegaba hasta el suelo. Dentro de la choza había unas literas de dos pisos, hechas también de palos (mal desbastados) y como pasillo entre ellas un piso igualmente de varas. De día, el cieno líquido salpicaba a través del suelo y de noche se congelaba. En diferentes lugares de la zona había que pasar sobre varas endebles e inestables y por todas partes la gente, que a causa de la debilidad no estaba para equilibrios, caía al cieno o a la aguacha. En 1938 en Kniazh-Pogost daban cada día lo mismo de comer: un cocido de alforfón y salvado con espinas de pescado. Resultaba ser lo más práctico, pues como el punto de tránsito carecía de escudillas, vasos y cucharas —y los presos con mayor razón—, llamaban a los presos por decenas al caldero y con unos cucharones les echaban esa masa en la gorra, los gorros de abrigo o en los faldones de la propia vestimenta.
O veamos, si no, el punto de tránsito de Vogvózdino (a pocos kilómetros de Ust-Vym), donde había cinco mil hombres. (¿Quién había oído hablar de Vogvózdino antes de leer estas líneas? ¿Cuántos puntos de tránsito desconocidos habrá? ¡Multiplicad los que se conocen por cinco mil!) Ahí hacían un cocido muy líquido, pero tampoco disponían de escudillas. Sin embargo supieron salir del paso (¡adonde no llegará el ingenio humano!): servían el bodrio en una palangana de bañopara cada diez hombres. ¡A ver quién comía más aprisa! (Esto también se vio en Kotlás.)
Cierto que en Vogvózdino nadie permanecía más de un año. (Y si alguien pasaba ahí tanto tiempo era porque estaba ya en las últimas y no lo querían en ningún campo.)
La vida cotidiana de los nativos del Archipiélago supera con creces la imaginación del literato. Cuando quiere describir la vida en prisión y hacer patente su máximo reproche e indignación, el escritor siempre recurre a la cubeta.¡La cubeta! La literatura la ha convertido en el símbolo de la cárcel, en el símbolo de la humillación y del hedor. ¡Cuánta frivolidad! ¿Es que creéis que la cubeta es un mal para el preso? ¡Pero si es el más misericordioso invento de los carceleros! Porque el horror empieza desde el instante mismo en que no hay cubeta en una celda.
En 1937 en algunas prisiones de Siberia no había cubeta, ¡no tenían bastantes! No se habían fabricado con antelación tantas como hubiera hecho falta y la industria siberiana no daba abasto ante tamaña avalancha de población reclusa. De modo que los depósitos estatales no podían atender la demanda de zambullos para tanta celda recién inaugurada. En las celdas antiguas sí los había, pero eran viejos y de poca capacidad. El sentido común aconsejaba retirarlos, pues, ante tal alud de reclusos, ahora eran tanto como nada. Así, en la prisión de Mi-nusinsk, construida en otros tiempos para albergar quinientos presos (Vladímir Ilich no estuvo en ella, y es que Lenin llegó hasta su lugar de destierro por su propio pie), se apiñaban ahora diez mil reclusos, ¡o sea que cada cubeta debiera haber aumentado de capacidad veinte veces! Pero los zambullos no crecen...
Nuestras plumas rusas sólo escriben con trazo grueso. Con tanto como hemos vivido, sin embargo bien poco es lo que ha llegado a ser descrito o nombrado por su nombre. En cambio, en manos de los escritores occidentales, acostumbrados a examinar con lupa las células de la existencia, a agitar bajo los focos un matraz de boticario, un tema así se convertiría en epopeya, serían diez tomos más de En busca del tiempo perdido:¡contar la turbación del alma humana en una celda atiborrada veinte veces más de lo normal, cuando no hay cubeta y llevan a los presos al retrete una sola vez al día! Naturalmente, mucho es lo que desconocen de este tejido vivo: ¡Nunca se les ocurriría como solución orinarse en la capucha del impermeable, ni llegarían a entender como un consejo la voz de su vecino de celda: ¡pues orínate en las botas! Y sin embargo es un sabio consejo, producto de la experiencia, y no acarrea en modo alguno daño a la bota, ni rebaja tampoco su papel al de un orinal. Significa simplemente que hay qué quitarse la bota, ponerla boca abajo y volver la caña del revés: ¡Y ya tenemos nuestro ansiado recipiente, en forma de cilindro! ¡Ay, como enriquecerían su literatura los autores occidentales, cuántos recovecos psicológicos que explotar (sin ningún riesgo de plagiar banalmente a los maestros famosos)! No les haría falta sino conocer los usos y normas de la prisión de Minusinsk: para repartir la comida, una escudilla para cada cuatro, y en cuanto al agua, un vaso al día por preso (vasos sí había). Imaginen ahora que a uno de los cuatro se le ocurre valerse de la escudilla común para aliviar su presión interna, pero a la hora de comer se niega a entregar su ración de agua para lavar la escudilla. ¡Qué conflicto! ¡Qué choque entre cuatro caracteres! ¡Qué matices! (No estoy bromeando. Es así como sale a relucir el fondo de una persona. Sólo que las plumas rusas están demasiado ocupadas para describir lances así, y el ojo ruso no tiene ocasión de leerlo. No bromeo, pues los médicos pueden decirnos cómo unos meses en semejante celda minan la salud de un hombre para toda la vida, aunque no lo fusilaran cuando Ezhov, por más que lo rehabilitaran cuando Jruschov.)
¡Caramba, y nosotros que soñábamos con descansar y desentumecernos al tocar puerto! Después de unos días encogidos y retorcidos en el compartimiento de un vagón-zak, ¡cómo soñábamos con la prisión de tránsito! Soñábamos que allí podríamos estirar los miembros, desperezarnos. Que tendríamos todo el tiempo del mundo para ir al retrete. Que beberíamos agua fría, que habría agua caliente hasta saciarnos. Que no nos obligarían a comprar a la escolta nuestra propia ración a cambio de nuestros enseres. Que soplaríamos la cuchara. Y, finalmente, que nos llevarían al baño, que nos ducharíamos con agua caliente y se acabaría tanto rascarse. Y cuando en el cuervo se nos clavaban otros hombros en los costados, cuando nos zarandeábamos de un lado a otro, cada vez que nos gritaban: «¡Agarrados del brazo!», «¡Agarrados de los talones!», nosotros nos animábamos pensando «¡No importa! ¡No importa! ¡Pronto llegaremos a la prisión de tránsito! Allí sí que...».
Y allí, aunque alguno de nuestros sueños se haga realidad siempre habrá, de todos modos, algo que lo eche a perder.
¿Qué te aguarda en los baños? Nunca se sabe. De pronto empiezan a rapar al cero a las mujeres (Krásnaya Presnia, noviembre de 1950). O bien a nosotros, los hombres, nos mandan desnudos y en hilera a que nos rapen unas peluqueras. En Vólogda la tía Motia, la gorda, gritaba en el baño de vapor «¡A formar, muchachos!», y rociaba toda la fila con un chorro de vapor. En la prisión de tránsito de Irkutsk son de otra opinión: creen que resulta más natural, que en los baños el personal sea masculino, y que sea un hombre quien se ocupe de untar de pomada desinfectante la entrepierna de las mujeres O bien, en la prisión de tránsito de Novosibirsk, donde en pleno invierno, en los fríos baños, de los grifos sólo salía agua helada; los presos se decidieron a exigir la presencia de un responsable; vino un capitán y puso impertérrito la mano bajo el grifo: «Pues yo digo que el agua sale caliente, ¿estamos?». Aburre ya contarlo, pero también había baños sin agua, en los que al secar las cosas con vapor se quemaban, lugares donde después del baño obligaban a los presos a que corriesen desnudos y descalzos por la nieve en busca de sus enseres (Contraespionaje del Segundo Frente Bielorruso en Brodnica, 1945. Yo mismo hube de correr así.)
Nada más dar los primeros pasos en un centro de tránsito, el preso comprende que aquí no se haya bajo la férula de los celadores, de unos galones, ni tampoco de los de uniforme, no; todos éstos, mal que bien, aún se someten a alguna ley escrita. En la prisión de tránsito caes en manos de los enchufados.*Como el sombrío bañero que sale a recibir al convoy en que llegas a la prisión: «¡Venga, a lavarse, señores fascistas!». Como el capataz que asigna el trabajo en su tablilla de contrachapado, que escruta vuestra hilera y siempre os mete prisas; [275]como el educador,una cabeza rapada con tupé, que va dándose golpecitos en la pierna con un periódico enrollado mientras mira de reojo los sacos con que han entrado los reclusos; y como otros enchufados que el preso aún no conoce, pero cuya mirada ya está atravesando las maletas como rayos X. ¡Cómo se parecen todos! ¿O es que no has tropezado ya con ellos durante tu corto viaje al centro de traslado? ¿Dónde los habrás visto ya? Claro que entonces no iban tan pulcros ni relamidos, aunque sus jetas de bruto son las mismas, idéntico su rictus despiadado.
¡Mira por dónde! ¡Pero si son los cofrades de nuevo! ¡Son de nuevo los del gremio, que ya cantara Utiosov! Son Zhenka Zhogol, Serioga el Animaly Dimka el Revientatripas,sólo que ya no están entre rejas, ahora van limpitos, visten el ropaje de aquellos en que el Estado deposita su confianza y velan con prosapia [276] 54 por la disciplina —nuestra disciplina, claro está—. Si observamos sus jetas detenidamente, con un poco de imaginación podemos llegar a reconocer en sus rostros unas fisonomías rusas como las nuestras; en otro tiempo hubieran sido muchachos campesinos cuyos padres se llamarían Klim, Prójor o Guri. [277]Además, están hechos igual que nosotros: dos fosas nasales, dos círculos irisados en los ojos y una lengua rosada para tragar alimento y pronunciar algunos sonidos del ruso, aunque —eso sí– hilvanados en forma de palabras que nunca antes habíamos oído.
Más tarde o más temprano, todo director de prisión de tránsito acaba teniendo la siguiente idea: con las nóminas del personal en plantilla se puede pasar un sueldo a los propios parientes sin que éstos tengan ni que salir de casa, o también se pueden repartir entre los jefes de la cárcel. Porque les basta dar un silbido para que se presenten tantos elementos socialmente afínescomo sea necesario, dispuestos a ejecutar esos trabajos, a cambio de quedarse escaqueadosen la prisión de tránsito, de no salir a las minas, a los yacimientos o a la taiga. Todos esos capataces, escribientes, contables, educadores, bañeros, peluqueros, responsables de almacén, cocineros, lavaplatos, lavanderas, sastres remendones de ropa interior, son presos en tránsito perpetuo, reciben su ración y obran en los registros con un número de celda. El resto de sopa y de manduca se lo procuran —sin ayuda de los jefes– en el perol común o en la arrobade los zeks en tránsito. Todos esos enchufados de la prisión de tránsito consideran con fundamento que en ningún campo van a estar mejor. Caemos en sus manos cuando aún no nos han desplumado a fondo y ellos nos despachan a placer. Aquí son ellos los que cachean en lugar de los carceleros, pero antes te proponen que les entregues tu dinero para guardártelo, y con toda la seriedad del mundo llevan una lista, ¡y acto seguido se esfuman, tanto la lista como el dinero! «¡Hemos entregado dinero!» «¿A quién?», se asombra el oficial que acaba de personarse. «¡Bueno, era uno así...!» «¿Sí, pero a quién exactamente?» Los enchufados tampoco han visto nada... «¿Y por qué se lo dieron?» «Es que pensábamos...» «¡Andaba pensando el pavo...! [278]¡Pues a ver si pensáis menos!» Y se acabó. O bien te aconsejaban que dejaras la ropa en la antesala del baño: «¡Nadie os va a quitar nada! ¿Pero quién quieres que se lleve eso?». Y ahí dejábamos la ropa. De todos modos, no se podía entrar con prendas al baño. Y al salir faltaban los jerseys, las manoplas de piel. «¿Cómo era tu jersey?» «De color gris...» «¡Bueno, pues será que ha ido él solito a que lo laven!» También pueden quitarte las cosas honradamente:a cambio de guardarte la maleta en el almacén, por conseguirte una celda donde no haya cofrades, para que te trasladen cuanto antes, o al contrario, para que tarden más en expedirte. Lo único que no hacen es desvalijarte directamente.