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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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¿Por qué se lanzaron todos con tanto celo a la caza, no de la verdad, sino de cifras de individuos filtrados por la máquina y condenados? Pues porque así era más cómodo , porque así no ibas a contracorriente de todos los demás. Porque estas cifras significaban una vida apacible, pagas extras, condecoraciones y ascensos, así como el crecimiento y prosperidad de los propios Órganos. Las cifras altas permitían también haraganear y hacer chapuzas, e irse de juerga por la noche (y vaya si lo hacían). En cambio, las cifras bajas conducían al despido y a la degradación, a la pérdida de su pesebre, pues Stalin jamás habría podido creer que en un determinado distrito, ciudad o unidad militar no hubiera enemigos.

Así se explica que no se despertara en ellos un sentimiento de compasión, sino de amor propio herido e irritación cuando los detenidos, tozudos y malintencionados, no querían convertirse en cifras, no cedían ni a la privación de sueño, ni al calabozo, ni al hambre. ¡Al negarse a confesar estaban minando la posición personal del juez de instrucción! ¡Era como si quisieran tumbarlo a él!Puestas así las cosas, cualquier medio era válido. ¡En la guerra como en la guerra! ¡Chupa esa manguera, toma agua salada!

Apartados, por el oficio y la vida que habían elegido, de la esfera superior de la existencia humana, los funcionarios de la Institución Azul poblaban, con tanta mayor plenitud y avidez, la esfera inferior. Y en ella vivían dominados y regidos por los más fuertes instintos (después del hambre y el sexo) de dicha esfera inferior: el poder y la codicia. (Sobre todo el poder. En nuestras décadas es más importante que el dinero.)

El poder es un veneno conocido desde hace milenios. ¡Ojalá nadie pudiera jamás tener poder material sobre los demás! Sin embargo, para el hombre que cree en algo superior a todos nosotros y que tiene por tanto conciencia de sus propias limitaciones, el poder no resulta mortífero. Por el contrario, para las personas sin esfera superior es un veneno letal. No pueden escapar a su contagio.

¿Recuerdan lo que dijo Tolstói sobre el poder? En razón de su cargo al servicio del Estado, Iván Ilich [99]tenía la posibilidad ¡de causar la perdición de todo hombre que quisiera! Todos sin excepción estaban en sus manos. A cualquiera, aunque fuera la persona más importante, podían traerlo a su presencia en calidad de acusado.(¡Pero si es igual que nuestros azules! ¡Ya está todo dicho!) La conciencia de este poder («y la posibilidad de mostrarse clemente», precisa Tolstói, aunque esto ya no tiene nada que ver con nuestros bravos mozos) constituía para él el principal interés y el atractivo de su trabajo.

Atractivo es poco: ¡Embriaguez! Porque es para que se te suba a la cabeza: aún eres joven, digamos entre paréntesis que un mocoso, hasta hace muy poco tus padres estaban desesperados contigo, no sabían qué hacer de un tonto que no quiere estudiar, pero tres añitos en ciertaacademia, ¡y mira cómo has adelantado! ¡Cómo ha mejorado tu posición en la vida! ¡Cómo se han transformado tus movimientos y tu mirada, el porte con que vuelves la cabeza! Hay una reunión del consejo científico de un instituto, entras tú y todos se dan cuenta, hasta tiemblan; y no te acomodas en el sillón presidencial, no, que sude la camiseta el rector. Tú te sientas a un lado, pero todos saben que el personaje principal eres tú, el de la Sección Especial. Puedes estarte cinco minutitos y marcharte (ésta es tu ventaja sobre los profesores, a ti pueden reclamarte asuntos más importantes), pero luego, al leer su resolución fruncirás el ceño (o, mejor aún, los labios) y le dirás al rector: «Imposible. Hay razonesque...». ¡Y no se hable más! ¡Asunto resuelto! O bien eres del SMERSH, de las Secciones Especiales, aunque sólo teniente, a pesar de lo cual el viejo y corpulento coronel, el jefe de la unidad, se pone en pie cuando tú entras, procura adularte, complacerte, y no se le ocurrirá tomarse una copa con el jefe del Estado Mayor sin antes invitarte. No importa que sólo tengas dos estrellas pequeñas, incluso resulta divertido: tus estrellitas tienen un peso del todo distinto, se. miden con una escala del todo distinta de la de los oficiales corrientes (a veces, en misiones especiales, se te permitirá engancharte otras estrellas, por ejemplo las de comandante, como si fuera un seudónimo o una señal convenida). Tu poder sobre todo el personal de esta unidad militar, de esta fabrica o de este distrito llega a tener una hondura incomparablemente mayor que el poder del comandante, del director o del secretario del comité de distrito. Ellos disponen del trabajo, el salario y el buen nombre de sus subordinados; tú dispones de su libertad. Nadie se atreverá a hablar de ti en una reunión, nadie se atreverá a escribir sobre ti en un periódico. ¡Y no solamente mal! ¡Tampoco se atreverán a hablar bien!¡Eres como una divinidad arcana, no se te puede ni nombrar! ¡Tú estás ahí, y todos advierten tu presencia, pero es como si no estuvieras! Ésta es la razón por la cual, desde el momento en que te cubres con esa gorra celeste, te hallas por encima del poder visible. Nadie osará controlar lo que t ú haces, pero toda persona puede ser sometida a tu control. Por esto, ante los llamados ciudadanos sencillos (que para ti son simples tarugos) lo más digno es adoptar una expresión profunda y enigmática. Porque tú eres el único que conoce las razonesespeciales, nadie más. Y por eso siempre tienes razón.

Pero no olvides nunca que tú también habrías sido un tarugo como los demás de no haber tenido la suerte de convertirte en un pequeño engranaje de los Órganos, de ese ser vivo, integral y flexible que habita en el Estado como la solitaria en el cuerpo del hombre. ¡El mundo es tuyo! ¡Para ti todo! ¡Con tal que seas fiel a los Órganos! ¡Siempre saldrán en tu defensa! ¡Y te ayudarán a tragarte a quien te ofenda! ¡Y apartarán cualquier obstáculo de tu camino! ¡Pero sé fiel a los Órganos! ¡Haz todo lo que ellos te manden! Ellos serán quienes decidan por ti qué lugar debes ocupar: hoy eres de la Sección Especial, mañana ocuparás el sillón del juez de instrucción y más tarde puede que vayas de etnógrafo a la región del lago Seliguer (como Ilin en 1931), en parte quizá para que te cuides los nervios. Puede también que te saquen de la ciudad, donde has adquirido ya demasiada fama, y te envíen al otro extremo del país como delegado para asuntos de la Iglesia (Vol-kopiálov, el feroz juez de Yaroslavsk, fue enviado como tal a Moldavia). O que te conviertas en vocal de la Unión de Escritores (otro Ilin, Viktor Nikolayevich, ex teniente general de la Seguridad del Estado). No te asombres de nada: el peso y valía verdaderos de cada hombre sólo lo conocen los Órganos. Y a todos los demás simplemente les están dejando que jueguen. No importa que seas un artista emérito o un héroe del agro socialista, basta un soplo para que desaparezcas. («¿Quién eres tú?», preguntó el general Serov a Timoféyev-Ressovski, un biólogo de fama mundial interrogado en Berlín. «Y tú ¿quién eres?», respondió sin desconcertarse Timoféyev-Ressovski, con esa intrepidez cosaca que le venía de familia. «¿Es usted un científico?», rectificó Serov.)

Ni que decir tiene que la labor del juez de instrucción requiere esfuerzo: hay que estar en el trabajo de día y también de noche, hay que pasarse ahí horas y horas, aunque no hasta el punto de devanarte los sesos buscando «pruebas» (para eso, que se rompa los cascos el acusado), o debatirse sobre la culpabilidad o inocencia del detenido. Basta con que hagas lo que conviene a los Órganos y todo irá a pedir de boca. De ti depende que la instrucción de la causa resulte lo más agradable posible, sin cansarse demasiado y, siempre que se pueda, sacar de ella algún provecho, o si no, pasar al menos un buen rato. ¡Cansado de estar sentado se te ocurre de pronto una nueva medida!¡Eureka! Llama por teléfono a los amigos, ve a contarlo por todos los despachos, ¡vaya panzada de reír! Oye, vamos a probarlo, ¿con quién lo estrenamos, muchachos? Y es que uno se aburre de estar siempre con lo mismo, te aburres de esas manos temblorosas, esos ojos suplicantes, esa cobarde sumisión, ¡si por lo menos hubiera alguien que ofreciera resistencia! «¡Me gustan los adversarios fuertes! ¡Es un placer partirles el espinazo!» (le dijo a G.G-v. el juez de Leningrado Shítov).

¿Y si es tan fuerte que no hay forma de doblegarlo? ¿Y si ninguno de tus métodos da resultado? ¿Te saca de quicio? ¡Pues adelante, no contengas tu rabia! ¡Es un placer inmenso, es el éxtasis! ¡Dar rienda suelta a tu rabia, sin trabas! ¡En este estado es cuando le escupes en la boca al maldito acusado! ¡Le hundes la cara en una escupidera llena! (Eso es lo que le hizo Vasíliev a Ivanov-Razúmnik.) ¡En este estado es cuando arrastran a los sacerdotes por la trenza! ¡Y se mean en la cara del arrodillado! ¡Cuando has descargado tu rabia, te sientes como si fueras más hombre!

O bien interrogas a una muchacha arrestada «casada con un extranjero» (Esfir R., 1947). Tras haberle dicho todo tipo de palabrotas, le preguntas: «¿Es que tu norteamericano tenía la... de diamantes, o qué? ¿Qué te pasa, no te basta con los rusos?». Y de pronto se te ocurre una idea: alguna cosita habrá aprendido de esos extranjeros. No hay que perder la ocasión: es como ir a otro país en comisión de servicio. Y empiezas a preguntarle con ardor: ¿Cómo?¿En qué postura? ¿En cuál más? ¡Con detalles! ¡Hasta lo más insignificante! (¡Me servirá a mí y se lo contaré a los muchachos!) La joven, se ha puesto roja y responde entre sollozos que eso no tiene nada que ver con el caso. «¡Sí tiene que ver! ¡Cuenta!» ¡Fíjate cuánto poder tienes! Te lo contará con pelos y señales, si quieres hasta te lo dibujará, o si quieres también te lo demostrará con el cuerpo. No tiene otra alternativa: en tus manos está su calabozo y la duración de su condena.

Si llamas a una taquígrafa para que tome el interrogatorio (el juez Pojilko, de la Seguridad del Estado de Kemerovo) y resulta que no está mal, métele mano ahí mismo, en el pecho, aunque sea ante el crío que estás interrogando (el colegial Misha B.). Los acusados no son personas, no hay que tenerles vergüenza.

Y además, ¿vergüenza de qué? Si te van las faldas (¿a quién no?), tonto serías si no aprovecharas tu posición. A unas les atraerá tu poder, otras cederán por miedo. Si en alguna parte te encuentras con una muchacha y te entra el capricho, será tuya, no tendrá otro remedio. Si pones la vista en la esposa de cualquier otro, ¡es tuya!, pues no cuesta nada quitar de en medio al marido.

Hace tiempo que tengo el argumento para un relato: «La esposa echada a perder». Pero está visto que no lo voy a escribir. Aquí está: Antes de la guerra de Corea, en una unidad aérea del Extremo Oriente, un teniente coronel se entera, al volver de un viaje en comisión de servicio, de que su esposa está en el hospital. Los médicos no le ocultan lo sucedido: su esposa tiene los genitales lesionados a causa de un trato patológico. El teniente coronel la emprende con su mujer y consigue que confiese: ha sido el teniente de la Sección Especial de su unidad (aunque, al parecer, no sin cierto consentimiento por parte de ella). Fuera de sí, el teniente coronel va al despacho de aquel hombre, saca la pistola y amenazacon matarle. Pero en poco tiempo el teniente consigue bajarle los humos y hacerlo salir del despacho mísero y apaleado: lo ha amenazado con enviarlo a un campo tan horrible que suplicará que le permitan morir sin más sufrimientos. Le ordena que acepte a su esposa tal como la ha dejado (con sus lesiones irreversibles), que viva con ella y que no se atreva a divorciarse ni a quejarse. ¡Ese era el precio para poder seguir en libertad! Y el teniente coronel así lo cumplió. (Me lo contó el chófer de ese teniente de la Sección Especial.)

No debieron faltar casos como éste, porque se trata del terreno donde más tentador resulta utilizar el poder. En 1944 un agente de la Seguridad del Estado obligó a casarse con él a la hija de un general del Ejército, amenazándola con encarcelar al padre. La muchacha tenía novio, pero se casó con el agente para salvar a su padre. Durante el breve tiempo que duró el matrimonio, llevó un diario íntimo, que entregó a su amado para luego suicidarse.

No, para saber lo que significa llevar una gorra azul hay que haberlo vivido. ¡Cualquier cosa que veas es tuya! ¡Cualquier vivienda a la que hayas echado el ojo, es tuya! ¡Cualquier mujer, es tuya! ¡Cualquier enemigo es barrido de tu camino! ¡La tierra bajo tus pies es tuya! ¡El cielo sobre tu cabeza es tuyo, por algo también es azul!

El afán de lucro es común a todos ellos. ¿Cómo no aprovechar semejante poder y semejante falta de control para enriquecerse? ¡Habría que ser un santo!

Si nos fuera dado conocer el móvil oculto de cada detención veríamos con asombro que, si bien encarcelarera una consigna general, la elección de la persona concreta a quienencarcelar y su destino particular dependían, en tres casos de cada cuatro, de la codicia y el espíritu de venganza, y que de estos arrestos la mitad se debía al cálculo egoísta del NKVD local (y del fiscal, naturalmente, no vamos a dejarlo aparte).

Por ejemplo, ¿cómo empezaron los diecinueve años de periplo de Vasili Grigórievich Vlásov por el Archipiélago? Pues ocurrió que, siendo Vlásov director de la cooperativa de consumo del distrito, organizó una venta de telas para los miembros del partido (nadie se indignó porque fuera una venta cerrada al público). La esposa del fiscal Rúsov se quedó sin, porque no pudo estar presente y al fiscal le dio vergüenza acercarse en persona al mostrador, al tiempo que a Vlásov no se le ocurrió decirle que «ya le guardaría algo» (además, no iba con su carácter decir cosas así). Pero eso no es todo: en otra ocasión, el fiscal Rúsov había llevado a un comedor para militantes del partido a un amigo suyo que no estaba registrado en el establecimiento (porque tenía un rango inferior al exigido). Como el gerente del comedor no permitió que le sirvieran comida a su amigo, el fiscal exigió a Vlásov que le impusiera una sanción administrativa, cosa que Vlásov no hizo. A esto hay que añadir aún otro episodio más, por el que el NKVD del distrito se sintió gravemente ultrajado. ¡Lo acusaron por oposición de derecha!

Los actos y motivaciones de los ribetes azules son tan mezquinos que uno se lleva las manos a la cabeza. El delegado operativo* Senchenko le confiscó a un oficial arrestado el por-tamapas y la cartera de campaña y comenzó a hacer uso de ellas en su presencia. A otro arrestado le requisó unos guantes de fabricación extranjera valiéndose de una triquiñuela en el sumario. (Siempre que el ejército avanzaba, les reconcomía pensar que no eran los primeros en llegar al botín.) El agente del contraespionaje del 48º Ejército, que me detuvo a mí, se enamoró de mi pitillera, que ni siquiera era tal, sino una cajita de la intendencia alemana, eso sí, de un llamativo color carmesí. Y para poder quedarse con esta mierda se entretuvo en montar toda una maniobra administrativa: primero no la hizo constar en el acta («esto puede usted quedárselo»), luego ordenó que me cachearan de nuevo sabiendo de sobras que no llevaba nada más en los bolsillos. «Ah, ¿esto qué es? ¡Quitádselo!» Y para que yo no protestara: «¡Al calabozo con él!». (¿Qué gendarme zarista se habría atrevido a proceder así con un defensor de la patria?) A cada juez de instrucción se le asignaba cierta cantidad de cigarrillos para premiar a los que confesaban y mimar a los chivatos. Había jueces que se los quedaban todos. Incluso hacían trampas con las horas nocturnas, que les pagaban como extras: en las actas redactadas de noche habíamos observado que estiraban las horas ahí donde ponía «desde» y «hasta». El juez Fiódorov en persona (apeadero de Reshety, apartado de correos n° 235) robó un reloj de pulsera al practicar un registro en casa de Korzujin, que ni siquiera estaba arrestado. Durante el cerco de Leningrado, el juez Ni-kolái Fiódorovich Kruzhkov le dijo a Yelizaveta Víktorovna Strájovich, esposa del acusado K.I. Strájovich: «Necesito una manta acolchada. ¡Tráigamela!». Ella respondió: «La habitación donde guardo la ropa de abrigo está precintada». Entonces fueron los dos a la casa y, sin romper los precintos de plomo, el juez destornilló el tirador de la puerta («¡Así trabaja el NKVD!», le decía alegremente) y empezó a sacar la ropa de invierno, metiéndose de paso en el bolsillo alguna pieza de cristalería (a su vez, Y.V. sacó también tantas cosas como pudo, al fin y al cabo eran suyas. «¡Basta de llevarse cosas!», la frenó el juez, mientras él seguía arramblando).

En 1954 esta mujer enérgica e implacable testificó en el juicio contra Kruzhkov (aunque el marido lo había perdonado todo, incluso su condena a muerte, e intentó convencerla de que desistiera). Como sea que no era el primer caso en que Kruzhkov había procedido así, y ello perjudicaba los intereses de los órganos, lo condenaron a veinticinco años. ¿Los cumplió?

Casos como éste son innumerables, podrían publicarse mil «Libros blancos» (empezando en 1918). Bastaría con entrevistar sistemáticamente a los antiguos presos y a sus esposas. Es posible que hubiera o que siga habiendo ribetes azules que nunca robaran ni se apropiaran de nada, ¡pero decididamente no soy capaz de imaginármelos! No me cabe en la cabeza que con su forma de pensar puedan sentir algún reparo si una cosa les gusta. A principios de los años treinta, cuando nosotros vestíamos el uniforme del Komsomol y trabajábamos para el primer Plan Quinquenal, ellos se pasaban las tardes en salones aristocráticos al estilo occidental —como ocurría en el piso de Koncordia Iossé– y sus damas se pavoneaban con atavíos extranjeros, ¿de dónde salía todo esto?

¡Y qué apellidos! ¡No parece sino que los reclutasen por el apellido! Por ejemplo, a principios de los años cincuenta en la Seguridad del Estado de Kemerovo el fiscal se llamaba Trút-nev [zángano], el jefe de la sección de instrucción era el comandante Shkurkin [pellejo], su adjunto era el teniente coronel Balandin [bodrio] y el juez de instrucción se apellidaba Sko-rojvátov [agarrapronto]. ¡Ni que lo hubieran hecho a posta! ¡Y todos en un mismo sitio! (Ya hemos hablado antes de Gra-bíschenko [saqueador] y Volkopialov [revientalobos].) ¿Cómo no van a querer decir nada tantos apellidos así y tan concentrados?

Topamos una vez más con la mala memoria del arrestado: Iván Koméyev ha olvidado el nombre de aquel coronel de la Seguridad del Estado, amigo de Koncordia Iossé (resultó ser una conocida común), que estuvo encerrado con él en el izo-liatorde Vladímir. Este coronel era la viva encarnación del instinto del poder y el de codicia. A principios de 1945, en la época dorada del «botín», pidió el traslado a una unidad de los Órganos (encabezada por el propio Abakúmov) que controlaba el pillaje, es decir, que procuraba arrebatar cuantos más bienes mejor, pero no para el Estado sino para apropiárselos (y no se les daba nada mal). Nuestro héroe rapiñaba por vagones enteros y se construyó varias dachas* (una de ellas en Klin). Después de la guerra vivía tan a lo grande que una vez, tras llegar a la estación de Novosibirsk, mandó que echaran a todos los clientes del restaurante e hizo que les trajeran a él y a sus compañeros de juerga chicas y mujeres, a las que obligó a bailar desnudas encima de las mesas. Pero eso se lo habrían pasado por alto, de no haber infringido también —lo mismo que Kruzhkov– una ley importante: actuó contra los suyos.Aquél había engañado a los órganos, pero éste hizo algo quizá peor: apostó que seduciría no a las esposas de ciudadanos corrientes, sino de sus camaradas chekistas. ¡Eso no se lo perdonaron! ¡Fue encerrado en un izoliatorpolítico por el Artículo 58! Estaba furioso porque habían osado encerrarlo y no dudaba de que cambiarían de parecer. (Es posible que así fuera.)

Así pues, los ribetes azules también pueden dar con sus huesos en prisión, y este fatal destino no es algo tan infrecuente. Y aunque no tienen una auténtica garantía contra ello, por la razón que sea, no escarmientan con las lecciones del pasado. De nuevo, seguramente se deba a su carencia de un raciocinio superior, mientras que el raciocinio inferior les dice: sucede pocas veces, son casos aislados, a mí no me tocará, y además no creo que los nuestros me abandonen.

Efectivamente, los suyos procurarán no dejarlo en la estacada, tienen un acuerdo tácito: si va a estar en la cárcel, al menos, procurarle una situación privilegiada (como hicieron con el coronel I.Y. Vorobiov en la prisión especial de Már-fino; o en la Lubianka con ese mismo V.N. Ilin, del que hemos hablado, durante más de ocho años de condena). Gracias a esta previsora política de casta los que son encarcelados individualmente por sus errores personales no suelen pasarlo mal, lo cual explica la sensación de impunidad que sienten a diario en su trabajo. No obstante, se sabe de algunos casos de delegados operativos enviados a cumplir condena en campos comunes, donde incluso se encontraron con antiguos zeksque habían tenido bajo su férula. Estos sí que lo pasaban mal. (Por ejemplo el óper*Munshin, que odiaba ferozmente a los presos del Artículo 58 y se apoyaba en los delincuentes comunes. Estos mismos presos comunes se cebaron con él hasta que se refugió bajo los catres.) Sin embargo, no disponemos de medios para conocer más detalles y por tanto no nos es posible explicar estos casos.

Los que sí se lo juegan todo son los chekistas que caen en una riada—¡porque también ellos tienen sus riadas propias! La riada es una fuerza de la naturaleza, algo incluso superior a los propios Órganos. Dentro de una riada nadie puede ayudarte porque también podría verse arrastrado al abismo.

Pero en el último instante, si uno dispone de buena información y de un fino olfato de chekista, es posible escapar del alud demostrando no tener ninguna relación con él. Así, el capitán Sayenko (no se trata del carpintero-chekista de Jarkov, famoso en 1918-1919 por fusilar a la gente, traspasar cuerpos con el sable, romper tibias, aplastar cráneos con pesas y provocar quemaduras, [100] 6pero, ¿será quizá algún pariente?) tuvo la debilidad de casarse, por amor, con una empleada del Ferrocarril Chino-Oriental apellidada Kojanskaya. Y de pronto, cuando la ola apenas había empezado a crecer, se enteró de que iban a detener a los del ferrocarril. En aquella época era jefe de la Sección de Operaciones en la GPU de Arján-guelsk. ¿Y saben ustedes qué es lo que hizo sin pérdida de tiempo? ¡Pues encarcelar a su querida esposa!Y ni siquiera como empleada del FCHO sino fabricando una causa contra ella. El no sólo salvó el pellejo, sino que ascendió en el escalafón hasta ser jefe del NKVD en Tomsk. (Otro argumento para un relato, ¡hay tantos aquí! Quizá puedan serle útiles a alguien.)

Las riadas nacían por una enigmática ley de regeneración de los Órganos, un pequeño sacrificio ritual que se ofrecía periódicamente para que quienes quedasen parecieran purificados. Los Órganos debían regenerarse con mayor rapidez con la que crecen y envejecen las generaciones humanas: del mismo modo que el esturión va a morir entre las piedras del río para dejar paso a los alevines, manadas enteras de agentes debían sucumbir con una periodicidad inexorable. Por mucho que para la razón suprema ésta fuera una ley indiscutible, los de azul eran reacios a admitirla o cuanto menos tenerla en cuenta. Mas en vano: cuando sonaba la hora designada por los astros, los reyes y ases de los Órganos, y hasta los propios ministros, no tenían más remedio que depositar la cabeza en su propia guillotina.

Yagoda arrastró consigo una de ésas manadas. Seguramente en ella cayeron muchos de aquellos hombres célebres que suscitan nuestra admiración cuando hablamos del Canal del mar Blanco. Más adelante sus nombres serían tachados de los panegíricos.

El segundo majal llegó poco después, con el efímero Ezhov. En él sucumbieron algunos de los mejores paladines de 1937 (aunque no hay que exagerar: faltó un buen trecho para que se tratara de todos). Al propio Ezhov lo golpearon durante la instrucción hasta dejarlo con un aspecto lamentable. Con estos encarcelamientos quedó huérfano el propio Gulag. Por ejemplo, junto con Ezhov entraron en prisión el jefe del Departamento Financiero del Gulag, el de la Dirección de Sanidad, el de la VOJR, [101] 7e incluso el jefe de la Sección Operativa de la Cheká en el Gulag, ¡el jefe de todos los compadres [102]de todos los campos!

Luego vendría la manada de Beria.

En cuanto al obeso Abakúmov, tan seguro de sí mismo, éste ya había tropezado mucho antes él solo.

Algún día, quienes escriban la historia de los Órganos (si antes no hay quien prenda fuego a los archivos) nos lo contarán paso a paso, nos sorprenderán con cifras y nombres.

Yo sólo voy a contar aquí muy poco, algo que conocí por casualidad sobre la historia de Riumin y Abakúmov. (No voy a repetir lo que ya tuve ocasión de decir en otra de mis obras.) [103] 8

Promocionado por Abakúmov y convertido en miembro de su círculo de colaboradores, a finales de 1952 Riumin comunicó a éste una sensacional noticia: el profesor Étinguer confesaba haber prescrito a Zhdánov y a Scherbakov un tratamiento contraindicado (para asesinarlos). Abakúmov, que conocía los entresijos de la casa, se negó a darle crédito y decidió que Riumin estaba pasándose de la raya. (¡Pero en realidad Riumin percibía mejor que él los deseos de Stalin!) Para asegurarse, aquella misma noche sometieron a Étinguer a un interrogatorio cruzado del que sacaron conclusiones distintas: Abakumov, que no existía ningún «complot de los médicos»,* y Rjumin, que sí existía. El caso debía ser sometido a examen una vez más a la mañana siguiente, pero, a causa de las prodigiosas peculiaridades de la Institución Nocturna, ¡Étinguer murió aquella misma noche!Por la mañana, pasando por encima de Abakumov y sin que éste se enterara, ¡Riumin telefoneó al Comité Central y pidió audiencia con Stalin! (Creo que no fue éste su paso más audaz. Lo audaz —porque con ello se jugaba la cabeza– fue haberse mostrado en desacuerdo con Abakumov la noche antes, o quizás el asesinato nocturno de Étinguer. ¡Pero quién conoce los secretos de la Corte! ¿Y si antes ya se había puesto de acuerdo con Stalin?) Stalin recibió a Riumin, dio luz verde al asunto de los médicos y arrestó a Abakumov. A continuación, Riumin llevó la causa de los médicos con cierta independencia, ¡a despecho incluso de Beria! (Hay indicios de que, poco antes de la muerte de Stalin, Beria ya estaba en la cuerda floja, y es probable que Stalin fuera eliminado por mediación suya.) Uno de los primeros pasos del nuevo gobierno [104]fue abandonar el caso de los médicos. Entonces fue arrestado Riumin (con Beria aún en el poder), ¡pero Abakumov no fue puesto en libertad! En la Lubianka se estableció un nuevo orden de cosas: por primera vez en toda su historia un fiscal (D.P. Térejov) franqueba su puerta. Riumin se mostraba inquieto a la vez que servil («soy inocente, me habéis encerrado sin motivo») y pidió que le tomaran declaración. Siguiendo su costumbre, Riumin chupaba un caramelo, pero a una observación de Térejov, lo escupió en la palma de la mano diciendo: «Disculpe». Por su parte, Abakumov, como ya hemos mencionado, estalló en carcajadas: «¡Me estáis tomando el pelo!», a lo que Térejov respondió mostrándole la autorización que había obtenido para inspeccionar la cárcel interna del MGB. «¡Certificados como éste se pueden hacer quinientos!», contestó Abakumov con un ademán. Era tal su apego a la institución, que lo que más le agraviaba no era estar en la cárcel, sino que atentaran contra los Órganos, que no debían someterse a nada de este mundo.

En julio de 1954, Riumin fue juzgado (en Moscú) y fusilado. ¡Y Abakúmov continuó preso! Durante su interrogatorio le soltó a Térejov: «Tienes los ojos demasiado hermosos, ¡qué pena me va a dar fusilarte! Apártate de mi sumario, márchate por las buenas». [105] 9En una ocasión, Térejov lo mandó llamar y le dio a leer un periódico donde se comunicaba que Beria había sido desenmascarado. Por aquel entonces, aquello era una noticia sensacional, casi cósmica. Pero Abakúmov lo leyó sin que le temblaran las cejas siquiera, pasó de hoja ¡y empezó con la sección de deportes! En otra ocasión, cuando asistía al interrogatorio un importante funcionario de la Seguridad del Estado, hasta hacía poco subordinado de Abakúmov, éste le preguntó: «¿Cómo habéis podido consentir que el sumario de Beria no lo lleve el MGB sino la fiscalía? (¡Siempre remachando el mismo clavo!) ¿Y crees que me van a juzgar a mí, al Ministro de la Seguridad del Estado?». «Pues, sí.» «Entonces ya te puedes ir poniendo la chistera, [106]¡se acabaron los Órganos!» (Aquel inculto correo militar, qué duda cabe, se tomaba las cosas demasiado a la tremenda.) Dentro de la Lubianka, lo que Abakúmov temía no era que lo juzgaran, no, lo que temía era que lo envenenaran (¡otra muestra de que era digno hijo de los órganos!) Por eso empezó a rechazar rotundamente la comida de la cárcel y sólo se alimentaba con los huevos que compraba en la cantina (su preparación técnica era insuficiente: creía que los huevos no se pueden envenenar). De la riquísima biblioteca de la Lubianka sólo tomaba libros... de Stalin (¡el que lo había metido en la cárcel!). Bueno, seguramente eso era una pose, o quizás un cálculo, pensando que los partidarios de Stalin acabarían tomándose la revancha. Se pasó dos años en la cárcel. ¿Por qué no lo soltaban? No es una pregunta tan ingenua. Si contamos sus crímenes contra la Humanidad, la sangre le cubría más arriba de la cabeza, ¡pero es que él no era el único! Y en cambio, todos los demás seguían como si nada. Aquí topamos con otro misterio: corre el sordo rumor de que, en su día, había dado una paliza a Liuba Sedij, la nuera de Jruschov, la esposa de su hijo mayor, condenada en la época de Stalin a un batallón disciplinario, donde murió. Ello explica por qué Abakúmov, encerrado por Stalin, fue juzgado por Jruschov (en Leningrado) y fusilado el 18 de diciembre de 1954. [107] 0


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