Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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En otoño de 1942, Vlásov dio autorización para que se utilizara su nombre para la unificación de todas las formaciones antibolcheviques, el mismo otoño de 1942 en que el Gran Cuartel General de Hitler rechazó las propuestas de los mandos intermedios del Ejército para que Alemania renunciara a los planes de colonización del este y emprendiera en su lugar la creación de fuerzas nacionales rusas. De este modo, apenas tomada esta decisiva elección, apenas dado ya el primer paso por la senda elegida, Vlásov se veía privado de todo papel que no fuera la propaganda, y así iba a ser hasta el final. Los círculos militares que protegían a Vlásov pensaron que su proyecto se vería fortalecido si lograban ponerlo en movimiento. De ahí que lanzaran esa proclama diciendo que se había constituido un «Comité de Smolensk» (la esparcieron por el frente soviético el 13 de enero de 1943) prometiendo todas las libertades democráticas, así como la abolición de los koljoses y del trabajo forzoso. (Era el mismo enero de 1943 en que se prohibía toda unidad rusa por encima de los batallones...) Aunque no había sido autorizada, la proclama se difundió también en las regiones ocupadas por los alemanes, donde provocó muchas emociones y expectación. Los guerrilleros la desmentían diciendo que no había ningún Comité de Smolensk, ni tampoco ningún Ejército Ruso de Liberación, que aquello eran mentiras de los alemanes. El plan inicial estaba haciendo necesario un segundo proyecto: unas giras de propaganda de Vlásov por las regiones ocupadas (de nuevo estaban obrando según su albedrío, sin conocimiento ni consentimiento del Gran Cuartel General ni del mismo Hitler; a nuestro espíritu, sometido al totalitarismo, le habría sido difícil concebir semejante espontaneidad, en nuestro país no se podía dar un solo paso importante sin autorización desde lo más alto, pero es que en nuestro país el sistema era incomparablemente más rígido que el nazi, llevábamos con él un cuarto de siglo y los nazis sólo diez años). Con un capote confeccionado de forma artesanal, que no pertenecía a ningún ejército —marrón, con solapas rojas de general pero sin distintivos de graduación– Vlásov llevó a cabo el primero de esos viajes en marzo de 1943 (Smolensk-Moguiliov-Bobruisk) y un segundo en abril (Riga-Pechori-Pskov-Gdov-Luga). Estos viajes enardecieron a la población rusa, creaban la impresión tangible de que estaba naciendo un movimiento ruso independiente, de que podía renacer una Rusia independiente. Vlásov pronunció discursos en los teatros de Smo-lensk y de Pskov, llenos hasta los topes, habló de los objetivos del movimiento de liberación, y dijo abiertamente que el nacionalsocialismo era inaceptable para Rusia, pero que era imposible derribar al bolchevismo sin los alemanes. Con la misma franqueza, el público le preguntaba si era cierto que los alemanes tenían la intención de convertir Rusia en una colonia y al pueblo ruso en animales de labor. ¿Por qué seguía sin haber nadie que explicara qué iba a pasar con Rusia después de la guerra? ¿Por qué los alemanes no permitían que los rusos se autogobernasen en las regiones ocupadas? ¿Por qué los voluntarios antiestalinistas no podían luchar si no era bajo mando alemán? Vlásov respondía con apuro, aunque con más optimismo del que pudiera quedarle a esas alturas. Por su parte, el Gran Cuartel General Alemán respondió con una orden del mariscal de campo Keitel: «En vista de las irresponsables y vergonzosas declaraciones del general ruso prisionero Vlásov durante su viaje al Grupo de Ejército del Norte, que ha tenido lugar sin conocimiento del Führer ni mío, se dispone su inmediato traslado a un campo de prisioneros». Sólo se permitía utilizar el nombre del general con fines propagandísticos, y si el general volvía a hablar a título personal, debería ser entregado a la Gestapo y neutralizado.
Corrían los últimos meses en los que millones de soviéticos todavía estaban fuera del alcance de Stalin, aún podían tomar las armas contra la esclavitud bolchevique y aún les era posible organizar una vida independiente, pero el mando alemán no tenía dudas a este respecto: el 8 de junio de 1943, antes de la batalla de Kursk-Orel, Hitler confirmó que jamás sería creado un ejército ruso independiente y que a los rusos, Alemania sólo los necesitaba como obreros. Hitler era incapaz de comprender que la única posibilidad histórica de derribar al régimen comunista era un movimiento de su propia población, la rebelión del pueblo atormentado-
Pero una Rusia así y una victoria así eran para Hitler mucho más temibles que cualquier derrota. Ni siquiera después de Stalingrado y de haber perdido el Cáucaso advirtió Hitler que algo hubiera cambiado. Mientras Stalin se arrogaba el papel de defensor supremo de la patria, reinstauraba los antiguos galones rusos, restablecía la Iglesia ortodoxa y disolvía la Komintern, Hitler hizo cuanto estuvo en su mano para ayudarle y dispuso en septiembre de 1943 que se desarmara a todas las unidades de voluntariosy se mandara a sus integrantes a las minas de carbón. Luego cambió de parecer: mejor que se los llevaran a la Muralla Atlántica, contra los aliados.
Puede decirse que desde este momento el proyecto de un ejército ruso independiente se había ido al traste. ¿Qué hizo Vlásov? Por una parte, no sabía lo mal que pintaba el asunto (e ignoraba que después de sus viajes se le consideraba de nuevo prisionero de guerra y que por tanto corría peligro), y por otra, emprendió de manera irreversible un camino funesto de esperanzas infundadas y acuerdos con la Bestia, toda vez que ante las bestias del Apocalipsis sólo podemos salvarnos si somos tenaces y no damos el brazo a torcer, desde el primer minuto hasta el último. Pero, ¿es que acaso dispuso alguna vez el Movimiento de Liberación de los ciudadanos rusos aunque fuera de un minuto? Desde el principio estuvo condenado a morir, como víctima tardía en el ara, aún caliente, de 1917. Estas víctimas se extenderían como un rosario de huesos durante el primer invierno de guerra, el de 1941-1942, que aniquiló a varios millones de prisioneros soviéticos. Era un rosario que había empezado ese verano, con el reclutamiento de una milicia popular de hombres desarmados que debían salvar al bolchevismo.
Se impone aquí la comparación entre Vlásov y el general-mayor Mi-jaíl Lukin, comandante del 19º Ejército, que en 1941 aceptó luchar contra el régimen estalinista pero exigió garantías de independencia nacional para una Rusia sin comunistas, y al no recibirlas, no se movió del campo de prisioneros. En cambio, Vlásov cedió a unas esperanzas que nada garantizaban y, puesto ya en este camino, claudicó en más de una ocasión ante los argumentos apaciguadores de sus asesores. Cada vez que intentaba detenerse, echarse atrás o romper con todo, le presentaban un argumento: «desarmarán a todas las unidades de voluntarios», «no habrá salida para los prisioneros de guerra», «empeorará la situación de los Ostarbeiter»(es decir: de los rusos que trabajaban en Alemania). Y atenazado por estas razones, en octubre de 1943 Vlásov firmó una carta abierta a los voluntarios trasladados, ya sin armas, al Frente Occidental: era una medida provisional, había que someterse... Y así fue como ese acerbo voluntariado perdió la poca razón de ser que le quedaba: fueron enviados como carne de cañón contra los aliados y contra la Resistencia francesa, es decir: contra los únicos que despertaban sincera simpatía entre los rusos de Alemania, aquellos rusos que habían sufrido en propia piel tanto la crueldad como la autosuficiencia de los alemanes. Con ello quedaban soterradas las secretas esperanzas que los círculos vlasovistas habían estado acariciando con respecto a los anglonorteamericanos: si los aliados habían apoyado a los comunistas, ¿cómo no iban a apoyar, contra Hitler, a una Rusia democrática, no comunista? Con más razón aún, cuando cayera el Tercer Reich y se manifestara a las claras el ansia de los soviéticos por extender su régimen a Europa y por todo el mundo, ¿cómo iba a continuar Occidente apoyando la dictadura bolchevique? A este respecto existía un abismo entre los puntos de vista ruso y occidental, una divergencia que hasta el día de hoy sigue sin haberse superado. Para Occidente se trataba de una guerra sólocontra Hitler, y en esta lucha consideraba buenos todoslos medios y todoslos aliados, en especial los soviets. Más que no poder, Occidente no quería admitir —hubiera sido un engorro y un obstáculo– que los pueblos de la URSS pudieran tener aspiraciones propias,no coíncidentescon los objetivos del Gobierno comunista. Veamos, si no, este tragicómico botón de muestra: cuando llegaron al Frente Occidental los voluntarios de los batallones antibolcheviques, ¡los aliados difundieron proclamas en las que prometían a los que se pasaran al bando aliado el regreso inmediato a la Unión Soviética!
En sus sueños y esperanzas, Vlásov y los suyos se veían a sí mismos como una «tercera fuerza», es decir: ni Stalin ni Hitler. Sin embargo, tanto Stalin como Hitler —lo mismo que Occidente– arrancaron este cimiento de bajo sus pies: para Occidente los vlasovistas nunca fueron más que una extraña categoría de colaboracionistas nazis sin mayor mérito que los demás.
Que era verdad que había rusos luchando contra nosotros y que combatían con más redaños que cualquier SS es algo que bien pronto pudimos comprobar. En julio de 1943, p° rejemplo en Orel, un pelotón de rusos con uniforme alemán defendía la aldea de Sobákinskie Vyselki. Luchaban tan d enodadamente como si aquellos caseríos los hubieran levantado ellos mismos. A uno de ellos lo acorralaron en un sótano y aunque empezaron a echarle granadas de mano, seguía ahí sin decir ni pío; pero apenas intentaron bajar, contestó con ráfagas de metralleta. Sólo cuando le arrojaron una carga anticarro pudieron ver que dentro del sótano había un lagar en el que se había guarecido de las granadas. Cabe imaginarse hasta qué punto debería estar aturdido, conmocionado y desesperado pero dispuesto a seguir combatiendo.
También estuvieron defendiendo una inexpugnable cabeza de puente en el Dniepr, al sur de Tursk, donde se libraron dos semanas de infructuosos combates por unos centenares de metros, allí la lucha era terrible y el frío otro tanto (era diciembre de 1943). En esta encarnizada batalla invernal de varios días de duración, tanto ellos como nosotros íbamos vestidos con batas blancas de camuflaje que ocultaban el capote y los gorros de piel. Cerca de Máíye Kozlóvichi, según me contaron, ocurrió el siguiente caso: dando cortas carreras de pino a pino, dos hombres se despistaron y, tumbados uno junto a otro, seguían disparando, aunque ya no sabían muy bien contra qué o contra quién. Ambos llevaban metralletas soviéticas. Compartían la munición, se elogiaban cada vez que uno daba un tiro certero y maldecían en el ruso más soez el aceite de la metralleta, que se espesaba con el frío. Cuando las armas se encallaron definitivamente, decidieron echar un pitillo, abatieron las capuchas blancas y entonces descubrieron que en los gorros uno llevaba un águila y el otro una estrella. ¡Vaya bote que pegaron! ¡Y encima las metralletas no funcionaban! Empezaron a perseguirse uno a otro usándolas como garrotes. Ya no se trataba de política ni de la madre patria, sino de una elemental y primitiva desconfianza: si le perdono la vida, me mata.
En la Prusia Oriental, a pocos pasos de donde yo estaba, conducían a tres vlasovistas prisioneros por el arcén de la carretera, en la que retumbaba también un tanque T-34. De pronto, uno de los prisioneros dio un respingo y de un salto se escurrió como un conejo bajo el tanque. El blindado torció, pero no pudo evitar aplastarlo con el borde de la oruga. La víctima aún se retorcía y una espuma roja asomaba por sus labios. ¡Se le podía comprender! Había preferido una muerte de soldado a que lo ahorcaran en una mazmorra.
No les habían dejado elección. No podían combatir de otra manera. Les habían privado de toda posibilidad de luchar con más cuidado de sí mismos. Si el «simple» cautiverio se consideraba en nuestro país como una traición imperdonable a la patria, ¿qué no pensarían de aquellos que habían empuñado las armas del enemigo? Nuestra tosca propaganda sólo era capaz de explicar la conducta de esta gente como: 1) traición (¿biológica?, ¿que se lleva en la sangre?), o 2) cobardía. ¡Cualquier cosa menos cobardía! El cobarde va allá donde haya indulgencia, condescendencia. Y a los destacamentos «vlasovistas» de la Wehrmacht sólo podía llevarles una angustia extrema, una desesperación más allá de todo límite, la imposibilidad de seguir soportando el régimen bolchevique, además del desprecio por la propia integridad. ¡Bien sabían ellos que aquí no les alcanzaría ni un fugaz rayo de clemencia! Al caer prisioneros los fusilaban apenas oían salir de su boca la primera palabra rusa inteligible. (En Bobruisk me dio tiempo a parar y advertir a un grupo que iba a entregarse. Les aconsejé que se disfrazaran de campesinos y se dispersaran por las aldeas a pedir cobijo.) Los prisioneros rusos, ya fuera en el cautiverio ruso o en el alemán, siempre eran los que lo pasaban peor.
En general, esta guerra nos descubrió que no hay nada peor en la Tierra que ser ruso.
Recuerdo avergonzado que durante la conquista (es decir, en el pillaje) de la bolsa de Bobruisk iba yo por la carretera entre vehículos alemanes despanzurrados patas arriba y a cuyo alrededor se desparramaba un exuberante botín de guerra, cuando escuché gritos de socorro en una hondonada, allí, enmedio de coches y carros atascados deambulaban sin rumbo los caballos de tiro alemanes y humeaban unas hogueras hechas con trofeos apilados. «¡Señor capitán! ¡Señor capitán!», en un ruso perfecto estaba pidiéndome protección un soldado q uemarchaba a pie, con pantalones alemanes, desnudo de cintura para arriba, con la cara, el pecho, los hombros y la espalda ensangrentados, mientras un sargento de la Sección Especial montado a caballo, lo acosaba con el látigo y le echaba el animal encima. Fustigaba sus carnes desnudas a latigazos y no permitía que se diera la vuelta ni que pidiera auxilio, le iba empujando a golpes, marcando en su piel nuevas cicatrices rojas. ¡No estábamos en las guerras púnicas ni en las médicas! Cualquier persona que tuviera autoridad, cualquier oficial de cualquier Ejército del mundo, tenía la obligación de detener aquella tortura arbitraria. Cualquier oficial, de cualquier Ejército, sí. Pero, ¿también del nuestro? ¿Con la feroz y absoluta dicotomía con que veíamos la Humanidad? (Si no estás con nosotros,si no eres de los nuestros,etcétera, o sea, sólo mereces el desprecio y la muerte.) Pues bien, me acobardéde defender a un vlasovista ante un sargento de la Sección Especial, no dije ni hice nada, pasé de largo como si no lo hubiera oídopara que esa peste, de todos conocida, no se me pegara a mí (¿Y si el vlasovista fuera un supercriminal? ¿Y si el sargento se cree que yo...? ¿Y si...?). Más sencillo aún para el que conozca el ambiente de entonces en el Ejército: ¿qué caso le habría hecho un sargento de la Sección Especial a un capitán del Ejército?
Con cara brutal, el sargento continuó azotando y acosando a aquel hombre indefenso como si fuera ganado.
Esta escena se me quedó grabada para siempre. En realidad, es casi un símbolo del Archipiélago, podría ilustrar la portada del libro.
Y ellos, que presentían, que sabían todo esto de antemano, se cosían pese a todo el escudo con el campo de San Andrés y las siglas ROA en la manga izquierda de su uniforme alemán.
La brigada de Kaminski, formada en Lokot, en la región de Briansk, se componía de cinco regimientos de infantería, un grupo de artillería y un batallón de tanques. En julio de 1943 se encontraba en una franja del frente cercana a Dmitrovsk-Orlovski. En otoño uno de sus regimientos defendió firmemente Sevsk hasta perder el último hombre: las tropas soviéticas remataron a los heridos y al jefe del regimiento lo llevaron a Ostras, atado a un tanque, hasta matarlo. Cuando la brigada hubo de retarse de Lokot, su región natal, lo hizo en una sola columna, con sus «millas y sus carros, formando un éxodo de más de cincuenta mil personas (¡ya podemos imaginarnos cómo peinaría el NKVD esta regió nautónoma antisoviética nada más entrar en ella!). Más allá de Briansk les aguardaba un largo y amargo periplo: esperaron en forma humillante a las puertas de Lepel, los utilizaron contra los guerrilleros y más tarde tuvieron que replegarse a la Alta Silesia, donde Kaminski recibió la orden de aplastar la insurrección de Varsovia* y no fue capaz de desobedecer. Partió con 1700 hombres solteros que llevaban uniforme soviético y brazaletes amarillos. Así era como entendían los alemanes todas esas escarapelas tricolores, el campo de San Andrés y la efigie de San Jorge Victorioso. Entre el ruso y el alemán era imposible que hubiera traducción, ni comunicación, ni entendimiento.
Los batallones formados a partir de la disuelta unidad de Osintorf también estaban llamados a combatir a los guerrilleros o ser trasladados al Frente Occidental. En 1943 la «brigada de la guardia» del ROA, compuesta por algunos centenares de hombres, se encontraba acantonada cerca de Pskov (en Stremutka) y mantenía contactos con la población rusa de los alrededores, pero el mando alemán impidió que creciera.
Los míseros periódicos de las unidades de voluntarios eran sometidos al machete de la censura alemana. A los vlasovistas no les quedaba más que batirse a vida o muerte, y, en los ratos de ocio, beber vodka y más vodka. La perdición irremediable, ésa fue la tónica de esos años de guerra y exilio. Sin ninguna salida, sin ningún sitio adonde ir.
Incluso cuando ya estaban retrocediendo en todos los frentes y se hallaban en vísperas del desastre, Hitler y sus adláteres no pudieron superar su contumaz desconfianza hacia las formaciones rusas autónomas, ni decidirse a tolerar un asomo de independencia en una Rusia que no estuviera sometida a ellos. No fue hasta que todo se derrumbaba crujiendo a su alrededor, en septiembre de 1944, cuando Himmler dio su aprobación a la creación de un ROA compuesto por divisiones íntegramente rusas, incluso con su pequeña aviación, y en noviembre de 1944 se permitió un espectáculo que de todos modos llegaba tarde: la convocatoria de un Comité de Liberación de los Pueblos de Rusia. Sólo en el otoño de 1944 obtuvo el general Vlásov la primera posibilidad, con visos creíbles, de actuar, aunque a sabiendas de que ya era tarde. Añadamos a esto que el principio federal atraía a pocos: Bandera, puesto en libertad por los alemanes (también en 1944) rehusó una alianza con Vlasov; las unidades separatistas ucranianas veían en Vlásov a un imperialista ruso y no querían caer bajo su férula; por parte de los cosacos rehusó el general Krasnov. Hubo que esperar al décimo día antes del desplome definitivo de Alemania —¡el 28 de abril de 1945!– para que Himmler permitiera que un cuerpo de cosacos se pusiera a las órdenes de Vlásov. El mando nazi ya estaba dominado por el caos: unos jefes permitían que se retiraran del frente unidades de voluntarios rusos para integrarlas en el ROA, y otros lo impedían. Además, en la práctica resultaba difícil arrancar de primera línea a los batallones rusos en pleno combate, como tampoco era tarea fácil encontrar a Ostarbeiter rasos dispuestos a dejar sus trabajos en la retaguardia para alistarse en el ROA. Tampoco los alemanes se dieron prisa en poner en libertad prisioneros rusos para el ejército de Vlásov: al revés la máquina no funcionaba tan bien. Pese a todo, en febrero de 1945 se formó la Primera División del ROA (la mitad eran soldados procedentes de Lokot) y empezó la formación de la Segunda. Ya era demasiado tarde para confiar que esas divisiones fueran a entrar en combate como aliadas de Alemania; en el mando vlasovista se encendía ahora la esperanza, largo tiempo acariciada en secreto, de un conflicto entre los soviets y los aliados. Lo señalaba también un informe del Ministerio de Propaganda alemán (febrero de 1945): «el movimiento de Vlásov no se considera ligado a vida o muerte con Alemania, hay en él fuertes simpatías anglofilas e ideas sobre un cambio de rumbo. El movimiento no es nacionalsocialista y no reconoce en absoluto el problema judío».
Esta ambigüedad se reflejó también en el Manifiesto del Comité de Liberación de los Pueblos de Rusia publicado en Praga (para que fuera en tierra eslava) el 14 de noviembre de 1944. El documento no podía evitar una mención a «las fuerzas del imperialismo, encabezadas por los plutócratas de Inglaterra y EE.UU, cuya grandeza se basa en la explotación de otros países y pueblos» y «ocultan sus miras criminales bajo consignas de defensa de la democracia, la cultura y la civilización», pero al mismo tiempo no contenía sumisión alguna al nacionalsocialismo, al antisemitismo ni a la Gran Alemania. A lo máximo que llegaba era a llamar «pueblos amantes de la libertad» a todos los enemigos de los aliados, aplaudía «la ayuda alemana, recibida en condiciones que no perjudican el honor ni la independencia de nuestra patria» y decía anhelar una "Paz honrosa con Alemania». De hecho, por deshonrosa que fuera, no Podría ser peor que la de Brest-Litovsk, y en las condiciones de entonces, Puede que hasta fuera mejor, aunque de todos modos siguiera siendo Preciso un cambio en el equilibrio de fuerzas europeo. En el Manifiesto seveía un intenso esfuerzo por presentar un proyecto demócrata y federalista (otorgando a las naciones libertad de secesión), mientras que con pie cauteloso tanteaba una doctrina social de resabios soviéticos, todavía inmadura e insegura de sí misma: el «fenecido régimen zarista», «el retraso cultural y económico de la antigua Rusia», «la revolución popular de 1917...». El Manifiesto sólo era consecuente en su antibolchevismo.
Todo esto se celebró en Praga a muy modesta escala, con la presencia de representantes del «Protectorado de Bohemia», es decir: funcionarios alemanes de tercer orden. Todo el Manifiesto, así como las emisiones radiofónicas que lo acompañaron, lo escuché entonces por radio en el frente, y la impresión que me causó fue que se trataba de un espectáculo fuera de época y condenado al fracaso. En el mundo occidental este Manifiesto pasó completamente desapercibido y no ayudó lo más mínimo a comprender al Este. Sin embargo tuvo un gran éxito entre los Ostar-beiter: dicen que llovieron las peticiones de ingreso en el ROA (según Sven Steenberg, 300.000) y eso en los meses de mayor desesperanza, cuando Alemania se derrumbaba a ojos vistas y esos desdichados ciudadanos soviéticos, abandonados a su suerte, sólo podían confiar en su fuerte aversión al bolchevismo para hacer frente al Ejército Rojo, perfectamente templado y a punto ya de irrumpir como un alud.
¿Qué planes podía tener ese ejército en formación? Al parecer, abrirse paso hasta Yugoslavia, unirse allí con los cosacos, con el cuerpo de emigrados y con Mihajlovic, y defender a Yugoslavia del comunismo. Pero veamos antes: ¿cómo iba a permitir el mando alemán, en aquellos difíciles meses, que se formara en su retaguardia, sin obstáculos, un ejército ruso autónomo? El mando exigía con impaciencia movimientos hacia el Frente Oriental, ora un destacamento antitanque hacia Pomerania (I. Sájarov-Lamsdorf), ora la Primera División entera hacia el Oder. ¿Y qué hacía Vlásov? Los entregaba obedientemente —como siempre ocurre cuando se empieza con concesiones– aunque la entrega de la única división que había de momento privara de sentido a todo su plan para formar un ejército. Siempre había argumentos a mano: «Los alemanes no confían en nosotros, pero cuando hayan visto el comportamiento de la Primera División bajo el fuego quedarán convencidos y entonces la formación del ROA irá más deprisa». Pero en realidad iba muy mal. La Segunda División, junto con la brigada de reserva, veinte mil hombres en total, siguió siendo hasta mayo de 1945 una muchedumbre desarmada, no sólo sin artillería, sino casi sin armas ligeras de infantería, e incluso mal uniformada. Así pues, la Primera División (16.000 efectivos) fue enviada a una muerte cierta en una operación desesperada, y sólo gracias al desmoronamiento general de Alemania pudo Buniachenko, su comandante, retirarla de primera línea por propia decisión y abrirse paso hasta Bohemia, a pesar de la resistencia de los generales. (Por el camino liberaron a prisioneros de guerra rusos que se les unieron «para que los rusos estuvieran juntos».) Llegaron a las inmediaciones de Praga a principios de mayo. Y los checos, que se habían sublevado en la capital el 5 de mayo, pidieron su ayuda. El 6 de mayo la división de Buniachenko entró en Praga y el 7 de mayo, tras encarnizados combates, salvaba la insurrección y la ciudad. Como una burla que confirmara la sagacidad de los alemanes menos sagaces, la primera y última acción autónoma de la Primera División de Vlásov fue un combate precisamente contra los alemanes, en el que se desbordaron toda la rabia y la hiél acumuladas en el pecho de los rusos, oprimidos durante tres años de crueldad e inepcia. (Los checos los recibieron con flores y se dieron cuenta de todo, ¿pero supieron guardar todos ellos después memoria de qué rusos habían salvado su ciudad? En nuestro país sigue considerándose hoy día que Praga fue liberada por las tropas soviéticas, cuando lo cierto es que, cumpliendo los deseos de Stalin, Churchill no tuvo prisa entonces por repartir armas entre los habitantes de Praga, que los norteamericanos contuvieron su avance para dejar que fueran los soviéticos quienes tomaran la ciudad, y que el dirigente comunista de Praga Jozef Smrkovsky por aquel entonces, ignorando lo que le esperaba a su país en un futuro todavía lejano, echaba pestes de los traidores vlasovistas y no ansiaba más liberación que la que protagonizaran los soviéticos.)
Durante todas esas semanas, Vlásov no se comportó como un caudillo militar, sino que se mostró cada vez más confuso y encerrado en su callejón sin salida. Durante la operación de Praga no dio instrucciones a la Primera División y dejó sumida en la incertidumbre a la Segunda, así como a las pequeñas unidades, mientras se iba agotando el tiempo y nadie encontraba fuerzas para llevar a cabo la proyectada fusión con los cosacos. El único acto consecuente de Vlásov fue negarse a una fuga en solitario (tenía un avión esperándole para llevarlo a España), pues por lo demás, tenía la voluntad paralizada y dejó que el fin llegara por sí mismo. Su única actividad en las últimas semanas fue el envío de delegaciones secretas a la busca de contactos con los anglonorteamericanos. Otros niiembros de su Estado Mayor (los generales Trujin, Meándrov, Bo-yarski) hicieron lo mismo.
Sólo la idea de que, ahora que se acercaba el final, los vlasovistas quizá fueran de utilidad a los aliados podía iluminar de algún sentido su largo pender de la soga alemana. Nunca habían dejado de acariciar —mejor digamos asirse– a esta esperanza: terminaba la guerra y había llegado la hora de que los poderosos anglonorteamericanos exigieran de Stalin un cambio en su política interna. Cada vez había menos distancia entre los ejércitos del Este y el Oeste ¡iban a encontrarse sobre el cadáver de Hitler! ¿Cómo no va a estar Occidente interesado en aprovechar y utilizar nuestra fuerza?¿Cómo no van a comprender que el bolchevismo es el enemigo común de toda la Humanidad?
¡Pues no, no lo comprendían, ni mucho menos! ¡Ay, la necedad de la democracia occidental! ¿Cómo? ¿Dicen ustedes que constituyen la oposición política? ¿Pero desde cuándo existe oposición en su país? ¿Y entonces, por qué no se ha manifestado nunca públicamente? Bueno, si no les gusta Stalin, vuelvan a casa y en la primera campaña electoral le niegan el voto, ése es el camino honesto. Pero es que recurrir a las armas, y encima alemanas... No, ahora tenemos la obligación de entregarlos, otra cosa no sería correcta y además, se resentirían nuestras relaciones con nuestro valeroso aliado.
En la segunda guerra mundial, Occidente defendió su libertad y la defendió para sí mismo, pero a nosotros (y a la Europa del Este) nos hundió en una esclavitud dos veces más profunda.
La última tentativa de Vlásov fue la siguiente declaración: el mando del ROA estaba dispuesto a comparecer ante un tribunal internacional, pero la entrega del ejército a las autoridades de la URSS, donde les esperaba una muerte cierta, era tanto como entregar un movimiento de oposición, lo cual contravenía el Derecho Internacional. Nadie oyó este grito desesperado, e incluso la mayoría de jefes militares estadounidenses se quedaron estupefactos al enterarse de que había rusos no soviéticos; lo más natural era ponerlos en manos soviéticas.
El ROA no sólo capituló ante los norteamericanos, sino que suplicóque aceptaran su rendición y les garantizaran, aunque sólo fuera, que no iban a ser entregados a los soviets. Y a veces, por simpleza, había oficiales medios estadounidenses que no estaban versados en la gran política y accedían a hacer esta promesa (todas las promesas fueron incumplidas más tarde, engañaron a los prisioneros). La Primera División al completo (el 11 de mayo cerca de Pilsen) y casi toda la Segunda toparon con una muralla de armas erigida por los norteamericanos, quienes se negaron a hacerlos prisioneros y admitirlos en su zona. En Yalta, Churchill y Roosevelt se habían comprometido con su firma a repatriar a todos los ciudadanos soviéticos, en particular los militares, pero no se había dicho si esta repatriación sería voluntaria o forzosa, pues ¿qué país puede haber en el mundo cuyos hijos no deseen volver voluntariamente a la patria? Toda la miopía de Occidente se condensó en las rúbricas de Yalta.
Los norteamericanos no aceptaban la capitulación y los tanques soviéticos recorrían ya los últimos kilómetros. Sólo quedaba como solución o bien librar un último combate o bien... como decidieron al unísono Buniachenko y Zvérev (de la Segunda División): que no hubiera lucha. (Eso también es propio del carácter ruso: ¿ quién sabe si...? Pese a todo, son los nuestros... En la cárcel he podido oír muchos relatos sobre casos de rendición irreflexiva o en estado de embriaguez porque eran los nuestros. El 12 de mayo, en un bosque, la Primera División, todavía armada y al completo, recibió orden de dispersarse. Unos se vistieron de paisano, otros se arrancaron las insignias, otros quemaron la documentación y otros, en fin, se pegaron un tiro. Por la noche comenzó la batida de las tropas soviéticas. Cayeron cerca de diez mil hombres, entre muertos y prisioneros, y el resto se abrió paso hacia la zona estadounidense, aunque la mayor parte de ellos serían entregados a las tropas soviéticas, como sucedió con los soldados de la Segunda División, la aviación y los batallones aislados. Para algunos la detención en los campos norteamericanos se prolongó durante muchos meses (el grupo de Meándrov). Fuera por menosprecio o para darles a entender que se evadieran, el caso es que los norteamericanos les hacían pasar hambre, como hicieran los alemanes, y que los empujaban a golpe de culata, aunque los vigilaban sin mucho celo. Alguno se evadió, ¡pero la mayor parte se quedó! ¿Confiaban quizás en Estados Unidos?, ¿o creían imposible que los norteamericanos los traicionaran? Se quedaron a esperar su terrible destino, cercenados ya por la propaganda soviética, por la desmoralización y el sentimiento de culpa. Entre 1945 y 1946 fueron entregados grupo tras grupo, para que la Unión Soviética pasara cuentas con generales, oficiales y soldados. (El 2 de agosto de 1946 la prensa soviética publicó la sentencia que la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo había impuesto a Vlásov y a once de sus más próximos colaboradores: pena de muerte a ejecutar en la horca.)








