Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
Жанр:
Историческая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 15 (всего у книги 55 страниц)
¡Qué vida más confortable! Ajedrez, libros, camas de muelles, buenos colchones y ropa limpia. No recordaba haber dormido tan bien en toda la guerra. Suelo de parquet encerado. De la puerta a la ventana se podía dar un paseo de casi cuatro pasos. Digan lo que digan, la prisión política central era un auténtico balneario.
Y no caían proyectiles... Recordaba cómo susurraban punzantes al pasar sobre nuestras cabezas, su creciente silbido y el crujido de la explosión. Y el suave silbar de las minas de mortero. Y cómo se estremecía la tierra con las cuatro cargas del chirriador. [119]Recordaba el fango líquido de Wormditt, donde me habían arrestado y donde ahora los nuestros chapoteaban en el barro y la nieve fundida para impedir que los alemanes levantaran el cerco.
¡Al diablo! ¿Ya no queréis que combata? Pues maldita la falta que me hace.
* * *
Entre las muchas pautas de referencia que hemos perdido está también la grandeza de quienes, antes que nosotros, hablaron y escribieron en ruso. Resulta extraño, pero apenas fueron descritos en una literatura anterior a la revolución que sólo muestra personas superfluas, [120]o bien unos blandengues soñadores inadaptados. Con nuestra literatura del siglo XIX resulta prácticamente imposible comprender cómo pudo mantenerse Rusia en pie durante diez siglos, con qué cimientos humanos contaba. Por lo demás, ¿acaso no ha logrado superar Rusia los últimos cincuenta años gracias a estos hombres? Con mucha más razón que antes.
Y también los soñadores. Habían visto demasiadas cosas para quedarse con una sola. Tenían demasiada tendencia a lo sublime como para tocar de pies en el suelo. Cuando una sociedad está a punto de desplomarse suele aparecer un sabio estrato de gente que piensa, que piensa y nada más. ¡Mas cómo se mofaron de ellos! ¡Cómo los ridiculizaron! No merecieron más apodo que el de podredumbre.Esos hombres eran flores prematuras de fragancia excesivamente sutil, y por eso las segaron de raíz. Se encontraban especialmente indefensos, sobre todo en su vida privada: no sabían doblegarse, fingir ni amoldarse; cada palabra suya era una opinión, un impulso, una protesta. Esos son los que recoje la guadaña. Esos son los que acaban triturados como balas de paja. [121] 5
Habían pasado por estas mismas celdas que ahora ocupábamos. Pero sus muros —ya sin empapelado, rebozados, blanqueados y pintados más de una vez– ya no podían transmitirnos nada del pasado (al contrario, desde ellos nos espiaban con micrófonos). En ninguna parte ha quedado nada escrito ni dicho acerca de quienes poblaron estas celdas, de las conversaciones que ahí se produjeron, de los pensamientos con que salían al paredón o a las Solovki. Seguramente, ya nunca verá la luz una obra así, tan sólo un volumen valdría tanto como cuarenta vagones de nuestra literatura.
Y los que aún viven nos cuentan toda clase de nimiedades: que si los camastros eran de madera y los jergones de paja, que si allá por 1920, antes de poner bozales [122]en las ventanas, los cristales estaban embadurnados de yeso hasta arriba. Que los bozales sin duda ya estaban en 1923 (mientras que todos nosotros, sin excepción, los atribuíamos a Beria). En los años veinte, según dicen, en esta prisión se toleraba la comunicación por golpes en la pared, porque aún perduraba esa ridicula tradición de las cárceles zaristas: si un preso no daba golpes en la pared, ¿qué otra cosa podía hacer? Y algo más: en los años veinte todos los celadores, absolutamente todos, eran letones (fusileros letones, además de otros) y la comida la repartían unas letonas rechonchas.
Serán nimiedades, pero dan que pensar.
A mí me hacía muchísima falta dar en la Lubianka, el penal político más importante de la Unión, y desde aquí mil gracias a quienes hasta ella me trajeron. Pensaba mucho en Bujarin, quería hacerme una idea de todo aquello. Sin embargo, tenía la sensación de que nosotros éramos paja menuda y que nuestro lugar estaba más bien en cualquier prisión interior de provincias. [123] 6Estar en ésta era un excesivo honor.
Era imposible aburrirse con las personas que allí encontré. Había a quién escuchar y con quién comparar.
El vejete de vivas cejas (tenía sesenta y tres años muy bien llevados) se llamaba Anatoü llich Fastenko. Su presencia embellecía notablemente nuestra celda de la Lubianka, tanto como depositario de las viejas tradiciones presidiarias rusas, como por ser la Historia viva de nuestras revoluciones. Gracias a cuanto conservaba en su memoria disponíamos de una escala para valorar tanto lo ocurrido como lo que estaba ocurriendo. Tales hombres son valiosos no sólo en las celdas, también se echan mucho de menos en el seno de nuestra sociedad.
Pudimos ver el apellido Fastenko en un libro sobre la revolución de 1905 que casualmente teníamos ahí mismo, en la celda. Fastenko era un socialdemócrata tan antiguo que, al parecer, ya había dejado de serlo.
Fue condenado a prisión por primera vez en 1904, cuando aún era joven, pero tras promulgarse el Manifiesto* del 17 de Octubre de 1905 fue puesto en libertad.
¿Quién de nosotros no sabe y no ha tenido que aprenderse de memoria del manual escolar de Historia, o del Curso Breve de historia del partido Comunista, que este «Manifiesto abyecto y provocador» era un escarnio de la libertad, que el zar había dispuesto: «libertad a los muertos, prisión a los vivos»? Pero este epigrama es mentira. Con el Manifiesto se legalizaron todos los partidos políticos, se convocó la Duma* y se concedió una amnistía honesta, considerablemente amplia. En otras palabras: el Manifiesto supuso, ni más ni menos, la excarcelación de todos los presos políticos, fuera cual fuere la naturaleza y duración de su condena. Sólo permanecieron en prisión los presos comunes. En cambio, la amnistía de Stalin del 7 de julio de 1945 actuó justamente al revés: dejó en la cárcel a todos los presos políticos.
Era interesante oírle contar las circunstancias de aquella amnistía. Por aquellos años, como es natural, no tenían idea de «bozales» en las ventanas de las prisiones, y desde las celdas de la prisión de Bélaya Tsérkov, donde Fastenko estaba encerrado, los presos contemplaban libremente el patio de la cárcel, veían a los que entraban y a los que salían, observaban la calle y conversaban a gritos con cualquier transeúnte. Y he aquí que el 17 de octubre, al conocer por telégrafo la amnistía, desde la calle comunicaron la noticia a los presos. Los presos políticos empezaron a alborotar alegremente, a romper puertas y cristales, y a exigir que el director de la cárcel los pusiera de inmediato en libertad. ¿A alguno de ellos le machacaron los morros con las botas? ¿Metieron a alguno en el calabozo? ¿Privaron a alguna celda de libros o del derecho a la cantina? ¡Claro que no! El director de la cárcel, desconcertado, iba corriendo de una celda a otra y suplicaba: «¡Señores! ¡Se lo ruego! ¡Sean razonables! No tengo autoridad para ponerlos en libertad debido a un comunicado telegráfico. Debo recibir instrucciones directas de mis superiores de Kiev. Se lo ruego encarecidamente: deberán pasar la noche aquí». ¡Y en efecto, tuvieron la desfachatez de retenerlos veinticuatro horas! (Después de la amnistía de Stalin, como veremos más adelante, a los amnistiados los retuvieron dos o tres meses, los obligaron a seguir dándole al callo,y a nadie le pareció un abuso.)
Recobrada la libertad, Fastenko y sus compañeros se lanzaron inmediatamente a preparar la revolución. En 1906 Fastenko fue condenado a ocho años de trabajos forzados, lo que significaba cuatro años de grilletes y cuatro de destierro. Cumplió los cuatro primeros años en la prisión central de Sebastopol, donde, por cierto, durante su estancia se produjo una fuga masiva de presos organizada desde fuera por los partidos revolucionarios: eseristas, anarquistas y socialdemócratas. Tras hacer estallar una bomba contra el muro, se abrió un boquete por el que bien hubiera cabido un hombre a caballo; dos decenas de presos (no salió todo el que quiso, sino aquellos que sus partidos habían designado, y a los que habían provisto de antemano con pistolas ¡por mediación de los propios vigilantes!) se precipitaron por la brecha y se evadieron todos excepto uno. El partido socialdémocrata había determinado que la misión de Anatoli Fastenko no sería evadirse, sino distraer la atención de los vigilantes y sembrar el desconcierto.
Sin embargo, no pasaría mucho tiempo en el destierro del Yeniséi. Confrontando su relato (y posteriormente el de otros supervivientes) con el hecho, de sobras conocido, de que nuestros revolucionarios huían del destierro por centenares, y la mayoría al extranjero, se llega a la convicción de que quien no escapaba del destierro zarista era únicamente por pereza, de tan sencillo como era. Fastenko «huyó», es decir, sencillamente, se ausentó sin pasaporte del lugar del destierro. Fue a Vladivostok calculando que con la ayuda de algún conocido podría embarcarse. Pero por la razón que fuera, no lo consiguió. Entonces, siempre sin pasaporte, atravesó tranquilamente toda la madre Rusia en tren y llegó hasta Ucrania, donde había sido bolchevique en la clandestinidad y donde lo habían detenido. Le proporcionaron un pasaporte ajeno y se dispuso a cruzar la frontera de Austria. Tan poco arriesgada era la empresa y hasta tal punto tenía descartado Fastenko que pudiera haber nadie detrás pisándole los talones, que cometió una asombrosa imprudencia: una vez en la frontera, cuando ya había entregado el pasaporte al funcionario de policía, ¡de pronto se dio cuenta de que no recordaba su nuevo apellido! ¿Qué hacer? Habría unos cuarenta pasajeros, y el funcionario había empezado ya a llamarlos en voz alta. Fastenko tuvo una idea: se hizo el dormido. Estuvo oyendo cómo devolvían todos los pasaportes y que llamaban varias veces a un tal Makarov, pero aún no estaba seguro que fuera él. Finalmente, un dragón del régimen imperial se inclinó ante el revolucionario clandestino dándole cortésmente en el hombro: «¡Señor Makarov! ¡Señor Makarov! ¡Su pasaporte, tenga la bondad!».
Fastenko marchó a París. Allí conoció a Lenin, a Lunacharski, y desempeñó no sé qué trabajos de intendencia en la escuela del partido de Longjumeau. Al mismo tiempo, estudió el idioma francés, observó cuanto había a su alrededor y le entraron deseos de correr todavía más mundo. Antes de la guerra se trasladó a Canadá, donde trabajó de obrero, estuvo en Estados Unidos. La vida en libertad que se había afianzado en aquellos países impresionó a Fastenko: llegó a la conclusión de que allí jamás habría una revolución proletaria e incluso dedujo que posiblemente tampoco les hiciera falta.
Y entonces tuvo lugar en Rusia —antes de lo que se creía– la tan ansiada revolución. Todos regresaron, y luego vino otra revolución más. Fastenko ya no sentía por esas revoluciones el mismo ardor de antes. Pero volvió, siguiendo la misma ley que rige las migraciones de las aves.
Poco después de Fastenko, volvió a la patria un conocido suyo de Canadá, un antiguo marinero del Potiomkin* que había huido a dicho país, donde acabó convirtiéndose en un próspero granjero. Este vendió la granja con todo el ganado, y con el dinero y un flamante tractor se presentó en su patria chica para colaborar en la edificación del soñado socialismo. Se inscribió en una de las primeras comunas e hizo donación de su tractor. Manejaba el tractor todo el que le venía "en gana y de cualquier manera, hasta que muy pronto lo estropearon. El marinero del Potiomkin empezaba a ver las cosas de manera muy distinta a como las había imaginado veinte años antes. Los que mandaban eran gente que no debería tener derecho a dar órdenes, y ordenaban cosas que al hacendoso granjero se le antojaban extravagantes y absurdas. Por si fuera poco, se quedó en los huesos, se desgastaron sus ropas y pocos eran ya los dólares canadienses que no se hubieran transformado en rublos de papel. Suplicó que le dejaran marchar con su familia, cruzó la frontera no más rico que cuando huyó del Potiomkin, atravesó el océano igual que antes, como marinero (no le llegaba el dinero para el pasaje) y empezó a vivir de nuevo en Canadá como jornalero.
Había muchas cosas en Fastenko que yo todavía no lograba entender. Para mí, lo más destacable y asombroso era que, a pesar de haber conocido personalmente a Lenin, él hablaba de este recuerdo con toda frialdad. (Para que vean cuál era mi estado de ánimo por aquel entonces: en la celda, alguno llamaba a Fastenko simplemente por el patronímico, sin emplear el nombre, es decir «¿Ilich, [124]te toca a ti hoy sacar la cubeta?». Me sacaba de mis casillas, me sentía ofendido, me parecía una blasfemia —y no sólo en este contexto– llamar Ilich a alguien que no fuera ese hombre único en la Tierra.) Por esta razón aún había muchas cosas que Fastenko no podía explicarme, por mucho que él quisiera.
Me decía bien clarito y en ruso: «¡No te postrarás ante falsos ídolos!». [125]¡Y yo no lo entendía!
Al ver mi entusiasmo, insistía una y otra vez: «Usted es matemático y por tanto no se le puede consentir que olvide a Descartes: "¡Somete todo a la duda, todo ! " ». ¿Cómo que «todo»? ¡Cómo va uno a dudar de todo! Me parecía haber puesto bastantes cosas ya en duda, ¡ya tenía bastante!
O bien decía: «Ya casi no quedan antiguos presos políticos, yo soy de los últimos. Han eliminado a todos los viejos presidiarios y a nuestra asociación ya la disolvieron en los años treinta». «¿Y eso por qué?» «Pues para que no nos reuniéramos y no opináramos.» Y aunque estas sencillas palabras, dichas en tono reposado, deberían clamar al cielo y hacer retumbar los cristales, yo no veía en ellas sino una fechoría más de Stalin. Veía la dureza del hecho pero no las raíces.
Es completamente cierto que no todo lo que entra por nuestros oídos consigue llegar hasta nuestra conciencia. Muchas cosas que no se avienen con nuestro talante se pierden, no sé si en los oídos, o más adelante, pero el caso es que se pierden. Y aunque recuerdo a la perfección los numerosos relatos de Fastenko, sus razonamientos han formado en mi memoria un turbio sedimento. Me dio varios títulos de libros y me aconsejó muy encarecidamente que cuando algún día estuviera en libertad, los buscara y los leyera. Por su edad y por su salud, ya no confiaba en salir vivo de allí, pero se consolaba con que algún día yo pudiera captar aquellas ideas. No había manera de anotarlos y, por lo demás, ya eran muchas las cosas de la vida penitenciaria que convenía recordar. Sin embargo, los títulos de los libros que más se acercaban a mis gustos de entonces sí los retuve: Pensamientos inoportunosde Gorki (a la sazón yo tenía a Gorki en un pedestal: estaba por encima de todos los clásicos rusos por el mero hecho de ser un escritor proletario) y Un año en la patria,de Plejánov. [126]
Cuando Fastenko regresó a Rusia, como premio a sus antiguos méritos en la clandestinidad, fue objeto de continuas promociones y pudo haber alcanzado un cargo importante, pero no quiso y aceptó en su lugar un discreto puesto en la editorial Pravda,y después otro más modesto aún. Más tarde entró a trabajar en el consorcio Mosgoroformleniye,* donde pasaba totalmente inadvertido.
Yo me asombraba: ¿Por qué una trayectoria tan evasiva? Su respuesta era incomprensible: «El perro viejo no se hace a la cadena».
Al comprender que no había nada que hacer, Fastenko deseaba, como cualquier otra persona, al menos conservar la vida. Se había jubilado con una pequeña y humilde pensión (no honorífica, desde luego, porque ello habría traído a colación su amistad con muchos de los que habían sido fusilados), y así quizás hubiera llegado al año 1953. Pero por desgracia detuvieron a su vecino de piso L. Soloviov, un escritor extraviado, borracho a todas horas, el cual, en estado de embriaguez, se jactó en alguna parte de poseer una pistola. Una pistola significaba, infaliblemente, terrorismo y por tanto Fastenko; con su pasado —aunque lejano– socialdemócrata, era un terrorista de la cabeza a los pies. Ahora, el juez de instrucción le colgabaterrorismo y, por extensión, como es natural, ser colaborador del espionaje francés y canadiense y, por lo tanto, confidente también de la Ojrana* zarista. [127] 7En 1945 —¡fíjense a qué alturas!—, para ganarse su buen salario, un bien cebado juez de instrucción hojeaba con toda seriedad los archivos de las gendarmerías provinciales, con la misma gravedad con que levantaba actas acerca de los interrogatorios en que habían estado sonsacando los apodos clandestinos, contraseñas, citas y reuniones habidos en 1903.
Cada diez días (el plazo permitido) la anciana esposa de Anatoli Ilich (no habían tenido hijos) le llevaba paquetes con lo que podía conseguir: un pedazo de pan negro de trescientos gramos (comprado en el mercado, ¡a cien rublos el kilo!) y una docena de patatas mondadas y cocidas (y además pinchadas con agujas durante el registro). Sólo de ver estos míseros paquetes —¡realmente, era una santa!– se le rompía a uno el corazón.
Era todo lo que se había merecido aquel hombre después de sesenta y tres años de honradez y de dudas.
* * *
Los cuatro catres de nuestra celda dejaban todavía en el centro un pasillo, con la mesa. Pero unos días después de mi llegada nos metieron un quinto preso y pusieron su catre de través.
Como quiera que al nuevo lo metieron una hora antes del toque de diana, en esta hora tan dulce para el cerebro, tres de nosotros ni siquiera levantamos la cabeza.Sólo Kramarenko se puso en pie de un salto para hacerse con tabaco (y quizá datos para el juez de instrucción). Empezaron a hablar por lo bajo y, aunque nosotros procuramos no escuchar, era imposible no percibir el cuchicheo del recién llegado. De tan fuerte, inquieto, tenso e incluso próximo al llanto como era, cabía entender que había entrado en nuestra celda una tragedia excepcional. El nuevo preguntaba si fusilaban a muchos. A pesar de todo eso, yo me metí con ellosy sin volver la cabeza les insté a no hacer tanto ruido.
Al toque de diana nos levantamos prestamente todos a una (a los remolones los castigaban con el calabozo) y vimos que teníamos delante de nosotros ¡a un general! Claro que ya no llevaba distintivo alguno, ni siquiera las huellas de insignias arrancadas o .desatornilladas, ni siquiera galones, pero su costosa guerrera, el suave capote, toda su figura y hasta el rostro eran sin duda los de un general, un general arquetípico, indudablemente todo un general del Ejército, no un simple general de brigada. Era bajo, robusto, de torso y hombros anchos, la cara bastante gruesa, aunque esa gordura que da el buen comer no le confería un aire campechano y accesible, sino de significación y pertenencia a las altas esferas. Su rostro culminaba —no por arriba, cierto, sino por abajo– en una mandíbula de bull-dog, donde se concentraba esa energía, voluntad y autoridad que le habían permitido alcanzar semejante graduación a mediana edad.
Empezamos con las presentaciones y resultó que L.V.Z-v era aún más joven de lo que aparentaba, pues aquel año iba a cumplir los treinta y seis («si no me fusilan»), y otra cosa aún más sorprendente: no era ningún general, ni siquiera un coronel, ni militar en absoluto, sino ¡ingeniero!
¿Un ingeniero? Precisamente, yo me había educado en un ambiente de ingenieros y recordaba muy bien cómo eran en los años veinte: su inteligencia viva y brillante, su humor espontáneo e inocente, su espíritu ágil y abierto, su facilidad para pasar de un campo de la ingeniería a otro, y más en general de las cuestiones técnicas a las sociales o artísticas. Y después, su buena educación, su gusto refinado, su buen uso del idioma, uniforme y concordante, sin palabras parásitas; alguno con un poco de arte musical; algún otro con cierta destreza en la pintura; y siempre, en todos ellos, el sello de la espiritualidad en el rostro.
Cuando empezaron los años treinta perdí contacto con este ambiente y después vino la guerra. Y he aquí que ahora volvía a tener ante mí a un ingeniero, uno de los que había venido como reemplazo de la generación exterminada.
No se podía negar que éste al menos sí tenía algo a su favor: tenía mucha más fuerza y tripas que los de antes . Aunque hacía mucho tiempo que ya no le hacían falta, había conservado unos hombros y brazos firmes. Dispensado de fastidiosas cortesías, tenía una mirada abrupta y hablaba de un modo irrebatible, sin esperar siquiera que pudiera haber objeciones. Había crecido de otra manera que los de antes y trabajaba también de otra manera.
Su padre araba la tierra, en el sentido más absoluto y verdadero. Lionia Z-v era uno de esos rapaces campesinos despeinados e ignorantes cuyo talento desperdiciado tanto afligiera a Tolstói y a Belinski. No es que fuera un Lomonósov, y por sí mismo no habría llegado a la Academia, pero sí que tenía talento, y de no haber sido por la revolución, él también habría acabado como labriego, aunque acomodado, pues era despierto y sensato. Tal vez incluso hubiera llegado a comerciante.
En época soviética ingresó en el Komsomol y gracias a su filiación se promocionó por encima de otros talentos. Esto lo sacó del anonimato, de las capas bajas, de la aldea, de forma que pasó como un cohete por la Facultad Obrera* hasta llegar a la Academia Industrial. En ella se matriculó en 1929, precisamente el año en que se estaban llevando al Gulag por rebaños a los ingenieros de antes . Había que formar con urgencia ingenieros propios, políticamente concienciados, devotos, cien por cien de fiar, no tanto para que ejercieran su profesión como tal, sino para que fueran capitanes de la industria, verdaderos empresarios soviéticos. Era un momento en que seguía vacante la célebre cúspide de mandode una industria aún por crear. Esta promoción estaba destinada a ocuparla.
La vida de Z-v se convirtió en una cadena de éxitos, trenzados como una guirnalda hacia las cumbres. En aquellos años devastadores, de 1929 a 1933, cuando en el país se libraba una guerra civil, ya no con ametralladoras, sino con perros de presa, cuando hileras de personas agónicas de hambre se arrastraban hacia las estaciones de ferrocarril con la esperanza de alcanzar la ciudad, en la que el pan crecía en cada esquina (pero no les vendían billetes, y ellos, que no sabían de qué otro modo desplazarse, morían junto a la empalizada de la estación como un dócil montículo humano de zamarras y alpargatas), en aquellos años, Z-v no sólo no se había enterado de que en las ciudades el pan se vendía por cartilla, sino que disponía de una beca estudiantilde novecientos rublos (un obrero no especializado ganaba por entonces sesenta). Su corazón no sufría por la aldea, de la que había sacudido el polvo de sus zapatos: su nueva vida palpitaba allí, entre los vencedores y los dirigentes.
No tuvo tiempo de ser un simple capataz: desde el principio tuvo a su mando a decenas de ingenieros y millares de obreros; se convirtió en el ingeniero jefe de unas gigantescas construcciones en las afueras de Moscú. Como es natural, desde el comienzo de la guerra quedó excluido de la movilización y fue evacuado con todo su glavkom* a Alma-Ata, donde dirigió obras aún mayores en el río Ilí. La única diferencia era que ahora quienes estaban a sus órdenes eran presidiarios. La vista de aquellos hombrecillos grises le interesaba entonces muy poco, no le invitaba a recapacitar ni atraía su atención. En su brillante trayectoria lo único importante eran las cifras de cumplimiento del plan, y para ello a Z-v le bastaba con señalar un proyecto, un campo de presos y un maestro de obras. El resto ya lo harían ellos con sus propios medios, ya conseguirían que se cumplieran las cuotas; cuántas horas trabajaban y qué ración recibían eran particularidades en las que él no se metía.
¡Los años de guerra en la profunda retaguardia fueron los mejores años en la vida de Z-v! Ésta es una eterna y universal condición de las guerras: cuanto más dolor se concentra en un polo, más gozo brota por el otro. Z-v no sólo tenía una mandíbula de bulldog, sino también una garra rápida, precisa y práctica. Se acopló rápida y hábilmente al nuevo ritmo económico impuesto por la guerra: todo para la victoria. ¡Zumba y dale, y tras la guerra borrón y cuenta nueva! La única concesión que hizo al esfuerzo de guerra fue renunciar a trajes y corbatas. Se puso de caqui, se hizo unas botas de cabritilla y se agenció una guerrera de general, la misma con la que ahora aparecía ante nosotros. Estaba de moda, de esta manera iba vestido todo el mundo en la retaguardia, así no despertabas la irritación de los inválidos ni las miradas reprobadoras de las mujeres.
De todos modos, las miradas que con más frecuencia le lanzaban las mujeres eran de otro jaez: acudían a él en busca de comida, calor y diversión. El dinero corría a espuertas por sus manos, su cartera para gastos abultaba como un barril, se desprendía de los billetes de a diez como si fueran cópeks y los de mil los soltaba como rublos. Z-v no escatimaba, no ahorraba, no contaba. La única contabilidad que llevaba era la de las mujeres que había catado, y en lista aparte las que él mismo había descorchado. Esa cuenta era su deporte. En la celda nos aseguró que con el arresto se había quedado en doscientas noventa y tantas, que era una lástima que no le hubieran dejado llegar a las trescientas. Eran tiempos de guerra y las mujeres estaban solas, y él, además de poder y dinero, tenía un vigor varonil digno de Rasputin, de modo que quizá se le pudiera creer. Además, se moría de ganas de contarnos todas y cada una de sus proezas, sólo que nosotros no estábamos dispuestos a prestarle oídos. Aunque ningún peligro lo amenazaba por ninguna parte, los últimos años los había pasado asiéndose febrilmente a las mujeres, exprimiéndolas y echándolas a un lado, del mismo modo que se coge un cangrejo del plato, se muerde, se chupa, y a por otro.
¡Estaba tan acostumbrado a la ductilidad de la materia, a trotar firme como un jabalí por los sembrados! (En los momentos de gran excitación corría por la celda igual que un enorme jabalí, capaz de tronchar un roble en estampida.) ¡Estaba tan acostumbrado a codearse con otros jefes, cuando todos son de la casa y no hay asunto al que no se le pueda quitar hierro y echar tierra! Pero olvidó que cuanto mayor es el éxito, mayor es la envidia. Ahora se enteraba, en la instrucción, de que ya en 1936 le habían abierto un expediente por un chiste que contó despreocupadamente en una tertulia de borrachos. Luego fueron filtrándose algunas pequeñas denuncias y también informes de los agentes (a las mujeres había que llevarlas de restaurantes, ¡a la vista de todo el mundo!). Hubo también una denuncia según la cual en 1941 no se había dado ninguna prisa en evacuarse de Moscú, como si esperara a los alemanes (efectivamente, se había demorado, pero, al parecer, fue por un lío de faldas). Z-v siempre se había preocupado especialmente de que sus combinaciones financieras fueran irreprochables, pero olvidó que también existía el Artículo 58. Y pese a todo, este peñasco habría podido estar mucho tiempo sin caerle encima de no ser porque, para darse aires, le denegó a un fiscal unos materiales para construirse una dacha. Fue entonces cuando resucitaron su expediente y, puesto en movimiento, rodó montaña abajo. (Otro ejemplo de que los procesos judiciales empezaban por la codicia de los de azul...)
El universo intelectual de Z-v era el siguiente: creía que existía un idioma norteamericano;en dos meses de celda no leyó ni un solo libro, ni siquiera una sola página entera, y si llegó a leer un párrafo fue únicamente para distraerse de los funestos pensamientos sobre la instrucción del sumario. Por su convenación se veía a las claras que en la calle aún había leído menos. Pushkin le sonaba a uno que sale en los chistes verdes y de Tolstói sólo sabría, probablemente, que era un diputado del Soviet Supremo. [128]
¿Pero fue quizás, en cambio, un comunista al cien por cien? ¿Fue quizás el hombre concienciado como proletario que habían formado para reemplazar a personas como Palchinsky y von Meck? Eso era lo curioso: ¡No lo era! En cierta ocasión opinábamos con él sobre el curso de toda la guerra, y yo dije que desde el primer día ni por un instante había dudado de nuestra victoria sobre los alemanes. El miró bruscamente hacia mí, con incredulidad: «¿Pero qué estás diciendo?», se llevó las manos a la cabeza. «¡Ay, Sasha, Sasha, y yo que estaba seguro de que ganarían los alemanes! ¡Esto fue lo que me perdió!» ¡Hay que ver! Él, uno de los «organizadores de la victoria», nunca había dejado de creer en los alemanes y esperaba su inminente llegada. No porque le gustaran, no, sino porque conocía demasiado bien el estado real de nuestra economía (cosa que yo, naturalmente, desconocía; por eso yo sí tenía fe).
En nuestra celda todos estábamos con la moral por los suelos, pero ninguno llevaba el arresto tan trágicamente como Z-v. Intentaba convencerse ante nosotros de que no le aguardaba más que una condena de diez años, y que durante ese tiempo él estaría —faltaría más– de capataz* en el campo penitenciario, y que no conocería pesares, como no los había conocido nunca. Pero eso no era consuelo suficiente: estaba demasiado impresionado por el desplome de su magnífica vida anterior. ¡En treinta y seis años de existencia no se había interesado por nada más que por esta vida, única en la tierra! Y más de una vez, sentado en el catre ante la mesa, con su cabeza de gruesa faz apoyada en su mano, corta y gruesa, con los ojos perdidos y nublados, canturreaba muy bajito:
Olvida-do, abandona-do En mi más tierna infancia Huerfanito me que-dé... [129]
¡Y nunca pasaba de aquí!, rompía a llorar. Toda esa fuerza que emanaba de él, al no poder utilizarla para horadar el muro, se transformaba en lástima de sí mismo.
Y también de su mujer. De una esposa a la que había dejado de amar hacía tiempo pero que le traía cada diez días (más a menudo no estaba permitido) paquetes abundantes y caros: pan blanquísimo, mantequilla, caviar rojo, ternera, esturión. El nos daba un pequeño bocadillo a cada uno y el tabaco justo para liar un cigarrillo, y luego se inclinaba sobre sus viandas, extendidas sobre la mesa (en comparación con las azuladas patatas del viejo revolucionario clandestino eran un festival de aromas y colores), y de nuevo le brotaban las lágrimas, ahora el doble que antes. Recordaba en voz alta las lágrimas de su esposa, años enteros de lágrimas: por las notas amorosas que le encontraba en los pantalones, por unas bragas escondidas precipitadamente en el bolsillo del abrigo al bajar del coche y luego olvidadas. Y cuando esta ardiente autocompasión llegaba a desmoralizarlo mucho, se desprendía su coraza de maligna energía y teníamos ante nosotros a un hombre perdido, sin lugar a dudas una buena persona. Me sorprendía que pudiera sollozar de aquella manera. El estonio Arnold Suzi, nuestro otro compañero de celda, que ya peinaba canas, me explicaba: «Bajo la crueldad siempre hay un lecho de sentimentalismo. Es la ley de la complementariedad. En los alemanes, por ejemplo, esta combinación es un rasgo nacional».