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Archipielago Gulag
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Автор книги: Александр Солженицын



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La verdad es que nos hemos acostumbrado a entender por valentía sólo la militar (bueno, y quizá la del que navega en una nave espacial); en todo caso, sólo la valentía que viene acompañada por un tintineo de condecoraciones. Pero hemos olvidado otra valentía, la cívica, ¡y es ésta y sólo ésta la que necesita nuestra sociedad! ¡Y cuánta falta nos hace!

En 1923, en la prisión de Viatka, el socialista revolucionario Struzhinski y sus compañeros (¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué protestaban?) se parapetaron en su celda, rociaron de petróleo los colchones y se autoinmolaron, dentro de la mejor tradición de Schlisselburg, por no remontarnos más lejos. ¡Pero menudo alboroto se armaba entonces,cómo se conmocionaba la sociedad rusa por entero! Y ahora, en cambio, no supieron nada ni en Viatka, ni en Moscú; ni la Historia llegó a enterarse. ¡Y sin embargo, se trataba de carne humana, crepitando igual que antaño bajo las llamas!

En esto consistía la primera idea que dio lugar a Solovki: es un buen lugar todo aquel que permanece medio año aislado del mundo exterior. Desde aquí nadie te oirá gritar, y si quieres puedes hasta quemarte vivo. En 1923 trasladaron hasta ahí a presos socialistas de Pertominsk (península del Onega) y los repartieron por tres ermitas aisladas.

Por ejemplo, la ermita de San Sawa, que consistía en los dos edificios de la antigua hospedería de peregrinos y parte del lago que penetraba en la zona penitenciaria. Los primeros meses todo parecía normal: se observaba el régimen de los presos políticos, varios parientes habían conseguido entrevistas y las autoridades de la prisión tenían como únicos interlocutores a los tres síndicos electos de los partidos políticos. Además, el área de la ermita era una zona libre, dentro de ella los presos podían hablar, pensar y hacer lo que les pareciera.

Pero ya entonces, en los albores del Archipiélago, corrían graves e insistentes rumores (todavía no se les daba el nombre de «parasha» [243]): van a suprimir el régimen penitenciario de los políticos..., a los políticos los van a privar del régimen especial...

Y efectivamente, Eichmans, [244] 40jefe del campo de Solovki, esperó hasta mediados de diciembre, cuando quedaba interrumpida la navegación y todo contacto con el mundo exterior, para anunciar que se habían recibido nuevas instrucciones relativas al régimen penitenciario. ¡Naturalmente, no queda del todo suprimido, claro que no! Sólo se restringe el derecho a correspondencia y alguna cosilla más, pero el más duro golpe se deja sentir desde hoy mismo: a partir del 20 de diciembre de 1923 prescribe el derecho de entrar y salir libremente de los edificios a cualquier hora del día; desde ahora sólo estará permitido en horas diurnas, hasta las 6 de la tarde.

Los grupos políticos decidieron protestar y reclutaron voluntarios entre los socialistas revolucionarios y los anarquistas: el primer día de prohibición saldrían a pasear justo a las seis de la tarde. Pero Nogtiov, el jefe de campo en la ermita de San Sawa, estaba tan ansioso por darle al fusil, que antesde que dieran las seis (¿o quizás es que los relojes no andaban a la par? En aquel entonces no daban la hora oficial por la radio) los soldados de escolta entraron en la zona con sus fusiles y abrieron fuego contra los que, todavía legalmente, estaban paseando. Tres descargas. Seis muertos y tres heridos graves.

Al día siguiente se presentó Eichmans: había sido un triste malentendido. Nogtiov sería destituido (o sea, trasladado y ascendido). En el entierro de las víctimas el coro de reclusos elevó un cántico en el profundo silencio de Solovki:

Víctimas caídas en combate fatal... [245]

(¿No sería ésta la última vez que se permitía entonar esta solemne melodía por los compañeros recién caídos?) Sobre la tumba depositaron una gran piedra y grabaron en ella los nombres de los difuntos. [246] 41

No puede decirse que la prensa ocultara el acontecimiento. En Pravdahubo una nota en letra menuda: los presos habían atacadoa los guardianes y seis personas habían resultado muertas. En cambio, el honesto periódico Rote Fahnehabló de una revueltaen Solovki.

Entre los socialistas revolucionarios de la ermita de San Sawa estaba Yuri Podbelski, quien reunió los documentos forenses de la matanza de Solovki por si podía publicarlos algún día. Al cabo de un año, sin embargo, durante un registro en la prisión de tránsito de Sverdlovsk descubrieron el doble fondo de su maleta y se apoderaron de lo que había en el escondrijo. Otro tropiezo de la Historia rusa...

¡Pero habían logrado que se mantuviera el régimen especial! Y durante un año entero nadie volvió a hablar de cambiarlo.

Eso se refiere al año 1924. Pero cuando éste estaba tocando a su fin, de nuevo corrieron insistentes rumores de que en diciembre se disponían otra vez a implantar un nuevo régimen. El dragón volvía a tener hambre y exigía nuevas víctimas.

Y he aquí que los tres eremitorios donde estaban confinados los socialistas —San Sawa, la Trinidad y Muksalma– a pesar de hallarse dispersos en distintas islas, fueron capaces de ponerse de acuerdo a escondidas. El mismo día, las fracciones políticas de las tres ermitas hicieron llegar una declaración y un ultimátum a Moscú y a la administración de Solovki para que los sacaran a todos de allí antes de que quedara interrumpida la navegación, o que el régimen continuara sin cambios. El plazo del ultimátum era de dos semanas y en caso de negativa, las tres ermitas se declararían en huelga de hambre.

Semejante unidad hizo que se les escuchara. Un ultimátum como aquél no podía dejarse de tener en cuenta. Sin embargo, la víspera de cumplirse el plazo se presentó Eichmans en cada una de las ermitas e informó de que Moscú había rechazado las demandas. El día señalado empezó en las tres ermitas (que habían perdido ahora la posibilidad de comunicarse) una huelga de hambre (aunque no era un ayuno «en seco», pues agua sí bebían). En San Sawa secundaron la huelga alrededor de doscientos hombres, salvo los enfermos, a quienes dispensaron del ayuno. Uno de los presos, que era médico, visitaba cada día a los hombres en huelga. Siempre es más difícil la huelga de hambre colectiva que la individual, puesto que la primera debe regirse por los más débiles y no por los más fuertes. Una huelga de hambre sólo tiene sentido si existe una determinación implacable, si cada hombre conoce personalmente a los demás y está seguro de ellos. Dada la existencia de diversas fracciones políticas, y tratándose de varios centenares de hombres, las discordias eran inevitables, así como la carga moral de unos sobre otros. Después de quince días, en San Sawa hubo que proceder a una votación secreta para decidir si se continuaba la huelga o se desconvocaba (la urna fue pasando por las habitaciones).

Moscú y Eichmans se mantenían a la expectativa: a fin de cuentas, ellos estaban bien comidos, los periódicos de la capital no habían puesto el grito en el cielo por lo de la huelga, y los estudiantes no convocaban mítines ante la catedral de la Virgen de Kazán. [247]Un hermético silencio había comenzado a conformar de forma inexorable nuestra historia.

Las ermitas cesaron la huelga. Por tanto no alcanzaron ninguna victoria. Pero, según se vio después, tampoco habían perdido: durante el invierno se mantuvo el antiguo régimen, al que sólo se añadió la tarea de recoger leña en el bosque, lo cual no estaba exento de cierta lógica. En la primavera de 1925 pareció, por el contrario, que la huelga se había ganado: ¡Se llevaron de Solovki a los presos de las tres ermitas que habían tomado parte en la huelga! ¡Se los llevaban al continente! ¡Se acabaron la noche polar y los seis meses anuales de incomunicación!

Pero la escolta que debía conducirlos era tan rigurosa (para lo que era aquella época) como exiguos eran los víveres previstos para el viaje. Pronto fueron víctimas de un pérfido engaño: los separaron de sus dirigentes con el pretexto de que los síndicos estarían más cómodos en el vagón de «intendencia», que transportaba los pertrechos y provisiones. El vagón de los síndicos fue desengachado en Viatka y enviado al izoliatorde Tobolsk. Hasta llegar a este punto no comprendieron que la huelga de hambre del pasado otoño había fracasado: los separaban de sus síndicos, fuertes e influyentes, para poder someter al resto al nuevo régimen penitenciario. Yagoda y Katanián dirigieron en persona el traslado de los antiguos reclusos de Solovki a un centro penitenciario que ya existía desde hacía tiempo pero que hasta entonces no había estado habitado, el izoliatorde Verjne-Uralsk, que este grupo «inauguró» en la primavera de 1925 (Dupper fue el alcaide) y que en décadas sucesivas sería un célebre y temido lugar.

En el nuevo lugar los veteranos de Solovki perdieron inmediatamente su libertad de movimiento, pues las celdas se cerraban con llave. Consiguieron pese a todo elegir a unos nuevos síndicos, pero éstos no estaban autorizados para ir de celda en celda. Se prohibió el derecho, hasta entonces ilimitado, a intercambiar dinero, objetos y libros entre celdas. Los reclusos se hablaban a gritos por las ventanas, hasta que un día el centinela disparó contra las celdas desde su torre. Aquellos veteranos respondieron organizando lo que denominaban una «protesta por obstrucción»: rompieron los cristales y dañaron el material de la prisión. (Pero en nuestras cárceles hay que pensárselo muy bien antes de romper una ventana, pues puede que no las reparen en todo el invierno, no tendría nada de extraño. En tiempos del zar sí se podía, porque el vidriero acudía al instante.) La lucha continuó, pero ya con desesperación y llevando las de perder.

Hacia el año 1928 (según cuenta Piotr Petróvich Rubin), hubo algún motivo que provocó una nueva huelga de hambre colectiva de todo el izoliatorde Verjne-Uralsk. Pero ahora ya no había esa atmósfera rigurosa y solemne, ni el aliento de los compañeros, ni la atención de un médico propio. Un día, en plena huelga de hambre, los carceleros irrumpieron en las celdas en número muy superior al de los reclusos y la emprendieron a estacazos y patadas contra aquellos hombres debilitados. Los apalizaron a conciencia y se terminó la huelga de hambre.

* * *

Aquella fe ingenua en la efectividad de la huelga de hambre nos venía de la experiencia del pasado y de la literatura de antaño. No obstante, la huelga de hambre es un arma meramente moral y presupone que el carcelero conserve aún un vestigio de conciencia. O bien que tema a la opinión pública. Sólo entonces puede ser eficaz.

En esto, los carceleros zaristas aún no habían madurado; en cuanto un preso se declaraba en huelga de hambre se mostraban muy inquietos, lanzaban exclamaciones, cuidaban de él, lo ingresaban en un hospital. Abundan los ejemplos, pero no son ellos el propósito de esta obra. Hasta da risa decir que a Valentínov le bastaron doce días de huelga de hambre para conseguir... no algún privilegio en el régimen de reclusión, sino el levantamiento totalde la prisión preventiva y el sobreseimiento del sumario (partió para Suiza para unirse a Lenin). Hasta en el Presidio Central de Orel, los que hacían huelga de hambre siempre se salían con la suya. En 1912 consiguieron suavizar el régimen carcelario; y en 1913 nuevos privilegios, entre ellos que a la hora del paseo pudieran salir a la vez todos los presos políticos, a los que —según se deja ver– vigilaban tan poco, que consiguieron redactar y enviar a la calle un llamamiento «Al pueblo ruso» (¡de parte de los presidiarios de una casa central!). Y por si fuera poco, encima lo publicaron (¡Cosas así le dejan a uno de piedra! ¿Quién se ha vuelto loco, ellos o nosotros?) en 1914, en el primer número del Heraldo del Presidio y el Destierro. [248] 42 (¿Y qué les parece la existencia misma de este Heraldo?¡A ver quién intenta publicar uno ahora!) En 1914, con sólo cinco días de huelga de hambre —aunque debemos reconocer que sin agua—, Dzerzhinski y cuatro de sus compañeros vieron completamente satisfechas sus numerosas exigencias (relativas todas a las condiciones materiales.) [249] 43

En aquellos años, una huelga de hambre no presentaba para el preso más peligro ni molestia que los sufrimientos propios del ayuno. Por una huelga de hambre no lo podían apalizar, ni juzgar de nuevo, ni prolongarle la pena, ni fusilarlo, n itrasladarlo. (Todo esto vino después.)

Durante la revolución de 1905, y en los años que siguieron, los presos se sentían tan dueños de la cárcel que ya ni se molestaban en declarar huelgas de hambre. En vez de eso, practicaban la «protesta por obstrucción» (destruir material de la prisión) o bien organizaban una simple huelga,aunque ello pueda parecer un sinsentido tratándose de presos. Pero veamos: en 1906, en la ciudad de Nikoláyev, 197 presos se declararon en «huelga», no sin antes haberse puesto de acuerdo con los de fuera.Sus camaradas en el exterior difundieron octavillas acerca de la huelga y convocaron mítines diarios ante la cárcel. Con los mítines (y las voces de los propios presos, que como se comprenderá, se asomaban a las ventanas desprovistas de «bozales») la administración no tuvo más remedio que prestar oídos a las reivindicaciones de los «huelguistas». Después de los mítines, todos juntos, los de la calle y los que estaban tras las rejas, entonaban cánticos revolucionarios. ¡Y así durante ocho días! (¡Sin que nadie levantara un dedo! ¡Y eso en el año de represión reaccionaria que siguió a la revolución!) ¡Al noveno día, fueron satisfechas todas las reivindicaciones de los presos! Por aquel entonces hubo episodios semejantes en Odessa, Jérson y en Elisavetgrado. ¡Qué fácil era entonces conseguir la victoria!

Sería curioso comparar, de pasada, cómo se hacían las huelgas de hambre durante el Gobierno Provisional, pero los pocos bolcheviques que estuvieron encerrados entre julio y el pronunciamiento de Kornílov (Kámenev, Trotski y Raskólnikov, este último un poco más) no tuvieron motivos para declararse en huelga de hambre, pues aquello no era un régimen penitenciario, ni mucho menos.

En los años veinte empieza a ensombrecerse este cuadro de las huelgas de hambre hasta ahora tan animado (bueno, animado según desde qué ángulo se mire...). Este medio de lucha, bien conocido de todos y que con tanta gloria había demostrado su efectividad, pasa a ser empleado no sólo por los presos reconocidos como «políticos», sino también por los «KR» (los del Artículo 58) que no entraban en dicha categoría, así como por toda clase de reclusos de diversa adscripción. Sin embargo, esas flechas, antes tan penetrantes, tenían ahora la punta algo roma, o bien una mano de hierro las cazaba al vuelo. Cierto que todavía se admitían declaraciones de huelga de hambre por escrito y que no se veía en ellas nada subversivo. Pero se impusieron nuevas y muy molestas condiciones: el preso en huelga de hambre debía ser aislado en un calabozo especial (en Butyrki está en la Torre de Pugachov); de la huelga de hambre no podían tener conocimiento ni los camaradas de la calle, tan propensos a organizar mítines, ni los reclusos de las celdas vecinas, y ni siquiera los de aquella celda en la que había estado el preso hasta entonces, pues también ellos son opinión pública de la que conviene aislarlo. Se justificaba esta medida diciendo que la administración debía tener la certeza de que se observaba el ayuno sin trampas, que los compañeros de celda no proporcionaban comida al preso. (¿Y antes cómo se cercioraban? ¿Les bastaba con su «palabra de honor»?)

De todos modos, en aquellos años con una huelga de hambre aún era posible ver satisfechas reivindicaciones individuales.

Mas a partir de los años treinta la doctrina oficial respecto a las huelgas de hambre da un nuevo viraje. Porque por mucho que estuvieran debilitadas, aisladas y medio sofocadas, ¿qué bien podían hacerle al Estado aquellas huelgas de hambre? ¿Acaso no era una concepción más idónea ver en los presos unos seres sin pizca de voluntad ni determinación por los que debía pensar y decidir la administración? Tanto más que tal vez fuera ésta la única clase de presos con derecho a existir en la nueva sociedad. De modo que a partir de los años treinta dejaron de admitirse las declaraciones de huelga de hambre, que hasta entonces habían tenido carta legal: «¡La huelga de hambre como medio de lucha ya no existe!»,le anunciaron a Ekaterina Olitskaya y a otros muchos en 1932. ¡El régimen ha abolido vuestras huelgas de hambre! ¡Y basta! Pero Olitskaya no obedeció y cesó de comer. Los primeros quince días la dejaron hacer en su calabozo aislado, pero luego la llevaron al hospital y la tentaron con leche y sujarí.*Sin embargo, ella se mantuvo firme, hasta que al decimonoveno día consiguió la victoria: obtuvo paseos más prolongados y el derecho a recibir periódicos y paquetes de la Cruz Roja política. (¡Cuántos sinsabores para conseguir ese auxilio que por derecho le correspondía!) En resumidas cuentas, había sido una victoria insignificante y el precio, excesivo. Oütskaya recuerda las huelgas de hambre de otros presos, igualmente insensatas: veinte días de ayuno para conseguir la entrega de un paquete o para poder cambiar de compañero de paseo. ¿Acaso valía la pena? Porque en la Prisión de Nuevo Modelo no había modo de recuperar las fuerzas perdidas. Koloskov, miembro de una secta religiosa, estuvo veinticinco días haciendo huelga de hambre hasta que murió. ¿Cómo iba uno a permitirse una huelga de hambre en la Prisión de Nuevo Modelo? Porque hay que pensar que dadas las nuevas condiciones de silencio y secreto, ahora los carceleros disponían de poderosos medios para combatir las huelgas de hambre:

1. La paciencia de la administración. (La hemos visto suficientemente en los anteriores ejemplos.)

2. El engaño. Una vez más, amparado en el silencio, porque no se puede mentir durante mucho tiempo si los periódicos informan de cada paso que se da. Pero aquí, en nuestro país, ¿qué puede impedir el engaño? En 1933, en la prisión de Jabarovsk, S.A. Chebotariov llevaba diecisiete días en huelga de hambre exigiendo que se comunicara a su familia dónde se encontraba. (Se habían presentado unos hombres del Ferrocarril Chino-Oriental y Chebotariov «desapareció» de repente. Le inquietaba lo que pudiera pensar su esposa.) En el decimoséptimo día fueron a verle el vicepresidente de la OGPU regional, Západni, y el fiscal de la región de Jabarovsk (por su alta graduación podía verse que las huelgas de hambre prolongadas no era cosa frecuente) y le mostraron el resguardo de un telegrama (¿ves?, tu esposa ya está informada), con lo que le convencieron para que tomara un caldo. ¡Pero el resguardo era falso! (Y de todos modos, ¿por qué se preocupaban unas personas de tan alta graduación? Desde luego, no sería porque les importara la vida de Chebotariov. A todas luces, en la primera mitad de los años treinta el administrador que permitía que una huelga de hambre se prolongase seguía teniendo cierta responsabilidad personal.)

3. La alimentación forzada, un procedimiento tomado indiscutiblemente de los jardines de fieras. Para poder aplicarlo es imprescindible que haya secreto. No hay duda de que en 1937 la alimentación artificial estaba a la orden del día. Por ejemplo, en la prisión central de Yaroslavsk, a los socialistas en huelga de hambre colectiva se les aplicó a todos alimentación artificial a partir del decimoquinto día.

Este acto tiene mucho de violación, y en el fondo no es otra cosa: cuatro forzudos se precipitan sobre un ser debilitado para conseguir que rompa su voto una sola vez, luego ya no importa lo que sea de él. Es una violación porque se somete una voluntad ajena: no serás tú, sino yo quien se salga con la suya, así que tiéndete y sométete. Te abren la boca con un disco plano, te separan los dientes y te introducen un tubo: «¡A tragar!». Y si no tragas, te meten el tubo más adentro, de manera que el líquido alimenticio vaya a parar directo al esófago. Luego te dan un masaje en el vientre para que no recurras al vómito. Uno siente su alma profanada, y también un dulce sabor de boca y una succión jubilosa en el estómago, casi voluptuosa.

La ciencia ha hecho progresos y ha desarrollado otros procedimientos de alimentación, como la lavativa en el recto o las gotas en la nariz.

4. Una nueva forma de entender la huelga de hambre: dado que se trata de la continuación de la actividad contrarrevolucionaria dentro de la cárcel, debe ser sancionada con una prolongación de la pena. Ello prometía dar lugar a una nueva y riquísima categoría de prácticas en la Prisión de Nuevo Modelo, pero en esencia no pasó del terreno de las amenazas. Y si esta práctica no siguió adelante, evidentemente no fue por desenfado, sino tal vez por simple pereza: ¿Para qué complicarse la vida si podemos recurrir a la paciencia? Paciencia y más paciencia. La paciencia del harto frente al hambriento.

Hacia mediados de 1937 llegaron nuevas directivas: ¡En adelante, la administración de las cárceles quedaba exenta de toda responsabilidad por las defunciones debidas a huelga de hambre!¡Había desaparecido la última responsabilidad personal de los funcionarios de prisiones! (Ahora, el fiscal del distrito ya no hubiera visitado a Chebotariov.) Es más: para ahorrar preocupaciones a los jueces de instrucción, se propuso que los días pasados en huelga de hambre fueran descontados del plazo de prisión preventiva, es decir, que se considerara no sólo que no había habido tal huelga, sino incluso que aquellos días de retraso en la instrucción contaran ¡como pasados en libertad! ¡La única consecuencia perceptible de una huelga de hambre había de ser la extenuación del preso!

En otras palabras: ¿Conque quieres reventar? ¡Pues venga, adelante!

Arnold Rappoport tuvo la mala fortuna de iniciar su huelga de hambre justo cuando llegaron las nuevas directivas a la prisión interior de Arjánguelsk. Había escogido la forma más severa y, al parecer, más eficaz: un ayuno «en seco» del que llevaba ya trece días (comparen ustedes con los cinco días que aguantó en seco Dzerzhinski, que además probablemente no estaba en una celda aislada. Y su victoria fue total). En esos trece días, sólo un enfermero asomó alguna vez por la celda aislada donde lo tenían metido, ni siquiera fue a verle el médico, ni nadie de la administración se interesó, al menos, por saber qué pretendía con aquella huelga de hambre. No llegaron a preguntárselo... La única atención que le prestaron fue la de registrar a fondo la celda y quitarle un poco de tabaco barato y algunas cerillas que tenía escondidas. Pues bien, lo que exigía Rappoport era que cesara el trato vejatorio de que estaba siendo objeto durante la instrucción del sumario. Se había preparado científicamente para la huelga de hambre: del paquete que había recibido antes de iniciarla sólo había comido la mantequilla y las roscas blancas, mientras que llevaba una semana sin probar el pan negro. Llegó a tal extremo su ayuno que las palmas de las manos le transparentaban. Recuerda que tenía una gran sensación de ligereza y lucidez mental. Un día entró en su celda Marusia, una celadora amable y sonriente, que le susurró: «Abandone la huelga, no conseguirá nada, sólo morirse. Debió haberla empezado usted una semana antes...». Él le hizo caso y rompió el ayuno sin haber conseguido nada. Bueno, al menos le dieron tinto caliente y un panecillo, que ya es algo, y después los carceleros se lo llevaron en brazos a la celda común. Al cabo de unos días se reanudaron los interrogatorios. (No obstante, la huelga de hambre no había sido del todo inútil: el juez comprendió que Rappoport tenía una voluntad de hierro y que estaba dispuesto a morir, por lo cual suavizó el procedimiento de instrucción. «¡Me han dicho que eres un lobo!» —le dijo el juez—. «Cierto, un lobo», confirmó Rappoport, «pero nunca vuestro perro».)

Rappoport inició otra huelga de hambre, esta vez en la prisión de tránsito de Kotlás, pero ésta tuvo un carácter más bien cómico. Anunció que exigía una nueva instrucción sumarial y que se negaba al traslado. Al tercer día fueron a buscarlo: «¡Prepárese para partir!», «¡No tienen derecho», les respondió, «estoy en huelga de hambre!» Entonces, cuatro bravos mozos lo levantaron, lo llevaron en volandas y lo arrojaron al baño. Después del baño se lo llevaron, también en brazos, al puesto de guardia. No hubo nada que hacer, Rappoport se puso de pie y se incorporó a la columna de presos: téngase en cuenta que ya tenía los perros y las bayonetas a la espalda.

Así triunfó la Prisión de Nuevo Modelo sobre la burguesa huelga de hambre.

Ni siquiera los fuertes tenían forma de resistirse a la máquina penitenciaria, quizá sólo el suicidio. ¿Pero acaso es resistencia el suicidio? ¿No será sumisión?

La socialista revolucionaria Y. considera que los trotskistas y los comunistas que les siguieron en la cárcel desprestigiaron gravemente la huelga de hambre como medio de lucha, pues recurrían a ella con excesiva ligereza, y con la misma facilidad la abandonaban. Cuenta Olitskaya que incluso I.N. Smirnov, su dirigente, después de una huelga de hambre de cuatro días, antes del proceso de Moscú, claudicó enseguida y rompió el ayuno. Dicen que los trotskistas hasta 1936 rechazaban por principio toda huelga de hambre contra el régimen soviético,y que nunca brindaron apoyo a los eseristas ni a los socialde-mócratas que las declaraban.

En cambio, siempre solicitaron el apoyo de los SR y SD. En 1936, durante un traslado de presos de Karagandá a Kolymá, tacharon de «traidores y provocadores» a los que se negaron a firmar un telegrama que habían escrito a Kalinin en protesta «por el destierro de la vanguardia de la Revolución(o sea, los trotskistas) a Kolymá». (Relato de Makotinski.)

Que juzgue la Historia hasta qué punto estaba justificado este reproche. Sin embargo, nadie pagó un precio más alto por las huelgas de hambre que los trotskistas (en la tercera parte tendremos ocasión de hablar de las huelgas de hambre y las protestas que protagonizaron en los campos).

Lo de declarar y abandonar las huelgas de hambre tan a la ligera probablemente fuera propio de unos caracteres impulsivos, que manifiestan sus sentimientos con demasiada precipitación. Tales personalidades se habían dado también entre los viejos revolucionarios rusos, y lo mismo ocurría en Italia y en Francia. Sin embargo, en ningún otro lugar —ni en la Rusia de antes de la Revolución, ni en Italia, ni en Francia– se consiguió que los presos le perdieran el gusto a las huelgas de hambre de forma tan drástica como aquí, en la Unión Soviética. Con toda seguridad, en los segundos veinticinco años de nuestro siglo los presos mantenían las huelgas de hambre con el mismo sacrificio físico y firmeza de ánimo que en el primer cuarto de siglo. ¡Pero es que en nuestro país ya no había opinión pública! Por esto se consolidó la Prisión de Nuevo Modelo, por eso en lugar de victorias fáciles, los presos sufrieron derrotas a un alto precio.

Pasaron las décadas y el tiempo puso las cosas en su sitio. La huelga de hambre pasó de entenderse como el primer y más natural derecho en una prisión a ser vista por los reclusos como algo ajeno e incomprensible, de manera que cada vez fueron menos los dispuestos a declararla. Por su parte, los funcionarios de prisiones empezaron a ver en ella una muestra de estupidez o infracción grave.

En 1960, cuando el delincuente común Guennadi Smelov mantenía una larga huelga de hambre en una prisión de Le-ningrado, entró en su celda el fiscal (quizás es que estuviera haciendo una ronda por las celdas) y le preguntó:

—¿Por qué se martiriza usted a sí mismo?

Smelov respondió:

—¡Aprecio más la verdad que la vida!

Tanto impresionó al fiscal esta frase y su incoherencia que al día siguiente trasladaron a Smelov al Hospital Especial de Le-ningrado para presos (léase manicomio), donde un doctor le anunció:

—Sospecho que pueda padecer usted esquizofrenia.

* * *

A principios de 1937, siguiendo las vueltas del asta llegamos al punto en que ésta empieza a afinarse y encontramos las antiguas casas centrales, que hoy reciben el nombre de izoliator esperíal.Con ellos quedaba eliminado todo vestigio de indulgencia, los últimos restos de aire y de luz. La huelga de hambre de los socialistas, cansados y diezmados, a principios de 1937 en el izoliatordisciplinario de Yaroslavl, fue un último y desesperado intento.

Continuaban exigiendo lo mismo que antes: la elección de un síndico y el libre tránsito entre las celdas; sí, lo exigían, pero lo más seguro es que ni ellos mismos esperaran conseguirlo. Tras quince días en huelga de hambre, que concluyeron con alimentación por tubo, consiguieron al parecer salvar una parte de su régimen penitenciario: el paseo de una hora, la lectura del periódico regional y cuadernos para notas. Esto sí lo consiguieron, pero acto seguido los despojaron de sus objetos personales y les arrojaron al interior de la celda el uniforme reglamentario, como en cualquier otro izoliatorespecial. Y poco tiempo después les recortaron media hora del paseo. Y más tarde, otro recorte hasta dejarlo en quince minutos.

Eran los mismos hombres que habían pasado ya por una serie de cárceles y destierros como naipes del Gran Solitario. Los había que no sabían lo que era una vida normal desde hacía diez o hasta quince años y que sólo conocían el parco rancho penitenciario y las huelgas de hambre. Aún vivían algunos que antes de la Revolución habían vencido más de una vez a los funcionarios penitenciarios. Sin embargo, en aquella época el tiempo había sido su aliado y luchaban contra un enemigo cada vez más débil. Ahora, en cambio, tenían el tiempo en su contra, aliado esta vez con un enemigo que se iba fortaleciendo. Los había también jóvenes, que se consideraban socialistas revolucionarios, socialdemócratas o anarquistas aun después de que esas formaciones políticas hubieran sido disueltas y hubieran dejado de existir. Eran nuevos afiliados sin más perspectiva que la cárcel.

Alrededor de toda esta lucha —cada año más desesperada– de los socialistas en las prisiones, el aislamiento fue intensificándose hasta crear un vacío. Ya no era como en tiempos del zar, cuando bastaba abrir las puertas de la cárcel para que la sociedad les echara flores. Ahora, cada vez que abrían un periódico veían que se les estaba cubriendo de oprobio, incluso de sucias calumnias (pues los socialistas le parecían a Stalin, precisamente, los más peligrosos enemigos de su socialismo), y que el pueblo callaba. ¿Qué podía pues hacerles pensar que el pueblo simpatizara con los presos? Más adelante dejaron incluso de publicarse esos baldones en los periódicos: hasta tal punto eran ya inofensivos e insignificantes, incluso inexistentes, los socialistas rusos. Fuera de la cárcel sólo se les recordaba como algo pasado y remoto. La juventud ni siquiera podía imaginar que en alguna parte quedaran eseristas o mencheviques de carne y hueso. En la serie de destierros de Chim-kent y de Cherdyn, metidos en un izoliatoren Verjne-Uralsk o Vladímir, dentro de un oscuro calabozo incomunicado, ahora ya con bozales en las ventanas, ¿cómo no iba a azorarles la idea de que quizá los líderes y sus idearios se hubieran equivocado, de que tal vez hubieran existido errores en sus tácticas o acciones? Y toda su actividad pasada empezaba a antojárseles una rotunda pérdida de tiempo. Y toda su vida, en la que no había habido más que sufrimiento, una fatal equivocación.


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