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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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«¡Pero si éstos no son cofrades!», aclaran los expertos en la materia que hay entre nosotros. «Ésos son los perros,los que se han dejado comprar y se la tienen jurada a los ladrones decentes.Los decentes están en las celdas.» Pero es algo que cuesta comprender a nuestros cerebros de borrego. Las maneras son las mismas, los tatuajes también. Puede que sí, que sean enemigos de los ladrones decentes, pero tampoco son amigos nuestros, ya ven...

Entretanto, nos hacen sentar en el patio, bajo las ventanas de las celdas. En las ventanas hay bozales que impiden ver quién hay dentro, pero sí dejan llegar una voz ronca y amistosa que nos aconseja: «¡Muchachos! Aquí esto funciona así: durante el pasamanoste quitan todo lo que va suelto, como el té o el tabaco. Así que el que lleve algo de eso que nos lo arrimepor la ventana, y nosotros se lo devolvemos después». ¿Y nosotros qué sabemos? Somos panolis,borregos. Quizá sea verdad que confiscan el té y el tabaco. ¿Y no habla la gran literatura de la solidaridad universal entre los reclusos? ¡Un presidiario no puede engañar a otro! Además, se han dirigido a nosotros con afecto: «¡Muchachos!». Así que les arrimamoslas petacas con el tabaco. Y al otro lado, aquellos ladrones de pura casta pescan el botín y al punto se mofan de nosotros: «¡Fascistas, anda que no sois primos!».

He aquí los eslóganes con que nos acoge la prisión de tránsito, aunque no cuelguen de sus muros: «¡No busques aquí la justicia!», «¡Tendrás que entregar todo lo que tengas!», «¡Tendréis que entregarlo todo!», nos repiten también los carceleros, los soldados de la escolta y los cofrades. Estás anonadado por tu condena interminable y tu mente sólo piensa en cómo recuperar el aliento, mientras a tu alrededor todos se las ingenian para desvalijarte. Todo se conjura para oprimir aún más al preso político, ya de por sí bastante abatido y abandonado a su suerte. «Tendréis que entregarlo todo...», sacude desconsoladamente la cabeza un carcelero de la prisión de tránsito de Gorki, y Ans Bernstein le entrega aliviado su capote de oficial, no por las buenas, sino a cambio de dos cebollas. ¿Pero cómo vas a quejarte de los cofrades si ves que todos los celadores de Krásnaya Presnia llevan unas botas de cuero pulido que no forman parte del uniforme reglamentario? Todo esto lo han apandadolos cofrades en las celdas para colocárseloa los carceleros. ¿Cómo vas a quejarte de los cofrades si el «educador» de la Kaveché [279] 55es uno de ellos, facultado además para redactar informes sobre los presos políticos (Centro de tránsito de Kemerovo)? ¿Cómo vas a pretender que metan en cintura a los cofrades de la prisión de tránsito de Rostov si están en su feudo ancestral?

Cuentan que en 1942, en la prisión de tránsito de Gorki, unos oficiales presos (Gavrílov, el ingeniero militar Schebetin y otros más) pese a todo les hicieron frente, les dieron una paliza y les bajaron los humos. Pero esta historia siempre ha sonado a leyenda: ¿Acaso sometieron también a los cofrades de las otras celdas? ¿Y cuánto tiempo les duró el correctivo? ¿Y dónde tenían los ojos los del ros azul cuando unos elementos socialmente ajenos estaban vapuleando a otros social-mente afines? En cambio, si te cuentan que en 1940, en la prisión de tránsito de Kotlás, los delincuentes comunes que estaban en la cola del economato arrancaban el dinero de las manos de los presos políticos, que éstos respondieron atizándoles y no había quien los detuviera, y que entonces entró en la zona la guardia con ametralladoras para proteger a los cofrades, no te quepa la menor duda: ¡Es la pura verdad!

¡Los familiares insensatos! Van de acá para allá, en el mundo de los libres, pidiendo dinero prestado (pues en casa no disponen de tanto) para enviarte algunas cosas, para enviarte comida. Es el último óbolo de la viuda, pero es un regalo envenenado, pues te convierte de un preso hambriento, pero sin ataduras, en una persona inquieta y cobarde. Te pnva de esa lucidez que empezaba a nacer en ti, de tu incipiente firmeza, te priva de las dos únicas cosas que necesitas antes de precipitarte en el abismo. ¡Oh cuan sabia es la parábola del camello y el ojo de la aguja! Tus posesiones te impedirán entrar en el reino de los cielos, en el reino de las almas libres, lo mismo que a todos cuantos te acompañaban en el cuervo que también han entrado con su saco a cuestas. «¡Hatajo de cerdos!», nos maldecían ya los cofrades en el furgón. Pero entonces ellos eran dos y nosotros medio centenar, y de momento no nos pusieron la mano encima. Y ahora que llevamos ya dos días en el suelo de la estaciónde Krásnaya Presnia, con las piernas encogidas de tanta estrechez, ninguno de nosotros tiene ojos para la vida que se desenvuelve a nuestro alrededor, todos andamos preocupados con la forma de que nos acepten las maletas en consigna. Porque por más que guardar los enseres sea uno de nuestros derechos, si los encargados acceden a ello es sólo porque la prisión está en Moscú y nosotros aún no hemos perdido nuestra apariencia de moscovitas.

¡Qué alivio! Nuestros enseres ya están a buen recaudo (aunque eso sólo quiera decir que no los entregaremosen esta prisión de tránsito, sino más adelante). Ahora sólo cuelgan de nuestras manos los hatillos con unos alimentos a los que aguarda un amargo destino. Como se les han acumulado demasiados de los nuestros, demasiados castores, ahora empiezan a repartirnos por celdas. A mí me meten en la misma celda que Valentín, ese que firmó la sentencia de la OSO el mismo día que yo y que con tanta contricción se había propuesto empezar una nueva vida en cuanto llegara al campo penitenciario. La celda todavía no está atiborrada: aún queda sitio en el pasillo y bajo los catres. De acuerdo con la distribución clásica, los cofrades ocupan las literas de arriba: los más veteranos junto a las ventanas, y los jovenzuelos un poco más lejos. Por las literas inferiores se extiende una masa gris e indefinida. Nadie se nos echa encima. Sin fijarnos, sin reflexionar, en nuestra inexperiencia nos deslizamos bajo los catres sobre el piso de asfalto, creyendo que hasta vamos a estar cómodos. Los catres son muy bajos y si un hombre es corpulento debe arrastrarse pegado al suelo como un soldado que avanza tras las líneas enemigas. Logramos meternos. Ahora podremos tendernos tranquilamente y conversar en voz baja. ¡Pero no! En la penumbra, con silencioso susurro, gateando, como grandes ratas, se nos acercan a hurtadillas los cachorrosdesde todas partes. Todavía son unos críos, incluso los hay de doce años, pero en el Código también hay sitio para ellos. Ya han sido condenados por robo y ahora están ampliando sus estudios junto a los ladrones. ¡Los han lanzado contra nosotros! Se deslizan en silencio, por todos lados. Una docena de manos tira y nos despoja de nuestras posesiones. ¡Y todo en completo silencio, sólo se oyen unos resoplidos malignos! Nos hemos metido en una ratonera: no podemos levantarnos ni movernos siquiera. No ha pasado un minuto y ya nos han quitado el hatillo donde guardábamos el tocino, el azúcar y el pan, y nosotros seguimos ahí tendidos como idiotas. Ahora que hemos entregado los víveres sin resistencia, por lo menos podríamos seguir tendidos tranquilamente, pero se nos antoja imposible. Arrastrando las piernas de una forma ridicula nos salimos de bajo el catre con el trasero por delante.

¿Soy un cobarde? Hasta entonces siempre había creído que no. Me había expuesto a un bombardeo en la estepa abierta. No había dudado en meterme por un camino forestal a sabiendas de que estaba infestado de minas antitanque. Había sabido mantener la sangre fría al sacar mi batería del cerco, y aun volví para recoger un camión, un Gasik averiado. ¿Por qué en ese momento no había agarrado a una de estas ratas humanas? ¿Por qué no le había aplastado su rosado hocico contra el negro asfalto? ¿Porque era demasiado pequeño? ¡Pues haberme metido con los mayores! No, no era eso... En el frente existe algo más, un sentimiento (quizá mera ilusión) que nos hace sacar fuerzas: ¿Era quizás el espíritu de pertenencia a una colectividad militar? ¿La convicción de que era ahí donde había que estar? ¿La noción del deber? En cambio, aquí no existe una línea de conducta trazada de antemano, no hay reglamento, todo hay que ir descubriéndolo a tientas.

Puesto en pie, me vuelvo hacia su cabecilla, el pacha.En la litera del segundo piso, junto a la ventana, tiene ante él todo lo que nos han quitado: los cachorros no han probado ni una migaja, guardan la disciplina. Esta parte anterior de la cabeza, que en los bípedos se acostumbra a llamar cara, la naturaleza la había modelado en el pacha con repugnancia y desagrado, a menos que hubiera sido su vida depredadora quien la hubiera hecho así: torcida y flácida, con la frente estrecha, una cicatriz primitiva y unos modernos puentes de acero en los dientes delanteros. Sus ojillos, del tamaño justo para reconocer los objetos familiares sin asombrarse ante la belleza del mundo, me miraban como el jabalí al ciervo, consciente de que podía derribarme cuando quisiera.

Está esperando. ¿Y qué hago yo? ¿Doy un salto hacia él para golpear esa jeta con el puño por lo menos una vez antes de desplomarme sobre el pasillo? ¡Ay de mí!, no.

¿Es que me he convertido en un canalla? Hasta entonces siempre había creído que no. Pero me ofende tener que arrastrarme de nuevo sobre la panza para meterme bajo los catres después de haber sido saqueado y humillado y por eso le digo indignado al pacha que al menos podría hacernos un sitio en las literas a cambio de las vituallas que nos han quitado. (A ver, ¿no es una queja muy natural en una persona de ciudad, en un militar?)

¿Y qué pasa entonces? Pues que el pacha accede. ¿O es que con ello no le estoy entregando el tocino, acatando su autoridad y revelando de paso una manera de ser cercana a la suya? ¿No entendería con ello que yo también tengo por costumbre cebarme en los más débiles? El pacha ordena a dos de aquellas figuras grises e indefinidas que abandonen su sitio en las literas inferiores cercanas a la ventana y que nos las cedan a nosotros. Ellos acatan sumisamente y nosotros nos tendemos en los mejores sitios. Aún lamentamos nuestras pérdidas durante un rato (los cofrades no ponen los ojos en mis pantalones gálifet*de oficial, no es ése su uniforme, pero uno de los ladrones está palpando ya los pantalones de paño de Valentín, se ve que le han gustado). Y no es hasta el anochecer que llega hasta nosotros el murmullo de nuestros vecinos. Nos están reprobando: ¿Cómo hemos podido pedir protección a los cofrades y enviar bajo los catres a dos de los nuestros?Y sólo entonces empieza a remorderme la conciencia por mi bajeza y se me suben los colores (durante muchos años enrojeceré de vergüenza sólo de pensar en ello). Aquellos seres grises de las literas inferiores son mis hermanos del Artículo 58-1-b, son prisioneros de guerra. ¿Acaso hace tanto tiempo que me juré a mí mismo que compartiría su suerte? Y ahora ya estoy metiéndolos bajo los catres. Cierto que no han salido en nuestra defensa ante los cofrades, pero ¿por qué debían defender nuestro tocino si nosotros tampoco lo hacíamos? Siendo prisioneros de guerra, ya han visto suficientes reyertas como para creer en las acciones nobles. Ellos no me han hecho ningún daño, pero yo a ellos sí.

Y así debemos darnos golpes una y otra vez, en el costado y en los morros, para convertirnos al fin aunque sea a fuerza de años, en personas... Para convertirnos en personas...

* * *

Y sin embargo, aunque pierda hasta la camisa, el novato necesita pasar por la prisión de tránsito. ¡Sin lugar a dudas! La prisión le permite ir acostumbrándose gradualmente al campo penitenciario. No habría corazón humano capaz de soportar un paso así de un solo golpe. No habría conciencia que pudiera orientarse tan de inmediato en este embrollo. Hay que meterse en ello poco a poco.

Además, la prisión de tránsito le brinda la ilusión de seguir en contacto con su familia. Desde aquí escribirá la primera carta a que tiene derecho. A veces para decir que no lo han fusilado, a veces para indicar adonde lo mandan, en todo caso son siempre las primeras y chocantes palabras que dirige a los suyos un hombre trillado ya por la investigación judicial. En casa le siguen recordando como era, pero él ya nunca volverá a ser el mismo. Es una certeza que de pronto estalla como un rayo en alguna de esas líneas retorcidas. Retorcidas porque por más que esté permitido enviar cartas desde una prisión de tránsito, por más que en el patio haya colgado un buzón, no hay quien consiga papel ni lápices, y mucho menos algo que sirva para sacar punta. De todos modos, siempre se podrá alisar un envoltorio de tabaco o de un paquete de azúcar, y en la celda alguien habrá que tenga un lápiz. Con esos garabatos indescifrables se escriben las líneas que han de traer la paz o el desasosiego a las familias.

Hay mujeres que tras recibir una de esas cartas pierden la cabeza y corren en pos de su marido hasta la prisión de tránsito, aunque jamás les concederán una entrevista y lo único que van a conseguir será traerle nuevas preocupaciones. Una de esas mujeres proporcionó, a mi entender, una idea para lo que habría de ser el monumento a todas las esposas. E incluso indicó el lugar para erigirlo.

Fue en la prisión de tránsito de Kúibyshev, en 1950. La prisión estaba en el fondo de un valle (desde el que, sin embargo, se divisaban las Puertas de Zhiguli del Volga), y sobre éste, cerrándolo por el este, se alzaba una alta y extensa colina cubierta de hierba. La colina estaba detrás de la zona y quedaba por encima de ésta, por lo cual, desde abajo, no podíamos ver por dónde podría acceder a la cima alguien que viniera desde fuera. Pocas veces podía verse a alguien en la colina, en ocasiones pastaban unas cabras o correteaban unos niños. Y de pronto, un día nuboso de verano apareció en la escarpada pendiente una mujer con ropas de ciudad. La mujer empezó a escudriñar nuestra zona desde arriba cubriéndose del sol con el hueco de la mano y girando despacio la cabeza. En aquel momento, tres populosas celdas estaban de paseo en varios patios. ¡Y entre aquellos tres densos centenares de hormigas sin rostro ella pretendía encontrar a su marido! ¿Esperaba quizá que se lo dijera el corazón? Seguramente le habían denegado la entrevista y había decidido trepar por aquella pendiente. Desde los patios, todos habían advertido su presencia y se pusieron a mirarla. Nosotros, en lo bajo del valle, no teníamos viento, pero arriba soplaba con fuerza. El viento levantaba y tiraba de su largo vestido, de su chaqueta y sus cabellos, ponía al descubierto todo el amor y la angustia que la invadían.

Creo que una estatua de aquella mujer, colocada precisamente allí, en la colina que domina la prisión de tránsito, de cara a las Puertas de Zhiguli como ella estaba, podría por lo menos explicar algo a nuestros nietos. [280] 56

Vete a saber por qué, estuvo ahí un buen rato sin que nadie la alejara, seguramente la guardia tendría pereza de trepar hasta allí. Luego subió un soldado, se puso a gritar y a agitar los brazos, y la obligó a marcharse.

Además, la prisión de tránsito brinda al preso una visión general, amplía sus horizontes. Como suele decirse, bien se está san Pedro en Roma, aunque no coma. En el movimiento incesante de este lugar, en ese ir y venir de decenas y centenares de individuos, en la franqueza de los relatos y de las conversaciones (en el campo ya no se habla tan abiertamente, todos temen caer en las garras del oper),tu mente se refresca, se airea, se aclaran tus ideas, empiezas a comprender mejor lo que está sucediendo, lo que ocurre con el pueblo y hasta en el mundo. Hasta puede que coincidas en la celda con algún personaje estrafalario dispuesto a contarte cosas que jamás habrías podido leer en ninguna parte.

Un buen día entra en nuestra celda un auténtico prodigio: un joven militar de alta estatura, perfil romano, pelo rizado de color rubio claro, uniformado como un inglés, como si lo hubieran traído directo de las costas de Normandía, como un oficial de las tropas del desembarco. ¡Menudos aires se dio al entrar! Como si esperara que todos nos alzáramos en su presencia. Pero la verdad es que, sencillamente, esperaba encontrarse con una celda hostil: llevaba ya dos años encerrado y aún no había estado en ninguna celda común, y hasta llegar a la prisión de tránsito siempre lo habían transportado en secreto, en un compartimiento para él solo. De pronto, inesperadamente —por descuido o con toda la intención– lo habían introducido en nuestro establo. Recorre la celda, descubre a un oficial de la Wehrmacht por su uniforme y se enzarza,con él en alemán. Al poco rato ya están discutiendo acaloradamente. Se diría que están a punto de hacer uso de las armas, de haberlas tenido, claro. Han pasado ya cinco años desde la guerra y además siempre nos han inculcado que si Occidente tomó parte en la contienda fue sólo por guardar las apariencias. Nos extraña, pues, contemplar tanta furia recíproca: al fin y al cabo, el alemán lleva mucho tiempo aquí, y nosotros, los rusos, nunca hemos discutido con él.

Nadie habría creído el relato de Erik Arvid Andersen de no haber visto su cabeza, a la que habían perdonado el rapado, un milagro único en todo el Gulag; de no ser por su porte extranjero; de no ser por la conversación fluida en inglés y en alemán. Si hemos de dar crédito a sus palabras, era hijo de un sueco acaudalado, no ya millonario sino multimillonario (bueno, admitamos que exageraba), y sobrino por parte de madre del general inglés Robertson, jefe de la zona inglesa de ocupación en Alemania. Ciudadano sueco, había servido como voluntario en el Ejército inglés durante la guerra y, efectivamente, había tomado parte en el desembarco de Normandía. Después de la guerra pasó a ser oficial de carrera en el Ejército sueco. Sin embargo, siempre sintió inquietud por las cuestiones sociales y su sed de socialismo acabó pudiendo más que el apego a las riquezas de su padre. Seguía la evolución del socialismo soviético con profunda simpatía, e incluso tuvo ocasión, durante una visita a Moscú como miembro de una misión militar sueca, de convencerse con sus propios ojos de que estaba floreciendo. Aquí les dieron banquetes y los tuvieron en dachas. No tuvo obstáculo alguno para cambiar impresiones con sencillos ciudadanos soviéticos y con hermosas actrices que no temían llegar tarde al trabajo y siempre estaban dispuestas a pasar el rato con él, incluso a solas. Convencido definitivamente del triunfo de nuestro orden social, a su regreso a Occidente, Erik publicó artículos en la prensa defendiendo y elogiando el socialismo soviético. Aquí fue cuando traspasó el umbral y se buscó la perdición. Precisamente en aquellos años de 1947-1948 estaban buscando por todos los rincones de Europa jóvenes occidentales progresistas dispuestos a renegar en público de Occidente (parecía que bastaba reunir una veintena para que Occidente se tambaleara y se derrumbara). Por los artículos que había publicado, Erik parecía la persona apropiada. En aquella época, Erik prestaba servicio en el Berlín Occidental, su esposa se había quedado en Suecia, y por una venial debilidad masculina solía visitar a una joven soltera alemana en Berlín Oriental. Allí fue donde una noche lo prendieron. (¿No es esto lo que se dice «ir a por lana y salir trasquilado»? Hace ya tiempo que se dan casos así, no fue éste el primero.) Se lo llevaron a Moscú, donde Gromyko, que le conocía de otro tiempo por haber almorzado en casa de su padre en Estocolmo y ahora tenía ocasión de corresponder a tanta hospitalidad, le propuso al joven que renegara públicamente del capitalismo entero y de su propio padre, a cambio de lo cual se le prometía vivir entre nosotros a cuerpo de capitalista hasta el fin de sus días. Aunque Erik no perdía nada en el plano material, con gran asombro de Gromyko, se indignó y le cubrió de improperios. Como creían que acabaría cediendo, lo encerraron en una dacha de los alrededores de Moscú y le estuvieron dando de comer como a los príncipes que salen en los cuentos (a veces le aplicaban «horribles medidas de represión»: no le dejaban encargar el menú del día siguiente, o de repente le traían un filete en lugar del pollo que había pedido). Le llevaron las obras de Marx-Engels-Le-nin-Stalin y esperaron un año hasta que se reeducara. Pero, sorprendentemente, ello no surtió efecto alguno. Entonces trajeron a vivir con él a un ex general de brigada que ya había cumplido dos años en Norilsk. Probablemente, contaban con que a Erik se le bajarían los humos cuando oyera del general los horrores de los campos. Pero el general no supo —o no quiso– cumplir la misión encomendada. En los diez meses que pasó encerrado con él, Erik no hizo más que aprender un ruso muy rudimentario y confirmarse en la repulsión que ya había empezado a sentir por los de azul. En el verano de 1950 lo llevaron de nuevo ante Vyshinski, y otra vez volvió a rehusar (¡sacrificando así la propia existencia a su conciencia, en contra de todos los dogmas!). Entonces, el propio Abakúmov le leyó a Erik una disposición que lo condenaba a veinte años de prisión (¿por qué delito?). En realidad estaban ya hartos de bregar con aquel zoquete, pero tampoco podían dejar que volviera a Occidente. Fue entonces cuando lo trasladaron en un compartimiento de tren aparte, cuando escuchó a través del tabique el relato de aquella muchacha de Moscú, para ver a la mañana siguiente por la ventanilla la Rusia de Riazán, con sus techos de paja podrida.

Aquellos dos años habían fortalecido muchísimo su lealtad a Occidente. Ahora tenía una fe ciega en Occidente, no quería reconocer sus debilidades, consideraba invencibles los ejércitos occidentales, e infalibles a sus políticos. No quiso creernos cuando le contamos que, durante su reclusión, Stalin se había atrevido a bloquear Berlín y que Occidente le había dejado salirse con la suya. El pálido cuello de Erik y sus mejillas cremosas enrojecían de indignación cuando nos burlábamos de Churchill y de Roosevelt. Tanto menor era su duda de que Occidente no consentiría que él, Erik, siguiera encarcelado; de que los servicios secretos tendrían noticia de la prisión de tránsito de Kúibyshev y descubrirían que no se había ahogado en el Spree, sino que estaba prisionero en la Unión Soviética, de que pagarían un rescate o lo canjearían. (Esta creencia en la peculiaridad de su propiodestino frente al del resto de presos recordaba a la fe de los buenos comunistas que habían ido a dar con sus huesos en prisión.) Pese a nuestras acaloradísimas discusiones, nos invitó a Panin y a mí a Estocolmo si se presentaba la oportunidad («Allí nos conoce todo el mundo», decía con una sonrisa cansina, «mi padre mantiene a la Casa Real, o poco menos»). Pero entretanto, el hijo del multimillonario no tenía con qué secarse, y yo le regalé una toalla desgarrada que tenía de sobras. No tardaron en llevárselo de traslado. [281] 57

¡Y mientras tanto, el trasiego prosigue infatigable! Llegan nuevos reclusos, se llevan a otros, ya sea de uno en uno o en partidas, y los mandan por etapas hacia alguna parte. Pero bajo esa apariencia expedita y planificada, la irracionalidad llega a tal extremo, que hasta cuesta de creer.

En 1949 se crearon los Campos Especiales y por designio de las altas esferas mandaron enormes contingentes de mujeres de los campos del norte europeo y del este del Volga, hacia Siberia, Taishet y Ozior-lag con tránsito en la prisión de Sverdlovsk. Pero llegado 1950, ese Alguien pensó que era más práctico confinar a las mujeres no en Ozior-lag, sino en Dubrov-lag, en Temniki (Mordovia). Y estas mismas mujeres, con todas las comodidades propias de los desplazamientos dentro del Gulag, tuvieron que volver a pasar por la misma prisión de tránsito de Sverdlovsk, esta vez en dirección oeste. En 1951 se crearon nuevos Campos Especiales en la región de Kemerovo (Kamysh-lag), ¡o sea que finalmente se habían decidido por un sitio para ponerlas a trabajar! Pues bien, de nuevo martirizaron a esas pobres mujeres enviándolas esta vez a los campos de Kemerovo, pasando por Sverdlovsk y su maldita prisión de tránsito. Llegó entonces la época de las excarcelaciones, ¡pero no para todas! Y a las mujeres que continuaron cumpliendo condena, a pesar de que con Jruschov se había suavizado el régimen, fueron martirizadas enviándolas otra vez de Siberia a Mordovia, pasando por Sverdlovsk. Les parecía más seguro tenerlas a todas en el mismo sitio.

A fin de cuentas, la nuestra es una economía autártica, todos los islotes son nuestros y los rusos no se arredran ante las grandes distancias.

Lo mismo podía ocurrirles a presos aislados, ¡pobres diablos! Shendrik, un joven alegre y corpulento, cuya cara no daba muestras de grandes complicaciones, cumplía, por así decirlo, como un honesto trabajador en uno de los campos de Kúibyshev y no presentía la desgracia que se le venía encima. ¡Y vaya si se avalanzó sobre él! Llegó al campo una orden urgente, y no de cualquier fulano, sino del propio ministro del Interior (¿cómo podía conocer el ministro la existencia de Shendrik?): había que conducir inmediatamente a este tal Shendrik a la prisión n° 18 de Moscú. Así que lo atraparon, lo llevaron a la prisión de tránsito de Kúibyshev y lo enviaron a Moscú sin más dilación. Pero resultó que la prisión n° 18 no fue tal, sino la tan afamada Krásnaya Presnia, y ahí lo metieron con todos los demás de su partida. (De todos modos, al propio Shendrik ese número no le decía nada y nadie le había puesto en antecedentes.) Pero su desgracia aún no había dicho la última palabra: no habían pasado dos días cuando lo empaquetaronde nuevo en un convoy, esta vez al Pechora. La naturaleza que discurría ante la ventanilla era cada vez más rala y sombría. El joven empezó a sentir miedo: sabía que su orden de traslado la había dictado el ministro en persona y que, por tanto, si lo enviaban tan expeditivamente hacia el norte sería porque obraba en sus manos un estremecedor expedientecontra él. Por si fueran pocas las fatigas del viaje, a Shendrik le robaron durante el trayecto la ración de pan de tres días y, cuando llegó al Pechora, apenas podía tenerse sobre las piernas. La acogida no fue nada hospitalaria: lo enviaron de inmediato a trabajar sobre la nieve húmeda, sin darle tiempo a comer o instalarse. A los dos días, antes de que la camisa se le hubiera secado una sola vez, antes de que hubiera tenido tiempo de rellenarse el colchón con ramas de abeto, le ordenaron que entregara cuantos enseres pertenecieran a la administración, lo sacaron del campo y lo llevaron aún más lejos, a Vorkutá. Todo indicaba que el ministro se había propuesto acabar con Shendrik, bueno, no sólo con él, sino con toda su partida de traslado. Ya en Vorkutá, Shendrik pasó un mes entero sin que le molestaran. Iba a los trabajos comunes y aunque todavía no se había repuesto de tanto traslado, empezaba a resignarse a su destino en el ártico. Pero un día fueron a buscarlo repentinamente a la mina cuando aún no había anochecido, lo llevaron al campo a toda prisa para que entregara todos los efectos de la administración y, una hora después, ya lo estaban enviando hacia el Sur. ¡Esto ya olía a venganza personal! Lo llevaron a Moscú, a la prisión n° 18, donde lo tuvieron un mes encerrado en una celda. Pasado este tiempo lo llamó un teniente coronel y le preguntó: «¿Pero dónde se había metido usted? ¿Es cierto que es técnico de construcción de maquinaria?». Shedrik contestó que sí. Y entonces se lo llevaron... ¡a las islas paradisiacas! (¡Sí, hay unas islas en el Archipiélago que reciben este nombre!) [282]

Este fugaz ir y venir de la gente, estos destinos y estos relatos, embellecen sobremanera las prisiones de tránsito. Los que ya han pasado por los campos aconsejan al primerizo: ¡Tú dale al catre y no te compliques la vida! Aquí se come a garantía [283] 58 y no hay que partirse el espinazo. Y cuando no estamos estrechos, hasta puedes dormir a pierna suelta. Conque despedázate bien y échate entre una balanda y la siguiente. Comer, no se come, pero lo que es dormir.... Sólo el que ha conocido los trabajos comunes de un campo comprende que la prisión de tránsito es una casa de reposo, un alto feliz en nuestro camino. Y otra ventaja más: si duermes de día, el plazo de reclusión se te hace más corto. Es de día cuando hace falta matar el tiempo, de noche ni te enteras.

También es cierto que los amos de las prisiones de tránsito, recordando que el trabajo hace al hombre y que al criminal sólo se le corrige por el trabajo, utilizan a veces esta mano de obra, yacente y de paso, ya sea porque hay tareas suplementarias o porque se procuran brazos que refuercen sus ingresos por otros medios.

Antes de la guerra, en esta misma prisión de tránsito de Kotlás, el trabajo no era más suave que en los campos. En un día de invierno, seis o siete presos extenuados, enganchados con arreos a un remolque-trineo para tractor (!), debían arrastrarlo doce kilómetros por el Dvina hasta la desembocadura del Vychegda. Se encenagaban, caían en la nieve, se atoraba el trineo. ¡Al parecer, era imposible idear un trabajo más agotador! Pues resulta que no era en esto en lo que consistía el trabajo, sino que se trataba de un ejercicio para desentumecerse. Al llegar a la desembocadura del Vychegda debían cargar en el remolque diez metros cúbicos de leña, y arrastrar el trineo hasta la prisión —¡hogar, dulce hogar!– con el mismo tiro, ni un solo hombre más. (Repin se nos fue y a los nuevos pintores ya no les parece éste un tema pictórico, sería un burdo apunte del natural.) ¡Así que no me hablen de los campos! Antes de llegar a los campos ya habremos estirado la pata. (En estos trabajos hacía de jefe de cuadrilla Kolupayev; y de remonta de caballos, el ingeniero eléctrico Dmitriev, el teniente coronel de intendencia Beliá-yev, nuestro antiguo conocido Vasili Vlásov y otros más que ya no es posible recordar.)


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