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Archipielago Gulag
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Текст книги "Archipielago Gulag"


Автор книги: Александр Солженицын



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¡Quién pudiera cobijarse en aquel sosiego! ¡Escuchar el canto puro y sonoro del gallo en el aire impoluto! ¡Acariciar el careto de un caballo, serio y bonachón! ¡Al diablo los grandes problemas, que contra vosotros se rompa la crisma otro más tonto que yo! Poder descansar de los insultos del juez, del fatigoso deshilvanar toda tu vida ante él, del estrépito de las cerraduras de la cárcel, del bochorno viciado de la celda. ¡Sólo se nos ha dado una vida, breve e insignificante! Y nosotros nos lanzamos criminalmente contra las ametralladoras, o la zambullimos, inmaculada como era, en el sucio basurero de la política. Creo que en el Altai habría vivido en la isba* más baja y oscura, a las afueras de una aldea, cerca del bosque. Y habría ido al bosque, no a por ramas secas o setas, sino porque sí, para abrazarme a un par de troncos y decirles: ¡Amados míos! ¡Ya no quiero nada más!

Aquella misma primavera invitaba a la clemencia: ¡Era la primavera del fin de una guerra tan enorme! Veíamos que nosotros, los presos, afluíamos por millones, y que más millones aún estaban esperándonos en los campos. ¡No podía ser que dejaran en la cárcel a tanta gente después de la más grande de las victorias mundiales! Si nos tenían retenidos aún era sólo para meternos miedo, para que lo recordáramos mejor. Habría grandes amnistías, naturalmente, y pronto nos soltarían a todos. Alguno juraba, incluso, haber leído en el periódico que Stalin, había respondido a un corresponsal estadounidense (¿Que cómo se llamaba?, No recuerdo...), que después de la guerra habría una amnistía como nunca se había visto en el mundo. A otros el propio juez de instrucción les había dicho que era seguro que pronto habría una amnistía general. (Estos bulos eran útiles para la instrucción sumarial, porque debilitaban nuestra voluntad: ¡A la porra, firmemos; total, para lo que nos queda...!)

Mas la clemencia nace de la cordura.

No hacíamos caso a las pocas personas sensatas que había entre nosotros y los tomábamos por pájaros de mal agüero cuando vaticinaban que nunca habría una amnistía política, como nunca la había habido en un cuarto de siglo (pero siempre saltaba algún docto entre los chivatos que decía: «Pues en 1927, para el décimo aniversario de Octubre, se vaciaron todas las cárceles, ¡y de ellas pendían banderas blancas!La sobrecogedora imagen de las banderas blancas —¿y por qué precisamente blancas?– era lo que más conmovía los corazones). [162] 2Hacíamos oídos sordos a los más lúcidos de entre nosotros cuando decían que si éramos millones en prisión era precisamente porque había terminado la guerra, porque ya no éramos necesarios en el frente y en retaguardia éramos peligrosos, mientras que en las lejanas construcciones sin nosotros no habría quien pusiera un ladrillo. (Nos faltaba desapego a nosotros mismos, si no para penetrar en el cálculo perverso de Stalin, por lo menos para comprender sus simples cálculos económicos: ¿quién iba a querer ahora, recién desmovilizado, dejar la familia y el hogar para irse a Kolymá, a Vorkutá, a Siberia, donde aún no había carreteras ni casas? ¡Si es que casi debiera haber sido competencia del Plan Estatal fijarle al NKVD una cifra obligatoria de presos!) ¡La amnistía! ¡Una amnistía amplia y magnánima! Y nosotros que la esperábamos y la ansiábamos. ¡Dicen que en Inglaterra, hasta en los aniversarios de la coronación, es decir, cada año, promulgan una amnistía!

Cuando el tricentenario de los Románov,* habían amnistiado a muchos presos políticos. ¿Sería posible que ahora, después de una victoria de importancia secular —si no mayor– el Gobierno de Stalin fuera tan mezquino y vengativo, que pudiera guardar rencor por cada tropiezo y cada desliz del último de sus subditos?

Es una verdad bien simple, pero para comprenderla hay que haberla sufrido: ¡en las guerras Dios bendice con la derrota, no con la victoria! Las victorias son necesarias a los gobiernos, y las derrotas, a los pueblos. Después de una victoria entran deseos de más, mientras que después de una derrota se quiere la libertad, y habitualmente se consigue. Los pueblos necesitan de las derrotas como las personas precisan del sufrimiento y la desdicha, pues obligan a concentrarse en la vida interna y elevan el espíritu.

La victoria de Poltava fue una desgracia para Rusia: acarreó dos siglos de grandes tensiones, de ruina y de falta de libertad, y trajo más y más guerras. En cambio, para los suecos la derrota de Poltava fue una salvación: perdido el deseo de guerrear, los suecos se convirtieron en el pueblo más próspero y libre de Europa. [163] 3

Tan acostumbrados estamos a enorgullecernos de nuestra victoria sobre Napoleón que hemos olvidado que precisamente por su culpa la emancipación de los siervos no se produjo medio siglo antes (mientras que para Rusia la ocupación francesa no hubiera sido una amenaza real). En cambio la guerra de Crimea* nos trajo la libertad.

Aquella primavera creíamos en la amnistía, y no es que fuéramos originales. Al hablar con los viejos presidiarios, poco a poco vas averiguando que esta sed de gracia y esta fe en la clemencia jamás abandona los grises muros de las cárceles. Decenio tras decenio, los diferentes torrentes de arrestados siempre han esperado y siempre han creído ya fuera en una amnistía, en un nuevo código penal o en un sobreseimiento general de sentencias (y los Órganos siempre han avivado esos rumores con hábil cautela). Cualquier aniversario de Octubre que cayera en cifra redonda, el aniversario de Lenin, el día de la Victoria, el día del Ejército Rojo o la Comuna de París, cada nueva sesión del VTsIK, el fin de cada plan quinquenal, cada pleno del Tribunal Supremo: ¡cualquier efeméride alimentaba la ilusión de que iba a descender el ansiado ángel libertador! ¡Y cuanto más rudos fueran los presos, cuanto más homérico y frenético fuera el caudal de las riadas, tanta menos cordura mostraban y más fe tenían en la amnistía!

Todas las fuentes de luz pueden compararse con el sol en mayor o menor grado. Pero el sol no es comparable con nada. Así todas las esperas de este mundo pueden compararse a la espera de una amnistía, pero la espera de una amnistía no es comparable con nada.

En la primavera de 1945, a todos los que acababan de llegar a la celda lo primero que les preguntaban era si habían oído hablar de una amnistía. Y cuando se llevaban a dos o tres de la celda con los efectos,los peritos de la misma cotejaban de inmediato sus causas penales y concluían que eran de las más leves y que por lo tanto si los habían sacado era para soltarlos. ¡Así pues, había empezado! En los retretes y en el baño —verdaderas listas de correos para los presos– nuestros sabuesos buscaban señales o inscripciones sobre la amnistía. Y de pronto, en el célebre vestíbulo morado, a la salida de los baños de Butyrki, leímos a principios de julio una enorme profecía escrita con muescas de jabón sobre los azulejos liláceos, a una altura muy superior a la cabezade un hombre (se habían encaramado unos sobre otros para que se mantuviera más tiempo):

«¡¡¡Hurraü! ¡El 17 de julio, amnistía!». [164] 4

¡Qué alborozo hubo entre nosotros! («¡Si no lo supieran seguro, no lo habrían escrito!») Todo lo que palpitaba, todo lo que pulsaba y fluía por nuestro cuerpo, se detuvo ante ese latido de alegría, pronto se abriría la puerta y...

Mas la clemencia nace de la cordura.

A mediados de julio, el vigilante del pasillo envió a un anciano de nuestra celda a fregar el retrete, y allí, a solas (ante testigos no se hubiera atrevido), le preguntó mirando con compasión su cabeza cana: «¿Qué artículo te han echado, padre?». «¡El cincuenta y ocho!», se alegró el anciano, al que en casa lloraban tres generaciones. «Pues no te va a tocar...», suspiró el vigilante. «¡Tonterías!», decidieron en la celda. Lo que pasa es que el guardián ese no sabe leer.

En aquella celda había un preso natural de Kiev, Valentín (no recuerdo su apellido), de ojos grandes y hermosos, como de mujer, muy asustado por la instrucción del sumario. Sin lugar a dudas, tenía dotes de vidente, aunque quizá sólo fuera mientras se encontraba en ese estado de agitación. Más de una vez había recorrido la celda por la mañana señalando con el dedo: hoy te toca a ti y a ti, lo he visto en sueños. ¡Y se los llevaban! ¡Precisamente a ellos! Por lo demás, el alma del preso es tan propensa a la mística que acepta las profecías casi sin asombrarse.

El 27 de julio, Valentín se me acercó: «¡Aleksandr! Hoy nos toca a ti y a mí». Y me contó un sueño con todos los atributos de los sueños de los presos: un puentecillo sobre un turbio riachuelo, una cruz. Empecé a prepararme, y no fue en balde: después de repartir el agua caliente del desayuno nos llamaron a los dos. La celda nos despidió con ruidosas expresiones de buenos deseos, muchos aseguraban que salíamos a la calle (daba pie a ello la comparación de nuestras causas «leves»).

Uno se puede decir sinceramente que no lo cree, uno se puede prohibir a sí mismo dar crédito a algo así e incluso puede responder con burlas, pero unas tenazas candentes —no las hay más ardientes en la tierra– de pronto te oprimen el alma: ¿y si fuera verdad...?

Reunieron a unos veinte presos de diferentes celdas y nos condujeron primero al baño (en cada quiebro de su vida el preso debe pasar antes que nada por el baño). Allí tuvimos tiempo —una hora y media– de entregarnos a conjeturas y reflexiones. Luego, reblandecidos y relajados, nos llevaron por el jardincillo esmeralda de un patio interior de Butyrki, donde cantaban ensordecedores los pájaros (probablemente no fueran más que gorriones). El verdor de los árboles tenía para nuestros ojos desacostumbrados un fulgor insoportable. Jamás mis ojos captaron con tanta fuerza el verdor de las hojas como aquella primavera! Jamás había visto nada más parecido al paraíso divino que aquel jardincillo de Butyrki, cuyos senderos asfaltados podían recorrerse en menos de treinta segundos! [165] 5

Nos llevaron a la estaciónde Butyrki (el lugar a donde llegan y de donde parten los presos; un nombre muy acertado, pues el vestíbulo principal era parecido al de una gran estación de ferrocarril) y nos metieron en un box grande y espacioso. Había en él penumbra y el aire era puro y fresco: su único ventanuco, bastante pequeño, estaba muy alto y no tenía bozal. Daba a ese mismo jardincillo soleado, y a través del cuarterón superior, que estaba abierto, nos ensordecía el trinar de los pájaros. En el espacio abierto del cuarterón cimbreaba una rama de color verde vivo que prometía libertad y regreso al hogar para todos. (¿Lo ves? ¡Nunca nos han metido en un box tan bueno como éste! ¡Cómo va a ser una casualidad!)

¡Y además, teníamos que pasar todos por la OSO! [166] 6O sea, que a todos nos habían arrestado por nada.

Durante tres horas nadie nos importunó, nadie abrió la puerta. Paseábamos una y otra vez por el box hasta que, agotados, nos sentábamos en los bancos de azulejos. Y la rama no dejaba de oscilar por el resquicio, y los gorriones trinaban en un diálogo de locos.

Retumbó la puerta y llamaron a uno de nosotros, a un pacífico contable de unos treinta y cinco años. Salió. Se cerró la puerta. Ahora recorríamos aún con más frenesí nuestro cajón, estábamos en ascuas.

Otro portazo. Llamaron a otro y devolvieron al anterior. Nos abalanzamos sobre él. ¡Pero ya no era él! En su rostro la vida se había quedado paralizada. Tenía los ojos abiertos, pero estaban como vacíos. Con movimientos inseguros se movía tambaleante sobre el liso suelo del box. ¿Estaría contusionado? ¿Le habrían pegado con una tabla de planchar?

—Bueno, ¿qué? ¿Cómo ha ido? —le preguntábamos ansiosos. (Si no venía de la silla eléctrica, por lo menos le habían anunciado una sentencia de muerte.) Con la misma voz con que comunicaría el fin del Universo, el contable dijo a duras penas:

—¡Cinco! ¡Años!

Volvió a golpear la puerta: regresaban tan pronto como si se los hubieran llevado al retrete a hacer aguas menores. Éste volvía radiante. Eso tenía que ser que lo ponían en libertad.

—¿Y bien? ¡Venga, cuenta! —nos agolpamos a su alrededor con renovada esperanza. Hizo un ademán con la mano ahogándose de risa:

—¡Quince años!

Aquello era demasiado absurdo para creerlo de golpe.

7. En la sala de máquinas


Ahora no había nadie en el box contiguo a la «estación» de Butyrki, el conocido box del pasamanos*(donde se cacheaba a los recién llegados, y cuyas amplias dimensiones permitían a cinco o seis guardianes trasegar hasta veinte zeks de una tacada). Las toscas mesas utilizadas para dejar los objetos estaban vacías. Sólo había, sentado en un rincón, un comandante del NKVD, bien aseado, de cabello negro, tras una improvisada mesita con una lámpara. La expresión que dominaba en su rostro era de un aburrimiento resignado. Estaba perdiendo el tiempo vanamente mientras traían y retiraban a los zeks de uno en uno. Se habrían podido recoger sus firmas con muchísima mayor rapidez.

Me señaló una banqueta frente a él, al otro lado de la mesa y preguntó por mi apellido. A derecha e izquierda del tintero había dos montoncitos de papeletas blancas todas idénticas, de un tamaño de media cuartilla, como el que se emplea en los bloques de viviendas para administrar el combustible, o en los organismos oficiales para extender los vales con que se encarga el material de oficina. El comandante hojeó la pila de la derecha y halló el papelito que se refería a mí. Lo extrajo y lo leyó de carrerilla con indiferencia (alcancé a entender que me caían ocho años), y acto seguido empezó a escribir con su estilográfica en el reverso que el texto se me había dado a conocer en fecha de hoy.

Mi corazón no dio ni medio latido más deprisa, hasta tal punto me era todo ya familiar. ¿Era aquello mi condena, el vuelco trascendental de mi vida? Me habría gustado emocionarme, sentir con intensidad ese instante, pero la verdad es que no pude. El comandante me alargó la hoja con el reverso hacia mí. Ante mí había un portaplumas escolar de siete cópeks conuna plumilla de lo más malo, que encima tenía un cendalpescado del tintero.

—No, debo leerlo yo mismo.

—¡A ver si encima se cree que voy a engañarle! —objetó indolente el comandante—. Tenga, lea.

Y, con desgana, soltó el papel. Le di la vuelta y empecé a examinarlo poco a poco, adrede, no por palabras, sino letra a letra. Estaba escrito a máquina, pero no era el original, sino una copia.

EXTRACTO

de la resolución tomada por la OSO del NKVD de la URSS el 7 de julio de 1945. 77 [167] 7

Seguía luego una línea de puntos horizontal y luego, a ambos lados de una línea vertical, también de puntos:

Hemos oído : De la acusación de Fulano de Tal (nombre, fecha y lugar de nacimiento).

Es copia fiel

Disponemos : Condenar a Fulano de Tal (nombre, apellidos), por propaganda antisoviética y tentativa de crear una organización antisoviética, a 8 (ocho) años en un campo de trabajo correccional.

El secretario...

¿Cómo iba a firmar y retirarme en silencio? Eché una mirada al comandante. ¿Me diría algo, me aclararía algo? No, no tenía esa intención. Había hecho ya una seña con la cabeza al vigilante de la puerta como para indicarle que preparara al siguiente.

Para darle al menos alguna importancia a ese instante, le pregunté en tono trágico:

—¡Pero esto es terrible! ¡Ocho años! ¿Por qué?

Yo mismo noté que mis palabras sonaban en falso: lo de «terrible» no lo sentíamos ni él ni yo.

—Aquí —volvió a indicarme el comandante dónde debía firmar.

Firmé. Realmente no se me ocurrió qué otra cosa hacer.

—Entonces permítame que interponga recurso ahora mismo. Ya ve que la sentencia es injusta.

—Sólo según el procedimiento establecido —me espetó de forma mecánica el comandante, y pasó mi papelito a la pila de la izquierda.

—¡Pase! —me ordenó el vigilante.

Y yo pasé.

(Yo fui de los menos ingeniosos. Gueorgui Tenno, al que por cierto le dieron un papelito con veinticinco años, respondió esto: «¡Pero si es cadena perpetua! En tiempos remotos, cuando condenaban a un hombre a cadena perpetua redoblaban los tambores y convocaban a la multitud. Aquí es como ir a intendencia a por jabón: ¡Veinticinco años, y ahueca el ala!».)

Arnold Rappoport tomó la pluma y escribió en el reverso: «Protesto enérgicamente contra esta sentencia arbitraria y terrorista, y exijo mi inmediata puesta en libertad». El funcionario que comunicaba la condena había esperado pacientemente, pero al leer esto montó en cólera y desgarró el papel, extracto incluido. Pero no importaba, la condena seguía en pie: aquello era sólo una copia.

Vera Kornéyeva, que se esperaba quince años, vio entusiasmada que en el papel sólo ponía cinco. Con esa risa radiante que tenía, se apresuró a firmar antes de que se lo quitaran. El oficial no acababa de verlo claro: «¿Ha entendido usted lo que le acabo de leer?», «¡Sí, sí, muchísimas gracias. ¡Cinco años de campo correccional!».

Al húngaro Janos Rózsas le leyeron su condena de diez años en ruso, en el mismo pasillo. Firmó sin saber que aquello era la sentencia y siguió esperando el juicio durante largo tiempo. (Mucho más tarde, ya en el campo penitenciario, se acordaría vagamente del caso y caería en la cuenta.)

Regresé al box con una sonrisa. Es curioso, me sentía cada vez más alegre y aliviado. Todos volvían con billetes de a diez,también Valentín. Aquel día la condena más liviana de todo el grupo recayó en el trastornado contable (que aún seguía aturdido).

Salpicada de sol, la ramita de la ventana se cimbreaba bajo la brisa de julio con la alegría de antes. Nosotros charlábamos animadamente. La risa estallaba cada vez más a menudo en uno u otro rincón del box. Nos reíamos de que todo hubiera pasado sin contratiempos; nos reíamos del aconjogado contable; nos reíamos de las esperanzas que aún teníamos por la mañana y de cómo, al despedirnos, quienes quedaban en la celda nos habían encargado paquetes en clave: ¡Cuatro patatas! ¡Dos rosquillas!

—¡Pues claro que va a haber amnistía! —aseguraban algunos—. Esto que están haciendo ahora es puro trámite, quieren que nos achiquemos y que no se nos olvide. Stalin le dijo a un corresponsal estadounidense...

—¿Cómo se llamaba el corresponsal?

—¿El nombre?, pues no lo sé...

Nos hicieron recoger las cosas, nos formaron en fila de a dos y nos hicieron cruzar de nuevo aquel maravilloso jardincillo rebosante de verano. ¿Adonde nos llevarían ahora? ¡Al baño otra vez!

Aquello solo bastó para provocarnos un estallido de carcajadas: ¡pero, serán chapuceros! En medio de risotadas, nos desnudamos, volvimos a colgar la ropa de los mismos ganchos de antes, y se la llevaron a desinfección, aunque ya lo hubieran hecho por la mañana. Mientras seguíamos riendo, nos dieron una pastilla de jabón asqueroso y pasamos a la amplia y sonora sala de baño, a lavarnos hasta el pecado original. Allí chapoteamos, nos baldeamos con agua caliente y limpia, retozando como si fuéramos escolares tras los exámenes finales. Creo que ni siquiera era morbosa aquella risa, sino más bien un alivio, una purificación. Era una protección activa del organismo, su salvación.

Mientras se secaba, Valentín me dijo con voz tranquilizadora y sosegada:

—No importa, aún somos jóvenes, nos queda vida por delante. Ahora lo que cuenta es no pisar en falso. Cuando lleguemos al campo, ni una palabra a nadie, ¡a ver si nos van a alargar la condena! Ahora, a trabajar honradamente y a callar, sobre todo a callar.

¡Tenía tanta fe en este programa, tanta esperanza, ese inocente granito de trigo atrapado en las muelas de molino de Stalin! Y no es que me faltaran ganas de darle la razón, de que había que cumplir la condena sin buscarse complicaciones y luego borrar esas vivencias de la cabeza.

Pero yo ya empezaba a sentir dentro de mí: si para poder vivir era preciso no vivir,¿acaso merecía la pena?

* * *

No puede decirse que la OSO la inventaran después de la Revolución. Catalina II ya le echó quince años a Nóvikov, un periodista, que le resultaba incómodo, y podemos afirmar que fue como si hubiera pasado por la OSO, pues no fue llevado ante un tribunal. Y en cuanto a todos los demás emperadores del otro sexo, digamos que éstos desterraban paternalmente, sin que mediara juicio, a cualquiera que les estorbara. En los años sesenta del siglo XIX tuvo lugar una profunda reforma judicial. Era como si soberanos y subditos hubieran empezado a formarse una especie de criterio jurídico de la sociedad. No obstante, en los años setenta y ochenta Korolenko refiere casos de represalias administrativas en lugar de sentencias judiciales. En 1876, él mismo, y dos estudiantes, serían desterrados sin juicio por disposición del viceministro del Tesoro Estatal (un caso típico de OSO). Korolenko fue deportado por segunda vez, también sin juicio, en esta ocasión a Glazov, junto con su hermano. Korolenko nos habla de Fiodor Bogdán, un delegado de los campesinos que llegó hasta la presencia del zar y que luego fue desterrado; cita también el caso de Piankov, absuelto por el tribunal pero desterrado por orden de Su Majestad; y algunos otros.

Así pues, existía una tradición, pero ésta seguía una línea intermitente. Además, aquella impersonalidad: ¿quién era la OSO? Unas veces el zar, otras un gobernador, otras un ministro. Aunque, perdonen ustedes, si se pueden enumerarnombres y casos, es que aquello carecía de magnitud suficiente.

Lo que se llama magnitud, empezó a adquirirla en los años veinte, cuando se crearon las troikas*permanentes para eludir los juicios, también en forma permanente. Al principio, hasta lo recalcaban con orgullo: ¡la troika de la GPU! Lejos de ocultar los nombres de sus miembros, ¡se les daba publicidad! ¿Quién no conocía en Solovki la famosa troikade Moscú, compuesta por Gleb Boki, Vul y Vasíliev? Además, ¡vaya palabrita!, ¡troika! Tenía algo de tiro de caballos con cascabeles, titiritaina de carnaval y un halo de misterio a la vez: ¿Y por qué «troika»? ¿Qué quería decir eso? ¡Como si los tribunales fueran cuadrigas! ¡Ah, pero es que una troika no es un tribunal! Y aun resultaba más enigmático que actuara en ausencia del acusado. Sin haber estado ahí, sin haber visto nada, te alargaban un papelito: firme usted. La troika resultaba más terrible que el tribunal revolucionario.* Y más tarde se aisló, se arrebujó, se encerró en una habitación aparte, se hicieron secretos los apellidos de sus miembros. Y así nos hicimos a la idea de que los miembros de la troika no bebían, no comían ni se movían entre los mortales. Y desde aquel día en que se retiraron a deliberar y desaparecieron para siempre sólo nos llegan sus sentencias... a través de las mecanógrafas. (Pero con devolución obligatoria: semejante documento no se puede dejar en manos ajenas.)

Las troikas (empleamos el plural por si acaso, pues, lo mismo que con las deidades, no se puede saber a ciencia cierta en qué lugar están manifestando su omnipresencia) respondían a una nueva e imperiosa necesidad: no soltar a ningún arrestado (venía a ser como un departamento de control de calidad dentro de la GPU, para que no se produjeran deficiencias). Y si resulta que el detenido es inocente, que no hay manera de plantarlo ante un tribunal, pues que pase por la troika y que al menos le endilguen sus «menos treinta y dos» (capitales de provincia) o un destierro de nada (dos o tres añitos), y ya estás listo, quedas herrado para siempre y de ahora en adelante serás un «reincidente».

(Perdone el lector que se nos haya escapado otra vez este «oportunismo de derechas»: que si el concepto de culpabilidad, que si culpable, que si inocente... Si ya nos lo tienen reque-tedicho, de lo que aquí se trata no es de la culpabilidad personal, sino de la peligrosidad social:a un inocente se le puede encerrar si es socialmente adverso, lo mismo que se puede soltar a un culpable si es socialmente afín. Pero no se nos puede echar en cara a nosotros, a los que no hemos hecho estudios jurídicos, con tanta más razón cuando el propio Código de 1926 —que rigió patriarcalmente nuestras vidas durante veinticinco años– fue objeto de crítica por su «inadmisible criterio burgués», «insuficiente criterio de clase» y cierto «modo aburguesado de medir las penas en función de la gravedad del hecho».) [168] 8

Lamentablemente, no nos tocará en suerte escribir la apasionante historia de este Órgano; ni establecer si fue o no siempre potestad de la troika de la GPU, durante todos sus años de existencia, el condenar a las personas sin verlas siquiera, aunque se tratara de la pena capital (como en 1927 al príncipe Pável Dolgorúkov, destacado kadeté, como a Palchinski, Von Meck y Velíchko en 1929); ni saber si se recurría a las troikas exclusivamente cuando no bastaban las pruebas contra personas de clara peligrosidad social, o bien su campo de acción era más amplio. Ni explicar por qué más tarde, en 1934, cuando la OGPU fue tristemente rebautizada como NKVD, la troika de la blanca Moscú empezó a llamarse «Comisión Deliberativa Especial», mientras que las de provincias pasaban a llamarse «Magistratura Especial del tribunal de distrito», o lo que es lomismo: tres de entre sus jueces permanentes que deliberaban sin la intervención de observadores de ninguna clase, siempre a puerta cerrada; o que a partir del verano de 1937, en los distritos y en las provincias autónomas se añadieran otras troikas formadas por los jefes del lugar: el secretario del comité local del partido, el jefe del NKVD y el fiscal del distrito (mientras que en Moscú los superiores a escala nacional de estas nuevas troikas eran solamente dos: el comisario del pueblo del interior y el fiscal general de la URSS.

¡Pues claro, como que iban a pedirle a Iosif Vissariónovich qué ocupara el tercer puesto!). A finales de 1938 fueron disolviéndose discretamente tanto las troikas como el Diunvirato de Moscú (aunque hay que decir que para entonces Nikolái Ezhov ya había largado amarras). Pero ello no hizo sino afianzar tanto más nuestra querida OSO, que adquirió la prerrogativa de dictar sentencia sin juicio ni comparecencia del encausado, primero con penas de hasta diez años, después más largas, hasta llegar finalmente a la pena capital. Y siguió nuestra entrañable OSO su fructífera existencia hasta 1953, cuando le llegó el turno a Beria y nuestro benefactor tropezó.

La OSO existió, pues, diecinueve años, pero ahora vete tú a saber cuáles de nuestros ufanos dirigentes formaron parte de ella; ¿con cuánta asiduidad y duración deliberaban?; cuando se reunían, ¿les servían té, quizá con algo para acompañar?; ¿cómo transcurría la vista de las causas: intercambiaban opiniones o ni siquiera hablaban? No escribiremos nosotros su historia porque no la conocemos. Lo único que hemos oído decir es que la esencia de la OSO era trina, y aunque por ahora no dispongamos de los nombres de sus celosos integrantes, sí conocemos los tres órganos que tenían en ella delegados permanentes: uno era del Comité Central, otro del MVD, y el tercero, de la fiscalía. Pero no nos asombremos si un día nos enteramos de que no había tales sesiones, sino tan sólo una plantilla de expertas mecanógrafas que componían extractos de procesos verbales inexistentes, al frente de un gerente que las dirigía. ¡Porque mecanógrafas las había, de eso podemos estar seguros!

La OSO no se menciona en ninguna parte —ni en la constitución ni en el Código– y sin embargo resultó ser una picadora de albóndigas de lo más práctico: una máquina obediente y poco antojadiza que no precisaba ser lubricada con leyes. Una cosa era el Código y otra la OSO, que rodaba estupendamente, sin aquellos doscientos cinco artículos del Código, artículos que ni utilizaba ni mencionaba.

Como decían, ya en el campo penitenciario: si no has hecho nada,nada tienes con la Ley, ¡para algo está la Comisión Especial!

Naturalmente, para su mayor comodidad la OSO necesitaba establecer algún tipo de codificación para gestionar las entradas, y para ello se elaboró ella misma unos artículos-siglaque facilitaban enormemente la operación (así no tenían que devanarse los sesos, ni andar ajustándose a las formulaciones del Código); y como eran tan pocos, recordar estos artículos era cosa de niños (algunos ya los hemos mencionado):

– ASA: Propaganda Antisoviética.

– NPGG: Cruce Ilegal de la Frontera Estatal.

– KRD: Actividades Contrarrevolucionarias.

– KRTD: Actividades Contrarrevolucionarias Trotskistas (esta letrita «T» hacía mucho más dura la vida del zek en un campo).

– PSH: Sospecha de Espionaje (en cambio, si había más que sospecha, la cosa ya iba a los tribunales).

– SVPSH: Relaciones Conducentes a Sospecha (!) de Espionaje.

– KRM: Ideas Contrarrevolucionarias.

– VAS: Abrigo de Ánimos Antisoviéticos.

– SOE: Elemento Socialmente Peligroso.

– SVE: Elemento Socialmente Nocivo.

– PD: Actividades Criminales (si no encontraban otra cosa a que agarrarse, éste se lo colgaban, ni cortos ni perezosos, al que ya hubiera estado en un campo).

Y finalmente, una sigla que abarcaba mucho:

– CHS: Miembro de la Familia (de un condenado por alguno de los artículos anteriores).

No olvidemos que estas siglas jamás se repartieron uniformemente de año en año, de persona en persona, sino que a semejanza de los artículos del Código y los apartados de los decretos brotaban como súbitas epidemias.

Entendámonos bien: ¡la OSO no pretendía, ni mucho menos, imponer condenasa nadie! ¡No dictaba sentencias judiciales, sino que imponía sanciones administrativas,eso era todo! ¡Es natural que gozara de libertad jurídica!

Pero aunque la sanción administrativa no pretendiera ser una sentencia judicial, podía llegar a los veinticinco años y a la pena de muerte, e incluir:

—desposesión de grados y distinciones;

—confiscación de todos los bienes;

—régimen de reclusión penitenciaria;

—privación del derecho a correspondencia,

con lo. cual, la persona desaparecía de la faz de la tierra con mucha mayor garantía que con una de esas primitivas sentencias judiciales.

Otra importante ventaja de la OSO era que no cabía interponer recurso de apelación contra sus decisiones, puesto que simplemente no había dónde apelar al no existir ninguna otra instancia, ni superior ni inferior. La OSO sólo estaba subordinada al ministro del Interior, a Stalin y a Satanás.


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