Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Durante la guerra, en la prisión de tránsito de Arzamás agasajaban a los presos con hojas de remolacha, pero a cambio de ello, el trabajo había tomado carta permanente. Había talleres de costura y de abatanado para la fabricación de botas (trataban la lana en una mezcla de agua caliente y ácidos).
En el verano de 1945, en Krásnaya Presnia nos ofrecíamos voluntarios para el trabajo con tal de salir de aquellas celdas sofocantes y enrarecidas; por gozar del derecho a respirar aire puro el día entero; por poder sentarnos sin prisas ni impedimentos en la plácida cabaña de tablas que servía de retrete (¡vean qué estímulo más eficaz y sin embargo qué pocas veces lo tienen en cuenta!) recalentado por el sol de agosto (eran los días de Potsdam y de Hiroshima), [284]atento al pacífico zumbido de una abeja solitaria; por fin, por el derecho a recibir cien gramos más de pan al acabar la jornada. Nos conducían hasta un muelle en el río Moskva donde se descargaba madera. Debíamos coger los troncos de una pila, arrastrarlos hasta otra y amontonarlos de nuevo. El jornal no compensaba en modo alguno las fuerzas que gastábamos, y sin embargo disfrutábamos con ello.
A menudo hay recuerdos de mis años jóvenes que me hacen enrojecer (años que pasaron en el Gulag). Pero siempre podemos aprender de nuestro pesar. Habían bastado dos años de mimar y mecer sobre mis hombros los galones de oficial para que mi huero costillar se llenara de un ponzoñoso polvo dorado. En aquel muelle de carga fluvial —también un pequeño campo penitenciario, con su zona cercada y sus torres alrededor—, nosotros éramos forasteros de paso, obreros temporeros, y no había conversación ni rumor alguno que pudiera hacernos pensar que fuéramos a permanecer en aquel campo a cumplir condena. No obstante, cuando nos formaron por primera vez y el capataz recorrió la fila buscando con la mirada a los que iban a ser —provisionalmente– jefes de cuadrilla, mi nimio corazón batía como si quisiera saltárseme de aquella camiseta militar de lanilla: ¡A mí! ¡A mí! ¡Escógeme a mí!
No me escogieron. ¿Pero por qué lo deseaba? En realidad, no me habría servido más que para acumular nuevos errores vergonzosos.
¡Oh, qué difícil es deshabituarse al poder! Hay que saberlo comprender.
* * *
Hubo un tiempo en que Krásnaya Presnia era poco menos que la capital del Gulag, en el sentido de que fueras donde fueras era imposible evitarla, lo mismo que Moscú. De la misma manera que, en la Unión Soviética, para ir de Tashkent a Sochi o de Chernigov a Minsk lo más práctico es pasar por Moscú, también los presos eran enviados desde todas partes a través de Krásnaya Presnia. Mi conocimiento de la prisión es precisamente de esa época, cuando el exceso de reclusos sobrecargaba las dependencias y hubo que construir un edificio auxiliar. Moscú sólo la pasaban de largo los trenes con vagones de ganado, que llevaban a los condenados por los servicios de contraespionaje. Estos trenes directos pasaban por el ferrocarril de circunvalación, justamente al lado de Presnia, a la que quizás enviaban saludos con sus silbatos.
Cuando un viajero llega a Moscú para hacer transbordo, siempre lleva billete y cuenta con que más tarde o más temprano seguirá viaje en la dirección que se ha propuesto. En cambio, en Presnia, al final de la guerra y los años que siguieron, no sólo los recién llegados, sino también los altos mandos e incluso los jefes del Gulag no tenían idea de adonde iba a ir cada cual. No habían cristalizado todavía los procedimientos penitenciarios, como ocurriría en los años cincuenta, y no había instrucciones escritas en cuanto a itinerarios ni destinos; en todo caso, sólo recomendaciones de servicio: «¡Estricta vigilancia!», «¡Destinar exclusivamente a trabajos comunes!». Los sargentos a cargo de las escoltas llevaban los rimeros de expedientes penitenciarios —unas carpetas reventadas, atadas de cualquier manera con un bramante deshilachado o su sucedáneo, un cordón de papel trenzado– hasta un edificio de madera separado de la prisión donde estaban las oficinas, y allí los tiraban en cualquier repisa, sobre las mesas, bajo las mesas, debajo de las sillas o sencillamente en el suelo del pasillo (exactamente igual a como se amontonaban sus titulares en las celdas). Y una vez allí, los cordeles acababan desatándose, se desparramaba el contenido y todo se mezclaba. Había una, dos y hasta tres habitaciones atiborradas de expedientes revueltos. Las secretarias de la oficina de la cárcel —mujeres en libertad, perezosas y bien comidas, con vestidos de vivos colores– sudaban de tanto calor, ocupaban el tiempo en abanicarse y pelar la pava con los oficiales de la cárcel y de la escolta. Ninguna de ellas quería meterse en aquel caos, ni tenía fuerzas bastantes para ello. ¡Pero había que dar salida a los trenes, un convoy de vagones rojos varias veces por semana! Y también había que expedir cada día un centenar de hombres en camiones a los campos vecinos. Y cada zek tenía que ser enviado junto con su expediente.¿Quién iba a ocuparse de aquel barullo? ¿Quién iba a clasificar los expedientes y seleccionar los presos para cada traslado?
Se confiaba este trabajo a varios capataces, que eran perroso aguachirris [285] 59 escogidos entre los enchufados. Estos recorrían con libertad los pasillos de la cárcel o el edificio de oficinas, y de ellos dependía poner tu carpeta en un mal traslado o estarse un rato más con la espalda doblada y rebuscar hasta conseguirte uno bueno. (Los novatos no se equivocaban al suponer que había campos mortales, pero sí andaban errados al creer que posiblemente los hubiera buenos. Lo que podía ser «bueno» no eran los campos, sino algunas de las tareas, y eso era algo que había que trabajárselo sobre el terreno.) Que tu futuro dependiera de otro preso, con el que quizás hasta había que buscar la manera de hablar (aunque fuera a través del bañero) y al que quizá se debiera untar la pata(aunque fuera a través de un almacenero), resultaba peor que si tu suerte la decidieran ciegamente los dados. Esta posibilidad invisible y ya perdida de antemano —la de ir a Nalchik en lugar de a Norilsk a cambio de una cazadora de cuero, o a Serebriany Bor en lugar de a Taishet por un kilo de tocino (o quizá la oportunidad de perder la cazadora y el tocino a cambio de nada)– no hacía sino aguijonear y agitar a aquellas almas abatidas. Es posible que alguno lo consiguiera, es posible que alguien se colocara de esta manera. Sin embargo, dichosos aquellos que no tenían nada que ofrecer o quienes sabían guardarse de semejante ansiedad.
La sumisión al destino, la renuncia absoluta a toda veleidad de organizar la propia existencia, la conciencia de que no nos es dado adivinar qué será mejor o peor, pero de que es fácil dar un paso del que algún día haya que arrepentirse, todo esto libera de modo parcial al preso de su yugo, le confiere serenidad e incluso cierta nobleza.
Así pues, los presos yacían apilados unos sobre otros en las celdas, sus destinos se amontonaban por las habitaciones del bloque administrativo en fajos imposibles de revolver y los capataces tomaban las carpetas del rincón más accesible. Y así ocurría que unos zeks tenían que marchitarse dos o tres meses en aquella maldita Presnia, mientras que otros pasaban por ella con velocidad meteórica. En Presnia (lo mismo que en otras prisiones de tránsito), el hacinamiento, la prisa y la confusión daban lugar a veces a una permuta de condenas.Los del Artículo 58 no corrían ese peligro, pues sus plazos de reclusión, por emplear la expresión de Gorki, eran Condenas con «C» mayúscula, concebidas con tanta envergadura que, si alguna vez llegaba a parecer que se acercaba su final, éste de todos modos nunca llegaba. En cambio, para los grandes ladrones y para los asesinos sí tenía sentido cambiarse de condena con algún delincuente común de poca monta. El cofrade se ponía en contacto con la víctima personalmente o a través de uno de sus sicarios y, muy solícito, se interesaba por él. Y éste, sin saber que un preso condenado a reclusión menor no debe hacer confidencias en una prisión de tránsito, contaba con toda inocencia que se llamaba, supongamos, Vasili Parfiónich Evrashkin, nacido en 1913, y que vivía en Semidub, su lugar de nacimiento; que su pena era de un año, que lo habían condenado por negligencia en el trabajo, con arreglo al Artículo 109. Luego, esc tal Evrashkin estaría durmiendo —o puede que permaneciera despierto, pero que en la celda hubiera barullo y muchos presos agolpados junto a la rendija por donde meten la comida– y no tendría forma de abrirse paso hasta la puerta y oír qué nombres estaban susurrando en el pasillo, la lista de los que iban de traslado. Después aún gritarían una vez más algunos de los apellidos desde la puerta para que se oyeran al fondo de la celda, pero no el de Evrashkin, porque apenas su nombre había sonado en el pasillo un cofrade, muy servicial (como que no saben serlo cuando es preciso), había metido los morros por la ventanilla y había respondido rápidamente en voz baja: «Vasili Parfiónich, 1913, aldea Semidub, Artículo 109, un año», y había corrido por sus cosas. Mientras, el auténtico Evrashkin bostezaba, se tendía en el catre y esperaba resignado a que lo llamaran al día siguiente, la semana siguiente, el mes siguiente, hasta que al final se atrevía a importunar al jefe de bloque: ¿Y a mí por qué no me trasladan? (Durante todo este tiempo han estado llamando cada día a un tal Zviaga por todas las celdas.) Y cuando al cabo de un mes, o de medio año, tienen a bien pasar lista por expedientes, resulta que hay un historial de más: el de un tal Zviaga, reincidente, doble asesinato, robo en un almacén, diez años. Y sobra también un tímido preso que se hace llamar Evrashkin, pero como la fotografía es un tanto borrosa, hará las veces de Zviaga y habrá que encerrarlo en el campo disciplinario de Ivdel-lag, de otro modo habría que reconocer que en la prisión de tránsito han cometido un error. (Ahora ya no había modo de saber adonde se habían llevado al otro Evrashkin, pues las listas acompañan al convoy. Con una pena de un año, es probable que fuera a parar a un campo de trabajos agrícolas, donde trabajaría sin vigilancia y le descontarían tres días de condena por cada día trabajado, o se habría evadido y llevaría ya tiempo en casa, o —esto es más seguro– en la cárcel con una nueva condena.) Había también tipos extravagantes con penas cortas que las vendían por uno o dos kilos de tocino. Se hacían el cálculo de que luego habría una comprobación y se establecería su verdadera identidad. En parte no les faltaba razón. [286] 60
En los años en que el lugar de destino no figuraba en los expedientes penitenciarios, las prisiones de tránsito se convirtieron en mercados de esclavos. Se recibía muy bien en las prisiones de tránsito a los compradores,un término que, sin el menor matiz de sorna, se oía cada vez con mayor frecuencia en pasillos y celdas. Del mismo modo que la industria no podía permitirse esperar apáticamente a que llegaran los recursos asignados por la administración central y prefería enviar a sus propios corredores para acelerar y dar un espaldarazo a los trámites, las autoridades del Gulag debían procurarse refuerzos por su cuenta, pues en las islas los nativos morían como moscas. No es que valieran un rublo, pero es que seguían constando en los estadillos y ello ponía en entredicho el cumplimiento del plan. Los compradores debían poseer ingenio y un buen ojo para saber escoger lo que se llevaban, no fuera a ser que les endosaran, entre las demás cabezas, a inválidos y enfermos desmedrados. Mal comprador era aquel que elegía las partidas guiándose por los expedientes: un mercader concienzudo debía exigir que hicieran desfilar ante él la mercancía en carne y hueso, más aún, en cueros. Así mismo era como lo decían, sin sonreír: la mercancía.«¡Vamos a ver qué mercancía os han traído!», decía un comprador en «la estación» de Butyrki mientras examinaba a conciencia a Ira Kalina, una muchacha de diecisiete años en la que había puesto los ojos.
Si es que llega a evolucionar la naturaleza humana, no lo hace mucho más deprisa que el perfil geológico de la Tierra. Y aquella curiosidad, delectación y ansias de probar que sentían los tratantes hace veinticinco siglos en los mercados de mujeres con toda seguridad dominaba también, en 1947, a los funcionarios del Gulag en la prisión de Usman, cuando una veintena de hombres con uniformes del MVD se colocaban tras unas mesas cubiertas con sábanas (para darle a aquello alguna ceremoniosidad, pues pese a todo les resultaba incómodo) mientras un grupo de reclusas después de haberse desnudado por completo en un box contiguo, pasaba ante esos oficiales sin calzado siquiera, teniendo que darse la vuelta, detenerse y responder preguntas. «¡Baja las manos!», ordenaban a las que habían adoptado la púdica pose de las estatuas clásicas (y es que no podían elegir a la ligera a sus concubinas y a las de quienes les rodeaban).
Distintas manifestaciones anunciaban al recién llegado la lucha del mañana en los campos y esta pesada sombra ocultaba al novato los inocentes goces espirituales de la prisión de tránsito.
Durante un par de noches tuvimos en nuestra celda de Presnia a un preso con destino especialque estuvo echado a mi lado. Ir con destino especial quería decir que la administración central había expedido al preso con una cédula que le seguía de un campo a otro y en la que se hacía constar que, por ejemplo, era técnico de la construcción y que sólo como tal se le podía utilizar en el nuevo lugar de reclusión. El preso con destino especial viaja en un vagón-zak como todos los demás y en las prisiones de tránsito lo encierran en las celdas comunes, pero su alma no tiembla: la cédula lo protege, no lo llevarán a talar bosques.
Una expresión cruel e intrépida era el rasgo principal de este presidiario, que había cumplido ya la mayor parte de su condena. (No sabía yo aún que con el tiempo en todos nuestros rostros se grabaría la misma expresión, pues ésas son las facciones nacionales de los isleños del Gulag. Las personas con expresión dulce y benévola mueren pronto en las islas.) Contemplaba él nuestros primeros forcejeos con una sonrisa irónica, como se contempla a unos cachorros de dos semanas.
¿Qué nos espera en el campo? Compadecido de nosotros, decidió instruirnos:
—Desde el primer momento en el campo, todo el mundo procurará engañaros y robaros. ¡No os fiéis de nadie más que de vosotros mismos! Estad siempre vigilantes, no sea que tengáis a la espalda a alguien dispuesto a echaros una dentellada. Hace ocho años llegué yo al campo de Kargopol tan ingenuo como ahora vosotros. Nos bajaron del tren y la escolta se dispuso a conducirnos: diez kilómetros hasta el campo sobre nieve profunda y mullida. Se acercaron tres trineos. Un hombre fuerte, de mediana edad, al que la guardia no impidió acercarse, nos anunció: «¡Amigos, dadme vuestras cosas, que os las llevaremos!». Nosotros recordamos que en los libros siempre llevan la impedimenta de los presos en carros, así que pensamos: bueno, pues no son tan inhumanos en este campo, mira, alguien hay que se preocupa. Dejamos nuestras cosas. Partieron los trineos. Eso fue todo. Nunca más volvimos a ver nada. Ni siquiera los sacos vacíos.
—¿Pero cómo puede ser esto? ¿O es que allí no hay ley?
—No hagáis preguntas estúpidas. ¡Pues claro que hay ley! La ley de la taiga. Pero justicia nunca la ha habido en el Gulag ni la habrá. Este caso en Kargopol es justamente el símbolo del Gulag. Y acostumbraos también a otra cosa: en el campo nadie hace nada porque sí, nadie mueve un dedo por buena voluntad. Por todo hay que pagar. Si os ofrecen algo desinteresadamente, sabed que es una trampa, una provocación. Y lo más importante: ¡Guardaos de los trabajos comunes! ¡Rehuidlos desde el primer día! Quien va a los comunes el primer día está perdido para siempre.
—¿Los trabajos comunes?
—Es el trabajo principal que se lleva a cabo, la base de la vida en el campo. Con ellos se ocupa al ochenta por ciento de los presos. Y revientan todos, todos. Y cuando llegan otros nuevos, derechitos a los «comunes». Ahí dejaréis vuestras últimas fuerzas. Y siempre estaréis hambrientos. Siempre calados. Sin calzado. Y os timarán con el peso de la ración. Y con cualquier otra cosa que pueda medirse. Os darán los peores barracones. Y nadie os atenderá si caéis enfermos. En un campo sólo puede vivirel que no va a los comunes. ¡Evitad a cualquier precio que os manden a los comunes! ¡Desde el primer día!
¡A cualquier precio!
¿A cualquier precio...?
En Krásnaya Presnia tomé buena nota de estos consejos, nada exagerados, de aquel cruel preso con destino especial. Olvidé sólo preguntarle: ¿Cuan alto es el precio? ¿Hasta qué extremo podía pujar?
3. Las caravanas de esclavos
Viajar en un vagón-zak es un vía crucis, ir en un cuervo, un calvario, y pronto se convierte también en un suplicio la prisión de tránsito. ¡Cuánto mejor sería ahorrarse todo esto y llegar al campo directamente en los vagones rojos!
En este caso, como siempre, los intereses del Estado coinciden con los del individuo. Para el Estado también resulta preferible expedir a los condenados hacia los campos por ruta directa, sin sobrecargar los ferrocarriles que enlazan los grandes centros urbanos, la red de carreteras y el personal de las prisiones de tránsito. Hace ya tiempo que el Gulag lo ha comprendido y asimilado perfectamente: son las caravanas rojas(compuestas de vagones de ganado rojos), caravanas de gabarras, y donde no haya vía férrea ni fluvial, caravanas a pie (no se permite a los presos explotar el trabajo de los caballos y los camellos).
Los trenes rojos son rentables siempre que en algún lugar cercano haya tribunales sesionando a marchas forzadas, o cuando alguna prisión de tránsito está llena hasta los topes, es decir, siempre que puedan expedirse grandes masas de presos de una sola vez. Así fueron trasladados millones de campesinos en los años 1929-1931. Así se arrancó a todo Leningrado de Le-ningrado. Así se pobló Kolymá en los años treinta. Todos los días la capital de nuestra patria, Moscú, [287]vomitaba uno de estos trenes en dirección a Soviétskaya Gavan, hacia el puerto de Vanino. Y cada capital de provincia enviaba igualmente trenes rojos, aunque no cada día. Así deportaron en 1941 a toda la República de los alemanes del Volga hacia Kazajstán, y a partir de entonces hicieron lo mismo con los demás pueblos. En esos mismos trenes trajeron en 1945 a los hijos e hijas pródigos de Rusia, desde Alemania, Checoslovaquia, Austria, o simplemente a aquellos que habían llegado por sus propios medios hasta nuestras fronteras occidentales. Y en 1949 transportaron así a los del Artículo 58 hasta los Campos Especiales.
Los vagón-zak se atienen al horario gris de los ferrocarriles, toda vez que los vagones rojos circulan al amparo de una orden quecae de las alturas y viene firmada por algún importante general del Gulag. El vagón-zak no puede tener como destino un lugar deshabitado, su final de trayecto ha de ser una estación, y aunque se trate de un lugarucho de mala muerte, ha de poder descargar en una prisión preventiva techada. En cambio el tren rojo puede llegar hasta un lugar desierto y ahí donde se detenga, inmediatamente habrá surgido del mar —el mar de la estepa o de la taiga– una nueva isla del Archipiélago.
Carece de importancia que un vagón rojo no sea apto en absoluto para el transporte de presos, o que no lo sea de inmediato, porque se puede acondicionar, aunque no del modo que tal vez imagine el lector, es decir, barriéndolo y limpiando el carbón o el yeso que transportaba antes de cargar personas en él. Esto no siempre se hacía. Tampoco nos referimos a que fuera invierno y hubiera que taponar las rendijas e instalar una estufa. (Cuando ya se había tendido el tramo de Kniazh-Po-gost a Ropcha, pero aún no se había incorporado a la red general de ferrocarriles, empezaron a transportar presos por este ramal en furgones sin estufa ni literas. En pleno invierno, los zeks yacían sobre el suelo cubierto de nieve helada y no se les daba comida caliente, ya que el tren era capaz de cubrir el trayecto en menos de veinticuatro horas. Imagine el lector que está tendido en esas condiciones y que resiste las dieciocho o veinte horas, ¡habrá sobrevivido!) Veamos en qué consiste el acondicionamiento de los vagones: se comprueba la integridad y resistencia de suelos, paredes y techos; se enrejan a conciencia las pequeñas ventanillas; se perfora un desagüe en el suelo y se refuerza especialmente con una chapa de hierro, sin escatimar clavos; se distribuyen de forma uniforme por el convoy, intercalándolos cada cuanto sea necesario, unos vagones-plataforma (en los que irán los puestos de guardia con ametralladoras), y si se dispone de pocas plataformas, se construyen tantas como falten; se instalan escalas para acceder a los techos; se estudia el emplazamiento de los reflectores y se asegura un suministro eléctrico a toda prueba; se fabrican mazas de madera de mango largo; se engancha un coche de pasajeros, o en su defecto, un vagón de mercancías bien acondicionado y caldeado, para el jefe de la guardia, el opery la escolta; se montan unas cocinas para la escolta y para los presos. Sólo después de llevadas a cabo estas operaciones se puede ir vagón por vagón y escribir con tiza, de cualquier manera: «mercancías especiales», o bien «productos perecederos». (En El vagón n"7, Ev-guenia Guinzburg ofrece una viva descripción de un traslado en vagones rojos, por lo que podemos evitarnos aquí entrar en detalles.)
Concluida la preparación del convoy, llega el momento de embarcar a los presos, una compleja operación militar. Durante la misma deben alcanzarse obligatoriamente dos importantes objetivos: ocultar el embarque a la población y aterrorizar a los presos.
Ocultar el embarque a los ciudadanos es necesario porque el tren transporta unos mil presos de una sola vez (por lo menos se enganchan veinticinco vagones), no se trata, pues, del pequeño grupo de un vagón-zak, que puede cargarse en público. Por supuesto, nadie ignora que se producen detenciones cada día y a cada hora, pero no se debe horrorizar a la gente con el espectáculo de tantos presos juntos . En 1938, en Orel ya era imposible ocultar que no había casa donde no se hubieran llevado a alguien; además, la plaza de delante de la cárcel estaba inundada de carros con mujeres que lloraban, igual que en el cuadro La mañana de la ejecución de los streltst*de Súrikov. (¡Ah, quién nos pintará estas escenas algún día! Pero no cuentes con ello: no está de moda, no es lo que se lleva...) Sin embargo, no había que mostrar a nuestros ciudadanos soviéticos que bastaban veinticuatro horas para llenar un convoy (y en Orel, aquel año, lo conseguían día tras día). Y mucho menos debía ver esas cosas la juventud: los jóvenes son nuestro futuro. Por ello, sólo de noche, cada noche, todas las noches, y así durante meses, se enviaba de la cárcel a la estación una oscura columna de reclusos a pie (los cuervos estaban ocupados practicando nuevos arrestos). Pero las mujeres lo advertían, de algún modo se enteraban y acudían de noche a la estación desde todos los rincones de la ciudad, estaban al acecho del convoy, que permanecía en una vía de estacionamiento, corrían a lo largo de los vagones tropezando con las traviesas y los rieles, y gritaban junto a cada vagón: ¿Está aquí Fulano de Tal? ¿Habéis visto a Fulano? Corrían hasta el siguiente y llegaban nuevas mujeres ante ese mismo vagón: ¿Está aquí Mengano? Y de pronto llegaba una respuesta del interior del vagón precintado: «¡Soy yo! ¡Estoy aquí!». O bien: «¡Siga buscando! ¡Va en otro vagón!». O también: «¡Escuchadme, mujeres! ¡Mi mujer vive aquí mismo, cerca de la estación, corred a decírselo!».
Estas escenas, indignas de nuestro tiempo, sólo servían para denunciar la incapacidad de quienes organizaban los embarques. Pero hay que saber aprender de los errores: a partir de cierta noche un generoso cordón de perros que gruñían y ladraban rodeaba los convoyes.
También en Moscú, ya se trate de la vetusta Srétenka (ahora ya ni los presos la recuerdan), o de Krásnaya Presnia, el embarque en los trenes rojos se hace exclusivamente de noche, es toda una ley.
Sin embargo, por más que la escolta haya decidido prescindir del astro de la mañana y su brillo innecesario, no por ello renuncia a emplear unos soles nocturnos: los reflectores. Resultan cómodos porque se pueden concentrar ahí donde hace falta: en el racimo de presos atemorizados, que esperan sentados la orden: «¡Los cinco siguientes, en pie! ¡Al vagón, paso ligero!». (¡Siempre a paso ligero! Para que el preso no mire a su alrededor, para que no reflexione, para que corra como si lo persiguiera una jauría, para que su único pensamiento sea no tropezar y caerse.) A paso ligero. Por ese senderillo desigual. Por la escalerilla por la que trepan al vagón. Los haces de luz fantasmagóricos y hostiles no se limitan a iluminar: son parte importante de la escenografía de la intimidación, al igual que los gritos estridentes, las amenazas, los golpes de culata sobre los rezagados; al igual que la orden: «¡Sentados en el suelo!». (Y a veces, como en la plaza de la estación del mismo Orel: «¡De rodillas!», y mil hombres se arrodillan cual una nueva especie de peregrinos); al igual que la carrerilla hacia el vagón, completamente inútil pero muy importante para lograr el efecto de terror; al igual que el fiero ladrido de los perros; al igual que los cañones apuntando (de fusil o de metralleta, según la década). Lo esencial es aplastar y aniquilar la voluntad del preso, para que ni siquiera piense en la huida, para que tarde aún mucho en darse cuenta de que tiene una nueva ventaja: haber pasado de una cárcel de piedra a un vagón de escuálidas tablas.
Para embarcar de noche a un millar de hombres en vagones con tanta precisión, es preciso que antes, en la cárcel, los hayan sacado de las celdas y preparado para el traslado, empezando la mañana del día anterior. Por su parte, la escolta debe hacerse cargo de ellos en la propia cárcel, un riguroso procedimiento que se alarga todo el día, pues hay que mantenerlos apartados durante largas horas fuera de las celdas, en el patio, sentados en el suelo, para no confundirlos con los que se quedan. Por tanto, para los presos el embarque nocturno no es sino alivio tras una jornada agotadora.
Además de lo que ya es habitual —pasar lista, controles, rapados, desinfecciones y baños—, la preparación para el traslado consiste fundamentalmente en un pasamanos(es decir, un cacheo) general. De éste no se encargan los guardias de la cárcel, sino la escolta que recibe a los presos. De acuerdo con el reglamento de traslados en vagones rojos, y también según sus propias consideraciones estratégicas, tras el registro a los presos no debe quedarles nada que pueda contribuir a una fuga: hay que quitarles todo objeto punzante o cortante; todo lo que sea polvo (dentífrico, azúcar, sal, tabaco, té) para que no puedan cegar con ello a los soldados de escolta; todo cordel, bramante, cinturón o similar que pueda ser utilizado para evadirse (por tanto, también las correas. De ahí que corten las correas que sujetan la prótesis de un cojo y que el inválido deba echarse al hombro la pierna artificial y avanzar a saltos aguantado por sus vecinos). Según el reglamento, lo demás —los objetos de valor y las maletas– se carga en un furgón-consigna especial y se devuelve a su propietario al final del trayecto.
Mas poco obligan las débiles instrucciones llegadas de Moscú a una escolta que se encuentran en Vólogda o Kúiby-shev. No así el poder de la escolta sobre los presos, que sí es bien tangible y resulta crucial para la consecución del tercer objetivo de toda operación de embarque: confiscar, en buena justicia y en beneficio de los hijos de las masas populares, todo cuanto de valor puedan poseer los enemigos del pueblo. «¡Sentados en el suelo!», «¡De rodillas!», «¡Desnudarse!», en estas órdenes reglamentarias de la escolta se condensa un principio de poder ineluctable. Un hombre desnudo pierde todo el aplomo, no puede erguirse orgullosamente y dirigirse de igual a igual a un hombre que va vestido . Y empieza el registro (Kúiby-shev, verano de 1949). Los hombres desnudos avanzan con sus enseres y ropa en las manos. A su alrededor, una multitud de soldados armados y en estado de alerta. No parece que los lleven de traslado, sino que vayan a fusilarlos o a pasarlos por la cámara de gas, y en este estado de ánimo una persona deja de preocuparse por sus propiedades. La escolta actúa con expresa brutalidad, con grosería, sin pronunciar una sola palabra con sencillo timbre humano; su objetivo es asustar y oprimir. Se sacuden las maletas (las cosas salen rodando por los suelos) y se apilan en un montón aparte. Las pitilleras, billeteros y otros míseros «objetos de valor» que pueda llevar un preso son apartados y arrojados anónimamente en un barril que hay al lado. (El hecho de que no sea una caja fuerte, ni un baúl, ni una caja, sino precisamente un barril, desmoraliza en particular a los hombres desnudos —vaya uno a saber por qué– y hace que parezca vana toda protesta.) Y no le queda más al hombre desnudo que apresurarse a recoger del suelo sus harapos ya cacheados, hacer con ellos un hatillo o envolverlos en la manta. ¿Las botas de fieltro? ¡Puedes entregarlas, échalas aquí y firma en la lista! (¡No te dan ningún recibo, eres tú quien debe certificar que las has arrojado al montón!) Y cuando, ya al anochecer, sale del patio de la cárcel el último camión de presos, éstos pueden ver cómo los soldados de escolta se precipitan sobre el montón para escoger las mejores maletas de piel, cómo eligen las mejores pitilleras del barril. Después vendrán por su botín los carceleros, y, tras ellos, los enchufadosde la prisión.
¡En esto consisten, pues, las veinticuatro horas que preceden a la carga en un vagón de ganado! Pero ahora por fin se encaraman aliviados los presos y pueden apoyar sus cabezas en las astillosas tablas a guisa de literas. ¡Pero de qué alivio puede hablarse! ¡Qué vagón caldeado, ni qué ocho cuartos! El preso se encuentra de nuevo atrapado en una tenaza, entre el frío y el hambre, la sed y el terror, los cofrades y la escolta.








