Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Sería hermoso pensar así, hasta que uno se entera de cómo se manifestaba por ejemplo en Yagoda esta atracción por lo sagrado... Cuenta un testigo (del círculo de Gorki, muy afecto por aquel entonces a Yagoda) que en su finca de las afueras de Moscú tenía unos iconos en la antesala del baño, colgados expresamente ahí para que Yagoda y sus camaradas, una vez desnudos, descargaran contra ellos sus revólveres, tras lo cual pasaban al baño de vapor...
¿Cómo hay que entender una palabra como malvado?¿Qué queremos decir exactamente con ella? ¿Existe semejante cosa en el mundo?
Nuestra primera reacción sería responder que no puede haber malvados, que no los hay. En los cuentos es lícito hablar de ellos, porque son para niños y hay que simplificar las escenas. Pero cuando la gran literatura mundial de los siglos pasados —Shakespeare, Schiller o Dickens– nos presenta una tras otra semblanzas de malvados de un negro espeso, los malvados nos parecen casi de guiñol, poco acordes con la sensibilidad moderna. Debemos fijarnos sobre todo en cómo están caracterizados: tienen perfecta conciencia de su maldad y de su alma tiznada. Razonan así: no puedo vivir sin hacer el mal. ¡A ver si enfrento al padre contra el hermano! ¡Qué deleite, ver padecer a mis víctimas! Yago dice sin tapujos que sus objetivos e impulsos son negros, nacidos del odio.
¡No, no suele ser así! Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificacióna sus actos.
Las justificaciones de Macbeth eran muy endebles y por eso su conciencia acabó con él. Yago era otro corderito. Con los malvados shakespearianos bastaba una decena de cadáveres para agotar la imaginación y la fuerza de espíritu. Eso les pasaba por carecer de ideología
¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es una teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores, en la mayor gloria de la patria; los colonizadores, en la civilización; los nazis, en la raza; los jacobinos y los bolcheviques, en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras.
Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres. Y esto es algo que no se puede refutar, ni esquivar, ni silenciar. ¿Y cómo después de esto podríamos atrevernos a seguir afirmando que no existen los malvados? ¿Quién, pues, exterminó a esos millones? Sin malvados no hubiera habido Archipiélago.
En 1918-1920 corría el rumor de que en la Cheká de petrogrado y la de Odessa no fusilaban a todos los condenados, sino que a algunos los echaban (vivos) a las fieras de los zoológicos de dichas ciudades. No sé si es cierto o es un infundio. Y si se dieron casos, tampoco sé cuántos. Sea como sea, no me pondría a buscar pruebas: mejor tomemos prestado el método de los Ribetes Azules y propongámosles que sean ellos quienes demuestren que eso es imposible. Con el hambre que había durante aquellos años, ¿de dónde iban a sacar carne para los zoológicos? ¿Es que se la iban a racionar a la clase obrera? Si eran enemigos, condenados a morir de todos modos, ¿por qué no contribuir con su muerte a la cría de fieras en la república y acelerar así el advenimiento del porvenir? ¿Acaso no es coherente?
Esta es la raya que no podía atravesar el malvado shakespeariano, pero los malvados con ideología la atraviesan, sin que se perturbe su mirada.
En física se habla de magnitudes o fenómenos de umbral.Son aquellos que no se producen hasta franquear cierto umbral que la naturaleza conoce y ha codificado. El litio, por más que se ilumine con luz amarilla, no cede electrones, pero apenas se encienda una débil luz azulada éstos se desprenden (se habrá atravesado el umbral fotoeléctrico). Si enfriamos oxígeno por debajo de los cien grados, el gas soporta cualquier presión, no lograremos rendirlo. Pero si sobrepasa los ciento dieciocho se derrama, se torna líquido.
Por lo visto, la maldad también es una magnitud de umbral. Sí, el hombre vacila y se debate toda la vida entre el bien y el mal, resbala, cae, trepa, se arrepiente, se ciega de nuevo, pero mientras no haya cruzado el umbral de la maldad tiene la posibilidad de echarse atrás, se encuentra aún en el campo de nuestra esperanza. Pero cuando la densidad o el grado de sus malas acciones, o el carácter absoluto de su poder le hacen saltar más allá del umbral, abandona la especie humana. Y tal vez para siempre.
* * *
Desde tiempos remotos, los hombres conciben la justicia como una dicotomía: la virtud triunfa y el vicio se castiga.
Tenemos la dicha de haber llegado a una época en que la virtud, aunque no triunfe, tampoco se ve continuamente acosada por los sabuesos. A la virtud, apaleada y escuálida, se le permite ahora sentarse con sus harapos en un rincón con tal de que no abra la boca.
En cambio, nadie se atreve a mentar el vicio. Sí, se burlaban de la virtud, pero no había vicio en ello. Sí, unos cuantos millones de personas rodaron por el despeñadero, pero no hay culpables. Y si alguien se atreve sólo a insinuar: «Entonces, qué pasa con los que...»,por todas partes le dicen con reproche, al principio de modo cordial: «¡Pero hombre, camarada! ¿Para qué abrir viejas heridas?». (Ésta era precisamente la objeción que hacían los jubilados azules a mi luán Denísovích:¿para qué hurgar en las heridas de quienes estuvieron en los campos?¡Como si encima ahora hubiera que protegerlos, a ellos!) Yluego ya conel palo: «¡A callar, dad gracias de que seguís con vida! ¡En buena hora se nos ocurrió rehabilitaros!».
Hacia 1966, cuando en Alemania Occidental se habían condenado ochenta y seis milcriminales nazis, [113] 1nosotros, sofocados por la indignación, no escatimábamos páginas en los periódicos ni horas en la radio, e incluso después del trabajo nos quedábamos a los mítines para votar: ¡ No basta!, ¡ochenta y seis mil son pocos!, ¡veinte años de juicios no bastan! ¡Hay que seguir!
Y en nuestro país condenaron (según datos oficiales) a una treintena de personas
Nos duele lo que ocurre más allá del Oder y del Rin, pero ni nos duele ni preocupa lo que pasa en las afueras de Moscú o de Sochi tras unas tapias verdes. No nos conmueve que los asesinos de nuestros maridos y padres recorran las calles y que tengamos que hacernos a un lado cuando pasan en sus coches oficiales, esto no nos indigna, indignarnos sería «remover el pasado».
Y sin embargo, si pasamos esos 86.000 criminales germano-occidentales a nuestra escala, ¡en nuestro país tendríamos u n cuarto de millón!
Pero en un cuarto de siglo no hemos dado con ninguno de ellos, no hemos llevado ajuicio a uno sólo, tememos reavivar susheridas. Y como símbolo de todos ellos, en la calle Granóvskaya n° 3 vive Mólotov, engreído y obtuso, que hasta hoy no ha cambiado de opiniones, empapado de nuestra sangre, y que cruza con noble paso la acera para meterse en un gran automóvil.
El enigma que nosotros, los contemporáneos, nunca podremos descifrar, es el siguiente: ¿Cuál es la razónpor la que Alemania puede castigar a sus malvados y Rusia no? ¿Qué camino funesto ha de seguir aún nuestro país si no podemos sacudirnos esta inmundicia que se pudre en nuestro cuerpo? ¿Qué lección va a poder darle Rusia al mundo?
En los procesos judiciales alemanes aparece, ora aquí, ora allí, un fenómeno asombroso: el acusado se lleva las manos a la cabeza, renuncia a la defensa y no pide nada más al tribunal. El encausado dice que la lista de sus crímenes, revivida y proyectada de nuevo ante él, le llena de repugnancia. Ya no quiere seguir viviendo.
Es la más alta conquista que pueda alcanzar un tribunal: condenar el vicio hasta tal punto que sea el propio criminal quien se aparte repugnado de él.
Un país que ha condenado el vicio ochenta y seis mil veces en los tribunales (y que lo sigue condenando irrevocablemente en la literatura y entre la juventud), año tras año, peldaño tras peldaño, va purificándose de él.
¿Qué hemos de hacer nosotros? Algún día nuestros descendientes verán en varias de nuestras generaciones una estirpe de blandengues: primero permitimos sumisamente que nos mataran a millones, luego mimamos solícitamente a los asesinos en su próvida vejez.
¿Qué le vamos a hacer, si la gran tradición rusa de la con-tricción se les antoja incomprensible y ridicula? ¿Qué hacer si el pánico visceral a soportar aunque sólo sea una centésima parte del sufrimiento que han causado a otros es más fuerte que el afán de justicia? ¿Qué hacer, si hay manos codiciosas que se aferran a una cosecha de bienes regados con la sangre de los muertos?
Como es natural, los que accionaban la manivela de esa picadora de carne en 1937, por ejemplo, ya no son jóvenes, tendrán de cincuenta a ochenta años. Han pasado la mejor época de su vida y no han conocido la pobreza, sino la abundancia y la comodidad. Por eso ya no se les puede aplicar un desquite equivalente,ya es demasiado tarde. Pero seamos magnánimos, está bien, no los fusilemos, no los atiborremos de agua salada, no los cubramos de piojos, no los embridemos con la «golondrina», no los tengamos de pie toda una semana sin dormir, no los golpeemos con las botas ni con porras de goma, no les oprimamos el cráneo con un aro de hierro, no los empotremos en una celda como si fueran maletas unas encima de las otras, ¡no hagamos nada de lo que hicieron ellos! ¡Pero ante nuestro país y ante nuestros hijos tenemos la obligación de encontrarlos y juzgarlos a todos ! Juzguemos no tanto a ellos como a sus crímenes. Logremos que cada uno de ellos diga por lo menos en voz alta:
—Sí, soy un verdugo y un asesino.
Y si esto se pronunciara en nuestro país tan sólo un cuarto de millón de veces (para no estar por debajo, en proporción con Alemania Occidental), ¿no sería ya bastante?
En pleno siglo XX ya no podemos seguir durante decenios sin distinguir entre atrocidades juzgables ante un tribunal y un «pasado» que no conviene «remover».
¡Debemos condenar públicamente la ideamisma de que unos hombres puedan ejercer la violencia contra otros! Cuando silenciamos el vicio metiéndolo en el cuerpo para que no asome al exterior, lo estamos sembrando y acabará por brotar miles de veces más en el futuro. Si no castigamos, si ni siquiera censuramos a quien cometióel mal, estamos haciendo algo más que velar la vejez de un miserable, estamos privando a las nuevas generaciones de todo fundamento de justicia. Así crecen los «indiferentes», y no por culpa de una «débil labor educativa». Los jóvenes asimilan que la vileza nunca se castiga en la tierra, y que, al contrario, siempre aporta bienestar.
¡Qué desasosiego, qué horror, vivir en semejante país!
5. La primera celda. El primer amor
¿Qué tienen que ver las celdas con el amor? Ah, claro, seguramente te encerraron en la Casa Grande durante el bloqueo de Leningrado, ¿verdad? Entonces se comprende, si sigues vivo es porque te encerraron allí. Era el mejor sitio de Leningrado, y no sólo para los jueces de instrucción que hasta vivían ahí y tenían despachos en los sótanos en caso de bombardeo. Bromas aparte, en aquella época, cuando en Leningrado la gente no se lavaba y tenía el rostro cubierto por una costra negra, en la Casa Grande al preso le daban una ducha caliente cada diez días. Cierto que sólo había calefacción en los pasillos, para los vigilantes —las celdas no se calentaban—, pero también es verdad que en la celda había agua corriente y un retrete. ¿En qué otro sitio de Leningrado había de esto? Y de pan, tanto como en la calle: ciento veinticinco gramos. Pero además, una vez al día, ¡caldo de carne de caballo! ¡Y kasha* líquida a diario!
¡Como para ser gato y tenerle envidia a los perros! ¿Pero y el calabozo? ¿Y la suprema?*
No, no es por eso. No es por eso...
Hay que pararse por un momento y hacer repaso con los ojos cerrados: por cuántas celdas has pasado durante tu condena. Hasta cuesta contarlas. Y en cada una de ellas había gente, gente... En ésta, dos personas, en aquella, centenar y medio. En unas estuviste cinco minutos, en otras, un largo verano.
Pero siempre, entre todas las demás celdas de tu cuenta particular habrá una primera en la que encontraste a tus semejantes, hombres con quienes te unía un destino quebrado.
La recordarás toda la vida, y quizá sólo haya otra cosa que puedas recordar con tanta emoción: el primer amor. Y a estos hombres que compartieron contigo el suelo y el aire de aquel cubo de piedra —en unos días en que revisabas toda tu vida bajo un nuevo prisma– a estos hombres habrás de recordarlos como si fueran de la familia.
Y es que en aquellos días ellos eran tu única familia.
Lo vivido en la primera celda de tu sumario no tiene semejanza alguna con toda tu vida de antesni de después.Aunque las cárceles hayan existido durante milenios antes de ti, y aunque las seguirá habiendo después (quisiera pensar que por menos tiempo...), la celda única, irrepetible es aquella en la que pasaste la instrucción.
Seguramente, era un lugar horrible para un ser humano. Una cija infestada de piojos y de chinches, sin ventana, sin ventilación ni catres, con el suelo sucio, una caja denominada KPZ, dependiente de un soviet rural, una comisaría de policía, un puerto o una estación. [114] 2(Diseminadas por todo el país, las KPZ y las DPZ son lo que más abunda, es en ellas donde está el grueso de la gente.) Una celda individual en la cárcel de Arjánguelsk, donde los cristales están embadurnados de minio para que la mutilada luz del Señor te llegue sólo como un reflejo purpúreo y deba arder perpetuamente en el techo una bombilla de quince vatios. O la «individual» de la ciudad de Choibalsán, donde sobre seis metros cuadrados de suelo estuvimos durante meses catorce personas pegadas unas a otras, cambiando de sitio todos a una las piernas encogidas. O una de las celdas «psíquicas» de Lefórtovo, como la n° 111, pintada de negro, también con una bombilla de veinte vatios encendida las veinticuatro horas del día; pero en lo demás, como cualquier otra celda de Lefórtovo: piso de asfalto, el grifo de la calefacción en el pasillo, en manos del celador, y, lo más importante, un desgarrador rugido durante horas (de los túneles aerodinámicos del vecino Instituto Central de Aerodinámica e Hidrodinámica, aunque es imposible creer que no fuera adrede). Este rugido hacía que la escudilla y la taza se deslizaran por la mesa con la vibración, era inútil intentar hablar, aunque sí se podía cantar a pleno pulmón sin que te oyera el vigilante. Cuando cesaba el bramido te inundaba un bienestar mucho más dulce que la misma libertad.
Pero no era ese suelo sucio, ni esas paredes siniestras, ni ese hedor de la cubeta de lo que te encariñabas, sino de aquellas personas con las que obedecías la orden de dar media vuelta; te encariñabas de algo que trepidaba en vuestras almas, de sus palabras, a veces asombrosas, y de los pensamientos libres y flotantes que nacían en ti precisamente por estar ahí, unos pensamientos que hasta hacía poco no habrías podido alcanzar por resultarte demasiado elevados.
¡Y cuánto te había costado llegar a esta primera celda! Te habían tenido en un foso, o en un box, o en un sótano. Nadie te había dirigido una palabra humana, nadie te había mirado con ojos humanos, no hacían más que picotearte el cerebro y el corazón con sus fauces de hierro. Tú gritabas, tú gemías, y ellos reían.
Durante una semana, o un mes, te encontraste solo entre enemigos, te despediste ya de la razón y de la vida; y llegaste al punto de saltar del radiador de la calefacción para partirte la cabeza contra el cono de hierro del desagüe. Y de pronto, estabas vivo y rodeado de amigos. Y la razón volvía a ti.
¡Esto es la primera celda!
Esperabas esa celda, soñabas con ella casi tanto como con la liberación, pero te sacaban de una rendija para meterte en una madriguera, de Lefórtovo a la legendaria y diabólica Su-jánovka.
Sujánovka era una prisión terrible, una cárcel así sólo la podía tener el MGB. Los jueces de instrucción pronunciaban su nombre como un susurro siniestro para asustar al compañero preso. (Y a los que entraban en ella, después no había forma de preguntarles: o salían delirando incoherencias, o ya no estaban entre los vivos.)
Sujánovka era el antiguo monasterio de Santa Catalina y estaba formada por dos edificios: uno era el de condenados Y el otro, de sesenta y ocho celdas, el de reclusión preventiva mientras durase la instrucción. Los furgones tardaban dos horas en llegar allí. Pocos sabían que la prisión se encontraba a pocos kilómetros de Gorki Leninskie y de la antigua hacienda de Zinaida Volkónskaya. En sus alrededores se extiende un bello paraje.
Para aturdir al recién llegado, lo metían en un calabozo donde debía estar de pie. Era tan estrecho que, sí te fallaban las fuerzas, había que sostenerse apoyando las rodillas en la pared, no había otra manera. En ese calabozo le tenían a uno más de veinticuatro horas, para que su espíritu se sometiera. En Sujánovka daban una comida delicada y sabrosa, como en ninguna otra parte del MGB, porque la traían de la casa de reposo de arquitectos y no disponían de cocina aparte para preparar bazofias de cerdo. Pero lo que se comía un arquitecto —las patatas asadas y las albóndigas– aquí alcanzaba para doce personas. Por eso, además de andar siempre con hambre, como en todas partes, el preso sentía una exasperación más dolorosa.
Las celdas del antiguo monasterio estaban calculadas para dos personas, pero a los encausados sometidos a instrucción solían tenerlos a razón de uno por celda. Las celdas eran de metro y medio por dos. [115] 3En el suelo de piedra había empotradas dos pequeñas sillas redondas, como troncos cortados. El vigilante abría una cerradura de gorjas y sobre cada silla caía de la pared —para las siete horas nocturnas (es decir, para las horas de interrogatorio, pues de día nunca llevaban a instrucción)– un estante con un jergón de paja de talla infantil. De día el asiento quedaba libre, pero estaba prohibido sentarse en él. Además, había una especie de tabla de planchar sobre cuatro tubos verticales: era la mesa. El ventanuco de ventilación estaba permanentemente cerrado y el vigilante sólo lo abría por la mañana durante diez minutos valiéndose de una clavija. La pequeña ventana era de cristal armado. Paseos no los había nunca, el retrete sólo a las seis de la mañana, es decir, cuando ningún vientre lo necesita, y por la noche no había retrete. Para cada sección de siete celdas, dos vigilantes. Por esto le observaban a uno por la mirilla con tanta frecuencia como poco tiempo necesitaba el vigilante para pasar ante dos puertas y pararse a la tercera. Éste era el objetivo de la silenciosa Sujánovka: no permitirle a nadie ni un minuto de sueño, ni un minuto robado para la vida privada. Constantemente observados, constantemente a su merced.
Pero si superabas este duelo con la locura y todas las tentaciones de la soledad, si no sucumbías, ¡entonces eras digno de tu primera celda! Entonces tu alma podía cicatrizar.
Pero aunque te hubieras rendido enseguida, aunque hubieras cedido en todo y traicionado a todos, igualmente estabas maduro para tu primera celda, si bien habría sido mejor que no llegases a ese instante feliz, sino haber muerto victorioso en los sótanos sin haber echado una sola firma.
En la celda, ves por primera vez otros hombres que no son enemigos. Coincides por primera vez con otros hombres vivos [116] 4que siguen tu mismo camino y con quienes puedes fundirte en una gozosa palabra: nosotros .
Sí, esta palabra, que quizá llegaste a detestar en la calle porque la utilizaban para suplantarte como individuo («¡Todos nosotros, como un solo hombre!» «¡Nosotros ardemos de indignación!», «¡Exigimos!», «"Juramos...!»), ahora descubres en ella un sabor dulce: ¡No estás solo en el mundo! ¡Aún quedan seres inteligentes, con alma: aún quedan personas !
* * *
Tras cuatro días enteros de duelo cuerpo a cuerpo con mi juez de instrucción, el vigilante, habiendo esperado a que sonara el toque de retreta y me tendiera bajo la cegadora iluminación eléctrica del box, empezó a abrir mi puerta. Yo lo oía perfectamente, pero antes de que dijera: «¡Levántese! ¡A declarar!», quería permanecer tendido tres centésimas de segundo más, con la cabeza sobre la almohada e imaginarme que dormía. Pero esta vez el vigilante se salió de lo aprendido: «¡Levántese! ¡Recoja la cama!».
Desconcertado y disgustado, pues era el momento más preciado del día, me envolví los pies con los peales, me calcé las botas, me puse el capote, el gorro de invierno y abarqué el colchón de una brazada. De puntillas, haciéndome constantemente señas para que no metiera ruido, el carcelero me condujo por el pasillo —silencioso como una tumba– del tercer piso de la Lubianka. Pasamos ante la mesa del vigilante del pabellón, ante los brillantes números de las celdas y las tapas verde oliva abatidas sobre las mirillas, y me abrió la celda n° 67. Entré y él cerró de inmediato la puerta a mi espalda.
Apenas habría pasado un cuarto de hora desde el toque de retreta, pero los presos disfrutan de un tiempo de sueño tan frágil e inseguro, además de escaso, que, a mi llegada, los habitantes de la celda n° 67 ya dormían en sus camastros metálicos con las manos por encima de la manta.
En las cárceles internas de la GPU-NKVD-KGB se fueron inventando paso a paso diferentes medidas vejatorias como complemento de las normas penitenciarias ya establecidas. Los que estuvieron presos a principios de los años veinte no conocieron esas medidas, y, además, por aquel entonces de noche se apagaba la luz, como entre las personas. Lo de dejar la luz encendida empezó siguiendo un fundamento lógico: era menester poder ver a los presos en cualquier momento de la noche (si la encendían en el momento de inspeccionar la celda aún era peor). Además, había orden de que las manos se mantuvieran encima de la manta, para que el preso no pudiera estrangularse en secreto y zafarse del justo sumario. Tras un estudio experimental quedó comprobado que en invierno siempre dan ganas de meter las manos bajo la manta, para que estén calientes, y por ello la medida fue aprobada definitivamente.
Los tres presos se estremecieron al oír el ruido de la puerta al abrirse y levantaron instantáneamente la cabeza. También ellos esperaban que los llevaran a interrogatorio.
Y esas tres cabezas incorporadas por el susto, esas tres caras sin afeitar, ajadas y pálidas, me parecieron tan humanas y tan entrañables que permanecí de pie, abrazado a mi colchón, sonriendo de felicidad. Ellos también sonrieron. ¡Vaya si había olvidado esa expresión! ¡Y tan sólo en una semana!
—¿De la calle? —me preguntaron. (La primera pregunta que suele hacerse al novato.)
—No..o —respondí. (La primera respuesta que suele dar el novato.)
Ellos se referían a que seguramente a mí me habrían arrestado hacía poco y que por tanto venía de la calle.Pero yo, que ya había pasado noventa y seis horas de instrucción, no me consideraba ni mucho menos un recién llegado «de la calle».
¿Acaso no era ya un preso experimentado? Pero, aunque a mí no me lo pareciera, yo venía de la calle. Y un vejete imberbe, de vivaces cejas negras, ya me estaba preguntando por las novedades de la guerra y la política. ¡Era asombroso! Aunque estábamos ya a últimos de febrero, no sabían nada de la Conferencia de Yalta, ni del cerco de la Prusia Oriental, ni de nuestra ofensiva sobre Varsovia de mediados de enero, ni siquiera tenían noticia de la deplorable retirada de los aliados en diciembre. [117]Las normas estipulaban que los presos sujetos a instrucción no debían saber nada del mundo exterior. Y efectivamente, no sabían nada.
Estaba dispuesto a pasarme media noche contándoselo todo, con orgullo, como si todas las victorias y los cercos fueran obra mía. Pero el vigilante de turno entró mi cama y hubo que colocarla sin hacer ruido. Me ayudó un joven de mi edad, también militar: su guerrera y su gorra de aviador colgaban de la barra de la cama. Éste ya había tenido ocasión de preguntarme antes que el viejo, pero no por saber sobre la guerra, sino por si tenía tabaco. Sin embargo, por mucho que estuviera dispuesto a abrir mi corazón a mis nuevos amigos, y por pocas que fueran las palabras pronunciadas en esos escasos minutos, aquel joven emanaba algo extraño, aunque fuera de mi edad y compañero de armas. Me cerré ante él de inmediato y para siempre.
(Yo aún no sabía lo que era una «clueca», [118]ni que por norma debía haber una en cada celda, ni había tenido tiempo de recapacitar y decirme que aquel hombre, G. Kramarenko, no me gustaba; pero dentro de mí ya se había puesto en marcha un relé espiritual, una célula de detección que cerró para siempre el contacto con aquel hombre. De ser éste el único caso, no lo habría mencionado, mas bien pronto —con tanto asombro y entusiasmo como angustia– descubrí que este mecanismo interior tenía una cualidad natural y perenne. Pasaron los años, compartí catres, anduve en formación y trabajé en brigadas con muchos centenares de hombres, y ese misterioso relé-detector, en cuya creación no hay ningún mérito mío, siempre se ponía en funcionamiento antes de que yo me acordara de él. Se accionaba ante un rostro, unos ojos o los primeros sonidos de una voz, tras lo cual yo me abría a aquel hombre de par en par, dejaba sólo un resquicio, o bien me cerraba herméticamente. Era siempre tan infalible, que todo el trajín de los delegados operativos para proveerse de chivatos empezaba a pa-recerme una minucia: el que se presta a ser traidor, siempre lo lleva escrito en la cara y en la voz, algunos con hábil fingimiento, pero de todos modos se ve que no son trigo limpio. Por el contrario, mi detector me ayudaba a distinguir desde el primer momento a quién podía confiar lo más íntimo, aquellas profundidades y secretos por los cuales le cortan la cabeza a uno. Así pasé ocho años de reclusión, tres años de destierro y otros seis años de escritor clandestino, no menos peligrosos, y en estos diecisiete años me puse en manos de decenas de personas sin pensármelo dos veces, ¡y jamás di un traspiés! No he leído en ninguna parte nada sobre esto, y lo escribo ahora para los aficionados a la psicología. Creo que muchos llevamos dentro estos mecanismos espirituales, aunque como personas de un siglo demasiado tecnificado e intelectual desdeñamos esta maravilla y no dejamos que se desarrolle en nuestro interior.)
Instalamos la cama, era el momento de comenzar mi relato (naturalmente, entre susurros y tendidos en los catres, para no trocar de repente todo ese confort por un calabozo), pero el tercero de nuestra celda, de mediana edad, con algunas pinchos canos en su rapada cabeza, me miró reprobadoramente y dijo con esa severidad que adorna a los norteños:
—Mañana. La noche es para dormir.
Era lo más sensato. En cualquier momento podían sacar a uno de nosotros, llevárselo a interrogatorio y tenerlo ahí hasta las seis de la mañana. Entonces el juez de instrucción se iría a dormir, pero en la celda ya no nos estaría permitido acostarnos.
Una noche de sueño sin sobresaltos era más importante que todos los destinos del planeta.
Había además otro obstáculo que no saltaba a la vista, pero que pude sentir desde las primeras frases de mi relato, aunque de momento no acertara a darle un nombre: se había producido (con la detención de cada uno de nosotros) una inversión de polos universal, cualquier concepción que tuviéramos antes había dado un giro de ciento ochenta grados. Bien podría ser que lo que yo había empezado a contar con tanto arrobamiento ahora no resultara grato a ese nosotrosque formábamos en la celda.
Se pusieron de costado, se cubrieron los ojos con el pañuelo para protegerse de la bombilla de doscientos vatios, se envolvieron con toallas el brazo expuesto al frío encima de la manta, escondieron con disimulo el otro y se durmieron.
Y yo, rebosante de felicidad por estar entre personas. Hacía una hora no contaba con que me llevaran con otros. Mis días podrían haber acabado de un tiro en la nuca (como no se cansaba de prometerme el juez de instrucción) sin haber vuelto a ver gente. La instrucción sumarial seguía pendiendo sobre mí, pero, ¡qué poco importante me parecía ahora! Mañana yo les contaría a ellos (no de mi causa,naturalmente), y ellos a mi. ¡Qué interesante iba a ser el día siguiente, uno de los mejores de mi vida! (Desde muy temprano y de forma muy clara tuve la impresión de que la cárcel no iba a ser un abismo, sino un giro importantísimo en mi vida.)
Me interesaba cada insignificancia de la celda, había perdido el sueño, y cuando no observaban por la mirilla yo examinaba la habitación disimuladamente. Por ejemplo, en lo alto de una pared había una pequeña hendidura, de unos tres ladrillos, sobre la que colgaba una cortina de papel azul. Mis compañeros aún habían tenido tiempo de confirmármelo: ¡Sí, era una ventana! ¡La celda tenía ventana! La cortina era una defensa pasiva ante los ataques aéreos. Mañana habría una débil luz diurna, y en pleno día apagarían unos cuantos minutos aquella hiriente bombilla. ¡Eso era mucho! ¡Vivir de día con la luz del día!
En la celda había también una mesa. Sobre ésta, en el lugar más visible, una tetera, un ajedrez y Una pila de libros. (Entonces no sabía por qué estaban puestos justo en el lugar más visible. Resultó que, de nuevo, se debía a la normativa de la Lubianka: el vigilante debía cerciorarse, observando cada minuto por la mirilla, de que no se abusaba de tanta generosidad de la Administración, que no se hacían boquetes en la pared con la tetera, que nadie se tragara las piezas de ajedrez y dejara como saldo un ciudadano menos de la URSS, que nadie prendiera fuego a los libros con la intención de incendiar la cárcel. Las gafas de los presos se consideraban un arma tan peligrosa que ni en la mesa permitían dejarlas de noche; la Administración las recogía hasta la mañana siguiente.)