Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Es más —desarrolla su argumento el fiscal– si todo esto fuera verdad (lo de las torturas), no se comprende qué puede haberles inducido a esta confesión unánime, a coro, sin divergencias ni desacuerdos. A ver, ¿ dónde habrían podido llegar a tan gigantesco consenso? ¡Ya saben que no podían comunicarse entre sí durante la instrucción del sumario!
(Unas páginas más adelante, un testigo superviviente nos dirá dónde...)
No voy, ahora, a revelar al lector en qué consiste el famoso «enigma de los procesos de Moscú de los años treinta» (primero causó intriga el propio «Partido Industrial», y luego el enigma se centró en los procesos contra los máximos dirigentes del partido). Ahora le toca al lector explicármelo a mí.
Porque no es que fueran dos mil los implicados en este asunto, ni siquiera doscientos o trescientos los que comparecieron ante el tribunal, sino tan sólo ocho personas. Y dirigir un coro de ocho personas no es nada del otro mundo. Sobre todo si Krylenko, que tuvo a miles donde elegir , si pasó dos años seleccionando a sus actores. ¿Que Palchinski no se doblega? Pues, fusiladlo (y declaradlo «dirigente del Partido Industrial» a título póstumo; así es como se le cita en las de claraciones, aunque no se haya conservado ni una sola de sus palabras). Luego esperaban obtener cuanto les hacía falta de Jrénnikov, pero éste tampoco cedió. De ahí que sólo figure una sola vez, y encima en letra menuda: «Jrénnikov murió durante la instrucción del sumario». Esto, escribídselo en letra menuda a los tontos, que nosotros al menos esto sí lo sabemos y vamos a escribirlo con letras bien gordas: ¡TORTURADO / MUERTE DURANTE LA INSTRUCCIÓN DEL SUMARIO! (También a él lo declararon «dirigente del Partido Industrial» a título póstumo. Y si por lo menos hubiera la más mínima prueba contra él, una sola declaración en medio del coro general: pero no hay ninguna. ¡Y no la hay porque jamás hizo ninguna ! ) Y de pronto el gran hallazgo: ¡Ramzin ¡Qué energía, qué garra! ¡Está dispuesto a todo con tal de vivir! ¡Y qué talento! Lo detuvieron a finales del verano, cuando el proceso estaba a punto de comenzar, y no sólo le dio tiempo a meterse de lleno en su personaje, sino que hasta parece que hubiera sido él quién compusiera todo el libreto, se hizo con un montón de materiales interrelacionados y los sirvió todos primorosamente compuestos; cualquier apellido, cualquier hecho. A veces hasta hacía gala de una lánguida ampulosidad: «Las actividades del Partido Industrial estaban hasta tal punto ramificadas que ni en once días de juicio sería posible descubrirlas en todo su detalle» (es decir: ¡Buscad! ¡Seguid buscando!). «Estoy firmemente convencido de que en los círculos de ingenieros se mantiene todavía un pequeño poso antisoviético.» (¡Venga, a por más! ¡Aún faltan unos cuantos!) Y qué dotes: sabe que se trata de un enigma y que a los enigmas hay que darles una explicación artística. Y, tan carente de sentimientos como una estaca, descubre de pronto en sí mismo «los rasgos del criminal ruso, cuya remisión exige arrepentimiento público».
Ramzin ha sido injustamente olvidado por los rusos. Cínico y deslumbrante, creo que merece convertirse en el arquetipo del traidor. ¡El fuego de Bengala de la traición! Cierto que no fue el único en su época, pero fue un caso eminente.
En suma, toda la dificultad de Krylenko y de la GPU estribaba únicamente en no equivocarse al escoger a las personas. De todos modos, el riesgo no era tan grande: cualquier mercancía que se les estropeara durante la instrucción podían enviarla a la tumba. Y en cuanto a los que pasaran por la criba y el cedazo, ¡a curarlos, a cebarlos un poco, y a presentarlos en el proceso!
¿En qué consistía, pues, el enigma? ¿En el tratamiento que les aplicaban? Pues nada más simple: ¿quiere usted vivir ? (Aunque a uno no le preocupe su propia vida, es posible que tenga hijos o nietos en que pensar.) ¿Es que no entiende que no nos cuesta nada fusilarlo sin salir siquiera del patio de la GPU? (Sin duda alguna. Y al que todavía no lo haya comprendido le aplican un tratamiento de extenuación en la Lubianka.) Pero será más provechoso tanto para usted como para nosotros que se avenga a representar cierto espectáculo cuyo texto escribirá usted mismo, como especialista; nosotros, los fiscales, nos estudiaremos el papel y nos esforzaremos en retener los términos técnicos. (En el juicio, Krylenko confundía a veces el eje de los vagones con los de la locomotora.) Puede que le resulte desagradable y deshonroso tomar parte en el espectáculo, pero ¡hay que hacer de tripas corazón! ¡Es la vida lo que está en juego! ¿Y cómo sé yo que después no me fusilarán? ¿Y por qué íbamos a vengarnos de usted? Ustedes son unos especialistas magníficos que no han cometido ningún crimen, nosotros los valoramos. Fíjese, además, en los muchos procesos por empecimiento que llevamos, y a todo el que se comportó correctamente lo hemos dejado con vida. (Conceder gracia a los acusados que habían sido obedientes era un requisito importante para el éxito de futuros procesos. Así, como una cadena, fue transmitiéndose esta esperanza hasta Zinóviev-Kámenev.) ¡Pero eso sí, debe cumplir todas nuestras condiciones, hasta la última! ¡El proceso debe redundar en provecho de la sociedad socialista!
Y los acusados cumplen todas las condiciones...
Toda la sutileza de la oposición intelectual de los ingenieros es reducida a sucio empecimiento, para que resulte accesible hasta al último de los alumnos en curso de alfabetización (¡Pero no se hablaba todavía de vidrios triturados en el plato de los obreros! A la fiscalía aún no se le había ocurrido.)
Luego venía el tema de la ideología. ¿Por qué habían empezado a empecer? A causa de una ideología hostil. ¿Y por qué ahora confesaban todos a una? Pues también por motivos ideológicos, ¡habían quedado subyugados (en prisión) por un Plan Quinquenal entrado ya en su tercer año, con su faz llameante entre altos hornos! En sus últimas declaraciones, piden ciertamente que se les conserve la vida, pero para ellos esto ya no es lo más importante. (Fedótov: «¡No hay perdón para nosotros! ¡El acusador tiene razón!».) En el quicio de la muerte lo más importante para estos extraños acusados es convencer al pueblo y a todo el mundo de la infalibilidad y clarividencia del Gobierno soviético. Ramzin, encomia de forma particular «la conciencia revolucionaria de las masas proletarias y de sus guías», que «han sabido abrir a la política económica caminos incomparablemente más seguros» que los científicos, y que han calculado con mucho más acierto los ritmos de desarrollo económico. Ahora «he llegado a comprender que es necesario dar una zancada adelante, que hay que dar un salto, [217] 19que hay que tomar al asalto...» (pág. 504), etcétera, etcétera. Lárichev: «La Unión Soviética no puede ser vencida por un mundo capitalista en decadencia». Kalínnikov: «La dictadura del proletariado es una necesidad inevitable ...Los intereses del pueblo ylos del régimen soviético se funden en una sola dirección». Por cierto, también en el agro: «La línea general del partido —eliminar a los kulaks– es la correcta». Mientras esperan oír su condena, les da tiempo a opinar sobre todo... y por la garganta de estos intelectuales arrepentidos se abre paso, hasta una profecía: «A medida que se vaya desarrollando la sociedad, la vida individual deberá restringirse... La voluntad colectiva constituye una forma superior» (pág. 510).
Así, gracias al esfuerzo de estos ocho hombres uncidos a un mismo yugo, se alcanzaron todos los fines del proceso:
1. Todo lo que no anda en el país, el hambre, el frío, la carencia de ropa de abrigo, el caos y la estulticia patente, se carga en la cuenta de los ingenieros-empecedores.
2. Se intimida al pueblo con la amenaza de intervención extranjera y se le dispone para nuevos sacrificios.
3. Se destruye la solidaridad entre los ingenieros, la intelectualidad queda atemorizada y dividida.
Y para que no quede la menor duda sobre este tercer objetivo del proceso, Ramzin proclama una vez más, con gran precisión:
«Quisiera que, como resultado de este proceso contra el Partido Industrial, se pudiera poner punto final de una vez por todas... al oscuro e infame pasado de toda la intelectualidad»(pág. 49).
Lo mismo dice también Lárichev: «Esta casta debe ser destruida...¡No hay ni puede haber lealtad entre los ingenieros!» (pág. 508). Y Ochkin: la intelectualidad «es algo viscoso y, como dijo el acusador del Estado, carece de espina dorsal, la intelectualidad está indiscutiblemente invertebrada... ¡Cuánto mayor no es el olfato del proletariado!» (pág. 509). (No sé por qué, lo más importante del proletariado es siempre el olfato... Como si fuera una cuestión de narices.)
¿Cómo iban a fusilar a quienes tanto habían puesto de su parte? Primero se dictó sentencia contra el principal de ellos: pena de muerte, conmutada acto seguido por diez años de cárcel. (Y a Ramzin lo mandaron a organizar una «sharashka»* de ingenieros termodinámicos.)
Así se escribió durante décadas la historia de nuestra intelectualidad, desde el anatema de los años veinte (recuerde el lector: «no son el cerebro de la nación sino la mierda», «aliada de los generales negros», «agente a sueldo del imperialismo») hasta el anatema de los años treinta.
¿Cabe asombrarse de que la palabra «intelectualidad» se haya consolidado en nuestro país como un insulto?
¡He aquí cómo se fabricaban los procesos judiciales públceos! La inquieta mente de Stalin había alcanzado por fin su ideal. (Ya les hubiera gustado algo así a esos envidiosos de Hi tler y Goebbels, pero los muy chapuceros se cubrieron de ridículo con su incendio del Reichstag...)*
Se había conseguido un patrón, un espectáculo que podía mantenerse en cartel muchos años y repetirse incluso cada temporada, según indicara el Gran Director. Y en esto que tuvo a bien ordenar que la próxima función fuera dentro de tre meses. Queda poco tiempo para ensayar, los plazos son precipitados, pero no importa. ¡Pasen y vean! ¡Sólo en este teatro Todo un estreno.
Proceso contra el Buró Central de los mencheviques
(1-9 de marzo de 1931). Sesión extraordinaria del Tribunal Supremo. Presidente, por la razón que sea, Shvernik. Los demás, todos en sus puestos habituales: Antónov-Saratovski, Krylenko, y su asistente Roguinski. Los directores de escena, mucho más seguros de sí mismos (ya que en esta ocasión no se trata de un asunto técnico, sino de partidos políticos, algo que tienen más por la mano), sacan esta vez a escena a catorce acusados.
Y todo se desarrolló como la seda, hasta tal punto, que era como para quedarse con la boca abierta.
Tenía yo entonces doce años y hacía tres que leía con atención todo lo que tuviera que ver con la política en las enormes páginas de Izvéstia.También me había leído, renglón a renglón, las actas taquigráficas de ambos procesos. En el proceso contra el «Partido Industrial», mi corazón infantil percibía ya claramente el exceso, la mentira y la manipulación, pero por lo menos allí había unos decorados impresionantes: ¡Varios países tramando una intervención! ¡Paralización de toda la industria! ¡Reparto de carteras ministeriales! En cambio, en el proceso de los mencheviques, los decorados lucían menos, por más que fueran exactamente los mismos, y los actores articulaban las palabras sin entusiasmo. El espectáculo era tan aburrido que entraban ganas de bostezar, era una reposición insípida y sin talento. (¿Podía sentirlo hasta Stalin a pesar de su piel de rinoceronte? ¿Cómo explicar, si no, que no siguiera adelante con el proceso contra el Partido Obrero y Campesino y que durante unos cuantos años no hubiera juicio alguno?)
Sería aburrido ponernos de nuevo a interpretar los hechos por medio de las notas taquigráficas. En este caso disponemos de un testimonio, más fresco, de uno de los principales inculpados en este proceso: Mijaíl Petróvich Yakubóvich. La instancia que presentó para conseguir la rehabilitación, en la que se exponen los amaños habidos, se ha filtrado al Samizdat, nuestro salvador, y la gente ya puede leer qué sucedió en rea-lidad. [218] 20
La rehabilitación le fue denegada: el proceso ya había sido cincelado en las tablas de oro de nuestra historia, y ya se sabe, no se puede tocar ni una sola piedra, ¡no sea que se venga todo abajo! M.P. Yakubóvich sigue, pues, teniendo antecedentes penales, pero a guisa de consolación ¡se le ha otorgado una pensión honoríficapor sus actividades revolucionarias! La de monstruosidades que se han hecho en nuestro país.
Su relato explica documentalmente toda la cadena de procesos que se celebraron en Moscú en los años treinta.
¿Cómo se organizó el inexistente «Buró Central»? A la GPU se le había encomendado una tarea que respondía a un plan: demostrar que los mencheviques se hallaban hábilmente infiltrados, con fines contrarrevolucionarios, en importantes puestos del Estado. No obstante, la verdadera situación no se correspondía con este esquema, porque los mencheviques de verdad no ocupaban puesto alguno. Pero no fueron los auténticos los que tuvieron que vérselas con el tribunal. (V.K. Ikov, según dicen, sí había formado parte de un buró menchevique en Moscú, una organización ilegal, de plácida e inactiva existencia, pero en el proceso ni siquiera esto se supo. En el juicio, Ikov no pasó de un segundo plano y fue condenado a ocho años.)La GPU había ingeniado la trama siguiente: debía haber dos miembros procedentes del VSNJ, dos del Comisariado de Comercio, dos del Banco Estatal, uno de La Unión Central de Cooperativas de Consumo, uno del Gosplán. (¡Qué poca imaginación!) Y por esto, los elegíansegún el cargo que ocuparan. Y en cuanto a si eran o no mencheviques en realidad, se procedió de oídas. Otros fueron detenidos sin ser en absoluto mencheviques, pero se les ordenó comportarse como tales. A la GPU no le interesaban en absoluto las verdaderas convicciones políticas de los acusados. Ni siquiera se conocían todos entre sí. Arrambaron también, como testigos, con los mencheviques que encontraron. (Y todos los testigos salieron del proceso con una condena.)
Uno de ellos fue Kuzmá Antónovich Gvózdev, hombre de aciago destino. Aquel mismo Gvózdev, presidente del grupo obrero del Comité de la Industria de Guerra, que fue liberado de la prisión de las Cruces* por la Revolución de Febrero y fue convertido en ministro de Trabajo. Gvózdev devino uno de los mártires de larga permanenciaen el Gulag. Los chekistas lo cogieron por primera vez en 1919, pero él se las ingenió para escabullirse (tuvieron largo tiempo sitiada a la familia, como si estuviera bajo arresto, y no dejaban que los niños fueran a la escuela). Luego levantaron la orden de arresto, pero en 1928 lo prendieron definitivamente, y desde entonces estuvo encerrado sin interrupción hasta 1957, año en que volvió a casa, enfermo de gravedad, tras lo cual no tardó en morir.
Ramzin volvió a actuar de testigo, con tanto servilismo como locuacidad. Pero las esperanzas de la GPU estaban depositadas en el principal acusado, Vladímir Gustávovich Grohman (miembro tristemente famoso de la Duma Estatal) y en el agente provocador Petunin.
Presentemos ahora a M. Yakubóvich. Comenzó a hacer el revolucionario tan pronto que ni siquiera llegó a terminar la escuela. En marzo de 1917 era ya presidente del Soviet de Diputados de Smolensk. Era un orador elocuente y muy escuchado, gracias a la fuerza de sus convicciones (que sin cesar lo arrastraban a alguna parte). En una asamblea del Frente Occidental calificó imprudentemente de enemigos del puebloa los periodistas que exigían la continuación de la guerra —¡en abril de 1917!– y por poco lo sacan de la tribuna a punta de bayoneta. Se disculpó, y supo dar a su discurso tales giros, de tal modo se metió al público en el bolsillo, que, al final de su intervención, volvió a acusar de enemigos del pueblo a esos periodistas, pero ahora ya entre tumultuosos aplausos, tras lo que fue elegido miembro de una delegación que iban a enviar al Soviet de Petrogrado. Apenas llegado, con la informalidad habitual en aquella época, fue designado miembro de la comisión militar del Soviet de Petrogrado, donde ejerció una gran influencia en los nombramientos de los comisarios del Ejército. [219] 21Al final él mismo se incorporó al ejército del Frente Sudoeste como comisario, y en Berdichev procedió en persona a la detención de Deníkin (tras el pronunciamiento de Kor-nílov). Más adelante lamentaría enormemente (también durante el proceso) no haberlo mandado fusilar de inmediato.
De ojos claros, siempre muy sincero y en todo momento muy imbuido en sus ideas, realistas o no, se le tenía por uno de los miembros más jóvenes del partido menchevique, y en efecto lo era. Esto no le impedía proponer, con audacia y pasión, sus proyectos a la dirección del partido. Los proyectos eran por el estilo de los siguientes: formar un Gobierno so-cialdemócrata en la primavera de 1917, o que los mencheviques entraran en la Komintern en 1919 (todas sus propuestas eran rechazadas sistemáticamente por Dan y los demás). En julio de 1917 sintió un enorme pesar y consideró un error fatal que el Soviet —socialista– de Petrogrado aprobara el uso de tropas contra los bolcheviques por parte del Gobierno Provisional, aunque los primeros hubieran tomado las armas. Así que se produjo el golpe de Estado de Octubre, Yakubóvich propuso que su partido apoyara por entero a los bolcheviques y les brindara su participación activa para mejorar el régimen estatal que aquéllos crearan. Al final se ganó la maldición de Martov, y en 1920 abandonó de forma definitiva a los mencheviques, perdida ya la esperanza de poder encarrilarlos en la senda del bolchevismo.
Si cuento todo esto con tanto detalle es para que quede clara una cosa: durante toda la Revolución, Yakubóvich no fue un menchevique, sino un bolchevique muy sincero y totalmente desinteresado. En 1920 era todavía comisario de abastos de la gubernia de Smolensk (el único de los comisarios que no era bolchevique), ¡y fue elogiado como el mejor de todo el Comisariado del Pueblo de Abastos! (Aseguraba no haber recurrido a las expediciones punitivas contra los campesinos; no lo sé; pero en el juicio sí mencionó haber empleado destacamentos antiestraperlo.*) En los años veinte dirigió el periódico Diario del Comercioy ocupó otros cargos destacados. Y cuando en 1930, a tenor del plan de la GPU, hubo que retirar a esos mencheviques «infiltrados», lo detuvieron.
Y como todos, fue a parar a manos de carniceros metidos a jueces de instrucción, y le enseñaron todo el muestrario:el calabozo helado, la celda calurosa sin ventilación, los golpes en los genitales. Torturaron tanto a Yakubóvich y a Abram Guinsburg, encausado junto con él, que ambos, desesperados, se abrieron las venas. Una vez restablecidos, ya no los torturaron ni apalearon, solamente los sometieron a dos semanas de insomnio forzado. (Yakubóvich dice: «¡Con tal de poder dormir! ¡Ni la conciencia, ni el honor...».) Y encima tenían careos con otros que ya habían cedido y que les conminaban a «confesar», a chirlar disparates. Y hasta el propio juez de instrucción (Aleksei Alekséyevich Nasedkin) decía: «¡Lo sé, lo sé, no hubo nada de todo esto! ¡Pero es lo que nos exigen!».
Un día, llamado a presencia del juez de instrucción, Yakubóvich encontró allí a un detenido que había sido torturado. El juez sonrió: «Le presento a Moisei Isáyevich Teitelbaum con el ruego de que lo acepte en su organización antisoviética. Hablarán con más libertad sin mí. Les dejo solos un instante». Y se fue. Efectivamente, Teitelbaum le suplicó: «¡Camarada Yakubóvich! Se lo ruego, ¡acépteme en su Buró Central Menchevique! Me acusan de "haber aceptado sobornos de empresas extranjeras", me amenazan con el paredón. ¡Prefiero morir como un contra*que como un preso común!». ¿Y no sería que le habían prometido clemencia si aceptaba ser un contra?(Resulta que tenía razón: lo sentenciaron a una pena pueril, cinco años.) ¡Tan corta andaba de mencheviques la GPU que tenía que reclutar voluntarios para acusarlos! En realidad, a Teitelbaum le esperaba un papel importante: ¡contacto con los mencheviques del extranjero y con la Segunda Internacional! (Pero fueron honestos y se atuvieron a lo convenido: cinco años.) Con el beneplácito del juez, Yakubóvich admitióa Teitelbaum en el Buró Central.
También «admitió» a otros que no se lo habían pedido, por ejemplo, a I.L. Rubin. Éste logró refutar su pertenencia en un careo con Yakubóvich. Después lo marearon durante mucho tiempo, lo «investigaron a fondo» en el izoliatorde Suzdal. Allí se encontró en una misma celda con Yakubóvich y con Sher, que habían declarado contra él (y cada vez que volvía del calabozo a la celda, ellos le cuidaban y compartían los víveres). Rubin le preguntó a Yakubóvich: «¿Cómo se le ocurrió inventar que yo era del Buró Central?». Y Yakubóvich le lanzó una respuesta asombrosa que contiene todo un siglo de tradición intelectual rusa: «Todo el pueblo está sufriendo, y nosotros, los intelectuales, también debemos sufrir».
Pero en la instrucción sumarial de Yakubóvich hubo también momentos inspirados como éste: lo citó a interrogatorio el propio Krylenko. Resulta que se conocían perfectamente, pues en los años del «comunismo de guerra» (entre dos de sus primeros procesos) Krylenko había sido enviado a la gubernia de Smolensk a reforzar la campaña de quejas,e incluso había compartido habitación con Yakubóvich. Y he aquí lo que ahora le dijo Krylenko:
—¡Mijaíl Petróvich, se lo diré sin rodeos: sigo teniéndole por un comunista! (esto animó y espoleó mucho a Yakubóvich). Y no albergo ninguna duda sobre su inocencia. Pero tanto usted como yo tenemos un deber ante el partido: debemos llevar a cabo este proceso. (Para Krylenko se trataba de una orden de Stalin, mientras que Yakubóvich palpitaba por la causa como el fogoso caballo que se apresura a meter la cabeza en la collera.) Ruego, pues, su colaboración y que haga cuanto esté en su mano para que podamos ir siempre un paso por delante de la instrucción sumarial. Y durante el juicio, en caso de que surja alguna dificultad imprevista, le pediré al presidente que le conceda a usted la palabra.
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Y Yakubóvich dio su promesa. Lo prometió consciente de su deber. En todos sus años de servicio es posible que el régimen soviético no le hubiera confiado jamás una misión más importante.
Unos días antes de que se iniciase el proceso, en el despacho del juez de instrucción principal, Dmitri Matvéyevich Dmítriev, se convocó la primera reunión organizativa del Buró Central Menchevique: para coordinarlos a todos y para que cada uno comprendiera mejor cuál era su papel. (¡Así es como había sesionado también el Comité Central del «Partido Industrial»! He aquí donde los acusados «habían podido reunirse», incógnita que había dejado perplejo a Krylenko.) Pero se había acumulado tal cantidad de embustes que no había cabeza que pudiera con tanto; los reunidos lo confundían todo y resultaron incapaces de asimilar tanto en un solo ensayo, por lo que hubo que reunirse una segunda vez.
¿Con qué estado de ánimo se presentó Yakubóvich ante el tribunal? ¿Cómo no iba a montar en el juicio un escándalo mundial por todos los martirios sufridos, por tanta falsedad como le oprimía el pecho? ¡Pero, ojo!:
1. ¡Sería una puñalada por la espalda contra el régimen soviético! Sería negar el objetivo de toda la existencia de Yakubóvich, negar todo el camino que había seguido hasta desligarse del error menchevique y llegar al correcto bolchevismo;
2. Después de semejante escándalo no dejarían que muriera, no se contentarían con fusilarlo, sino que lo torturarían de nuevo, ahora por venganza, hasta llevarlo a la locura, y su cuerpo ya había conocido bastantes torturas. ¿Dónde encontrar apoyo moral para estos nuevos suplicios? ¿De dónde sacar el coraje?
(Mientras voy anotando estos argumentos, sus palabras siguen retumbando en mis oídos: estamos ante un caso, muy poco frecuente, en que es posible, por así decirlo, obtener explicaciones «postumas» de alguien que tomó parte en dicho proceso. Yo diría que es tanto como si Bujarin o Rykov nos estuvieran explicando el motivo de su enigmática sumisión en el juicio: la misma sinceridad, la misma entrega al partido, la misma debilidad humana, la misma falta de sostén moral para la lucha, debido a la carencia de una postura independiente.)
Y en el proceso, Yakubóvich no sólo repitió con docilidad esa gris sarta de mentiras —la más alta cumbre de la fantasía de Stalin, de sus aprendices y de los atormentados acusados—, sino que representó su inspirado papel como había prometido a Krylenko.
La denominada delegación en el extranjero de los mencheviques (en esencia, la cúpula de su comité central) hizo público en Vorwártssu distanciamiento de los acusados. En el artículo se decía también que aquello era una vergonzosa comedia judicial montada sobre las declaraciones de agentes provocadores y de unos infelices acusados a los que se había intimidado. Se afirmaba asimismo que la aplastante mayoría de los acusados hacía más de diez años que habían abandonado el partido y nunca se habían reincorporado a sus filas. Que en el proceso se mencionaban sumas ridiculamente grandes, que ni siquiera el partido entero había dispuesto nunca de tanto dinero.
Y Krylenko, después de dar lectura al artículo, rogó a Shvernik que permitiera a los acusados hacer declaraciones (la vieja técnica de tirar de todos los hilos a la vez, como en el proceso contra el «Partido Industrial»). Y todos declararon. Y todos defendieron los métodos de la GPU en contra del comité central menchevique...
¿Qué recuerda hoy Yakubóvich de aquella «réplica» suya y de su última palabra? Pues que no habló meramente por atenerse a la promesa dada a Krylenko, que no se puso en pie sin más, sino que se levantó con ímpetu, llevado por un arrebato de indignación y elocuencia. ¿Indignación contra quién? Él, que había conocido torturas, que se había abierto las venas y había estado más de una vez a las puertas de la muerte, estaba ahora sinceramente indignado, ¡no contra el fiscal! ¡No contra la GPU! ¡No! ¡Contra la delegación en el extranjero! ¡Ahí está la inversión de la polaridad psicológica! Rodeados de seguridad y confort (desde luego, comparado con la vida en la Lubianka incluso el más mísero exilio se antoja cómodo), aquellos desvergonzados tan pagados de sí mismos, ¿cómo podían no compadecerse de quienes habían quedado aquí, entre tormentos y sufrimientos? ¿Cómo podían renegar de ellos con tanto cinismo y abandonar a estos desgraciados a su suerte? (Su réplica fue enérgica y un gran triunfo para los que habían montado el proceso.)
Al contarme esto en 1967, la voz de Yakubóvich seguía temblando de rabia contra la delegación en el extranjero, por su perfidia, su renuncia, su traición a la revolución socialista, lo mismo que ya les había reprochado en 1917.
Durante nuestra conversación no disponíamos de las actas taquigráficas, pero más tarde las conseguí y pude por tanto leerlas: ¡En ese proceso Yakubóvich afirmó públicamente que la delegación en el extranjero les había dado consignas de empecimientopor encargo de la Segunda Internacional! Y manifestaba su cólera contra ellos con palabras retumbantes. Pero resulta que el artículo de los mencheviques del extranjero no había sido desvergonzado ni autocomplaciente; al contrario: en él se compadecían de las desgraciadas víctimas del proceso, si bien puntualizaban que hacía tiempo que ya no eran mencheviques, y ésa era la pura verdad. ¿A qué se debía, pues, la obstinada cólera de Yakubóvich? ¿Y cómo podrían los mencheviques extranjeros nohaber abandonado a los acusados a su suerte?
Nos gusta descargar nuestra cólera contra los débiles, contra quienes no pueden responder. Es la naturaleza del hombre. Y siempre surgen de manera espontánea argumentos para demostrar que tenemos razón.
Por su parte, Krylenko dijo en su discurso de acusación que Yakubóvich era un fanático de la idea contrarrevolucionaria, ¡y pidió para él la pena de muerte!
Y no fue sólo ese día cuando Yakubóvich sintió asomar a sus ojos una lágrima de agradecimiento, sino que en el día de hoy, después de recorrer muchos campos y más de un izoliator,continúa agradeciendo a Krylenko que no lo humillara, que no lo agraviara ni ridiculizara en el banquillo de los acusados, sino que lo hubiera llamado acertadamente fanático(aunque de una idea contraria a la que profesaba en realidad) y que hubiera exigido un simple y noble fusilamiento que pusiera fin a todos sus sufrimientos. El propio Yakubóvich, al pronunciar sus últimas palabras, se mostró de acuerdo: «los crímenes que he confesado (él le daba una gran importancia a este acertado giro: "que he confesado"dando a entender a todo quien tuviera oídos la diferencia con "que he cometido")son dignos de la pena suprema, ¡y no pido clemencia! ¡No pido por mi vida!». (A su lado, en el banquillo, Grohman exclamó aterrado: «¿Se ha vuelto usted loco? ¡No tiene derecho a hacer esto, piense en sus compañeros!».)
Bueno, ¿no era esto un verdadero hallazgo para la fiscalía? [220] 22
¿Y acaso no quedan suficientemente explicados los procesos de 1936-1938?
¿Acaso no fue justo este proceso el que dio a Stalin la certeza y seguridad de que podía acorralar completamente a sus mayores enemigos —esos charlatanes– y escenificar con ellos un espectáculo igual?
* * *
¡Perdóneme el indulgente lector! Hasta ahora mi pluma ha ido escribiendo sin zozobra y no se encogía mi corazón, de tal suerte que nos hemos deslizado por esta época con despreocupación, pues estos quince años se encontraban bajo una infalible protección: ora la de la legítima revolución, ora la de la legitimidad revolucionaria. Pero en adelante va a sernos más doloroso, ya que como recordará el lector —y como nos han explicado decenas de veces, empezando por Jruschov—, «hacia 1934 se empezaron a infringir los principios leninistas de la legalidad».
¿Cómo vamos a entrar en este abismo de ilegalidad? ¿Cómo vamos a vadear este amargo trecho de río?








