Текст книги "Archipielago Gulag"
Автор книги: Александр Солженицын
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Историческая проза
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Hablamos de todo un poco, recordamos anécdotas graciosas, y te sientes alegre y a gusto entre personas tan interesantes que no pertenecen a tu mundo ni a tu círculo de experiencias. Mientras tanto, ha pasado ya la silenciosa inspección nocturna y han retirado las gafas. La bombilla ha parpadeado tres veces. ¡Dentro de cinco minutos sonará la retreta!
¡Rápido, rápido, a por las mantas! Igual que en el frente, nunca sabes si ahora mismo, dentro de un minuto, va a llo verte una ráfaga de proyectiles a todo tu alrededor, tampoco aquí sabemos cuál será la fatídica noche de nuestro interrogatorio. Nos acostamos, asomamos un brazo por encima de la manta y procuramos quitarnos cualquier idea de la cabeza. ¡A dormir se ha dicho!
En un momento así, una noche de abril, poco después de habernos despedido de Yevtujóvich, se oyó el chirriar de la cerradura. Se nos encogió el corazón: ¿a quién se llevarían? Nos preparamos para oír el siseo del vigilante: «¡La "ese"!», «¡La "zeta"!». Pero no dijo nada y la puerta se cerró de nuevo. Levantamos la cabeza. Junto a la puerta, de pie, había un nuevo preso: flaco, joven, sencillo, con un traje azul y una gorra también azul. No llevaba objeto alguno. Miraba desconcertado a su alrededor.
—¿Qué número tiene esta celda? —preguntó alarmado.
—La cincuenta y tres.
El se estremeció.
—¿De la calle? —le preguntamos.
—No-o... —meneó la cabeza con expresión de dolor.
—¿Cuándo te arrestaron?
—Ayer por la mañana.
Nos echamos a reír. Tenía un rostro muy dulce e ingenuo, las cejas casi blancas.
—¿Y por qué?
(Es una pregunta desleal, a la que no cabe esperar respuesta.)
—No sé... Por nada, por una tontería...
Es lo que responden todos, todos están presos por bagatelas. Sobre todo le parecen tonterías al propio procesado.
—Bueno, ¿pero qué exactamente?
—Yo... es que escribí una proclama. Al pueblo ruso.
—¿¿¿Cómo??? (Nunca habíamos oído hablar de «tonterías» como aquélla.)
—¿Me van a fusilar? —se alargó su cara. Palpaba la visera de la gorra, que aún no se había quitado.
—Seguramente no —lo tranquilizamos—. Ahora no fusilan a nadie. Diez años, seguro.
—¿Es usted obrero? ¿Funcionario? —preguntó el social-demócrata, fiel a sus principios de clase.
—Obrero.
Fastenko le tendió la mano y exclamó triunfante, dirigiéndose a mí:
—Ahí lo tiene, Alexandr Isáyevich, ¡cómo están los ánimos entre la clase obrera!
Y se dio la vuelta para dormir, convencido de que ya estaba dicho todo y de que no hacía falta escuchar más.
Pero se equivocaba.
—¿Y cómo se le ocurrió eso de la proclama? ¿Así por las buenas? ¿En nombre de quién?
—En el mío propio.
—¿Pero quién es usted?
El nuevo sonrió compungido:
—El emperador Mijaíl.
Fue como si nos hubiera dado una descarga. Nos incorporamos en las camas para fijarnos en él. No, su cara era tímida y propia del pueblo llano. No tenía ningún parecido con la de Mijaíl Románov. Además, la edad...
Nos dormimos saboreando por anticipado las dos horas de mañana antes del rancho, dos horas que no iban a ser nada aburridas.
Trajeron la cama y la ropa para el emperador y éste se acostó silencioso al lado de la cubeta.
* * *
En 1916, en casa de Belov, un maquinista de tren de Moscú, entró un corpulento anciano desconocido, con una barba rubia y anunció a la piadosa esposa del maquinista: «¡Pelagueya! Tienes un hijo de un año. Cuídalo para el Señor. Cuando sea la hora, volveré». Y se marchó.
Pelagueya no sabía quién era aquel anciano, pero sus palabras habían sido tan precisas y duras que subyugaron su corazón de madre. Y empezó a cuidar al hijo como a la niña de sus ojos. Víktor crecía callado, obediente, piadoso, y a menudo tenía visiones de los ángeles y de la Virgen. Después, con menos frecuencia. El anciano no apareció más. Víktor estudió para chófer y en 1936 fue llamado a filas y destinado a Birobidzhán con una compañía motorizada. No era muy desenvuelto, pero quizás esa modestia y dulzura, impropia de los chóferes, enamoraron a una voluntaria civil e hicieron sombra a su jefe de sección, que intentaba conquistar a la moza. Por aquellas fechas vino de maniobras el mariscal Blücher, y una vez allí su chófer penonal cayó gravemente enfermo. Blücher ordenó al jefe de la compañía motorizada que le enviara a su mejor chófer, y éste mandó llamar al jefe de la sección, quien inmediatamente vio la ocasión de sacarse de encima a su rival Belov enviándolo al mariscal (en el Ejército es frecuente: no se promociona al que lo merece, sino a aquel de quien conviene librarse).
Belov fue del agrado de Blücher y se lo quedó. Al poco tiempo al mariscal lo llamaron a Moscú con un pretexto plausible (antes de arrestarlo había que alejar a Blücher del Extremo Oriente, donde tenía personas fieles) y se llevó consigo a su nuevo chófer. Al quedarse sin valedor, Belov fue a parar al garaje del Kremlin y estuvo haciéndole de chófer a Mijaílov (el del Komsomol), a Lozovski, a algunos otros y, finalmente, a Jruschov. Belov tuvo ocasión de ver (y después de contarnos a nosotros) sus festines, costumbres y precauciones. Como representante de la masa proletaria de Moscú, asistió al proceso de Bujarin en la Casa de los Sindicatos.* De todos sus amos, sólo de Jruschov hablaba con cariño: su casa era la única en la que sentaban al chófer a la misma mesa que toda la familia, no aparte, en la cocina; sólo en su casa, en aquellos años, se había conservado una sencillez obrera. El jovial Jruschov también se encariñó con Víktor Alekséyevich, y cuando se trasladó a Ucrania en 1938 insistió varias veces para que le acompañara. «¡Ojalá hubiera seguido con Jruschov!», decía Víktor Alekséyevich. Pero algo lo retuvo en Moscú.
En 1941, casi al comienzo de la guerra, su trabajo había quedado interrumpido. Como ya no estaba en el garaje del Gobierno, inmediatamente después de haber quedado indefenso, el Comisariado Militar lo movilizó. Sin embargo, debido a su delicada salud no lo enviaron al frente, sino a un batallón de trabajo: primero lo mandaron a pie a Inza, [144]a cavar trincheras y construir carreteras. Después de haber pasado los últimos años sin preocupaciones y bien comido, ahora estaba mordiendo el polvo, y eso, sin duda, dolía. Conoció necesidades y padecimientos a manos llenas y vio a su alrededor que en vísperas de la guerra el pueblo no sólo no vivía mejor —como se decía—, sino que estaba en la miseria. Belov salió adelante a duras penas, hasta que lo libraron por mala salud, regresó a Moscú, donde volvió a colocarse bien: fue chófer de Scherbákov. [145] 4Después, de Sedin, el Comisario del Pueblo para el Petróleo. Pero Sedin robaba a mansalva (en total treinta y cinco millones) y lo retiraron evitando armar ruido. Sin comerlo ni beberlo, Belov volvía a perder su trabajo con los jefes y se puso a trabajar de chófer en una base de transportes y reparaciones. En sus horas libres completaba el salario con chapuzas, haciendo viajes a Krásnaya Pajrá.
Pero pronto habría de tener sus pensamientos puestos en otra parte. En 1943 fue un día a casa de su madre, ella estaba lavando y había salido con los cubos a la fuente. En esto se abrió la puerta y entró en la casa un anciano desconocido, corpulento, de barba blanca. Se persignó ante el icono, miró con severidad a Belov y le saludó: «¡Buenos días, Mijaíl! ¡Dios te bendiga!». «Yo me llamo Víktor», respondió Belov. «¡Pero serás Mijaíl, emperador de la Santa Rusia!», insistía el anciano. Entró entonces la madre, del miedo se quedó de una pieza y derramó los cubos: era el mismo anciano que se había presentado hacía veintisiete años. Había encanecido, pero era él. «Dios te salve, Pelagueya, has sabido cuidar de tu hijo», exclamó el anciano. Y se quedó a solas con el futuro emperador, como si fuera el Patriarca* y estuviera ciñéndole la corona. Comunicó al conmocionado joven que en 1953 habría un cambio de poder (¡por eso le había impresionado tanto que el número de la celda fuera el 53!) y que él sería proclamado Emperador de Todas las Rusias, [146] 5pero para ello debería empezar a recabar el apoyo del pueblo a partir de 1948. No le dio el anciano más instrucciones sobre cómo reunir estas fuerzas y se marchó. Y Víktor Alekséyevich no cayó en la cuenta de preguntárselo.
¡A partir de entonces se acabó la paz y la vida sencilla para el joven! Seguramente, cualquier otro se habría quitado de la cabeza una idea tan descabellada, pero Víktor había estado con los más altos cargos, había visto a todos esos Mijailov, Scher-bakov, Sedin, y de los demás había escuchado lo que contaban sus propios chóferes. Había comprendido que no se requería ser un hombre extraordinario, sino más bien al revés.
El recién ungido zar, callado, escrupuloso y sensible como Fiódor Ioánnovich, el último de los Riúrikov, sentía sobre sí el peso aplastante del gorro de Monómaco. [147]La miseria y el dolor del pueblo que había visto a su alrededor sin sentirse especialmente responsable de ello, ahora pesaban sobre sus hombros y, si se prolongaban, él sería el culpable. Le pareció extraño tener que esperar hasta 1948, y en otoño de aquel mismo año de 1943 redactó su primer manifiesto al pueblo ruso y se lo leyó a cuatro empleados del garaje del Comisariado del Pueblo para el Petróleo...
...Desde por la mañana rodeamos a Víktor Alekséyevich y él nos contó todo esto con dulce modestia. Todavía no habíamos descubierto su credulidad infantil, estábamos cautivados ante un relato tan fuera de lo común y —¡nuestra fue la culpa!– no tuvimos tiempo de ponerle en guardia contra la clueca. Además, ¡nunca se nos habría ocurrido pensar que lo que estaba contándonos con tanta ingenuidad no lo supiera todavía el juez de instrucción! Al terminar el relato, Kramarenko pidió que lo llevaran «al jefe de la cárcel para pedirle tabaco» o «al médico», no recuerdo, el caso es que lo llamaron al poco rato. De esta manera empapelóa los cuatro empleados del Co-misariado del Pueblo para el Petróleo, de cuya existencia nadie se habría enterado nunca... (Al día siguiente, al volver del interrogatorio, Belov estaba sorprendido: ¿cómo se había enterado el juez? Fue entonces cuando caímos en la cuenta...) Asi pues, los del Comisariado del Pueblo para el Petróleo habían leído el manifiesto, los cuatro le habían dado su aprobación ¡y ninguno denunció al emperador! Pero se dio cuenta de que se había precipitado, ¡demasiado pronto! Y quemó el manifiesto.
Pasó un año. Víktor Alekséyevich estaba ahora de mecánico en el garaje de esa base de transportes. En otoño de 1944, redactó otro manifiesto y se lo hizo leer a diez personas, tanto chóferes como mecánicos. ¡Todos lo aprobaron! ¡ Y nadie le traicionó ! (Ni uno sólo de los diez: ¡Hecho muy raro para aquella época de denuncias! Fástenko no se había equivocado, pues, al diagnosticar «cómo estaban los ánimos entre la clase obrera».) Cierto que el emperador había recurrido a tretas muy ingenuas: daba a entender que tenía mucha mano en el Gobierno y prometía a sus partidarios enviarlos a misiones oficiales para cohesionar a las fuerzas monárquicas en provincias.
Pasaron los meses. El emperador se confió aun a dos chicas del garaje. Pero esta vez le salió el tiro por la culata, porque las muchachas dieron pruebas de madurez ideológica. A Víktor Alekséyevich se le encogió el corazón, presentía la desgracia. El domingo siguiente a la Anunciación iba por el mercado con el manifiesto en el bolsillo. Topó por casualidad con un viejo obrero, uno de sus partidarios, y éste le advirtió: «Víktor, ¿no te parece que por ahora sería mejor quemar ese papel, eh?». Víktor comprendió en lo más profundo que tenía razón, que se había precipitado, que había que quemarlo. «Es verdad, ahora mismo lo quemo.» Y con esa idea, se dirigió a su casa. Pero dos simpáticos jóvenes lo llamaron allí mismo, en el mercado: «¡Víktor Alekséyevich, acompáñenos!». Y se lo llevaron en un utilitario hasta la Lubianka, donde andaban tan ajetreados y azorados que no lo cachearon según el ritual establecido, y hubo incluso un momento en que el emperador a punto estuvo de destruir el manifiesto en el retrete. Pero le pareció que aún le apretarían más las clavijas para saber dónde lo ocultaba. Enseguida lo metieron en el ascensor para llevarlo ante un general asistido por un coronel. Fue el propio general quien le arrebató el manifiesto, que asomaba abultando en su bolsillo.
Sin embargo, bastó un solo interrogatorio y la calma volvió a la Gran Lubianka: resultó que no era para tanto. Diez detenciones en el garaje de la base de transportes. Cuatro en el garaje del Comisariado del Pueblo para el Petróleo. Pasó a encargarse del sumario un simple teniente coronel, que se partía de risa estudiando la proclama:
—Aquí Su Majestad escribe: «Daré instrucciones a mi ministro de Agricultura para que disuelva los koljoses con la primera primavera». ¿Pero cómo va a repartir los aperos y el ganado? Esto no lo tiene muy elaborado... Después escribe: «Haré que aumente la construcción de viviendas y estableceré a cada persona cerca de su lugar de trabajo..., elevaré el s alariode los obreros...». ¿Y de dónde sacará la pasta, Majestad? Se pondrán a fabricar el dinero en las imprentas, ¿verdad? ¡Claro, como ha abolido los empréstitos!Además, fíjese: «Borraré el Kremlin de la faz de la tierra». ¿Y dónde piensa instalar su propio Gobierno? ¿Sería de su gusto el edificio de la Gran Lubianka? ¿Le conviene quizás echarle una ojeada?
También los jueces jóvenes acudían a reírse del Emperador de Todas las Rusias. No supieron ver en él otro aspecto que el cómico.
A veces tampoco nosotros, los de la celda, podíamos contener una sonrisa. «Cuando llegue 1953 no se olvide de nosotros, ¿eh?», decía Z-v guiñándonos el ojo.
Todos se reían de él....
Víktor Alekséyevich, ingenuo, de cejas blancas y manos callosas, recibía algunas patatas cocidas de su desdichada madre Pelagueya y nos invitaba, sin reparar en lo tuyo y lo mío: «Comed, comed, camaradas...».
Sonreía con timidez. Comprendía perfectamente que Emperador de Todas las Rusias era algo ridículo, pasado de moda. ¿Pero qué le iba a hacer si la elección del Señor había recaído sobre él?
No tardaron en llevárselo de nuestra celda. [148] 6
* * *
La víspera del 1 de Mayo retiraron de las ventanas las cortinas de defensa pasiva. Ahora percibíamos, también con los ojos, que la guerra estaba terminando.
Aquella noche la Lubianka estaba más silenciosa que nunca, además creo que ya era el segundo día de Pascua, las fiestas coincidían. Todos los jueces de instrucción estaban de fiesta por Moscú y no llamaban a nadie a declarar. En medio del silencio pudimos oír que alguien protestaba de algo. Se lo llevaron de la celda y lo metieron en un box (habíamos aprendido a establecer de oídas la situación de cualquier puerta) y con el calabozo abierto estuvieron golpeándolo durante mucho rato. El silencio reinante permitía distinguir perfectamente cada golpe, descargado sobre algo blando y sobre una boca que se atragantaba.
El 2 de mayo sonó en Moscú una salva de treinta cañonazos, lo que significaba que habíamos tomado una capital europea. Sólo quedaban dos: Praga y Berlín. Teníamos que adivinar de cuál se trataba.
El 9 de mayo [149]nos trajeron a un mismo tiempo el almuerzo y la cena, cosa que en la Lubianka sólo se hacía el primero de mayo y el 7 de noviembre.
Sólo por esto pudimos adivinar que la guerra había terminado.
Al anochecer dispararon otra salva de treinta cañonazos. Ya no quedaban capitales por tomar. Y aquella noche dispararon otra salva más —creo que de cuarenta disparos—, que era el final de todos los finales.
Por encima del bozal de nuestra ventana, de las demás celdas de la Lubianka, y de todas las ventanas de todas las cárceles de Moscú, también nosotros —antiguos prisioneros de guerra y ex combatientes en el frente– contemplábamos el cielo de Moscú, engalanado por los fuegos artificiales y sesgado por los reflectores.
Borís Gammercv, un joven artillero de una sección antitanques, licenciado por invalidez (una herida incurable de pulmón) y más tarde encerrado con un grupo de estudiantes, se hallaba aquella noche en una celda multitudinaria de Butyrki donde había tantos prisioneros de guerra como simples ex combatientes. Esta última salva fue descrita por él en ocho parcos versos, una octava de lo más sencillo: cómo se acostaron en los catres y se taparon con los capotes; cómo los despertó el ruido y levantaron la cabeza entornando los ojos hacia el bozal; ¡ah, es una salva! y se acostaron otra vez.
Y volvieron a cubrirse con sus capotes
Aquellos capotes con barro de las trincheras, con ceniza de las hogueras, con jirones hechos por los proyectiles alemanes.
No era para nosotros aquella Victoria. No era para nosotros aquella primavera.
6. Aquella primavera
En junio de 1945, cada mañana y cada tarde, llegaba el sonido de los bronces hasta las ventanas de la cárcel de Butyrki; las orquestas no podían estar muy lejos de allí, por la calle Lesnáya o Novoslobódskaya.
Nos poníamos de pie ante las ventanas de la prisión, abiertas de par en par —aunque por ellas no pasaba ni un soplo de aire—, tras los verduzcos bozales de cristal armado y escuchábamos. ¿Eran unidades militares las que desfilaban? ¿O eran obreros que dedicaban gustosos sus horas de ocio a marcar el paso? No lo sabíamos, pero había rumores, que habían llegado incluso hasta nosotros, acerca de que se preparaba un gran desfile de la Victoria en la Plaza Roja. Tendría lugar un domingo de junio [150]coincidiendo con el cuarto aniversario del comienzo de la guerra.
Las piedras que forman los cimientos han sido puestas para crujir y hundirse en el suelo, no son ellas las que deben coronar el edificio. Pero hasta el honor de yacer en los cimientos les fue denegado a los que, abandonados insensatamente, habían sido sacrificados para recibir, en la frente y en las costillas, los primeros golpes de esta guerra e impedir la victoria al enemigo.
¿Qué son para el traidor los sones de la dicha?... [151]
En nuestras prisiones, la primavera de 1945 fue ante todo la primavera de los prisionerosrusos. Pasaban por las cárceles de la Unión formando bancos inmensos, compactos y grises, como arenques en el océano. Yuri Yévtujóvich había sido para mí el primer atisbo de aquel majal. Y ahora me rodeaba po rtodas partes su movimiento seguro y sincronizado, como si conocieran su punto de destino.
No eran sólo prisioneros de guerra los que pasaban por aquellas celdas, discurría también el torrente de cuantos habían estado en Europa: emigrados de la guerra civil; los Ostarbeiter*de la reciente guerra contra Alemania; oficiales del Ejército Rojo que habían ido demasiado lejos en sus conclusiones, y de quienes Stalin pudiera temer que de su campaña europea trajeran la libertad europea, como ocurriera ciento veinte años atrás. [152]Pero con todo, la mayoría eran prisioneros de guerra. Y aunque de diversas edades, la mayoría eran mis coetáneos, no tanto míos como coetáneos de Octubre,de los que habían nacido con la Revolución, los que en 1937 habían desfilado imperturbables en las manifestaciones del vigésimo aniversario, y cuya quinta al comenzar la guerra constituyó el Ejército regular, aventado en unas semanas.
Así pues, aquella primavera en que languidecíamos en la cárcel al son de las marchas de la Victoria fue la primavera expiatoria para los de mi generación.
Nosotros que, en vez de nanas, oímos en la cuna: «¡Todo el poder para los soviets!». Nosotros, que tendíamos nuestras bronceadas manitas infantiles hacia la trompeta de pioneros y al grito de: «¡Estad alerta!», saludábamos: «¡Siempre alerta!». Nosotros, que introducíamos armas en Buchenwald e ingresábamos en el partido ahí mismo, en el campo de concentración. Y ahora estábamos en la lista negra por el solo hecho de haber quedado con vida (a los supervivientes de Buchenwald los encarcelaban en nuestros campos precisamente por eso:¿Cómo pudiste sobrevivir en un campo de exterminio? ¡Aquí hay gato encerrado!).
Cuando cortamos la Prusia Oriental del resto de Alemania pude ver columnas cabizbajas de prisioneros que regresaban —los únicos que estaban apenados cuando todo a su alrededor era regocijo– y ya entonces su tristeza me anonadó, aunque todavía no conocía sus causas. Yo me bajaba del vehículo y me acercaba a esas columnas formadas voluntariamente (¿para qué vais en columnas? ¿Por qué formáis en fila si nadie os obliga a ello? ¡Los prisioneros de todas las naciones volvían dispersos! Pero los nuestros querían que su llegada fuera lo más sumisa posible...). Llevaba yo a la sazón galones de capitán, pero a pesar de ellos y por más que yo me encontrara en su camino, me era imposible averiguar por qué marchaban tan apesumbrados. Pero el destino hizo que yo también siguiera su suerte y hube de caminar con ellos desde el contraespionaje del Ejército al del frente, donde escuché por vez primera sus relatos, todavía incomprensibles para mí. Después, Yuri Yev-tujóvich me haría una exposición completa, y más tarde, bajo las bóvedas de ladrillo rojo del castillo de Butyrki, habría de sentir aquella historia sobre varios millones de prisioneros rusos atravesada para siempre en mis entrañas, como un escarabajo prende de su alfiler. La propia historia de mi caída en la cárcel ahora me parecía fútil y dejé de llorar los galones arrancados. Si ahora no me encontraba donde todos los jóvenes de mi edad, ello se debía tan sólo al azar. Comprendí que mi deber era arrimar el hombro por una punta de su fardo común y acarrearlo hasta el fin de mis fuerzas, hasta que me aplastara. Ahora me sentía como si yo también hubiera caído prisionero con aquellos muchachos en el paso del Dniepr por Soloviovo, en la bolsa de Jarkov o en las canteras de Kerch; como si con las manos atrás, hubiera pasado con orgullo soviético tras las alambradas de los campos de concentración; como si hubiera esperado al gélido relente horas enteras un frío cucharón de kawa(sucedáneo del café) y hubiera caído desfallecido antes de llegar hasta la cazuela; como si en el campo de concentración para oficiales n° 68 hubiera cavado con las manos y la tapa de la fiambrera un hoyo en forma de embudo (con la parte superior más estrecha) para no pasar el invierno al raso; como si un prisionero, convertido ya en animal, se hubiera arrastrado hasta mi cuerpo paralizado por el frío para roer mis carnes, aún tibias en el codo; y como si a cada nuevo día, con aguda conciencia de mi hambre, en el barracón de los tíficos, junto a la alambrada del campo vecino de los ingleses, una idea clara fuera penetrando en mi moribundo cerebro: la Rusia soviética renegaba de sus hijos agonizantes. «Los hijos orgullosos de Rusia» [153]sólo le habían sido necesarios mientras se arrojaban bajo los tanques, mientras se les podía lanzar al ataque. ¿Pero darles de comer en el cautiverio? Eran bocas inútiles. Y testigos inútiles de vergonzosas derrotas.
A veces queremos mentir, pero la lengua nos lo impide. A estos hombres los acusaron de traición, pero jueces instructores, fiscales y magistrados cometieron un apreciable error sintáctico que los propios acusados, los periódicos y el pueblo entero habrían de repetir y consolidar. Sin querer, estaban diciendo la verdad: pretendían condenarlos por traición A LA PATRIA, pero en ninguna parte se dijo ni escribió —ni siquiera en los documentos procesales– de otra manera que no fuera «traición DE LA patria».
¡Tú lo has dicho! No había sido traición a ella sino de ella con los suyos. No fueron ellos, desdichados, quienes cometieron traición, sino su calculadora Patria, y por si fuera poco, tres veces .
La primera vez los traicionó por incuria, en el campo de batalla, cuando nuestro Gobierno, predilecto de la patria, hizo cuanto estuvo en su mano para perder la guerra: desmanteló las líneas de fortificaciones, expuso la aviación al desastre, desmontó tanques y piezas de artillería, aniquiló a los generales competentes y prohibió a las tropas que resistieran. [154] 7Quienes cayeron prisioneros fueron precisamente los que habían parado el golpe con sus cuerpos y detuvieron a la Wehrmacht.
Por segunda vez, la patria los traicionó, por crueldad, al dejarlos morir en cautiverio.
Y ahora los traicionaba por tercera vez, por cinismo, engatusándolos con amor maternal («¡La Patria os ha perdonado! ¡La Patria os llama!») para echarles la soga al cuello en la misma frontera. [155] 8
¡Una gigantesca infamia contra millones de personas: traicionar a sus soldados y declararlos traidores!
Y con qué facilidad los dejábamos de lado: ¡traición!, ¡vergüenza!, ¡dadlos de baja! Pero antes que nosotros, ya los había dado de baja el Padre de la patria cuando lanzó a la flor y nata de la intelectualidad moscovita al matadero de Viazma con carabinas de un disparo, modelo de 1866, y encima una para cada cinco hombres. (¿Habrá un nuevo Lev Tolstói capaz de describirnos este Borodinó?*) Lo mismo que cuando en diciembre de 1941 el Gran Estratega ordenó con un torpe gesto de su dedo corto y grueso (sin razón alguna, sólo por dar una noticia espectacular para Año Nuevo) que ciento veinte milde nuestros muchachos —casi tantos como rusos hubo en Borodinó– cruzaran el estrecho de Kerch, para entregarlos a los alemanes sin presentar combate.
Y pese a todo, váyase a saber por qué, el traidor no fue él, sino ellos.
¡Y con qué facilidad les colgamos un sambenito, con qué facilidad accedimos a tildar de traidores a quienes habían sido traicionados! Aquella primavera estaba en una de las celdas de Butyrki el anciano Lébedev, un metalúrgico con título de profesor universitario pero con aspecto de obrero, uno de aquellos robustos operarios del siglo pasado, o incluso de hace dos siglos, de cuando las fabricas Demídov.* Era ancho de espaldas, de frente amplia, con una barba a lo Pugachov y una manaza hecha para agarrar un cangilón de fundidor de cinco arrobas. En la celda vestía una bata de obrero de un gris desteñido que se ponía directamente sobre la ropa interior, iba desaliñado y uno podría haberlo tomado por un funcionario auxiliar de la cárcel, aunque sólo hasta que se sentaba a leer e iluminaba su rostro esa poderosa majestad que da la costumbre de pensar. Los presos se reunían a menudo en torno a él. De lo que menos hablaba era de metalurgia, prefería explicarnos con su voz grave de timbal que Stalin era un energúmeno como Iván el Terrible: «¡Disparad! ¡Estrangulad! ¡Sin cuartel!», que Gorki era un mandilón y un charlatán, un justificador de verdugos. Me entusiasmaba ese Lébedev: era como si todo el pueblo ruso estuviera encarnado ante mí en aquel torso recio, de cabeza inteligente y brazos y piernas de labrador. ¡Había reflexionado sobre tantas cosas! ¡De él aprendí a comprender el mundo! Pero un buen día, dejando caer su manaza tajante, proclamó que los del uno-beeran traidores a la patria y que no tenían perdón. Y los del uno-beabarrotaban precisamente los catres alrededor. ¡Qué heridos se sintieron los muchachos! El anciano sentenciaba con firmeza en nombre de la Rusia campesina y obrera, y a ellos les resultaba difícil y embarazoso tener que defenderse en este nuevo frente. A dos chiquillos inculpados por «el punto diez» y a mí nos tocó interceder por ellos y discutir con el viejo. ¡Pero a qué grado de ofuscación puede llevarnos la monótona mentira del Estado! Hasta los más receptivos entre nosotros sólo éramos capaces de abarcar aquella parte de verdad con la que nos habíamos dado de morros.
Sobre esto trata, de un modo más general, Vitkovski (hablando de los años treinta): es asombroso que los falsos saboteadores, aun sabiendo perfectamente que no lo eran, dijeran que si estaban sacudiendo a los militares y a los sacerdotes, por algo sería. Por su parte, los militares, aunque conscientes de no haber estado al servicio del espionaje extranjero ni pretendido destruir el Ejército Rojo, creían de buen grado que los ingenieros eran saboteadores, y los sacerdotes, dignos del paredón. El hombre soviético encerrado en prisión razonaba de esta manera: en lo que a mí toca, yo soy inocente, pero con ésos, con los enemigos, todos los métodos son buenos. No les habían iluminado ni las lecciones de la instrucción judicial ni de la celda. Incluso una vez condenados, seguían tan cegados como los que están en la calle: creían que por todas partes había confabulaciones, envenenamientos, sabotajes y espías.
Conla de guerras que ha sostenido Rusia (ojalá hubieran sido menos...), ¿acaso hubo muchos traidores en todas ellas? ¿Se ha podido observar que la traición sea inherente al espíritu del soldado ruso? Mas he aquí que bajo el régimen más justo del mundo estalla la más justa de las guerras y aparecen de pronto millones de traidores entre la gente más sencilla. ¿Cómo se entiende eso? ¿Cómo se explica?
A nuestro lado combatía contra Hitler la capitalista Inglaterra. La pobreza y los padecimientos de su clase obrera ya fueron expuestos con suma elocuencia por Marx. ¿Por qué en esta guerra no apareció entre ellos más que un sólo y único traidor: el comerciante «Lord Haw-Haw»? ¿Y por qué en nuestro país aparecieron millones?
Da realmente miedo abrir la boca, pero ¿no será por culpa de nuestro sistema político?
Uno de nuestros antiguos proverbios ya justificaba la rendición: «El cautivo puede gritar, el muerto jamás». En tiempos del zar Alexéi Mijaílovich ¡concedían títulos nobiliarios por haber sufrido cautiverio!En todas las guerras siguientes, la sociedad se impuso la tarea de canjear sus prisioneros, darles cuidado y calor. Toda evasión del cautiverio se celebraba como una gran heroicidad. Durante toda la primera guerra mundial, hubo colectas en Rusia para socorrer a nuestros prisioneros, se permitió que nuestras hermanas de la caridad fueran hasta Alemania a visitarlos, y cada periódico recordaba a diario al lector que había compatriotas languideciendo en cruel cautiverio. Todos los pueblos occidentales hicieron lo mismo en esta última guerra también: paquetes, cartas, todas las formas de apoyo circulaban con libertad a través de los países neutrales. Los prisioneros occidentales no se rebajaban a comer del rancho alemán, trataban con desprecio a los guardianes alemanes. A los militares que habían caído prisioneros, los gobiernos occidentales les contaban el cautiverio como años de servicio, y les concedían los ascensos correspondientes e incluso un sueldo.