Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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—¡Ajá, príncipe! —exclamó Ferdychenko—. Retiro mi «se non è vero...» —Y exclamó, compasivo—: Por otro lado, dice todo eso sin malicia, compréndalo.
Michkin había proferido sus palabras anteriores con acento inquieto y entrecortado, como el de una persona a quien le falta la respiración. Todo él denotaba una agitación extraordinaria. Nastasia Filipovna le examinaba con curiosidad, pero no reía.
De pronto, tras el círculo que se había formado en torno al príncipe y a la joven, oyóse una voz sonora. El grupo se separó para dejar paso al jefe de la familia. Porque era el general Ivolguin en persona. Vestía de frac, su pechera esplendía con brillo irreprochable y llevaba los bigotes teñidos.
La aparición de Ardalion Alejandrovich infirió un golpe terrible a Gania. El vanidoso joven, cuyo amor propio alcanzaba extremos hipersensibles y morbosos, había pasado los últimos dos meses esforzándose por todos los medios en alcanzar un modo de vida mejor y más distinguido. Pero se reconocía inexperto y casi admitía la verdad de que era erróneo el camino elegido. En su casa, donde mandaba corno déspota, había asumido, en su desesperación, la actitud de un cínico completo; pero no osaba mantener esta posición ante Nastasia Filipovna, que le había sabido hacer permanecer en la incertidumbre hasta el último momento. «El pordiosero impaciente», como Nastasia Filipovna le llamara una vez, según le habían dicho, tenía jurado hacer pagar muy caras aquellas palabras a quien las pronunció, tan pronto como ella fuera su mujer. Al mismo tiempo soñaba puerilmente en la posibilidad de conciliar todas aquellas incongruencias. Y he aquí que ahora debía beber hasta las heces su amargo cáliz, sufriendo una nueva e imprevista tortura —la más terrible de todas para un vanidoso—: la de avergonzarse de su propia familia y en su propia casa.
Un pensamiento relampagueó en la mente de Gania: «¿Acaso la recompensa equivale a este tormento?»
En aquel instante se producía lo que había sido su pesadilla durante dos meses, lo que le había hecho estremecerse de horror y arder de vergüenza: el encuentro entre su padre y Nastasia Filipovna. Se había, en ocasiones, torturado con la idea de pensar en su padre asistiendo a la boda, pero tanto le repugnaba semejante anticipado espectáculo, que inmediatamente lo alejaba de su pensamiento. Acaso exagerase mucho su desgracia. Pero así les sucede siempre a los vanidosos. Durante los dos meses pasados, y en el curso de sus inquietas reflexiones, habíase propuesto hacer desaparecer momentáneamente a su padre en aquella ocasión, costase lo que costara, incluso alejándole de San Petersburgo con el consentimiento de su madre o sin él. Diez minutos antes, al entrar Nastasia Filipovna, la turbación de Gania le había impedido pensar en la posibilidad de que Ardalion Alejandrovich apareciese en escena, y en consecuencia no había tomado medidas para evitarlo. Y he aquí que el general se presentaba ante todos, y para colmo se había vestido de etiqueta, en el preciso momento en que Nastasia Filipovna sólo pensaba en el modo de cubrir de ridículo a su pretendiente o a su familia. Tal era al menos la persuasión de Gania. ¿Qué otro significado podía tener aquella visita? Cabía preguntarse si Nastasia Filipovna había venido para entablar amistad con su madre y hermana, o para afrentarlos en su propia casa; pero la actitud de ambas partes eliminaba toda duda. Nina Alejandrovna y su hija permanecían aparte, como gentes al margen de todo, y la visitante parecía haber olvidado incluso la presencia de ellas en la habitación. Y puesto que obraba así, evidentemente no lo hacía sin alguna finalidad.
Ferdychenko adueñóse del general y le presentó:
—Ardalion Alejandrovich Ivolguin —dijo el general muy solemne—, un soldado veterano caído en desgracia y padre de una familia que ve con satisfacción la perspectiva de poder llegar a contar entre sus miembros una tan encantadora...
No concluyó. Ferdychenko se apresuró a acercarle una silla sobre la que Ardalion Alejandrovich se dejó caer pesadamente, ya que después de comer solía sentir siempre flojedad en las piernas. Pero esta circunstancia no le desconcertó. Sentado frente a Nastasia Filipovna, lentamente, con una galantería exquisita llevóse a los labios los dedos de la visitante. Ardalion Alejandrovich no perdía el aplomo con facilidad. Aparte cierto descuido en la indumentaria, su apariencia era bastante correcta, y lo sabía muy bien. Por otra parte, había vivido siempre en un ambiente muy distinguido y sólo desde hacía dos años o tres se hallaba excluido de la buena sociedad. A partir de entonces habíase entregado a diversos excesos, pero conservaba su naturalidad y distinción de maneras. Nastasia Filipovna pareció muy complacida por la aparición de Ivolguin, de quien, desde luego, había oído hablar con anterioridad.
—He oído decir que mi hijo... —principió él.
—Sí, sí, su hijo... Pero, ¿sabe que es usted también un papá muy arrogante? ¿Por qué no me visita nunca? ¿Es que se esconde usted o que le esconde su hijo? Usted podría visitarme sin comprometer a nadie...
—Los hijos y los padres del siglo diecinueve... —comenzó otra vez el general.
—Nastasia Filipovna, dispense por un momento a mi marido. Le buscan fuera —intervino Nina Alejendrovna en voz alta.
—¿Que le dispense? ¡Oh, permítame! ¡Hace tanto que deseaba conocer al general! ¡He oído hablar de él tan a menudo! ¿Qué ocupaciones puede tener? ¿No está retirado? ¿Verdad que no me abandonará, general?
—Le prometo que volverá luego. Pero ahora necesita descanso.
—¡Necesita usted descanso, según dicen, Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nastasia Filipovna con el rostro descontento y enfurruñado de una niña caprichosa a la que se quita un juguete.
Pero el general no se prestó de buen grado al subterfugio e hizo todo lo posible para convertir su situación en más absurda que antes.
—¡Querida, querida! —dijo con tono de reproche y mucha solemnidad, dirigiéndose a su mujer y llevándose la mano al corazón.
—¿No se irá usted de aquí, mamá? —preguntó Bárbara Ardalionovna en voz alta.
—No, hija: me quedaré hasta el fin.
Nastasia Filipovna no pudo dejar de oír la pregunta y la respuesta, pero no le produjeron otro efecto sino el de ponerla de mejor humor. En seguida comenzó a abrumar a preguntas al general. Cinco minutos más tarde, Ardalion Alejandrovich peroraba en inmejorable disposición de ánimo entre carcajadas de los reunidos.
Kolia tiró de la manga al príncipe.
—¡Debe usted llevárselo de aquí, sea como fuere! ¡Se lo ruego! ¡Parece mentira! —Y en los ojos del pobre muchacho brillaban lágrimas de indignación—. ¡Maldito Gania! —agregó para sí.
El general seguía contestando con gran verbosidad a las preguntas de Nastasia Filipovna.
—He tenido, en efecto, mucha amistad con Ivan Fedorovich Epanchin. Él, yo y el difunto príncipe León Nicolaievich Michkin, a cuyo hijo he abrazado hace poco, después de no verle durante más de veinte años, éramos inseparables, una cosa así como los tres mosqueteros: Athos, Porthos y Aramis. Pero, ¡ay!, uno yace en la tumba, muerto por una calumnia y por una bala, otro se encuentra ante usted luchando también con las calumnias y las balas...
—¿Con las balas? —exclamó Nastasia Filipovna.
—Aquí están en mi pecho, y aun me duelen cuando el tiempo cambia. Las recibí en el asedio de Kars. En los demás sentidos, vivo como un filósofo: paseo, juego a las damas en el café, como un burgués retirado de los negocios, y leo la Indépendence. En cuanto a Epanchin, nuestro Porthos, no mantengo relaciones con él desde un incidente que me sucedió hace tres años en el tren, por culpa de un falderillo...
—¿De un falderillo? ¿Qué le pasó? —dijo, con viva curiosidad, la visitante—. ¿Un incidente a propósito de un faldero? ¿Y en el tren? —añadió, como si las palabras del general le recordasen algo conocido.
—Fue un incidente tonto, que casi no merece mención. Me sucedió con la señora Schmidt, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky. Pero no vale la pena de referirlo.
—¡Sí! ¡Cuéntelo! —exclamó Nastasia Filipovna, jovial.
—Yo no había oído hablar de ello antes —observó Ferdychenko «C'est du noveau.»
—¡Ardalion Alejandrovich! —exclamó Nina Alejandrovna, suplicante.
—¡Papá: ahí fuera preguntan por usted! —manifestó Kolia.
—La historia es estúpida y puede ser contada en dos palabras —empezó el general, con aire de suficiencia—. Hace dos años, poco más o menos, se acababa de inaugurar la línea férrea de... Teniendo que hacer un viaje de mucha importancia relacionado con mi retiro, me puse un traje civil y fui a la estación. Tomo allí un billete de primera clase, subo al tren, me siento y empiezo a fumar. O mejor dicho, continúo fumando, porque tenía el cigarro encendido antes de subir al coche. Yo iba solo en el departamento. No está permitido fumar, pero tampoco prohibido, así que es una cosa sentida a medias. Además, estaba abierta la ventanilla. De pronto, en el momento de ir a salir el convoy, dos señoras que llevan un falderillo suben al departamento y se instalan frente a mí. La una ostenta un lujoso vestido azul celeste. La otra, de apariencia más modesta, viste un traje de seda negra, con esclavina. Las viajeras tienen un aspecto importante, miran en torno con altivez y hablan en lengua inglesa. Yo, naturalmente, continúo fumando como si tal cosa. Para ser más exacto, debo decir que vacilé un momento, pero en seguida me dije: «Puesto que la ventanilla va abierta, el humo no puede molestarlas.» El faldero va sobre las rodillas de la señora de azul. Es muy pequeño, no mayor que mi puño, negro, con las patas blancas y muy raro. Luce un collar de plata con una inscripción. Yo prosigo fumando sin preocuparme de mis compañeras de viaje, aunque noto que parecen desazonadas. Sin duda es mi cigarro el que las pone de mal humor. Una de ellas me mira a través de sus impertinentes de carey. Pero yo sigo impasible. ¡Como no dicen nada! Si me hubiesen indicado algo, hecho una alusión, cualquier cosa... ¡Para algo se tiene lengua! Pero no; callan. De improviso, sin la menor advertencia previa, como si se volviese loca repentinamente, la dama del vestido azul me arranca el cigarro de las manos y lo tira por la ventanilla. El tren vuela. Yo la miro asombrado. Es una mujer estrafalaria, realmente estrafalaria, gruesa, de saludable aspecto, corpulenta, rubia, de mejillas rosadas (y hasta demasiado rosadas ¿saben?). Sus ojos, fijos en mí, exhalan relámpagos. Sin pronunciar una palabra, con perfecta cortesía, una cortesía casi refinada, me adelanto hacia el faldero, lo cojo por el cuello y, ¡zas!, lo envío a hacer compañía al cigarro. No tuvo tiempo más que de lanzar un ligero ladrido. Y el tren continuó su carrera...
—¡Es usted un monstruo! —exclamó Nastasia Filipovna, riendo y palmoteando como una niña.
—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko.
Ptitzin no pudo reprimir una sonrisa, aunque le había disgustado también la aparición del general. El propio Kolia, que tan intranquilo parecía antes, acogió con aplausos y risas el relato de su padre.
—Y yo estaba en mi derecho y me sobraba la razón —prosiguió triunfalmente el general—, porque si está prohibido fumar en el tren, con mayor motivo está prohibido llevar perros.
—¡Bravo, papá! —exclamó Kolia con entusiasmo—. ¡Es magnífico! Yo habría hecho sin duda lo mismo que tú. ¡Desde luego!
—¿Y qué le pareció aquello a la señora? —preguntó Nastasia Filipovna, impaciente por conocer el desenlace de la aventura.
—Aquí es precisamente donde el incidente se convierte en desagradable —repuso el general arrugando el entrecejo—. Sin decir una palabra, sin advertencia alguna, la señora me asestó una bofetada. ¡Cuando le digo que era una mujer estrafalaria!
—¿Y qué hizo usted entonces?
El general bajó la vista, arqueó las cejas, encogió los hombros, apretó los labios, abrió los brazos y, tras un instante de silencio, dijo bruscamente:
—No pude contenerme.
—Y, ¿le pegó duro?
—Le aseguro que no. Se produjo un escándalo, pero no le pegué con fuerza. Me limité a defenderme, a rechazar el ataque. Desgraciadamente, todo el asunto parecía organizado por el mismo demonio. La señora del vestido azul resultó ser una inglesa, institutriz en casa de la princesa Bielokonsky, y la dama de negro era la mayor de las hijas de la princesa, una soltera de treinta y cinco años. Sabida es la intimidad que existe entre el general Epanchin y esa familia. Hubo lágrimas, desmayos, se vistió luto por el perrillo favorito, las seis hijas de la princesa unieron sus lágrimas a las de la institutriz... En resumen: el fin del mundo. Desde luego yo presenté excusas, escribí una carta... Pero no se me quiso recibir ni a mí ni a mi carta. De allí resulté mi ruptura con los Epanchin y finalmente mi expulsión del ejército.
—Dispénseme —interrumpió Nastasia Filipovna—. ¿Cómo se explica usted que hace seis días se haya publicado exactamente la misma historia en la «Indépendence», periódico con recibo con regularidad? ¡Es exactamente la misma! Esta anécdota sucedió en un tren de una línea renana entre un francés y una inglesa, y en ella figuran también un cigarro arrancado de las manos y un faldero arrojado por la ventanilla, y hasta el desenlace es igual que el de su aventura. Incluso el vestido de la dama era azul celeste...
El general se puso muy encarnado. Kolia, no menos confuso que su padre, se llevó ambas manos a la cabeza. Ptitzin volvió la cara rápidamente. Tan sólo Ferdychenko continuó riendo. En cuanto a Gania, estaba sobre un verdadero potro de tortura desde el principio de la conversación.
—Le aseguro —balbució Ardalion Alejandrovich– que a mí me ha sucedido lo mismo...
—Papá —afirmó altivamente Kolia– tuvo, en efecto, no sé qué disgusto con la Schmidt, la institutriz de los Bielokonsky... ¡Me acuerdo muy bien!
—¡Qué coincidencia tan rara! ¡Los incidentes exactamente iguales en los dos extremos de Europa! —prosiguió Nastasia Filipovna, implacable—. Ya le enviaré la «Indépendence Beige».
—Pero repare —observó el general– que mi aventura sucedió dos años antes...
—Verdaderamente, eso implica una diferencia —repuso la visitante, que lloraba ya a fuerza de tanto reír.
—Quiero decirte dos palabras en privado, papá —intervino Gania con voz temblorosa.
Y maquinalmente asió el hombro de su padre. En la mirada del joven se leía un odio infinito.
En aquel momento resonó un violento campanillazo. Alguien había tirado del cordón hasta casi romperlo, lo que hacía prever una visita excepcional. Kolia se precipitó a abrir la puerta.
X
En la antesala se produjo un vivo barullo, como si hubiesen entrado varias personas en tropel y todavía continuara la invasión. Sonaban diversas voces al mismo tiempo y algunas de ellas en la escalera, de lo que podía deducirse que la puerta no estaba cerrada aún. Todos se miraron unos a otros, como preguntándose de qué género podía ser semejante visita. Gania se precipitó al comedor, donde ya se habían introducido varios sujetos.
—¡Aquí está el Judas! —gritó una voz conocida de Michkin—. ¡Buenos días, Gania, grandísimo granuja!
—¡Es él, él en persona! —exclamó otra voz.
Michkin no podía dudar ya. El primero que había hablado era Rogochin; el segundo Lebediev.
Gania, petrificado en el umbral del salón, asistió silenciosamente a la entrada en el comedor de los diez o doce hombres que componían el acompañamiento de Rogochin, sin que se le ocurriera impedirla. El grupo, muy heterogéneo, se distinguía en particular por su desorden e incoherencia, sí que también por su escasa educación. Varios habían penetrado sin quitarse sus abrigos o pellizas. Aunque no ebrios en absoluto, todos parecían bastante animados. Para tener el valor de entrar, cada uno de ellos necesitaba sentir el contacto de los otros, porque ninguno habría osado invadir la casa por sí solo.
En consecuencia irrumpían en columna cerrada. El mismo Rogochin avanzaba con circunspección a la cabeza de su partida. Pero era evidente que albergaba intenciones concretas; ello se leía en su rostro sombrío y preocupado. Los demás eran simples comparsas que había reclutado para auxiliarle en caso de necesidad. Entre los tales figuraba, además de Lebediev, el fatuo Zaliochev, que se había despojado del abrigo en el recibidor y se mostraba muy afectadamente distinguido y muy orgulloso de su cabello rizado. Le acompañaban dos o tres personajes del mismo estilo, sin duda alguna hijos de comerciantes. También integraban la banda un estudiante de medicina, un polaco que se había incorporado al grupo no se sabia dónde, un hombrecillo grueso que reía incesantemente, un individuo que vestía un sobretodo de hechura militar, y, en fin, un hombre gigantesco, como de seis pies de alto, muy robusto, taciturno y sombrío y que fiaba mucho, según se advertía a primera vista, en el valor de sus puños. Dos señoras desconocidas miraban desde el descansillo, sin aventurarse a entrar. Kolia les cerró la puerta en el mismo rostro.
—Buenos días, grandísimo granuja de Gania. No esperabas a Parfen Semenovich Rogochin, ¿eh? —repitió el joven comerciante mirando a la cara a Gania, que aún continuaba inmóvil en el umbral del salón.
En aquel momento distinguió en la estancia, frente a él, a Nastasia Filipovna. Evidentemente, Rogochin no contaba encontrarla allí, porque el verla le produjo un efecto extraordinario. Palideció de tal modo, que hasta sus labios perdieron el color.
—¡Conque era verdad! —dijo en voz baja, como para sí, mientras una expresión absorta se fijaba en su semblante—. ¡Esto es el fin! Ea, ¿me contestas o no? —gritó de pronto dirigiendo a Gania su mirada colérica—. ¡Vamos, habla!
Se ahogaba; las palabras salían de su garganta con dificultad. Dio maquinalmente un paso para entrar en el salón, pero al cruzar el dintel distinguió a las señoras Ivolguin y, a pesar de su nerviosidad se detuvo, algo turbado. Lebediev le seguía. El funcionario, muy cargado ya de bebida, acompañaba a Rogochin como si fuese su sombra. Después iban el estudiante, el atleta, Zaliochev, que saludaba en todas direcciones, y el hombrecillo obeso. Desde el primer momento todos se sintieron confusos por la presencia de Nina Alejandrovna y de Varia, pero no cabía contar demasiado con lo duradero de aquella impresión y era notorio que cuando llegase el momento de «empezar» olvidarían muy pronto el respeto debido a las señoras.
—¡Cómo! ¿También tú aquí, príncipe? —dijo Rogochin, un tanto sorprendido de aquel encuentro—. ¡Y siempre con polainas! —suspiró.
Olvidando en el acto la presencia del príncipe, dirigió la mirada a Nastasia Filipovna, hacia la que avanzaba como atraído por una fuerza magnética.
Nastasia Filipovna contemplaba a los recién llegados con mezcla de curiosidad e inquietud.
Gania recuperó su presencia de ánimo. Miró con severidad a los intrusos y preguntó, con voz fuerte, hablando en especial a Rogochin:
—¿Quieren decirme lo que significa esto? Creo, señores, que no entran ustedes en una cuadra. Mi madre y mi hermana están en el salón.
—Ya lo vemos —murmuró Rogochin, entre dientes.
—Eso está a la vista —agregó Lebediev, por decir algo.
El atleta, creyendo sin duda llegado el momento, emitió un gruñido sordo.
—Sin embargo —continuó Gania, cuya voz alcanzó bruscamente un diapasón aún más elevado—, en primer lugar pasen y luego háganme saber...
Rogochin no se movió de su sitio.
—¿Conque no sabes nada? —inquirió con aviesa sonrisa—. ¿No te acuerdas de Rogochin?
—Me parece haberle visto en algún sitio, pero...
—¡Le parece! ¿No oís? Pues no hace más de tres meses que me ganaste al juego doscientos rublos que pertenecían a mi padre. El viejo ha muerto antes de que se enterara de esa pérdida. Tú distrajiste mi atención y entre tanto Kniv hizo trampa... Ptitzin fue testigo. ¿Y no te acuerdas de mí? Si yo saco tres rublos y te los enseño, eres capaz de andar en cuatro pies por el bulevar Vassilievsky. ¡Ése es tu carácter! ¡Ésa tu alma! He venido para comprarte. No repares en mis botas sucias; tengo mucho dinero. Te voy a comprar entero, amigo mío, te voy a comprar vivo y coleando... Y si quieres os compraré a todos, lo compraré todo —vociferó Rogochin, cuya embriaguez se hacía más patente por momentos—. ¡Nastasia Filipovna! —gritó—. Escúcheme: no le pido más que una palabra: ¿se va a casar con Gania? ¿Sí o no?
Y al hacer aquella pregunta Rogochin estaba tembloroso como si se dirigiese a una divinidad, pero a la vez hablaba con la audacia del condenado que, ya al pie del patíbulo, no tiene por qué preocuparse de nada. Esperó la contestación, presa de mortal inquietud.
Nastasia Filipovna le examinó de pies a cabeza con mirada burlona y provocativa; mas, después de contemplar sucesivamente a Gania, Nina Alejandrovna y Varia, cambió de aspecto.
—¡Nada de eso! ¿Qué le pasa? ¿Cómo se le ha ocurrido la idea de preguntarme tal cosa? —repuso en tono bajo y grave donde parecía vibrar cierta sorpresa.
—¡Ha dicho que no! —gritó Rogochin, arrebatado de alegría—. ¿Conque no? Pues me habían dicho... ¿No pretendían, Nastasia Filipovna, que había prometido usted su mano a Gania? ¿A él? ¿Cómo iba a ser posible? ¡Ya lo decía yo a todos! Por cien rublos podría comprarle entero. Si le pago mil rublos por renunciar a usted (y en caso necesario llegaré hasta tres mil) la víspera de la boda se eclipsaría, abandonándome la posesión plena y completa de su novia. ¿No es cierto, Gania? ¡Contesta, granuja! ¿Verdad que tomarás los tres mil rublos? ¡Tómalos: aquí los tienes! He venido para hacerte firmar una renuncia en regla. ¡He dicho que iba a comprarte, y te compraré!
—¡Salga de aquí! ¡Está usted borracho! —gritó Gania, poniéndose encarnado y pálido alternativamente.
Una explosión de murmullos acogió aquella frase. Hacía rato que la banda de Rogochin no esperaba más que una provocación para intervenir. Lebediev inclinándose al oído de Parfen Semenovich, le habló con animación.
—¡Es verdad, funcionario! —gritó Rogochin—. ¡Es verdad! ¡Tienes razón, aunque estés como una cuba! ¡Hagámoslo así! Nastasia Filipovna —dijo con la expresión de un maníaco, pasando súbitamente de la timidez a la insolencia—, aquí tiene dieciocho mil rublos.
Y mientras hablaba lanzó ante ella, sobre la mesa, un montón de billetes contenidos en un papel blanco atado con un cordón.
—¡Ahí los tiene! Y luego habrá más...
No era aquello exactamente lo que se había propuesto decir, pero no se atrevió a expresar del todo su pensamiento.
Lebediev tornó a hablar en voz baja al oído de Rogochin.
—¡No, no! —se le oyó cuchichear con aire consternado.
Se comprendía que la magnitud de la suma asustaba al empleadillo y que proponía empezar ofreciendo una cifra mucho más baja.
—No, amigo mío, tú no entiendes de esto... Y además, tú y yo somos dos imbéciles —respondió Rogochin, estremeciéndose bajo la airada mirada de Nastasia Filipovna—. ¡He hecho mal en escucharte! ¡Me has obligado a cometer una tontería! —exclamó con tono que delataba un profundo arrepentimiento.
Viendo el aspecto abatido de Rogochin, Nastasia Filipovna prorrumpió en una carcajada.
—¿Dieciocho mil rublos a mí? ¡Cómo se le nota que es un aldeano! —exclamó con descarada insolencia alzándose del sofá cual dispuesta a irse.
Gania contemplaba aquella escena con el corazón abatido.
—¡Cuarenta mil! ¡Cuarenta mil y no dieciocho mil! —replicó Rogochin inmediatamente—. Ptitzin y Biskup me han ofrecido entregarme cuarenta mil esta tarde, a las siete. ¡Cuarenta mil! ¡Todos para usted!
Aquel chalaneo era francamente vergonzoso; pero Nastasia Filipovna parecía complacerse en prolongarlo, porque seguía riendo sin marcharse. Las dos Ivolguin se habían puesto en pie, esperando, silenciosas, el desenlace de la situación. De los ojos de Varia brotaban relámpagos. La escena parecía haber influido muy desagradablemente sobre Nimia Alejandrovna que temblaba y vacilaba, como a punto de desmayarse.
—¡Si hace falta le doy cien mil! Hoy mismo pondré cien mil rublos a su disposición. Ptitzin, procúrame esa cantidad. Tendrás una buena ganancia.
Ptitzin se acercó a Parfen Semenovich y le cogió por un brazo.
—Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.
—Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.
—No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero, cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras. Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada vez.
Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de pronto a Rogochin, y gritó amenazador:
—¿Quiere decirme qué significa esto?
El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca aquella salida imprevista. Se oyeron risas.
—¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.
—¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de indignación.
—¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.
—¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!
El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento. Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.
—¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a darle de golpes.
Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.
—¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con expresión soberbia y provocativa.
Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en la cara a su hermano.
—¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le felicito!
Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo, alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.
—¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le hacía temblar de cabeza a pies.
—¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania, en el paroxismo de la ira.
Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.
Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.
—Es igual. Siendo a mí no me importa... Pero no habría tolerado que maltratase a su hermana —murmuró al fin.
Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y, cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:
—Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.
Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin, Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general Ivolguin.
—¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma extraña sonrisa en los labios.
—¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza, Gania, haber pegado a este... corderito! —reprochó, sin encontrar frase más adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás cómo sabe querer Rogochin!
Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar contra tal impulso y conservar su expresión irónica.
—Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.
—¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es posible que sea usted lo que finge ser, Nastasia Filipovna? —exclamó el príncipe repentinamente.
Aquellas palabras de censura y la emoción sincera con que Michkin las pronunció, sorprendieron a Nastasia Filipovna. Sin duda para disimular, sonrió, aunque algo turbada, lanzó una mirada a Gania y se fue del salón. Pero antes de llegar a la antesala volvió de improviso, cogió la mano de Nina Alejandrovna y se la llevó, a los labios.
—El príncipe me ha comprendido: no soy en efecto así —murmuró con voz conmovida y precipitada, mientras un súbito rubor coloreaba su rostro.
Y girando sobre sus talones, salió tan de prisa que nadie pudo acertar el motivo de que hubiese vuelto a entrar. Solamente se le había visto dirigirse en voz alta a Nina Alejandrovna y se había creído observar que le besaba la mano. Pero ni un solo detalle de esta rápida escena había escapado a Varia, y cuando la visitante se fue, la joven la miró con sorpresa.
Gania, recuperando la conciencia de sí mismo, se precipitó en pos de Nastasia Filipovna y pudo alcanzarla en la escalera.
—No me acompañe —dijo ella—. Hasta la noche. No deje de acudir.
Él tornó al piso, turbado, inquieto, oprimido por un enigma que gravitaba sobre su ánimo más pesadamente que nunca. El recuerdo de la ofensa inferida a Michkin relampagueó en su cerebro. A su lado pasó como una tromba toda la banda de Rogochin, que salía hablando acaloradamente. En la precipitación de su marcha casi derribaron a Gania, quien estaba tan absorto que apenas lo notó. Rogochin iba acompañado por Ptitzin, a quien interpelaba con vehemencia, al parecer sobre algo muy importante.
—¡Has perdido, Gania! —gritó al salir.
Gabriel Ardalionovich siguióle con ojos preocupados hasta que le vio desaparecer.