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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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A esta clase de personas vulgares o corrientes pertenecen ciertos personajes de mi novela, cuyos caracteres, he de confesar, no, han sido debidamente explicados al lector. Tales eran, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, su marido, Ptitzin, y su hermano, Gabriel Ardalionovich.

No hay cosa más enojosa que ser hombre de buena familia, de agradable apariencia, bastante inteligente y de buen carácter y, sin embargo, no tener talento alguno, ninguna especial facultad, ninguna peculiaridad, ninguna idea propia de uno mismo: ser, en suma, como los demás... Poseer una fortuna, pero no la de Rothschild; ser de familia distinguida, pero que nunca se ha ilustrado en ningún aspecto; tener una agradable apariencia que no expresa nada en particular; disfrutar de una esmerada educación y no saber cómo utilizarla; atesorar inteligencia, pero ninguna idea personal; tener buen corazón, pero ninguna grandeza de alma, y así sucesivamente. Existe en el mundo extraordinaria multitud de personas así: una multitud mucho mayor de lo que parece. Como las demás, estas personas pueden dividirse en dos clases: gentes de limitada inteligencia y gente de inteligencia mucho más despejada. Los primeros son más felices. Nada es más fácil para la gente vulgar de inteligencia limitada que suponerse excepcionales y originales y vivir en esta ilusión sin el más leve desengaño. A algunas señoritas rusas les basta cortarse el cabello, ponerse gafas azules y calificarse de nihilistas para suponer, en el acto, que han adquirido «convicciones» propias. A ciertos hombres les basta percibir en su alma el más tenue rayo de amabilidad hacia sus semejantes y de emoción para persuadirse definitivamente de que nadie siente como ellos y que figuran en la cúspide de la emocionalidad y la ilustración humanas. A algunos les basta oír alguna idea ajena o leer una página determinada para convencerse de que lo oído o leído es su propia opinión, espontáneamente brotada de su cerebro. La impudicia de esta ingenuidad, si cabe expresarse así, es sorprendente en casos de este orden. Por increíble que parezca, tales casos se encuentran muy a menudo. Esta impudicia de la ingenuidad, esta firme confianza del hombre estúpido en sí mismo y en sus talentos, han sido soberbiamente descritas por Gogol en el maravilloso carácter de su teniente Pirogov. Pirogov no siente la menor duda de que es un genio superior a todos los genios. Tan seguro está de ello, que ni siquiera lo somete a discusión. Por eso no discute ni pregunta nunca nada. El gran escritor se ve forzado a castigar a su héroe en el desenlace, para satisfacer el ultrajado sentimiento moral del lector; pero, en vista de que el gran hombre, después del castigo, se limita a restaurar sus energías consumiendo una empanada, el autor alza las manos, desolado, y deja a sus lectores que extraigan la mejor conclusión posible de la moraleja. Yo he lamentado siempre que Gogol eligiese para protagonista a un hombre de tan humilde calidad, porque Pirogov estaba tan contento de sí mismo, que nada le hubiese sido más fácil que imaginarse, a medida que con la edad aumentara en grado, un genio de la guerra, o, mejor dicho, no imaginárselo, sino darlo por hecho. ¡Puesto que era general, necesariamente habría tenido que ser un astro de la estrategia! ¡Y cuántos hombres así han sufrido terribles errores en el campo de batalla! ¡Cuántos Pirogov ha habido entre nuestros escritores, nuestros sabios y nuestros propagandistas! Digo «ha habido», pero, desde luego, los hay aún.

Gabriel Ardalionovich Ivolguin pertenecía a la segunda de las categorías mencionadas, es decir, a la de los más inteligentes. Mas estaba infectado de pies a cabeza de su deseo de ser original. Como ya observamos, esta segunda clase es más infortunada que la primera, porque el hombre vulgar inteligente, aun cuando en ocasiones, y aun siempre, se juzgue genial y originalísimo, siente roerle el corazón el gusano de la duda, y ello le sume a veces en amarga desesperación. Aun si logra someter esa duda, el veneno de ésta acaba por emponzoñarle. Pero estamos extremando las cosas. En la mayoría de los casos, estas personas no terminan tan trágicamente. En los últimos años de su vida estas personas suelen enfermar del hígado y nada más. Pero antes de esto, muchos de tales hombres hacen incontables locuras durante años, en su afán de mostrarse originales. Incluso se dan ejemplos curiosos: hay hombres honrados dispuestos a cometer cualquier vileza con tal de acreditar originalidad. A veces esos hombres infortunados son, además de honestos, buenos, obran como el ángel tutelar de su familia, mantienen con su trabajo, no sólo a sus parientes, sino a sus amigos y, con todo, no se encuentran satisfechos nunca en su vida. La idea de que han cumplido bien sus deberes no los consuela ni anima. Antes al contrario, los enoja: «En esto he malgastado mi vida —comentan—; esto me ha ligado de manos y pies, impidiéndome realizar alguna empresa grande. Yo no había nacido para esto; yo estaba predestinado a descubrir... la pólvora o América, o no sé exactamente el qué. Pero estaba llamado a descubrir algo.» Lo más característico de estos señores es que nunca saben a punto fijo lo que van a descubrir o realizar, aunque se mueven desde luego en el área de los descubrimientos y las realizaciones. Pero sus sufrimientos y su ansia de descubrir hubieran sido más que suficientes para un Colón o para un Galileo.

Gabriel Ardalionovich había dado los primeros pasos en este camino, pero aún no había hecho más que comenzar y le quedaban, pues, en la vida, largos años de cometer necedades. Una profunda y continua conciencia de su falta de talento y a la vez un devorador deseo de probarse a sí mismo que era hombre de gran independencia moral, se debatían en su corazón casi desde la niñez. Era un joven de violentos impulsos, que parecía haber nacido ya con los nervios en tensión. Tomaba la violencia de sus deseos por fuerza de voluntad. Su inmoderado afán de distinguirse le había conducido a veces al borde de las más locas acciones, pero siempre, en el último momento, nuestro hombre se encontraba lo bastante sensato para no realizarlas. Esto le colmaba de desesperación. Muchas veces, con tal de obtener lo que soñaba, habríase lanzado a cualquier acto por vil que fuera; pero parecía ser su destino que en el momento final se reconociese harto honrado para cometer una gran bajeza. No así respecto a las pequeñas, a las que siempre se sentía dispuesto. La pobreza en que había caído su familia le humillaba e irritaba. Trataba a su madre con desprecio, a pesar de que sabía que siempre podría facilitarle mucho su ulterior carrera el respeto de que gozaba en todas partes Nina Alejandrovna. Al comenzar a trabajar con el general Epanchin, se había dicho: «Puesto que hay que ser vil, seámoslo hasta el final, siempre que nos dé provecho.» No sabemos por qué presumía la necesidad de ser vil. Y, además, no lo era casi nunca. Aglaya le asustó al principio, pero no por ello prescindió de considerarla como una posibilidad, si bien nunca creyó seriamente que ella acabase descendiendo a ser suya. Después, cuando surgió el asunto de Nastasia Filipovna, Gabriel Ardalionovich imaginó repentinamente que el dinero era el medio de conseguirlo todo. Y se repetía a diario, una y otra vez con presuntuosa seguridad, no exenta de cierto temor: «Puesto que hay que ser bajos, seámoslo de una vez. La gente vulgar vacila, pero yo no.»

Al perder a Aglaya y verse aplastado bajo las circunstancias, se descorazonó del todo y, como sabemos, entregó a Michkin el dinero que una loca había recibido de un loco y le regalaba. Mil veces lamentó después haber reintegrado aquel dinero, aun cuando se enorgulleciera a cada instante de haber hecho «lo que no todos hubieran sido capaces de hacer». Durante los tres días que Michkin permaneció entonces en San Petersburgo, Gania desahogó su tristeza con él, aun cuando no dejara de aborrecerle viendo la compasión que el príncipe le tenía. Pero le era forzoso reconocer (y tal confesión le hería muy cruelmente) que todo su disgusto provenía de sentir lesionado sin cesar su amor propio. Sólo muy tarde se dio cuenta de que con una mujer tan inocente y original como Aglaya las relaciones que había deseado con ella hubiesen podido tomar un sesgo serio. Entonces, abrumado de recriminaciones contra sí mismo, renunció a su puesto con el general y cayó en una profunda melancolía.

A la sazón, Gania vivía con su madre y su padre en casa de Ptitzin. No ocultaba su desprecio por aquel hombre que le daba hospitalidad, pero, no obstante, atendía sus consejos y aun era lo bastante razonable para pedírselos. Una cosa que le irritaba mucho era observar que Ptitzin no aspiraba a ser un Rothschild. «Puesto que eres usurero —decíale—, explota a las gentes, hazles sudar todo el dinero posible y conviértete en el rey de los judíos.» Ptitzin, siempre suave y modesto, se contentaba con sonreír. Sin embargo, una vez se explicó claramente con Gania y no dejó de poner cierta dignidad en su explicación. Demostró, en efecto, a su cuñado, que no hacía nada deshonesto y que era injusto acusarle de judío. Él no tenía la culpa de que el dinero tuviese tanto valor y, por ende, él no obraba sino como una especie de intermediario. Eso aparte, gracias a su destreza en los negocios se había procurado muy buenas amistades y el círculo de sus operaciones se ensanchaba de día en día. «No llegaré a ser un Rothschild, no hay razón para que lo sea —añadió, riendo—, pero sí llegaré a tener una casa en la Litinaya, y acaso dos, y entonces me daré por satisfecho.» «Quizá llegue a tres. ¿Por qué no?», agregó para sí. Tal era su sueño, pero un sueño que no confiaba íntegro a nadie.

La naturaleza gusta de personas así y las favorece. Seguramente acabará recompensando a Ptitzin no con tres, sino con cuatro casas, precisamente por haber comprendido desde su niñez que nunca llegaría a ser un Rothschild. Cierto que en ese límite se detendrá la buena suerte de Ptitzin y que, pase lo que pase, nunca tendrá más de cuatro casas.

Bárbara Ardalionovna no se parecía en nada a su hermano. Cierto que sentía también vivos deseos, pero con menos impetuosidad y más testarudez. Mostraba tanta prudencia en el alcance de sus proyectos como en el modo de ponerlos en práctica. Era, sí, una de esas personas vulgares que sueñan en ser originalísimas; pero habiendo reconocido muy pronto que no existía en ella ni un átomo de verdadera originalidad, no se disgustaba gran cosa y hasta —¿por qué no?– quizá se enorgulleciese de ello en cierto sentido. Cuando hizo su primera concesión a las realidades de la vida práctica, fue al acceder a casarse con Ptitzin, y entonces, desde luego, no se dijo: «Admitamos la bajeza puesto que conduce al fin deseado», como hubiese hecho Gania, y como acaso hizo emitir su opinión sobre el matrimonio en su calidad de hermano mayor. Muy por el contrario, Bárbara Ardalionovna fue al matrimonio convencida de que se casaba con un hombre agradable, sencillo, casi ilustrado y que nunca cometería una vileza por nada del mundo. En cuanto a las vilezas menudas, eran naderías de las que Bárbara Ardalionovna no se preocupaba. ¿Acaso no se encuentran en todas partes? Sería absurdo buscar el ideal. Además, sabía que casándose aseguraba techo y alimento a su familia. Viendo infortunado a Gania, deseaba serle útil a pesar de todas sus querellas anteriores.

Ptitzin, siempre en tono animoso, exhortaba a Gania a veces a entrar en el servicio, «pues ya verás como «todos ellos» terminan siendo generales. Si Dios te da vida, lo verás». «¿Y de dónde sacan en limpio que desprecio al generalato y a los generales?», pensaba Gania, irónico.

Fue precisamente queriendo ser útil a su hermano por lo que Bárbara Ardalionovna reanudó su amistad con las hijas de Epanchin, con quienes jugara de niña. La joven no habría sido quien era si en sus visitas a aquellas muchachas persiguiese la realización de un sueño fantástico. No, su proyecto no tenía nada de fantasía, dado el carácter de aquella familia y muy en especial de Aglaya. Los esfuerzos de Bárbara Ardalionovna tendían a un solo fin: restablecer las relaciones entre su hermano y Aglaya. Acaso llegara a tal resultado, o acaso se equivocase suponiendo que su hermano iba a dar de sí más de lo que podía. Sea como fuere, maniobró muy diestramente entre las Epanchinas. Pasaba semanas enteras sin mencionar el nombre de Gania, mostraba siempre una franqueza y una corrección extremadas, y observaba una actitud modesta, pero digna. Buceando en el fondo de sus sentimientos, no encontraba nada reprensible en su conducta, y ello le estimulaba a persistir en su designio. Pero a veces Bárbara Ardalionovna se daba cuenta de que poseía mucho amor propio y ese amor propio resultaba herido, y nunca lo advertía con mayor claridad que cuando regresaba de casa de las Epanchinas.

Precisamente volvía de casa de ellas aquella mañana en que, como dijimos, se encontraba de un humor bastante sombrío. En su abatimiento no faltaba un atisbo de amarga ironía. Ptitzin tenía en Pavlovsk una casa de madera, fea, pero amplia, que se erguía en una calle polvorienta. Aquel edificio debía pasar en breve a ser propiedad suya y ya proyectaba venderlo. Cuando subía la escalera, Bárbara Ardalionovna oyó, gran estrépito en el piso superior. Reconoció las voces exaltadas de su padre y su madre. Al entrar en la sala distinguió a su hermano, que recorría el aposento a grandes zancadas, pálido de ira y, al parecer, a punto de mesarse los cabellos.

Varia arrugó el entrecejo y, sin quitarse ni siquiera el sombrero, se dejó caer lánguidamente en un diván. Comprendiendo que si no preguntaba a su hermano las causas de su irritación, le enojaría más aún, se apresuró a inquirir:

—¿La historia de siempre?

—¿Qué dices? —exclamó Gania—. ¡La de siempre! No, hoy no es la de siempre. ¡El diablo sabe lo que pasa! El viejo está exasperado, mamá deshecha en lágrimas... ¡Palabra, Varia, que voy a echar a ese hombre, digas lo que quieras... o a marcharme yo! —añadió, recordando quizá que no le era posible arrojar a una persona de una casa que no le pertenecía.

—Hay que ser indulgente —murmuró Varia.

—¿Indulgentes con quien? ¿Y con qué cosas? —repuso Gania, rojo de ira—. ¿Con las bellaquerías de ese hombre? No; digas lo que quieras, esto no puede continuar así. ¡Es imposible, imposible, imposible! ¡Es tremendo! Quien ha faltado es él, y aún tiene humos... «Si no le basta la puerta, echa abajo la muralla.» ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

—No importa la cara que yo pueda tener —dijo ella, malhumorada.

Gania la contempló con curiosidad.

—¿Has estado en aquella casa? —preguntó repentinamente.

—Sí.

—Escucha. ¡Otra vez gritan! ¡Qué vergüenza! ¡Y en un momento como éste!

—¿Un momento como éste? No veo que sea un momento distinto a los demás.

—¿Has sabido algo? —preguntó Gania, mirándola con redoblada atención.

—Nada inesperado. Me he informado de que todo era cierto. Mi marido ha visto más claro que tú y yo. Lo que predijo desde el principio, se ha realizado. ¿Dónde está?

—Ha salido. ¿Qué es lo que se ha realizado?

—El príncipe ha sido formalmente aceptado como novio oficial. Es cosa concluida. Me lo han dicho las hermanas mayores. Aglaya ha dado su consentimiento. Hasta ahora andaban con misterios, pero ya han renunciado a las ocultaciones. El casamiento de Adelaida se ha retardado para que las dos bodas se celebren a la vez. Muy poético, ¿verdad? En lugar de correr por la sala como un loco, valdría más que redactases un epitalamio. La princesa Bielokonsky va a visitarlos esta noche. Ha llegado muy a punto. También habrá más personas. Presentarán el prometido a la princesa, aunque ya se conocen. Parece que se quiere dar cierta solemnidad a esa presentación... El único temor que existe es que, al entrar en el salón, el apuesto novio rompa alguna cosa o mida el suelo con las espaldas. Cosas así son muy corrientes en él.

Gania escuchaba muy atentamente. Con gran sorpresa de Varia, aquella noticia, que destruía las esperanzas del joven, no le causó ninguna emoción aparente.

—Está claro —dijo, tras un instante de reflexión—. Es cosa concluida, naturalmente.

Y sonrió de un modo extraño. Miró a su hermana con expresión reticente y reanudó, con más calma, sus paseos por la habitación.

—Celebro mucho que tomes con filosofía lo ocurrido —observó Varia.

—Una preocupación menos. Sobre todo para ti.

—Creo haber trabajado sinceramente en favor tuyo, sin molestarle con preguntas. Nunca traté de saber, por ejemplo, qué felicidad esperabas encontrar en Aglaya.

—¿Acaso yo buscaba felicidad en Aglaya?

—No filosofes, ¿quieres? La cosa ha concluido, sí, y nosotros hemos quedado con un palmo de narices. Te confieso que nunca tomé en serio este asunto. Sólo quería divertirte y jamás conté con otra cosa que con el carácter absurdo de esa muchacha. Había noventa probabilidades contra diez de que fracasase la cosa. Éste es el día en que no sé aún lo que esperabas.

—Ahora lo que espero es que tu marido y tú me instéis a buscar un empleo, que me sermonees constantemente asegurándome que la voluntad y la perseverancía lo vencen todo, que no hay por qué despreciar los beneficios modestos, pero seguros, etc. Me lo sé de memoria —dijo Gania, riendo.

«Ya tiene otra idea en la cabeza», pensó Varia.

—¿Y los padres? Encantados, ¿no? —preguntó el joven.

—No mucho... me parece. Además, tú mismo puedes hacerte cargo. No obstante, Ivan Fedorovich está satisfecho, Lisaveta Prokofievna tiene miedo. Todos saben que siempre le ha desagradado considerar al príncipe como posible esposo de su hija.

—No hablo de eso. Ya se sabe que el príncipe es un novio absurdo. Lo que me interesa es conocer el estado de cosas. ¿Ha consentido Aglaya formalmente?

—Hasta ahora no ha dicho «no»; pero en ella eso es lo más que se puede esperar. Aglaya es muy tímida y vergonzosa. Acuérdate de que cuando, de niña, había visitantes en su casa, se encerraba en un armario dos o tres horas, hasta que los extraños se iban; pues al crecer ha seguido siendo la misma. Yo he llegado a creer que no es indiferente al príncipe. Todos dicen que se burla de él de mañana a noche, pero sin duda encuentra medio de decirle diariamente alguna palabrita dulce al oído, porque él está radiante, como en la gloria... Ellas mismas me han dicho que resulta cómico... Y, además, me ha parecido que las dos mayores se burlaban de mí en mi misma cara.

El rostro de Gania comenzó a oscurecerse. Tal vez Varia hubiese insistido tanto en el tema para sondear los verdaderos sentimientos de su hermano. En aquel momento resonaron arriba nuevos gritos.

—¡Voy a echarle a la calle! —rugió Gania, contento de poder encontrar un desahogo a su cólera.

—Y entonces irá a ponernos en ridículo en todas partes, como ayer.

—¿Como ayer? ¿Como...? ¿Qué? ¿Qué ha hecho ayer? —preguntó el joven vivamente, presa de súbito Espanto.

—¿Es posible que no lo sepas? —exclamó Varia.

—¿De modo que es cierto que se ha presentado allí? —vociferó Gania, rojo de vergüenza y de ira—. ¡Dios mío! Tú vienes de aquella casa; ¿te han dicho algo? ¿Ha ido el viejo allí? ¿Sí o no?

Mientras hablaba se precipitó hacia la puerta. Varia corrió hacia él y le sujetó por los brazos.

—¿Qué haces? ¿Adónde vas? —le reprochó—. Si le echas ahora, hará cosas peores. No dejará una sola casa conocida por visitar.

—¿Qué fue a hacer allá? ¿Qué dijo?

—No han sabido explicármelo. No le comprendieron. Pero asustó a todos. Quería ver a Ivan Fedorovich y, como éste se hallaba ausente, preguntó por Lisaveta Prokofievna. Primero le suplicó que le procurase un empleo, que le ayudase a reingresar en el servicio... Luego se deshizo en recriminaciones. Se quejó de mí, de mi marido, de ti en especial... Un escándalo...

—¿No sabes lo que ha dicho concretamente? —inquirió Gania, con los nervios en una tensión insoportable, temblando de pies a cabeza, cual en un acceso histérico.

—¿Qué va a decir? Es posible que ni él mismo lo supiera... Y también cabe que ellas no me lo contasen todo.

Gania, oprimiéndose la cabeza entre las manos, se acercó a una ventana. Varia se sentó junto a otra.

—Esa absurda de Aglaya —añadió repentinamente– me paró cuando me iba y me dijo: «Transmita a su familia la seguridad de mi personal estimación. Uno de estos días procuraré ir a visitar a su papá.» Lo dijo con un tono muy serio. Es realmente extraño...

—¿No se burlaba? ¿Estás cierta de que no se trataba de una burla?

—No. Y eso es lo más raro de todo.

—¿Conoce la hazaña del viejo o no? ¿Qué te parece?

—Para mí es indudable que en aquella casa lo ignoran. Pero ahora me das que pensar... Acaso Aglaya lo sepa. En todo caso, debe ser ella sola, porque sus hermanas han quedado muy sorprendidas cuando la han oído darme tan seriamente recuerdos para papá. ¿Por qué habrá pensado precisamente en él? Si conoce el caso, lo conoce por el príncipe.

—No hace falta ser muy inteligente para adivinarlo... ¡Un ladrón! ¡Eso nos faltaba! Un ladrón en la casa. ¡Y el cabeza de familia!

—Vamos, déjate de eso —repuso Varia con energía—. Todo ello es una historia de borrachos y nada más. ¿Quién ha concebido tal cosa? Lebediev y el príncipe. Personas de un cerebro muy despejado, ¿no? Yo no doy a semejante historia más importancia de la que tiene.

—El viejo es un ladrón y un borracho —insistió Gania, con amargura—; yo, un mendigo; el marido de mi hermana, un usurero... ¡Era una perspectiva tenta– dora para Aglaya! ¡En qué magnífica familia iba a entrar!

—Ese marido de tu hermana, ese usurero, te...

—Mantiene, ¿verdad? No andes con cumplidos, te lo ruego.

—No te pongas así —contestó Varia—. Tienes el espíritu de un colegial. ¿Crees que todo eso podía perjudicarte ante Aglaya? No conoces su carácter: sería capaz de rehusar el más espléndido partido para huir con un miserable estudiante que no pudiese ofrecerle más que hambre y un desván. ¡Ése es su ideal! Nunca llegarás a comprender lo mucho que le hubieras interesado de haber sabido aceptar nuestra posición con orgullo y energía. El príncipe le ha gustado, en primer lugar, porque no se ha preocupado de hacerle el amor, y en segundo, porque todos le tienen por idiota. El solo hecho de que esa boda disguste a su familia, basta para que le encante a ella. ¡No entiendes nada!

—Ya lo veremos —repuso Gania, enigmático—. Pero, con todo, no me agrada que se haya enterado de la proeza del viejo. Yo esperaba que el príncipe no la contase. Ha ordenado silencio a Lebediev, e incluso a mí no quería relatármela, aunque le insté mucho...

—Entonces habrá sido otro, porque ya ves que la historia se ha divulgado. ¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Qué esperas? Si alguna esperanza quedase sería la de que aparecieses como un mártir ante los ojos de Aglaya.

—No; por romántica que sea, temería el escándalo. Es muy fácil despreciar los prejuicios de palabra; pero siempre hay un límite que no se rehúsa. Todas sois lo mismo.

Varia miró a su hermano con desprecio.

—¿Temer Aglaya nada? —contestó con energía—. ¡Qué alma tan mezquina tienes! Todos los hombres si que sois iguales. Aglaya puede ser absurda y extravagante, pero tiene más generosidad que cualquiera de nosotros.

—Bueno, bueno, no te incomodes por tan poco —repuso Gania, conciliador.

—Lo único que me inquieta en ese cuento sobre papá —prosiguió Varia– es el miedo de que llegue a oídos de nuestra madre.

—Ya lo conoce —contestó Gania.

De haber obedecido Varia a su primer arranque habría subido corriendo a las habitaciones de Nina Alejandrovna. Pero después de levantarse para salir se detuvo y miró fijamente a su hermano.

—¿Quién ha podido decirle tal cosa?

—Seguramente Hipólito. Supongo que apenas instalado en nuestra casa habrá encontrado un perverso placer en contarlo todo a mamá.

—Pero ¿cómo pudo saberlo, dime? El príncipe y Lebediev han resuelto no hablar a nadie. Ni siquiera Kolia está enterado.

—Hipólito se habrá enterado solo. No puedes imaginar lo astuto que es ese individuo, lo chismoso que se muestra y cuánto le gusta divulgar toda clase de bellaquerías e historias escandalosas. Puedes creerlo o no, pero yo estoy seguro de que se las ha arreglado para participar la novedad a Aglaya, y, de no haberlo hecho, no será por falta de ganas. Ya lo hará después. Rogochin está también en relaciones con él. ¿Cómo no se dará cuenta Michkin de estas cosas? Luego, ese muchachuelo se complace en sembrarme de obstáculos el camino. Hace tiempo que me he dado cuenta de que me considera como un enemigo personal. ¿Por qué se meterá en mis asuntos, ni qué pueden importarle cuando está a las puertas de la muerte? ¿Qué le va ni le viene en ellos? No lo comprendo... Pero yo le daré una lección. Ya veremos quién se lleva el gato al agua.

—Si, como parece, le aborreces tanto, ¿por qué te comprometiste a traerlo aquí? ¿Crees que vale la pena preocuparse de él?

—Tú misma me aconsejaste que lo trajese.

—Creí que nos sería útil. ¡Ah! ¿Sabes que está enamorado de Aglaya y que le ha escrito? Me han preguntado por él... Hasta puede que haya escrito también a Lisaveta Prokofievna.

—En ese sentido no es peligroso —contestó Gania con sarcástica risa—. Creo que te engañas. No niego que se haya enamorado, puesto que es un chiquillo. Pero no me parece que haya dirigido anónimos a la vieja. ¡Es un mediocre tan rencoroso, una nulidad tan pagada de sí misma! Estoy seguro que me ha presentado ante Aglaya como un intrigante. Reconozco que al principio obré como un necio y dejé escapar algunas palabras de más al hablar con él, pensando que, aun cuando sólo fuese por rencor contra el príncipe, serviría mis intereses. ¡Como es un tipo tan falso! ¡Ahora le conozco bien! Y respecto al robo, puede haberlo sabido por su madre. Si el viejo ha hecho eso, ha sido por ella. Hipólito, a quemarropa y sin rodeos, me dijo que el general había prometido cuatrocientos rublos a su madre. Entonces lo comprendí todo. Al darme ese informe me miraba a los ojos, rebosando satisfacción en todo su aspecto. Es seguro que se lo ha dicho a mamá, por el mero placer de disgustarla. ¿Y por qué no se morirá de una vez? Se había comprometido a morir en un plazo de tres semanas, y, por el contrario, ha engordado desde que está aquí. Ya no tose. Él mismo ha dicho ayer que llevaba veinticuatro horas sin escupir sangre.

—Échale a la calle.

—Es que no le odio; le desprecio —respondió Gania, con orgullo. Y de repente, en un súbito arrebato de furia, gritó—: ¡Sí, sí! ¡Le odio! Y se lo diré en la cara, en sus últimos momentos, cuando se encuentre en su lecho de muerte... Si leyeses su confesión... ¡Dios mío, qué cándida impudicia! Es un teniente Pirogov. Un Nozdrev en trágico... y sobre todo es un chicuelo. ¡Con qué gusto le hubiese aplastado aquel día para darle una buena sorpresa! Y como fracasó ante nosotros, quiere vengarse... Pero ¿qué es eso? ¿Más ruido aún? ¡Qué atrocidad! ¡Es insoportable! Ptitzin —dijo dirigiéndose a su cuñado, que llegaba en aquel momento—, ¿no es posible vivir en paz en esta casa? Esto es... esto es...

El estruendo se acercaba cada vez más. De pronto se abrió la puerta violentamente y Ardalion Alejandrovich, tembloroso, rojo de ira, fuera de sí, se abalanzó hacia Ptitzin. Le seguían Nina Alejandrovna, Kolia y, en último lugar, Hipólito.

II



Hacía cinco días que Hipólito se había trasladado a casa de Ptitzin. Ello se produjo naturalmente, sin explicaciones, sin disputas entre Michkin y su huésped, y la separación, al menos en apariencia, fue amistosa. Gabriel Ardalionovich, tan mal dispuesto hacia Hipólito el día del cumpleaños del príncipe, había ido a visitar al muchacho por la mañana, sin duda obedeciendo a una súbita inspiración. También Rogochin visitó al enfermo. Al principio, el propio Michkin opinó que valía más para Hipólito el trasladarse. Cuando Hipólito se marchó de casa del príncipe, hizo saber que iba a aprovechar la amable oferta de Ptitzin y no mencionó a Gania para nada, aun cuando había sido éste quien insistiera en que su cuñado le admitiese. Gania consideró la omisión harto extraña para no ser intencionada y se sintió muy ofendido. No había faltado a la verdad al hablar a su hermana del alivio del doliente. Hipólito, en efecto, parecía mejor que antes. Bastaba una mirada para notarlo.

Hipólito entró en la habitación en pos de los demás. Una sonrisa malévola contraía sus labios. Nina Alejandrovna aparentaba un tremendo espanto. En aquellos meses había cambiado mucho, y estaba harto más delgada. Desde que vivía en casa de Ptitzin no se mezclaba jamás, al menos ostensiblemente, en los asuntos de sus hijos. Kolia parecía preocupado e inquieto. Ignorante de las causas reales de aquella nueva tempestad doméstica, no comprendía en qué pudiera consistir lo que allí se llamaba «la locura del general»; pero asistía a las terribles escenas que su padre provocaba continuamente. Y estaba seguro de que en su progenitor se había operado un cambio profundo. Otra cosa inquietaba al muchacho. Hacía tres días que su padre había dejado de beber y por ende se había querellado con Lebediev y con Michkin. Kolia acababa de entrar en casa llevando media botella de vodka que había comprado con su dinero.

—Maman —había asegurado a Nina Alejandrovna antes de bajar a la sala—, vale más que beba. Hace tres días que no prueba una gota y se siente excitado, naturalmente. Le conviene un poco de vodka. Cuando estaba en la cárcel le sentaba muy bien.

El general, cruzando la puerta, detúvose en el umbral y se dirigió, impetuoso, a Ptitzin.

—Señor —gritó con voz tonante—, si es cierto que ha resuelto usted sacrificar en favor de un boquirrubio y un ateo a un anciano respetable, padre de usted o al menos de su mujer, a un hombre que ha servido a su emperador, estoy resuelto a abandonar esta casa inmediatamente. Elija, señor, elija inmediatamente: o yo, o este... tornillo... ¡Sí: tornillo! Lo he dicho sin pensarlo, pero es verdad, porque se hunde en mi alma como un tornillo, lacerándola sin el menor respeto.

—¿No querrá usted decir como un sacacorchos? —sugirió Hipólito.

—No: un tornillo; porque yo para ti soy un general y no una botella. Yo poseo condecoraciones, distinciones honoríficas, y tú no tienes ninguna. ¡O él o yo! ¡Elija, señor, y pronto! —añadió furiosamente dirigiéndose a Ptitzin.


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