Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Pero casi todo esto es superfluo. En realidad sólo me propongo decir algunas palabras explicatorias acerca de nuestros amigos, los Epanchin. Esta familia, o al menos los miembros más reflexivos de ella, sufrían perennemente al notar en su carácter una peculiaridad común a todos ellos: su absoluta oposición a las virtudes que hemos examinado en los párrafos anteriores. Aunque no apreciasen claramente el hecho, a causa de que es difícil apreciarlo en uno mismo, no dejaban de sospechar a veces que las cosas no marchaban en su casa como en las demás. Mientras todos sus conocidos llevaban una existencia apacible, rutinaria, uniforme, la de los Epanchin estaba pletórica de turbulencias; mientras todos corrían como sobre rieles, ellos estaban siempre descarrilados. En otras casas todos eran correctamente discretos; pero en la suya, no. Tal vez fuese Lisaveta Prokofievna la única que hiciera tan ingratas observaciones, ya que las muchachas, a las que no les faltaba, de cierto, penetración ni causticidad, eran jóvenes aún, y el general tenía una mente perspicaz, si bien un tanto tortuosa. En los casos difíciles que se presentaban en su vida familiar solía contentarse con decir: «Hum...», dejando la solución de los problemas a su mujer. A ella, pues, le incumbía también la responsabilidad, y no era que aquella familia se distinguiese por iniciativa particular alguna, ni que sus contratiempos tuviesen por causa una tendencia consciente a la originalidad, lo que hubiera sido muy incorrecto. No, en su proceder no existía meditación, y, pese a ello, la familia Epanchin, aunque estimada, no era en absoluto lo que debe ser una familia rodeada de la consideración social. Hacía tiempo que había arraigado en la cabeza de la generala la idea de que todo dependía de ella y de su «desgraciado» carácter, convicción que aumentaba su disgusto. Maldecía, pues, sin cesar su excentricidad «estúpida e inconveniente», y siempre inquieta, siempre alerta, en espera de imaginarias complicaciones, viviendo en perenne perplejidad, no sabía cómo proceder en los asuntos más comunes de la vida.
Dijimos al principio de nuestro relato que los Epanchin gozaban de la consideración general. Ivan Fedorovich, a pesar de su oscuro origen, era recibido con respeto en todas partes. Lo merecía en realidad, por su fortuna y su elevada posición, y además porque era un hombre muy correcto, aunque no tuviese un talento muy poderoso. De otra parte, cierta torpeza mental parece muy indicada, si no para todo hombre público, al menos sí para todo funcionario público. Por ende el general tenía buenas maneras, era modesto, sabía callar cuando convenía y a la vez no se dejaba atropellar de nadie, no por ser general, sino por ser hombre honrado. Finalmente, lo que era más importante aún, gozaba de altas protecciones. Lisaveta Prokofievna, como sabe el lector, descendía de una familia aristocrática. Cierto que en nuestra Rusia se consideran más las buenas relaciones que el nacimiento; pero la generala era querida y apreciada por personas cuyo ejemplo se convierte en ley para la sociedad. Superfluo es decir que sus preocupaciones familiares no tenían fundamento alguno, o al menos que su imaginación las agrandaba de un modo ridículo. Mas si uno tiene una verruga en la frente o en la nariz, se figura que esa verruga atrae la atención general, que nadie se ocupa sino en burlarse de ella, y que á causa de ese defecto se le condena a uno aunque haya descubierto América. Era cierto que Lisaveta Prokofievna pasaba en sociedad por una «original», y aunque no por eso se la estimaba menos, la pobre mujer había terminado creyendo en la inexistencia de tal estima, y ésta era su mayor desventura. Al pensar en sus hijas, decíase con dolor qué estaba perjudicando su porvenir, que tenía un carácter grotesco, incorrecto, insoportable. Naturalmente, la culpa no podía ser sino de los que la rodeaban, y de aquí que de mañana a noche disputase con su marido y sus hijas, a pesar de que los quisiera de un modo que llegaba hasta el olvido de sí misma, hasta la pasión.
Lo que más la disgustaba era la sospecha de que sus hijas se convertían gradualmente en tan originales como ella misma, y la certeza de que no resultaba natural que hubiese, ni debiera haber, mujeres semejantes en el mundo. «Se están volviendo unas nihilistas. ¡Eso es!», repetíase a cada instante. Un año que tal idea le torturaba cotidianamente a la generala. «Ante todo, ¿por qué no se casan? —preguntábase sin cesar—. Por disgustar a su madre. ¡No tienen otra finalidad en la vida! No, no puede ser otra cosa. Son las ideas nuevas, la maldita cuestión feminista. ¿Pues no quiso Aglaya, hace seis meses, cortarse esa magnífica cabellera que tiene? ¡Cuando ni yo en mis tiempos la poseía igual! Ya tenía las tijeras en la mano y hube de arrodillarme ante ella para hacerla renunciar a tal locura. Admito que obrase por maldad, por disgustar a su madre, porque es una muchacha mala, caprichosa, una niña mimada, pero sobre todo mala, mala, mala... Pero ¿no quería también esa loca de Alejandra cortarse igualmente el pelo, sólo porque Aglaya le había asegurado que así dormiría mejor y no sufriría jaquecas? ¡Y cuántos partidos, cuántos, se les han presentado en estos cinco años últimos! Y algunos buenos, muy buenos inclusive... ¿Qué esperan? ¿Por qué no se casan? Sólo por molestar a su madre. No tienen otra razón; absolutamente ninguna.»
Al fin el sol pareció iluminar un tanto su maternal corazón al ver que una de sus hijas, Adelaida, estaba comprometida. «Al menos eso será una tranquilidad para mí», declaró cuando vino el caso de manifestar su criterio en voz alta, aun cuando en su interior se sirviese de expresiones mucho más tiernas. Y ¡qué feliz y correctamente se había convenido todo! En sociedad no se hablaba de aquella boda sino con franca aprobación. El novio era un hombre decente, conocido, príncipe, rico y, por ende, agradable a su futura. ¿Qué más podía pedirse? Pero Lisaveta Prokofievna se había inquietado siempre menos por Adelaida que por sus otras dos hijas, aunque las inclinaciones artísticas de la joven no dejasen de causarle cierta aprensión. «En cambio, tiene buen carácter y muy buen sentido; una muchacha nunca se pierde cuando es así», decíase siempre al final la generala, tranquilizándose con tal reflexión. Lo que la inquietaba más era el porvenir de Aglaya. Respecto a Alejandra, no sabía si preocuparse o no. A veces su hija mayor le parecía un «caso desesperado»: ya tenía veinticinco años. ¿Se quedaría para vestir imágenes? ¡Y con aquella belleza! La desgraciada madre pasaba las noches llorando, mientras quien motivaba aquellas inquietudes dormía con el más tranquilo de los sueños. «¿Qué será? ¿Una nihilista o meramente una tonta?» Lisaveta Prokofievna sabía muy bien que lo último era inexacto. Tenía en alta estima la inteligencia de Alejandra y le solía pedir consejo con frecuencia. Pero el que su hija era «una pava mojada», no ofrecía duda alguna. «Tiene una tranquilidad tal, que no la inmuta nadie... Y el caso es que las «pavas mojadas» no suelen tener nada de tranquilas. No entiendo una palabra...» Alejandra Ivanovna inspiraba a su madre una especie de inexpresable compasión que la generala no experimentaba por Aglaya en la misma medida, aunque la última fuese su ídolo. Pero los arranques de mal humor con que Lisaveta Prokofievna solía manifestar su solicitud materna, los epítetos análogos al de «pava mojada», no provocaban más que la hilaridad de Alejandra. A veces, las cosas más insignificantes exasperaban a la generala, la ponían fuera de sí. Alejandra, por ejemplo, solía dormir mucho y normalmente tenía sueños; pero sueños de candidez semejante a los de un niño de siete años. Y la inocencia misma de aquellos sueños irritaba a su madre. Una vez la joven soñó con nueve gallinas, lo cual motivó una discusión cuya causa sería imposible decir. Otra vez —la única, es cierto– soñó con un monje encerrado en una celda obscura en la que ella temía penetrar. Aglaya y Adelaida, entre grandes risas, fueron a contarlo a su madre, quien se enojó y trató a sus tres hijas de necias. «Hum... Está tan plácida como una imbécil; es una verdadera «pava mojada»; no la emociona nada, y, sin embargo, parece triste. Hace días que da pena verla. ¿Por qué estará triste, por qué?» A veces la generala planteaba la cuestión a su marido, y ello febrilmente, en tono de amenaza, como tenía por costumbre. Ivan Fedorovich fruncía el entrecejo, se encogía de hombros, y al fin expresaba su opinión abriendo mucho los brazos y diciendo:
—Necesita un marido.
Lisaveta Prokofievna estallaba como una bomba:
—¡Dios permita que no sea un hombre como tú, Ivan Fedorovich; con sentimientos tan groseros como los tuyos Ivan Fedorovich!
El general se iba y Lisaveta, tras aquella «explosión», se calmaba. Aquella misma tarde mostrábase ya extraordinariamente solícita, dulce y afable con Ivan Fedorovich. Porque no había dejado de quererle, estaba realmente enamorada de él, y él por su parte estimaba mucho a Lisaveta Prokofievna.
El mayor tormento de la madre, y un tormento continuo, lo constituía Aglaya. «Es como yo, mi vivo retrato —decía la generala—: un diablo despótico y malvado. Una nihilista, una original, una insensata, una loca, loca, loca... ¡Oh, Señor, qué desgraciada va a ser!»
Como dijimos, la seguridad de que Adelaida se casaba fue un bálsamo para Lisaveta Prokofievna. Durante un mes olvidó sus inquietudes. El inmediato casamiento de Adelaida motivó que en sociedad se hablase por entonces bastante de Aglaya. Y la joven se portaba tan bien, tenía modales tan gratos, una actitud tan inteligente y un encanto tan subyugador... Hasta su orgullo parecía en ella una gracia más. Hacía un mes que se mostraba amable y cortés con la generala. («Claro que es preciso tomarse tiempo para conocer mejor a ese Eugenio Pavlovich y estudiarle a fondo. Además, Aglaya no parece mirarle con mejores ojos que a los demás», se decía Lisaveta Prokofievna.) Lo esencial era el admirable cambio surgido en el carácter de la joven. Y luego era tan hermosa, tan hermosa... «¡Sí, parece embellecer de un día a otro, Dios mío!» Y ahora...
Ahora aquel miserable principillo, aquel idiota, no hacía más que aparecer y lo echaba todo a rodar, trastornando la casa.
En realidad, ¿qué había sucedido?
Para otras personas, nada seguramente. Pero Lisaveta Prokofievna tenía la peculiaridad de descubrir en las circunstancias más comunes de la vida detalles y concatenaciones que la atemorizaban al punto de hacerla casi enfermar. Júzguese lo que debió sentir cuando, en medio de sus inquietudes quiméricas, vio producirse un incidente de real gravedad y justificativo de serias preocupaciones.
«¿Quién y cómo se habrá atrevido a escribirme esa maldita carta anónima en que se me dice que aquella mujerzuela está en relación con Aglaya?», pensaba la generala por el camino, arrastrando a Michkin con ella.
Y cuando, llegada a su casa, hizo sentar al príncipe ante la mesa redonda en torno a la cual se reunía toda la familia, Lisaveta Prokofievna recayó en sus reflexiones: «¿Cómo se habrán atrevido a eso? Me moriría de vergüenza si creyese una sola palabra de esa carta o si la enseñase a Aglaya. ¡Cómo se burla la gente de nuestra familia! Y la culpa de todo, de todo, la tiene Ivan Fedorovich. ¿Por qué nos iríamos de Elaguin? ¡Bien lo propuse yo! Quizás haya sido Varia quien escribió la carta, o tal vez... No se; pero la culpa de todo la tiene Ivan Fedorovich. ¡Tuya es la responsabilidad de esto, Ivan Fedorovich! Esa mujer lo ha imaginado todo para burlarse de él. En recuerdo de su antigua relación ha querido ponerle en ridículo, como ya le puso cuando lo de las perlas... Pero también nosotras, tus hijas y yo, estamos mezcladas en esto, Ivan Fedorovich. ¡Y son señoritas de la mejor sociedad, muchachas casaderas! Y estuvieron allí, se quedaron allí, lo oyeron todo, se enteraron de la historia de aquellos mozalbetes... ¡Vamos, Ivan Fedorovich, ya puedes estar satisfecho! ¡Estaban allí y se enteraron de todo! No se lo perdono a ese principillo; no se lo perdonaré jamás. ¿Y por qué tiene Aglaya desde hace tres días tanta excitación nerviosa? ¿Por qué ha reñido con sus hermanas, incluso con Alejandra, a quien besaba a diario con tanto respeto como si fuese su propia madre? ¿Por qué hace tres días que se muestra como un enigma para todos? ¿Y qué tiene que ver Gabriel Ardalionovich con esto? ¿Por qué estuvo ayer Aglaya hablando tan bien de él, y por qué lloró luego? ¿Por qué se habla en el anónimo de ese maldito «hidalgo pobre», y por qué Aglaya no enseñó a sus hermanas la carta recibida del príncipe? ¿Y por qué... por qué he corrido a casa de él como una loca y le he arrastrado conmigo? ¡Qué de tonterías acabo de hacer! ¡Estoy loca, Señor! ¡Hablar a un hombre joven de los secretos de mi hija! Y, además, de secretos que en cierto modo se refieren a él mismo. ¡Dios mío! Menos mal que es de confianza... e idiota... ¿Es posible que Aglaya se interese por cretino semejante? ¿En qué pienso, Señor? ¡Qué tipos los de esta familia... empezando por mí! Se nos podía poner bajo un fanal y exhibirnos por diez kopecs... ¡No te lo perdonaré nunca, Ivan Fedorovich, no te lo perdonaré nunca!... ¿Y por qué Aglaya no se burla de ese idiota? Había prometido burlarse de él y no lo hace. ¡Con qué atención le mira! ¡Qué pálido está! ¡Y ese maldito charlatán de Eugenio Pavlovich, que no para de hablar un momento! No deja meter la cuchara a nadie: monopoliza la conversación. En cuanto consiga hacerles cambiar de tema, lo sabré todo.»
El príncipe, en efecto, estaba muy pálido. Parecía muy a disgusto y, sin embargo, había momentos en que un éxtasis inefable e incomprensible se adueñaba de su alma. ¡Cómo temía mirar cierto rincón desde donde le contemplaban los ojos negros, tan conocidos! A la vez se sentía feliz de encontrarse en medio de aquella familia y oír aquella voz, pese a lo que se le escribiera. ¿Qué se le ocurriría a Aglaya decirle ahora? En cuanto a él, atento a las ocurrencias de Eugenio Pavlovich, no había proferido una sola palabra. Pocas veces había parecido Radomsky más satisfecho y elocuente que aquella tarde. Michkin le escuchaba, es cierto, pero pasó bastante tiempo antes de que entendiese lo que el joven decía. Toda la familia estaba presente, excepto el general, que no había vuelto aún de San Petersburgo. El príncipe Ch. se hallaba también en la casa. Sin duda la reunión se proponía ir a oír música antes del té. A poco, surgió Kolia en la terraza. «De modo que continúan recibiéndole», se dijo Michkin.
La casa de los Epanchin era una hermosa villa con aspecto de chalet suizo. Se veían flores y verdor por doquier. Un jardín, pequeño pero bien cuidado, rodeaba el edificio. Como en casa del príncipe, todos estaban sentados en la terraza, que era mayor y ofrecía una perspectiva más bella.
Al llegar Michkin, la conversación versaba sobre un tema que parecía desagradar a algunos. Notábase que acababa de tener lugar una viva discusión. Todos hubiesen preferido hablar de otra cosa, pero Eugenio Pavlovich, en su vehemencia, no lo advertía. Y aún se animó más cuando apareció Michkin. Lisaveta Prokofievna arrugó el entrecejo, si bien aún no sabía de qué se trataba. Aglaya, algo aparte, no se retiró. Escuchaba, encerrándose en un obstinado silencio.
—Dispénseme —declaró con calor Radomsky– pero no he dicho nada contra el liberalismo en general. Yo sólo ataco al liberalismo ruso, y si lo ataco, es porque el liberal ruso no es un liberal ruso, sino un liberal antirruso. Muéstrenme un liberal ruso y le abrazaré ante todos ustedes.
—Si él se deja abrazar —dijo Alejandra, muy excitada, como lo daba a entender el vivo color de sus mejillas.
«Una mujer tan flemática, que no hace más que comer y dormir, que no se altera por nada, se ha excitado con esto. ¡Es incomprensible!», pensó la generala.
Michkin creyó notar que el tono de Radomsky distaba de agradar a Alejandra Ivanovna. Ésta creía que el joven trataba demasiado a la ligera un tema serio, ya que, a pesar del fuego que ponía en sus palabras, tenía verdaderamente el talante de bromear.
—Yo sostenía hace un momento, cuando ha entrado usted, príncipe —dijo Eugenio Pavlovich—, que en Rusia los liberales se han reclutado hasta ahora exclusivamente entre los propietarios de siervos y las familias de popes. Lo mismo pasa con los socialistas. Y como las dos castas citadas son cosas al margen de la nación, y cada vez más independientes de ella, resulta que cuanto hacen es siempre no-nacional.
—Así que los progresos obtenidos en Rusia son antirusos? —protestó Ch.
—Son no-nacionales. Rusos, pero no nacionales. Nuestros liberales no son rusos, ni nuestros conservadores tampoco. Y pueden estar seguros de que la nación no aceptará nunca lo que hagan los señores territoriales ni los estudiantes de seminario.
—¡Es demasiado! ¿Cómo puedes sostener esa paradoja y hacer afirmaciones contra los propietarios rusos? ¡Si tú mismo lo eres! —objetó con energía el príncipe Ch.
—No hablo de los propietarios rusos en el sentido en que tú lo tomas. Esa clase es muy respetable, tanto más cuanto que ha dejado de ser casta y, sobre todo, dado que yo pertenezco a ella...
—¿Así que cree usted que tampoco la literatura rusa es nacional? —dijo Alejandra.
—No soy autoridad en literatura; pero aun así creo que la literatura rusa no es nacional, exceptuando acaso a Gogol, Lomonosov y Puchkin.
—No está mal. Sólo que uno de ellos era un campesino y los otros dos propietarios —dijo Alejandra, riendo.
—Cierto, pero no cante victoria. Pues que ésos, entre todos los escritores rusos, han sido quienes han dicho algo propio, no tomado de ajenos, son, por ese solo hecho, nacionales. Cualquier ruso que hable o escriba cosas que se le ocurran espontáneamente, sin tomarlas o plagiarlas de los demás, es inevitablemente nacional, aunque no se exprese en buen ruso. Esto me parece un axioma. Pero antes no hablábamos de Literatura, sino de los liberales y socialistas rusos, y yo decía que no hay un solo socialista ruso, ya que todos son propietarios de siervos o gentes de formación seminarística. Todos los socialistas confesados, en Rusia y fuera de ella, no son más que liberales procedentes de la nobleza territorial de la época de la servidumbre. ¿Por qué se ríen? Muéstrenme sus libros, teorías y tratados y, aunque no soy un crítico literario, les haré la crítica literaria más acabadamente demostratoria de que cada página de sus libros, libelos y memorias, ha sido escrita por un propietario ruso al antiguo estilo. Sus iras, sus protestas, su humorismo, son típicas de los de su clase y anteriores a la época de Famusov. Sus arrebatos, sus lágrimas, sus éxtasis pueden ser auténticos; pero son lágrimas, arrebatos y éxtasis de gran propietario rural o de seminarista. ¿Se ríen otra vez? ¿También usted, príncipe? ¿No está de acuerdo conmigo?
En realidad las palabras de Radomsky habían provocado la hilaridad general. El mismo Michkin sonreía.
—No puedo decirle si soy de su opinión o no —declaró el príncipe, dejando de sonreír. Su azorada fisonomía parecía la de un colegial sorprendido en falta—. Pero le aseguro que le escucho con vivo placer.
Hablaba con ahogada voz. Un frío sudor perlaba su frente. Era la primera vez que despegaba los labios desde su llegada. Quiso mirar en torno, pero no se atrevió. Eugenio Pavlovich, notándolo, esbozó una sonrisa.
—Voy a citarles un hecho, señores —continuó Radomsky con aquella mezcla de acaloramiento y expresión risueña que siempre hacían presumir irónicas sus palabras, por sinceras que pareciesen—. Un hecho cuyo descubrimiento tengo el honor de reivindicar para mí. A menos nadie, que yo sepa, lo ha descubierto antes. En él se revela todo el fondo del liberalismo ruso a que me refiero. ¿Qué es, hablando en general, el liberalismo sino un ataque (que tenga razón o no es cosa distinta) al orden de cosas establecido? Es eso, ¿no? Pues el descubrimiento realizado por mí consiste en que el liberalismo ruso no es un ataque al estado de cosas existentes, sino a las cosas mismas, es decir, al país. El liberal que yo considero es un ser que odia a Rusia, que maltrata, pues, a su madre... Toda desgracia de Rusia le embriaga de júbilo. Odia las costumbres nacionales, la historia rusa, todo... Su excusa, si alguna tiene, es que no sabe lo que hace y que su aversión a Rusia le parece la más profunda muestra de liberalismo. Aquí encontrarán ustedes con frecuencia liberales a quienes aplauden los reaccionarios y que son, sin saberlo, los conservadores más absurdos, obtusos y peligrosos de todos. Algunos de nuestros liberales confundían hasta hace poco el odio a Rusia con el verdadero amor a la patria y se jactaban de comprender ese sentimiento mejor que los demás. Pero ahora son más francos, la mera palabra «patriotismo» los avergüenza, y rechazan el concepto como molesto y despreciable. Trátase de un fenómeno de que ninguna época ni país ha proporcionado ejemplo. ¿Cómo se produce entre nosotros? Por la razón que he dado antes: la de que el liberal ruso es un liberal no-ruso. A mi juicio no hay otra explicación.
—Todo lo que has dicho es una broma, Eugenio Pavlovich —repuso, con gravedad, el príncipe Ch.
—No he tratado a todos los liberales y no puedo juzgarlos —añadió Alejandra Ivanovna—, pero me indigna oírle. Toma usted un caso particular y lo erige en norma general. De modo que su acusación es calumniosa.
—¿Un caso particular? ¡Ya se ha pronunciado la palabra! ¿Qué le parece, príncipe? Lo que afirmo, ¿se refiere o no a un caso particular?
—Debo decirle —repuso Michkin– que he tratado y visto pocos liberales; pero creo que puede usted tener razón en parte y que ese liberalismo ruso de que usted habla se inclina, en cierta medida, a odiar a Rusia y no sólo a sus instituciones. Pero ello, por supuesto, sólo es verdad en un sentido, y no resultaría justo extender tal juicio a todos...
Se interrumpió, confuso. Su turbación no le vedaba sentir un gran interés en lo que se discutía. Una de las peculiaridades de Michkin, era la extraordinaria y cándida atención con que prestaba oído a cuanto le interesaba, así como la seriedad con que respondía si se le preguntaba en aquellos casos. Su expresión, su aspecto eran el de un hombre de buena fe incapaz de suponerse objeto de burla. Eugenio Pavlovich, que hasta entonces sonriera de un modo particular mirando al príncipe, quedó sorprendidísimo de su contestación y le examinó con gravedad.
—¿Cómo? ¿Qué decía? ¿Me ha contestado en serio, príncipe?
—¿Acaso no me ha interrogado usted en serio? —dijo Michkin, con extrañeza.
Todos rompieron a reír.
—No le haga caso —intervino Adelaida Ivanovna—. Eugenio Pavlovich tiene la costumbre de burlarse de la gente. ¡Si supiese las cosas que cuenta a veces con la mayor seriedad!
—Opino que esta conversación es desagradable y habría valido más no comenzarla —observó Alejandra, con acritud. Se había hablado de dar un paseo...
—Vayamos a darlo —convino Eugenio Pavlovich—. Pero para probarles que esta vez he hablado con seriedad y para probarlo sobre todo al príncipe... (Porque me ha interesado usted mucho, príncipe, y le juro que, aunque frívolo, no lo soy tanto como debo parecerle.) Para probarlo, digo, haré, señores, si me lo permiten, una última pregunta al príncipe. Y con eso concluiremos. Se trata de una mera curiosidad privada. Esa pregunta se me ha ocurrido mentalmente como a propósito (ya ve, príncipe, que también pienso a veces en cosas serias) y la he contestado; pero me gustaría saber la opinión del príncipe. Hace un momento hablábamos del «caso particular». Esas dos palabritas suenan muy a menudo en Rusia. Últimamente la prensa y el público se han ocupado en ese horrendo asesinato de seis personas por un... joven, y del curioso discurso del defensor; quien dijo, entre otras cosas, que, dada su pobreza, el inculpado debía sentir «naturalmente» el impulso de cometer seis asesinatos. La frase literal del abogado no fue ésa, pero el sentido sí. A mi juicio, al hablar de tal modo, el defensor estaba convencido de pronunciar las palabras más progresistas, liberales y humanitarias que se puedan decir en nuestra época. ¿Qué le parece, pues? Esa perversión de ideas y convicciones, la posibilidad de un modo de ver las cosas tan notoriamente falso, ¿es un caso particular o general?
Siguió un nuevo estallido de hilaridad.
—Particular, por supuesto —dijeron, riendo, Alejandra y Adelaida.
—Permíteme recordarte, Eugenio Pavlovich —dijo el príncipe Ch.—, que esa broma está ya muy gastada.
—¿Cuál es su opinión, príncipe? —insistió Radomsky, sin hacerle caso, al sentir fija en él la mirada seria de León Nicolaievich—. ¿Es un caso particular o genera!? Confieso que me lo he preguntado acordándome de usted.
—No, no es un caso particular —repuso Michkin, en voz baja pero firme.
—¡Por Dios, León Nicolaievich! —exclamó, casi enojado, el príncipe Ch. —¿No ve que la pregunta es un ardid que le tienden?
Michkin se sonrojó
—Creí que Eugenio Pavlovich hablaba en serio —dijo, bajando la vista.
—Acuérdese, querido príncipe —continuó Ch.—, de la conversación que usted y yo tuvimos hace tres meses. Nos referíamos precisamente al gran número de abogados distinguidos con que cuenta el foro desde la reforma de los tribunales y citamos varios prudentes veredictos emitidos por nuestros jurados. ¡Cuánto celebraba usted tal estado de cosas y qué satisfacción me causaba su alegría! Decíamos ambos que ello justificaba un orgullo legítimo. Esa torpe defensa, ese argumento absurdo no es más que una casualidad, una excepción entre miles de ejemplos contrarios.
Michkin reflexionó unos instantes, y luego, con aspecto de honda convicción, aunque en voz baja y casi tímida, repuso:
—Sólo quería decir que la perversión de las ideas (para emplear la expresión de Eugenio Pavlovich) se encuentra muy a menudo, siendo, desgraciadamente, un caso mucho más general que particular. De no estar tan difundida esa perversión no se verían crímenes tan increíbles como...
—¿Crímenes increíbles? Yo le aseguro que crímenes así y todavía más espantosos, sucedían también antes, y han sucedido siempre, no sólo en Rusia, sino en todas partes. Y, a mi juicio, seguirán sucediendo durante mucho tiempo. Pero antes no existían nuestros medios de publicidad y hoy la gente se ocupa de los criminales, comenta sus hechos y gestos con la pluma o de palabra, y por ello los delitos así parecen constituir un hecho nuevo en la sociedad. Su error, príncipe, consiste en eso, y le aseguro que es un error muy ingenuo —acabó, con sonrisa algo burlona, el príncipe Ch.
—Sé muy bien que antaño se han cometido crímenes tan espantosos como los de ahora. Recientemente he visitado cárceles y he trabado conocimiento con detenidos, tanto preventivos como condenados. Existen criminales mucho más terribles que ese del que tratamos, gentes que han asesinado a diez personas y no se arrepienten de ello. Pero lo que he visto en mi trato con esos delincuentes es que el asesino más endurecido, el más inaccesible a los remordimientos, sabe que es un criminal, es decir, que cree en conciencia haber obrado mal, aun cuando no se arrepienta de sus actos. Todos son así mientras que aquellos a los que se refería Eugenio Pavlovich se niegan a reconocerse culpables, opinan que estaban en su derecho y que han procedido bien... Tal es, poco más o menos, su convicción. Eso, a mi criterio, representa una diferencia terrible. Y observé que todos son jóvenes, o sea que están en la edad en que la perversión de ideas se produce más fácilmente.
El príncipe Ch., dejando de reír, miró a Michkin con sorpresa. Alejandra Ivanovna, que desde bastante rato atrás se proponía hacer una observación, guardaba silencio y parecía tener un motivo particular para callarse. Eugenio Pavlovich, francamente extrañado, miraba al príncipe, y esta vez su rostro no mostraba huellas de burla.
—¿Por qué le mira con ese asombro? —exclamó Lisaveta Prokofievna—. No le creía tan inteligente como usted, ¿verdad? ¿Le juzgaba incapaz de razonar?
—No es eso lo que me sorprende —repuso Eugenio Pavlovich—. Pero entonces, príncipe (y perdóneme), si ve usted las cosas tan claramente, ¿cómo puede ser que en ese asunto (¡perdón una vez más!)... en ese asunto de Burdovsky no haya encontrado usted esa misma perversión de las ideas y las convicciones morales? Porque el caso es idéntico. Y entonces no me pareció que usted opinara nada de lo que hoy dice.
—Vamos, padrecito —interrumpió la generala– todos hemos notado lo mismo y no alardeamos de nuestra sagacidad ante el príncipe. Pero éste ha recibido hoy una carta de uno de aquellos individuos, el principal, el del rostro granujiento, ¿te acuerdas, Alejandra? Ese hombre, en su carta al príncipe, le pide perdón (claro que a su manera) y dice que disiente de aquel otro compañero. ¿Te acuerdas, Alejandra? Y añade que cree en la razón del príncipe. De modo que nosotros, que no hemos recibido cartas semejantes, haríamos bien en no vanagloriamos y darnos importancia ante el príncipe.
—Hipólito ha venido ya a vivir al campo, con nosotros —anunció Kolia en aquel momento.
—¿Cómo? ¿Ya está aquí? —inquirió Michkin, verdaderamente alarmado.
—Llegó conmigo en el momento en que acababa usted de salir con Lisaveta Prokofievna.
—Apuesto —dijo con súbita ira la generala, olvidando que un momento antes había tomado la defensa de Michkin—, apuesto a que el príncipe ha ido a buscar a ese miserable mozo en su chiribitil, le ha pedido perdón de rodillas y le ha suplicado que se trasladase aquí. ¿Le has visitado ayer? ¿Le visitaste ayer? ¡Confiésalo! ¿Es verdad? ¿Te has arrodillado ante él?
—Nada de eso —intervino Kolia—. Al contrario. Hipólito, ayer, tomó la mano del príncipe y la besó por dos veces. Yo he sido testigo. A eso se limitó toda la explicación, aparte que el príncipe le dijo sencillamente que estaría mejor en el campo. Hipólito contestó que iría cuando su estado se lo permitiera.
—Hace usted mal en contar todo eso, Kolia —exclamó Michkin levantándose y cogiendo su sombrero.
—¿Adónde vas? —preguntó la generala.