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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—No se moleste, príncipe —dijo Kolia con vehemencia—. Hipólito está descansando de la molestia del viaje y creo que su presencia le turbaría más que otra cosa. Mañana le verá. Esta mañana me ha dicho que hace seis meses que no se sentía tan bien y tan fuerte. Y en realidad tose tres veces menos.

Michkin notó que Aglaya, abandonando su lugar anterior, se acercaba a la mesa. No osó dirigirle la mirada, pero adivinaba que ella le estaba mirando, acaso con talante amenazador, y que seguramente los ojos negros de la joven relampagueaban y su rostro estaba cubierto de púrpura.

—Me parece, Nicolás Ardalionovich, que ha hecho usted muy mal en traerle a Pavlovsk..., si se refiere usted a ese muchacho tuberculoso que el otro día lloraba y nos invitaba a su entierro —comentó Eugenio Pavlovich—. Habló con tanta elocuencia de la pared frontera a su casa, que seguramente tendrá nostalgia de ella, créame...

—Eso es cierto: disputará contigo, te armará un escándalo y se irá. ¡Eso es lo que te espera!

Y sin hacer caso de que todos se habían levantado ya para salir de paseo, Lisaveta Prokofievna, con digno ademán, atrajo hacia sí la cesta que contenía su labor.

—Recuerdo que pronunció muchas frases a propósito de aquella pared —continuó Eugenio Pavlovich. Sin ella no podrá morir elocuentemente, lo que es muy importante para él.

—Si usted —dijo Michkin– no quiere perdonarle, morirá lo mismo sin su perdón... Ahora viene aquí para ver los árboles y...

—Por lo que a mí respecta, se lo perdono todo. Puede decírselo.

—Lo que he dicho no debe considerarse en tal sentido —murmuró Michkin en voz baja y como a su pesar, con la mirada fija en tierra—. Es necesario también que acceda usted a recibir su perdón.

—¿Qué le he hecho yo? ¿En qué le he perjudicado?

—Si usted no lo comprende... Pero sí lo comprende... En ese caso, él quisiera bendecirle y recibir su bendición. Nada más.

El príncipe Ch., algo inquieto, cambió una mirada con algunos de los presentes; y dijo:

—Querido príncipe, no es fácil conseguir el paraíso en este mundo. Y me parece que se hace usted ilusiones en sentido contrario. El paraíso es cosa difícil de hallar, príncipe, mucho más difícil de lo que juzga su buen corazón. Más vale que dejemos las cosas como están. Si no, habrá desasosiego para todos y luego...

—Vayamos a oír la banda —decidió bruscamente Lisaveta Prokofievna, levantándose de su asiento.

Y los demás la imitaron.

II



Michkin se dirigió súbitamente a Radomsky.

—Eugenio Pavlovich díjole con insólita vehemencia, estrechándole la mano—, tenga la certeza de que le considero a pesar de todo, como el mejor y más noble de los hombres...

En su asombro, Radomsky retrocedió un paso. Luchó por un instante contra un vivo deseo de reír; pero luego, mirando detenidamente a parecióle notar que éste no tenía conciencia de sus actos, o al menos se hallaba en un estado muy especial.

—Apuesto, príncipe —dijo—, a que no quería usted decirme eso, ni tal vez dirigirme la palabra. Pero ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?

—Acaso... Es muy posible. Ha notado usted con mucha perspicacia que yo me proponía no hablarle.

Y al pronunciar tales palabras el príncipe tenía en los labios una sonrisa extraña, casi absurda. Prosiguió con calor:

—No me recuerde mi comportamiento de anteayer. Me siento profundamente avergonzado; sé que soy culpable...

—Pero, ¿qué crimen tan horrible cree usted haber cometido?

—Ya veo que debe usted, Eugenio Pavlovich, estar más avergonzado de mí que nadie. Se ruboriza usted, lo que delata que tiene buen corazón. Pero voy a marcharme en seguida; esté usted seguro.

—¿Qué le pasa? ¿No se inician así los ataques del príncipe? —preguntó, aterrorizada, la generala a Kolia.

—No se asuste, Lisaveta Prokofievna: no voy a sufrir ningún ataque. Pero sí a irme. Sé que soy... un anormal. Desde mi nacimiento hasta que cumplí los veinticuatro años he estado enfermo. Consideren mi actitud como cosa de un hombre enfermo aún. Voy a marcharme en seguida; no lo duden. No estoy avergonzado (sería absurdo avergonzarse de ello, ¿no es cierto?); pero me siento fuera de mi centro en la sociedad.

No hablo así por amor propio. He reflexionado mucho en estos tres días y e decidido que debía hablarles clara y francamente. Existen ciertas ideas elevadas de las que no me es permitido hablar, porque hago reír a todos. El príncipe Ch. me lo ha recordado hace muy poco. No tengo los ademanes adecuados, ni el sentido de la ponderación; mi lenguaje no responde a mi pensamiento, y, así, al hacerme portavoz de esas ideas las ridiculizo. Además, no tengo el derecho... Poseo una sensibilidad morbosa y... Sé que nadie se propone herir mis sentimientos en esta casa y que se me estima aquí más de lo que merezco; pero sé (lo sé del modo más positivo) que una enfermedad de veinticuatro años de duración ha debido dejar huellas forzosamente, y, por lo tanto, es imposible no burlarse de mí... a veces... ¿No es cierto?

Y miró en torno, como aguardando respuesta. Sus oyentes, penosamente sorprendidos, no sabían qué pensar de aquel lenguaje insólito, inesperado, morboso, sin motivo aparente. Pero la extraña ocurrencia del príncipe produjo un episodio no menos extraño.

—¿Por qué dice usted eso aquí? gritó de repente Aglaya—. ¿Y por qué lo dice a éstos? ¡A éstos, a éstos!

La joven parecía indignada en extremo: sus ojos lanzaban llamas. Michkin enmudeció al oírla y se puso muy pálido.

—Aquí no hay nadie que merezca tales palabras —estalló Aglaya—. ¡No hay ni uno que valga lo que un dedo meñique de usted, lo que su alma o su corazón! ¡Es usted más honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que todos! Cuantos hay aquí son indignos de recoger el pañuelo que pueda usted dejar caer. ¿Por qué se humilla y se rebaja así? ¿Por qué ha destruido usted cuanto posee de bueno? ¿Por qué no tiene orgullo?

—¡Quién podía esperar esto, Dios mío! —exclamó la generala golpeándose las manos.

—¡El hidalgo pobre! ¡Hurra! —gritó Kolia con entusiasmo.

—¡Cállate! Y tú, ¿cómo permites que me injurien así en tu casa? —increpó la joven a su madre. Se hallaba ya en ese estado histérico en que no se mide el alcance de las palabras—. ¿Por qué me atormentan todos desde hace tres días? ¡Desde hace tres días, príncipe, no dejan de perseguirme por culpa suya! ¡Pero yo nunca me casaré con usted por nada del mundo! ¡Sepa que no consentiría en ser su esposa bajo ningún pretexto! ¡Sépalo! ¿Cómo casarme con un hombre tan ridículo? Mírese a un espejo y verá el aspecto que tiene. ¿Por qué me torturan repitiéndome sin cesar que voy a casarme con usted? ¡Debe usted saberlo! Está de acuerdo con ellos.

—Nadie te ha torturado con nada —repuso Adelaida, inquieta.

—Nunca se ha hablado de ello, ni pensado siquiera —añadió Alejandra Ivanovna.

—¿Quién la ha torturado? ¿Cuándo? ¿Quién ha podido hablarle de tal cosa? ¿Se habrá vuelto loca? —preguntaba la generala dirigiéndose a todos y temblando de ira.

—¡Todos, todos, hasta el último, llevan tres días machacándome los oídos con ello! ¡Pero jamás me casaré con él! ¡Jamás!

Y tras esta exclamación, Aglaya se deshizo en llanto. Tapóse el rostro con el pañuelo y se dejó caer en una silla.

—Pero si no ha pedido aún tu...

—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —dijo Michkin, involuntariamente.

—¿Cóooomo? ¿Qué dice? —exclamó la generala, arrastrando las sílabas, con sorpresa, indignación y espanto, sin dar crédito a sus oídos.

—He querido decir... he querido decir —repuso el príncipe, balbuciente—... deseaba sólo manifestar a Aglaya Ivanovna... tener el honor de explicarle que yo no tenía la intención... el honor de pedir su mano... nunca... Le aseguro, Aglaya Ivanovna, que la culpa no es mía, que no soy culpable de nada... Jamás he pensado en eso, nunca se me ha ocurrido tal idea ni se me ocurrirá. Ya lo verá: puede usted estar segura. Sin duda me ha calumniado ante usted algún malvado. ¡Tranquilícese!

Y diciendo esto se acercó a Aglaya. Ella retiró el pañuelo con que se había cubierto la cara, miró a Michkin, que parecía profundamente inquieto, recordó las palabras que acababa de dirigirle y rompió repentinamente a reír. Aquella hilaridad contagió primero a Adelaida, quien, después de contemplar un momento al príncipe, se aproximó a su hermana, la besó y dióse a reír no menos alegremente que ella. Michkin, mirándolas, sonrió también y exclamó:

—¡Loado sea Dios, loado sea Dios!

Ahora fue Alejandra quien no supo contenerse y estalló en risas, como sus hermanas. Aquella risa se prolongaba; parecía infinita.

—¡Están locas! —rezongó Lisaveta Prokofievna Primero le asustan a uno y al minuto siguiente...

Todos reían ya: el príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, Kolia, el mismo Michkin...

—Vayámonos a pasear juntos y que el príncipe nos acompañe —propuso Adelaida—. No tiene razón alguna para negarnos su compañía, amigo mío. ¿Verdad que es muy simpático, Aglaya? ¿Verdad, maman? No tengo más remedio que besarle para... para recompensar su explicación con Aglaya hace un momento. Querida maman, ¿me permite besarle? ¿Me permites, Aglaya, besar a tu príncipe?

Y hablando así aproximóse a Michkin y le besó en la frente. Él le tomó la mano, apretóla hasta casi arrancar a la joven un grito de dolor, la contempló con inmensa alegría y luego, con rápido movimiento, llevóse aquella mano a los labios y la besó tres veces.

—Vamos —dijo Aglaya—. Usted me acompañará, príncipe. ¿Qué te parece, maman? Un acompañante que no quiere nada conmigo... Porque ha rehusado usted a mi mano en definitiva, ¿verdad, príncipe? Pero no se da así el brazo a una dama. ¿No sabe usted cómo? Ea, así... Vamos, vamos. Nosotros los primeros. ¿No le gusta ir de este modo, téte á téte?

Hablaba sin interrumpirse, riendo nerviosamente.

—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —repetía Lisaveta Prokofievna, sin saber a punto fijo de qué se regocijaba.

«Esta gente es muy curiosa», pensaba el príncipe Ch., acaso por centésima vez desde que conocía a los Epanchin. Pero, curiosa o no, aquella gente le agradaba. No nos atreveríamos a afirmar que sintiese lo mismo respecto a Michkin. Cuando emprendieron el paseo, Ch. parecía algo preocupado y sombrío, Eugenio Pavlovich parecía de muy buen humor. Durante todo el camino hasta la estación del ferrocarril 12habló alegremente con Alejandra y Adelaida, quienes reían de tal modo oyendo su charla, que él llegó a pensar que no le escuchaban siquiera. Tal pensamiento, sin que él mismo supiera explicarse por qué (seguramente porque tal era su carácter), hízole reír a su vez. Las dos jóvenes no separaban los ojos de Aglaya y Michkin, que marchaban delante. Era notorio que las desconcertaba el modo de proceder de su hermana menor. El príncipe Ch., acaso para cambiar el curso de la conversación, esforzábase en hablar de cosas triviales con la generala, sin otro resultado que aburrirla lo indecible. Lisaveta Prokofievna parecía desconcertada, contestando las preguntas sin interés y a veces de ningún modo. Aglaya, por su parte, planteó más enigmas aún durante aquel día. El último estuvo reservado a Michkin. Cuando se hallaban a cien pasos de la casa, la joven dijo a su compañero, que no pronunciaba palabra:

—Mire a la derecha.

Él volvió los ojos en aquella dirección.

—Mire más atentamente. ¿Ve aquel banco verde, junto a esos tres árboles grandes?

El príncipe dijo que sí.

—¿Le gusta el lugar? Pues a veces, a las siete de la mañana, mientras todos duermen, yo voy ahí y me siento, sola...

Michkin balbució que el lugar le encantaba.

—Ahora déjeme; suélteme el brazo... O, si no, siga dándomelo, pero no hable.

No quiero que turbe mis pensamientos.

La indicación era, desde luego, superflua, porque para guardar silencio durante todo el paseo el príncipe no había necesitado que nadie se lo ordenase. Su corazón latió con violencia cuando Aglaya le habló del banco; pero tras un minuto de reflexión alejó de su mente la absurda idea que acababa de ocurrírsele.

Sabido es que el público que acude a oír la banda en Pavlovsk los días laborables es más «selecto» que el de los domingos o días festivos, en los cuales afluyen desde San Petersburgo visitantes «de todas clases». Las señoras, los días laborables, aparecen vestidas con elegancia. Se considera distinguido congregarse allí en torno a la música. La banda es acaso la mejor de las de su estilo en Rusia y a menudo toca partituras nuevas. Las leyes de la corrección se observan estrictamente, aunque todos estén allá, en cierto modo, como en familia. Quienes veranean en Pavlovsk van en gran número a oír la música; pero no tanto por la música en sí como por encontrar a sus amigos. Son poco frecuentes las escenas desagradables, aunque no dejen de ocurrir alguna vez que otra; incluso los días laborables. Pero eso, ¿quién podría impedirlo?

La tarde era magnífica; había mucho público en el parque. Como todos los lugares próximos a la banda estaban ya ocupados, el grupo se sentó a la izquierda de la salida que comunicaba con la estación. La gente, la música distrajeron algo a la generala y a sus hijas: cambiaban miradas con los conocidos insinuaban desde lejos amables saludos, examinaban los vestidos, descubrían ciertas extravagancias en ellos y las comentaban con sonrisas burlonas. Eugenio Pavlovich saludaba muy a menudo. Varios repararon en Michkin y Aglaya, que continuaban juntos. En breve se acercaron a las Epanchinas varias personas de su amistad, y algunas quedáronse para entablar conversación. Todos eran amigos de Eugenio Pavlovich. Entre ellos iba un joven oficial muy gallardo, de muy buen humor y de trato agradable. Este hombre se apresuró á interpelar a Aglaya, haciendo los mayores esfuerzos para cautivar la atención de la joven, quien le correspondió con mucha gentileza. Eugenio Pavlovich indicó al príncipe su deseo de presentarle aquel amigo, y aunque Michkin apenas se dio cuenta de lo que le decían, se realizó la presentación. Ambos hombres, pues, se estrecharon la mano. El amigo de Radomsky dirigió una pregunta a Michkin, quien masculló unas palabras de modo tan extraño, que el oficial no pudo por menos de examinarle con atención y extrañeza. Después miró a Eugenio Pavlovich, y comprendió por qué Radomsky había querido presentarlos. El oficial sonrió ligeramente y volvió a hablar con Aglaya. Únicamente Radomsky observó que la joven se había ruborizado durante aquella escena.

Michkin, lejos de notar que otros platicaban con Aglaya en términos galantes, casi no se daba cuenta de que se hallaba al lado de la joven. Había ocasiones en que deseaba desaparecer definitivamente, irse a algún lugar desierto, melancólico, si hubiera podido encontrarse en alguna parte un sitio donde poder hallarse a solas con sus pensamientos. Y ahora, ya que otra cosa no, quería hallarse en su casa, en su terraza, solo, sin ver a nadie, ni aun a Lebediev o a sus hijos. De buena gana hubiese pasado treinta y seis horas tendido en un diván, con el semblante hundido en el cojín. A ratos soñaba en las montañas, y sobre todo en cierto punto de ellas, su lugar preferido cuando moraba en Suiza. Desde allí había salido contemplar la aldea, las nubes blancas, las ruinas de un antiguo castillo, la cascada semejante a un hilo blanco casi invisible. ¡Cuánto habría dado por hallarse allí, pensando en una sola cosa, siempre grata de imaginar aun cuando viviese mil años! Aquí le era igual que se le olvidara en absoluto. Incluso le parecía preferible. Habría querido que nadie le tratara jamás, que todas las visiones de aquellos instantes fueran sólo un sueño. Y en realidad, ¿no lo eran? A veces contemplaba a Aglaya sin apartar de ella los ojos en cinco minutos, con extraña mirada. Parecía que mirase a la joven como si se tratara de un objeto situado a dos verstas de él, o como un retrato y no una persona viviente.

—¿Por qué me mira así, príncipe? —preguntó ella, de pronto, dejando de reír y de hablar con los que la rodeaban—. Me asusta usted. En estos casos pienso siempre que va usted a tender el dedo y tocarme el rostro para convencerse de que soy real. ¿Verdad que lo parece, Eugenio Pavlovich?

Michkin, sorprendido de que le hablasen, escuchó, trató de comprender y no debió conseguirlo, porque no contestó una sola palabra. Pero viendo que Aglaya y los demás reían, abrió la boca y se asoció a la general hilaridad. Ello redobló las risas. El oficial, que debía de ser hombre muy alegre, se contorsionaba. Aglaya, irritada, murmuró para sí:

—¡Idiota!

—¿Es posible que esté enamorada de semejante...? ¿Es posible que esté tan rematadamente loca? —gruñó la generala.

Alejandra se inclinó hacia su madre y le habló al oído.

—Es una broma, una broma como la del otro día con el «hidalgo pobre», y nada más —aseguró– la joven Aglaya no quiere más que mortificarle, pero exagera un poco. Hay que terminar con esto, maman. Antes Aglaya ha estado fingiendo para asustarnos...

—Menos mal que se le ha ocurrido obrar así con un idiota... —murmuró Lisaveta Prokofievna, algo tranquilizada.

Michkin oyó que le calificaban de idiota y se estremeció, no a causa del calificativo (que olvidó casi en el acto), sino porque, no lejos del lugar donde estaba sentado, percibió al mismo tiempo un rostro pálido, de cabellos oscuros y rizados, con una sonrisa y una mirada que él conocía bien. Aquella visión fue fugaz como un relámpago; podía incluso ser una alucinación. Sólo le quedaba el recuerdo de una sonrisa torcida, de dos ojos y de una presuntuosa corbata de color verde pálido. ¿Dónde estaba ahora el hombre a quien pertenecía la corbata? ¿Se había perdido entre el público o entrado en la estación? Michkin no supo decidirlo.

Un minuto después comenzó a dirigir inquietas miradas en torno. Aquella aparición debía presagiar otra. ¿Cómo no se le había ocurrido la posibilidad de cierto encuentro cuando fue a oír la música con las Epanchinas? Cierto que, en su turbación, salió de casa de Lisaveta Prokofievna sin saber a dónde iba. De hallarse en situación de hacer observaciones, hubiese advertido desde quince minutos antes la inquietud de Aglaya, quien paseaba entre el gentío miradas inquisitivas, como buscando algo o a alguien. A medida que crecía la agitación de Michkin se tornaba más visible también la de la joven. Y lo que ambos esperaban con tal ansiedad no tardó en producirse.

En la entrada junto a la cual se habían acomodado las Epanchinas y sus acompañantes, apareció un grupo como de una docena de personas. Delante caminaban tres damas, dos de ellas de notable belleza, lo que no hacía extraño que las siguiesen tantos adoradores. Pero había algo peculiar en el conjunto del grupo, algo que lo diferenciaba de todo el resto de aquel público congregado en torno a la música. La gente reparó en ellos, la mayoría fingió no verles y sólo algunos jóvenes cambiaron entre sí sonrisas y palabras a media voz. No obstante, era difícil desentenderse de la presencia de los recién llegados, porque hablaban y reían harto alto y fuerte para poder pasar inadvertidos. Era presumible que entre ellos iban algunos beodos. Aunque ciertos miembros del grupo eran hombres vestidos con elegancia, otros ostentaban trajes de extraña apariencia, tenían un extraño aspecto y mostraban rostros extrañamente excitados. Había entre ellos varios militares y algunos hombres maduros. No faltaban entre los forasteros personas con ropas de excelente corte, anillos y botonaduras soberbias, patillas y cabellos relucientes y bien peinados, y rostros de una dignidad majestuosa. Pero eran, con todo, personas de esas de las que la sociedad huye como de la peste. Entre nuestros lugares de placer de las cercanías de la capital hay sin duda algunos que se distinguen por su respetabilidad y tienen una reputación de buen tono perfectamente justificada; pero el hombre más precavido no puede garantizar que en un momento dado no caiga sobre su cabeza una teja desprendida de una techumbre. Y esta teja era la que acababa de precipitarse sobre el distinguido público congregado allí para oír la música.

Para pasar de la estación al lugar en que se reunía el auditorio en torno a la orquesta, había que descender tres escalones. Al llegar a éstos, el grupo se detuvo y todos titubearon. Una mujer comenzó a bajar y sólo dos hombres osaron seguirla. Uno era un caballero maduro, de talante modesto y aspecto bastante bueno en todos los sentidos, si bien parecía una de esas personas que no conocen a nadie y a quienes nadie conoce. El otro audaz era hombre de aspecto equívoco y ropas casi haraposas. A excepción de estos dos fieles, nadie más siguió a la excéntrica dama; mas ella descendió los peldaños sin mirar atrás, como indiferente a que la acompañasen o no. Como hasta entonces, hablaba y reía en alta voz. Vestía muy bien y con muy buen gusto, si bien con una elegancia algo exagerada. Pasó ante el tablado y sé dirigió al extremo del recinto. Se dirigía, sin duda, al carruaje, situado al borde de la calzada.

Hacía más de tres meses que Michkin no la había visto. Desde su llegada a San Petersburgo propúsose todos los días ir a visitarla; pero acaso un secreto presentimiento se lo impidió. No sabía prever tampoco lo que podría suceder cuando se encontrase con ella y, a veces, ensayaba, no sin aprensión, el representárselo. Sólo una cosa resultaba curiosa: que tal encuentro le sería penoso. Varias veces en aquellos seis meses había evocado la primera impresión que le produjo, no ya aquella mujer, sino su retrato, y recordaba muy bien que la impresión fue dolorosa. El mes pasado en provincias, viendo casi a diario a Nastasia Filipovna, habíale colmado de tales torturas, que en ocasiones el príncipe deseaba olvidar aquella época. En el rostro de esta mujer existía un algo que a Michkin le parecía desgarrador y que procuraba traducir, hablando a Rogochin, con las palabras «compasión infinita». Y era verdad: sólo el ver el retrato de Nastasia Filipovna le había henchido el corazón de una piedad rayana en el sufrimiento. Aquella simpatía dolorosa, punzante, persistía aún, más fuerte que nunca. Pero Michkin descubrió ahora una laguna en las palabras que dijera a Rogochin: sólo hoy, cuando Nastasia Filipovna aparecía ante él de improviso, advertía acaso, por una intuición inmediata, que no lo había dicho todo a Rogochin. Debía haber añadido que a su compasión se unía el horror. Sí: el horror. En este momento comprendía plenamente, se hallaba seguro, por razones que él conocía, de que Nastasia Filipovna estaba loca. Supóngase que amando a una mujer como a nada en el mundo, se la viese cubierta de cadenas, tras una verja de hierro, bajo el bastón de un celador, y se tendría una idea de las sensaciones que agitaban al príncipe en aquel momento.

Aglaya le miró, tocóle ingenuamente el brazo y murmuró con voz rápida:

—¿Qué le pasa?

Michkin se volvió a su amiga y advirtió en sus ojos negros una luz cuyo significado no supo comprender. Quiso sonreír a Aglaya; pero de súbito, como olvidando la presencia de la joven, tomó los ojos hacia la derecha, buscando la extraordinaria visión que le fascinaba desde hacía unos instantes. Nastasia Filipovna pasó entonces ante las sillas ocupadas por las jóvenes. Eugenio Pavlovich seguía hablando con mucha volubilidad, contando a Alejandra Ivanovna algo que debía de ser muy divertido e interesante. Michkin recordó después que Aglaya había cuchicheado: «¡Vaya una...!», reprimiéndose en el acto y dejando sin acabar aquella frase vaga, indefinible.

Pero había bastado. Nastasia Filipovna, que avanzara hasta entonces sin fijarse en nadie, se volvió bruscamente hacia las Epanchinas y pareció reparar por primera vez en la presencia de Eugenio Pavlovich.

—¡Ah! ¡Si está aquí! —exclamó, deteniéndose—. ¡Ya podía una enviarte recados! ¿Cómo iba a encontrársele si está donde menos se esperaba? Yo te creía en casa de tu tío.

Eugenio Pavlovich, enrojeciendo, dirigió a Nastasia Filipovna una furiosa mirada. Luego volvió apresuradamente la cabeza. Ella siguió:

—Pero ¿no lo sabes? ¡Figúrense! ¡No lo sabe! ¡Si se ha matado! Tu tío se ha saltado esta mañana la tapa de los sesos. No lo supe hasta hace dos horas; pero ahora ya lo conoce medio San Petersburgo. Según unos, tu tío deja un descubierto de trescientos cincuenta mil rublos; otros hablan de quinientos mil. Yo había esperado siempre que tú heredarías de él una buena fortuna, pero se la ha comido toda. Era un viejo libertino... Ea, adiós, y bonne chance. ¿No te vas? ¡Has acertado, sin querer, al retirarte a tiempo del servicio! Pero no; ¡es imposible que no lo supieras! ¡Tenías que saberlo; quizá ya desde ayer!...

No podía caber duda ya de que el proclamar con tan pública insolencia su intimidad con aquel hombre perseguía algún propósito. No obstante, Eugenio Pavlovich se había propuesto al principio no contestar a aquella actitud sino con el desdén. Pero las palabras de Nastasia Filipovna le fulminaron como un rayo. Al oír hablar de la muerte de su tío púsose blanco como una sábana y se volvió hacia su informadora. En aquel momento la generala se levantó con precipitación y, seguida por el grupo que la rodeaba, salió casi a la carrera. Michkin y Eugenio Pavlovich fueron los únicos que no se decidieron a marchar en el acto. El primero parecía irresoluto; el segundo no había recobrado aún su serenidad. Mas apenas las Epanchinas habían dado veinte pasos, se produjo una escena escandalosa. El oficial que hablara con Aglaya, y que resultó ser amigo íntimo de Radomsky (quien al parecer le había hecho anteriores confidencias), indignóse en grado extremo y dijo casi a gritos:

—Aquí se impone una buena tanda de latigazos. ¡Sin eso nunca acabaremos con esta individua!

Nastasia Filipovna se volvió hacia él con ojos relampagueantes de cólera. A dos pasos de ella estaba un joven a quien no conocía y que tenía un junquillo entre las manos. Nastasia Filipovna se lo arrancó y golpeó con él, con toda su fuerza, el rostro del que la había ofendido. Todo sucedió en un segundo. El oficial, fuera de sí, se precipitó sobre la joven, no protegida ya por ninguno de sus guardias de corps. El hombre maduro se había eclipsado y el andrajoso, apartándose, reía a mandíbula batiente. Sin duda la policía habría intervenido un momento después; pero tarde, de seguro, para evitar a Nastasia Filipovna un duro maltrato, a no haber surgido antes un inesperado socorro. Michkin, que estaba a dos pasos de la joven, asió por detrás los brazos del oficial. Éste forcejeó y dióle un empujón que hizo retroceder tres pasos al príncipe derribándole sobre una silla. Mas ya surgían nuevos defensores de Nastasia Filipovna. Cuando el oficial iba a lanzarse sobre ella, sobrevino el boxeador que pertenecía a la partida de Rogochin y redactara el artículo sobre el caso Eurdovsky.

—Keller, ex subteniente del ejército —anunció con serenidad—. Si siente usted el deseo de un pugilato, capitán, tendré mucho gusto en sustituir al sexo débil. El boxeo inglés no tiene secretos para mí. No se excite, capitán: me hago cargo de que ha recibido usted una afrenta en público; pero no puedo permitirle que ejercite sus puños con una mujer y ante gente. Si usted, como caballero y hombre de honor, prefiere otro procedimiento... No tengo más que decirle, capitán: ya me comprende.

El capitán, dueño ya de sí, no escuchaba a Keller. Rogochin salió en aquel instante de entre el gentío, tomó el brazo de Nastasia Filipovna y la hizo alejarse. Parfen Semenovich estaba pálido y tembloroso y parecía muy emocionado. Antes de irse se fijó en el rostro del golpeado y exclamó, con risa maligna de plebeyo jubiloso:

—¡Anda! ¡Le ha bañado la cara en sangre! ¡Anda!

El oficial se había cubierto la cara con un pañuelo. Sereno ya, y comprendiendo bien con quién debía tratar y con quién no, dirigióse cortésmente al príncipe, que acababa de levantarse de la silla en que había caído.

—Hablo al príncipe Michkin, a quien he tenido hace poco el honor de ser presentado, ¿verdad?

—¡Está loca, demente, se lo aseguro! —exclamó el príncipe con voz agitada, tendiendo al oficial sus manos temblorosas en un movimiento maquinal sin duda.

—Seguramente. No puedo jactarme de estar informado sobre el asunto. Pero deseaba recordar su nombre, señor.

Saludó con una inclinación de cabeza y se fue. La policía apareció a los cinco segundos justos de haber desaparecido los actores de la precedente escena. El escándalo no había durado más de un par de minutos. Algunos de los presentes se levantaron y salieron; otros, limitáronse a cambiar de lugar. No faltó gente a quien agradase el asunto, que al menos daba pábulo a vivas y animadas conversaciones. En resumen todo terminó como si no hubiese pasado nada. La banda comenzó a tocar otra vez. Michkin se creyó obligado a reunirse un las Epanchinas. Si cuando el oficial le empujó hubiese mirado a la izquierda de la silla en que fue a caer, Michkin habría podido ver a Aglaya, quien, sorda a los requerimientos de su madre y hermana, se había detenido para asistir a la tumultuosa escena. El príncipe Ch. dirigiéndose a ella, la persuadió al fin de que se marchase. Cuando la joven se reunió a su familia. Lisaveta Prokofievna, advirtiendo su agitación, creyó que su hija no había entendido siquiera lo que pasara ante sus ojos. Pero dos minutos después, al entrar en el parque, Aglaya dijo, con su habitual acento indiferente y caprichoso:

—Quería ver el desenlace de la comedia.

III



Aquel escándalo había casi colmado de terror a la generala y sus hijas. Lisaveta Prokofievna, inquieta y alarmada, volvió a casa con las jóvenes a paso de carrera. De acuerdo con sus nociones e ideas, había pasado algo tan grave y héchose luz sobre tantas cosas, que su cerebro, aun en su turbación, empezaba a formular ciertos pensamientos muy definidos. Las jóvenes comprendían, como su madre, que había ocurrido un hecho importante y que, acaso por fortuna, estaba a punto de descubrirse un grave secreto. Pese a todas las afirmaciones del príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, ahora, había sido desenmascarado, y quedado públicamente convicto de mantener relaciones con aquella mujer. Así pensaban la generala y sus hijas mayores. Pero ello no aclaraba cosa alguna. Aunque ambas estuviesen un tanto indignadas contra su madre por aquella marcha, tan precipitada que se asemejaba a una huída, no osaron exteriorizar su disgusto, en la turbación de los primeros momentos. Por otra parte, parecíales que su hermana Aglaya estaba mucho más al corriente de la razón de lo ocurrido que todas ellas, incluso su madre. El príncipe Ch., sombrío como la noche, parecía absorto en profundos pensamientos. Durante todo el trayecto Lisaveta Prokofievna no le dirigió palabra, sin que él reparase, aparentemente, en el silencio de la generala. Adelaida quiso hacerle hablar.


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