Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Michkin miraba a Keller con viva curiosidad. Era evidente que la cuestión de las ideas mixtas o dobles le preocupaba desde hacía tiempo.
—¡No comprendo cómo, después de oírle, puede calificársele de idiota, príncipe! —exclamó el boxeador. Michkin se ruborizó ligeramente.
—El mismo predicador Bourdalone no habría justificado a todos los hombres, y, sin embargo, usted me justifica, me juzga humanamente. Para castigarme y probarle que me ha conmovido, no le aceptaré los ciento cincuenta rublos. Déme sólo veinticinco y me bastarán. No necesito más, al menos en dos semanas. Antes de quince días no volveré a pedirle dinero. Quería hacer un regalo a Agachka, pero en realidad no lo merece. ¡Dios le bendiga, querido príncipe!
Entró Lebediev, que volvía de San Petersburgo. El ver un billete de veinticinco rublos en la mano del boxeador le hizo arrugar el entrecejo; pero Keller, sintiéndose ya opulento, no tardó en desaparecer. Cuando hubo salido, Lebediev comenzó a criticarle.
—Es usted injusto con él. Está sinceramente arrepentido —atajó el príncipe.
—¿Y en qué consiste ese arrepentimiento? Le pasa lo mismo que a mí ayer cuando decía: «¡Soy muy vil, muy vil!» Pero todo se queda en palabras.
—¿Sólo en palabras? Yo creía lo contrario.
—Le diré la verdad. Pero a usted solo, porque usted sabe adivinar el pensamiento de los hombres. En mí, hechos y palabras, verdad y mentira, todo se mezcla y todo es sincero en absoluto. La verdad y el hecho es que siento un arrepentimiento real. Créalo usted o no lo crea, el hecho es así; se lo juro. Pero palabras y mentiras me son dictadas por un pensamiento infernal, siempre presente en mí: la idea de engañar a la gente empleando en algo útil mis lágrimas de arrepentimiento. ¡Se lo aseguro! A otro no se lo diría, para no concitarme su burla o su execración. Pero usted, príncipe, sabe juzgar humanamente.
—Eso mismo, palabra por palabra, se me decía hace un momento —exclamó Michkin—. Y tanto Keller como usted parecen jactarse de ser así. Los dos me asombran por igual, pero Keller es más sincero, mientras usted convierte esos sentimientos en un verdadero modo de traficar. Vamos, no ponga esa expresión tan desconsolada. No se lleve la mano al corazón, Lebediev... ¿No venía a decirme algo?
Lebediev comenzó a hacer muecas.
—Todo el día le he esperado para formularle una pregunta. Hágame el favor de contestar la verdad por una vez en su vida, sin rodeos. ¿Ha intervenido usted en el incidente de ayer? Hablo de lo del coche.
Nuevas muecas de Lebediev. Luego comenzó a reír, se frotó las manos, y hasta emitió algunos sonidos guturales, pero no dijo una palabra.
—Ya veo que ha intervenido usted en ello.
—Indirectamente, sólo indirectamente. Le digo la pura verdad. Me he limitado a hacer saber oportunamente a cierta persona el hecho de que estaban reunidos en mi casa ciertos señores y señoras...
—Me consta que ha enviado usted su hijo a decirlo: él mismo me lo ha contado antes. Pero, ¿a qué viene toda esta intriga? —exclamó el príncipe, con impaciencia.
—No soy yo quien la ha urdido —afirmó Lebediev, agitando los brazos como para rechazar una amenaza—, no soy yo. La han maquinado otros. Y, hablando en rigor, más bien es una fantasía que una intriga.
—Pero, ¿de qué se trata? ¿No comprende cuánto me afecta este asunto? ¿No ve que se ha arrojado una mácula sobre Eugenio Pavlovich?
El rostro de Lebediev volvió a contraerse.
—¡Príncipe! ¡Ilustre príncipe! No me deja usted decir toda la verdad. Varias veces he querido hacérsela saber; pero nunca me ha permitido usted continuar...
El príncipe calló y quedó pensativo. Era notorio que se libraba en su ánimo una violenta lucha. Al fin articuló penosamente:
—Bien: diga toda la verdad.
—Aglaya Ivanovna... —comenzó Lebediev, bajando la voz.
—¡Silencio, silencio! —gritó Michkin, ruborizándose, lleno de ira y acaso de vergüenza también—. Todo eso es imposible y absurdo. Sólo usted u otros locos como usted pueden haberlo inventado. ¡Que no le vuelva a oír decir una palabra sobre ese asunto!
Eran más de las diez de la noche cuando Kolia llegó de San Petersburgo, cargado de noticias: unas de San Petersburgo; otras de Pavlovsk. Relató, premioso, lo esencial de las noticias de San Petersburgo (muchas de ellas relativas a Hipólito y a la escena del día antes) y pasó a las noticias de Pavlovsk, pensando insistir después en las primeras. Kolia había tornado tres horas antes de la capital, yendo primero a visitar a las Epanchinas. «¡Aquello es terrible!», comentó. En primer plano estaba el incidente del carruaje; pero había sucedido algo más, ignorado por Michkin.
—Naturalmente —dijo Kolia—, no he hecho preguntas ni tratado de olfatear nada. Se me ha recibido, y mejor de lo que esperaba; pero de usted no se habló una sola palabra, príncipe.
Lo más importante era que Aglaya se había incomodado con su familia a causa de Gania. Kolia ignoraba los detalles del asunto: sólo sabía que, por absurdo que pareciese, Gania figuraba en él para algo. La disputa, por lo violenta, debía de tener un motivo grave. El general había aparecido tarde y malhumorado, mas Eugenio Pavlovich, que le acompañaba, fue acogido muy afectuosamente y por su parte se mostró amable y jovial. Pero lo más impresionante de todo era que Lisaveta Prokofievna había enviado a buscar a Bárbara Ardalionovna, que estaba con sus hijas, y, cortésmente, pero con decisión, le había prohibido para siempre volver a pisar su casa.
—La misma Varia me dijo que la prohibición fue en términos amables —aclaró Kolia.
Varia hubo de dejar la casa, y cuando se despidió de las hermanas, éstas no sabían que estaban diciéndole adiós por última vez.
—¡Pero si Bárbara Ardalionovna ha estado aquí a las siete! —exclamó Michkin, sorprendido.
—Y fue despedida a las ocho, o poco antes. Lo siento por Varia y por Gania; pero la verdad es que se pasan la existencia urdiendo intrigas. Al parecer, no pueden vivir sin ellas. Nunca he podido saber lo que traman... ni me importa. Aun así, le aseguro, querido príncipe, que Gania es hombre de corazón. Sin duda muy corrompido en ciertos aspectos, pero tiene cualidades que se le descubren en cuanto se buscan... Jamás me perdonaré no haberle comprendido antes... No sé si debo seguir visitando a las Epanchinas después de lo sucedido con Varia. Aunque me he situado allí desde el principio en una independencia completa respecto a mi familia, debo pensar la cosa.
—No tiene por qué sentir tanto lo de su hermano —dijo Michkin—. Si las cosas han llegado a ese extremo, es que Gabriel Ardalionovich parece peligroso a Lisaveta Prokofievna, lo cual indica que sus esperanzas están en vías de realizarse.
—¿Qué esperanzas? —inquirió Kolia con extrañeza—. ¿Cree usted que Aglaya...? ¡No es posible! Michkin calló.
—Es usted un terrible escéptico, príncipe —declaró Kolia—. Observo que desde hace algún tiempo no cree en nada y sospecha de todo... Pero no he empleado con justeza la palabra «escéptico»...
—Creo que sí, aunque tampoco estoy muy seguro.
—¡No! Retiro la palabra. ¡He hallado otra explicación! —gritó Kolia—. ¡No es usted escéptico, sino celoso! Los sentimientos de Gania por cierta orgullosa señorita le producen unos celos infernales.
Y Kolia, levantándose súbitamente, rompió a reír como no riera en su vida. El rubor que cubrió el rostro de Michkin acrecentó la hilaridad del escolar. Le divertía enormemente la idea de que el príncipe pudiera sentir celos a causa de Aglaya. Pero su risa se cortó, en cuanto pudo observar que disgustaba a Michkin. Tras esto, ambos mantuvieron una conversación muy seria, que se prolongó por una hora o más.
Al día sucesivo, un asunto urgente obligó a Michkin a pasar parte de la jornada en San Petersburgo. Eran más de las cuatro cuando, al disponerse a volver a Pavlovsk, encontró en la estación al general Ivan Fedorovich. Éste asió en seguida el brazo del príncipe y tras mirar a su alrededor con inquietud, le hizo subir a un coche de primera clase, proponiéndole hacer el viaje juntos, ya que quería hablarle de cosas de alguna importancia.
—Ante todo, querido príncipe, no te enfades conmigo. Si estás molesto por algo, olvídalo. Por mí, te hubiese visitado ayer mismo, pero no sabía cómo podría tomarlo mi mujer... Mi casa se ha convertido en un infierno. Parece haberse instalado allí una inescrutable esfinge y por vueltas que se den a las cosas no se puede sacar nada en limpio. A mi juicio, tú eres menos culpable de lo que pasa que cualquiera de nosotros, aunque gran parte de ello haya sucedido por causa tuya. Mira, príncipe, es agradable ser filántropo; pero no conviene exagerar la nota. Acaso te hayas dado cuenta de lo que te digo. Me gusta, por supuesto, la bondad; estimo a mi mujer; pero...
El general siguió hablando mucho tiempo en parecida forma, con no poca incoherencia en sus palabras. Se le notaba turbado por alguna cosa incomprensible para él. Al fin se expresó con más claridad.
—Para mí es indudable que tú no has intervenido en nada de esto; pero te ruego, como amigo, que no vayas a casa en algún tiempo, hasta que no cambien los vientos que corren allí. En lo que concierne a Eugenio Pavlovich —aseguró, acalorándose lo que se ha dicho de él es una insensata calumnia, la más calumniosa calumnia que cabe imaginar. Se trata de una impostura y una intriga encaminada a echar abajo nuestros planes mutuos y a indisponernos. Entre nosotros, príncipe, puedo decirte que Eugenio Pavlovich no ha pronunciado una sola palabra aún, ¿comprendes? Hasta ahora, nada nos une. Pero la palabra puede ser pronunciada, y acaso pronto, y acaso en seguida... ¡Y se ha querido impedirlo! Ignoro por qué y para qué. Esa mujer es desconcertante, excéntrica; me asusta hasta el punto de quitarme el sueño... Y luego ese carruaje, esos caballos blancos... Son realmente «chic». Sí, «Chic», como se dice en francés. ¿Quién la mantiene con ese boato? Anteayer formulé un juicio temerario: pensé que podría ser Eugenio Pavlovich. Pero él me ha demostrado la imposibilidad de semejante cosa. Y entonces, ¿qué interés tiene Nastasia Filipovna en provocar una ruptura entre nosotros? ¡Ese es el problema! ¿Se propone reservarse a Eugenio Pavlovich para sí? Pero te repito, te juro por la santa cruz, que los dos no se tratan y que esos pagarés son una invención. ¡Y con qué desvergüenza le tutea en plena calle! ¡Se trata de una maniobra evidente! Claro que nosotros debemos rechazarla con desprecio y duplicar la estima que profesamos a Eugenio Pavlovich. Así lo he dicho a Lisaveta Prokofievna. Y ahora te confesaré lo que pienso en el fondo: que Nastasia Filipovna obra así por rencor personal contra mí. A causa del pasado, ¿sabes?, aunque yo nunca le haya hecho nada. Sólo al pensarlo, me avergüenzo. Y ahora, ya la tenemos otra vez en escena, cuando yo la creía desaparecida definitivamente. Y ¿dónde está Rogochin?, ¿quieres decírmelo? Yo creía que ella era hace mucho tiempo mujer de Rogochin...
En resumen, el general estaba desorientado en absoluto. En la hora larga que duró el viaje, hizo preguntas, contestólas lo mismo, estrechó la mano de Michkin, y convenció a éste de que no le juzgaba complicado ni remotamente en el incidente del coche. Esto era lo principal para Michkin. El general terminó con algunas palabras referentes al tío de Eugenio Pavlovich, jefe de un departamento ministerial de San Petersburgo:
—Ocupa un buen cargo, cuenta setenta años, y es un viveur, un gourmand, un viejo que sigue al pie del cañón... ¡Ja, ja! Sé que ha oído hablar de Nastasia Filipovna y que incluso ha pretendido conseguir sus favores. Fui a visitarle hace poco; pero se hallaba enfermo y no recibía. Es rico, muy rico, tiene muy buena posición y... Dios le dé muchos años de vida, claro; pero el caso es que su fortuna irá a parar a Eugenio Pavlovich. Sí... sí... Y, no obstante, temo algo, no sé el qué; pero una cosa que me asusta. Me parece notar algo amenazador que se cierne en el aire, como un murciélago... y tengo miedo, tengo miedo...
Sólo al tercer día, como ya dijimos, se produjo la reconciliación formal de las Epanchinas con León Nicolaievich.
XII
Eran las siete de la tarde. El príncipe se disponía a salir al parque cuando vio aparecer en la terraza a Lisaveta Prokofievna. Iba sola.
—Ante todo —principió la generala—, no te figures que vengo a pedirte perdón. ¡Nunca! Toda la culpa es tuya.
El príncipe quedó silencioso.
—¿Eres culpable o no?
—Tanto como usted. Por lo demás, ninguno hemos procedido con mala intención. Anteayer me creía culpable; pero ya me he convencido de que me engañaba.
—¡Eres el mismo de siempre! Vamos, escucha y siéntate, porque no me propongo estar aquí en pie.
Se sentaron.
—En segundo lugar, ni una palabra sobre aquellos descarados mozalbetes. Sólo puedo dedicarte diez minutos. Aunque acaso imaginases Dios sabe el qué, sólo he venido aquí a pedirte un informe. Y si haces una sola alusión a aquellos chicuelos, me voy y todo ha terminado entre nosotros.
—Bien —repuso Michkin.
—Permíteme una pregunta: ¿has escrito una carta, hace dos meses o dos meses y medio, sobre Pascua poco más o menos, a mi hija Aglaya?
—Sí.
—¿Con qué objeto? ¿Qué decías en esa carta? ¡Enséñamela!
Los ojos de la generala relampagueaban. Todo su cuerpo se estremecía de impaciencia.
—No la tengo —contestó Michkin con timidez—. Si esa carta no ha sido destruida, está en poder de Aglaya Ivanovna.
—No eludas la cuestión. ¿Qué le decías?
—No eludo nada, y no temo nada. No veo por qué no había de escribirle...
—¡Cállate! Ya hablarás después. ¿Qué decías en la carta? ¿Por qué te has ruborizado?
Michkin reflexionó un instante.
—No sé lo que piensa usted, Lisaveta Prokofievna; pero veo que esa carta le desagrada mucho. Reconozca que podría negarme a contestar a semejante pregunta. Mas para probarle que no temo nada como consecuencia de mi carta, y que no deploro haberla enviado, y que no me ruborizo de ella —mientras hablaba su rubor iba acentuándose más cada vez—, voy a repetírsela, porque creo recordarla de memoria.
Y el príncipe reprodujo, casi palabra a palabra, su epístola a Aglaya Ivanovna.
—¡Qué cantidad de insensateces! ¿Quieres decirme lo que significan esas tonterías? —preguntó severamente Lisaveta Prokofievna, que había escuchado con extraordinaria atención.
—No lo sé a punto fijo ni yo mismo. Sólo sé que las escribí a impulsos de un sentimiento sincero. Yo experimentaba entonces momentos de vida intensa y de ardientes esperanzas.
—¿Qué esperanzas?
—Me sería difícil explicarlas; pero no eran las que usted puede suponer. Yo esperaba... En una palabra, yo forjaba sueños de porvenir y de dicha; esperando que acaso alguna vez llegase a no ser un extraño allí donde vivía. Sentíame repentinamente satisfecho de estar en mi país. Una mañana de sol, tomé la pluma y escribí la carta. ¿Por qué a Aglaya Ivanovna? No lo sé... A veces siente uno la necesidad de saberse querido, y tal vez atravesara yo uno de esos momentos —concluyó Michkin, tras de una pausa.
—Estás enamorado de ella, ¿verdad?
—No. Le escribí como a una hermana. Incluso firmé: «Su hermano.»
—Hum... Eso, como es fácil de comprender, lo hiciste a propósito.
—Me resulta penoso contestar preguntas así, Lisaveta Prokofievna.
—Lo sé; pero me tiene sin cuidado. Escucha y dime la verdad como si estuvieses ante Dios: ¿Me estás mintiendo o no?
—No miento.
—¿Y es verdad que no estás enamorado de mi hija?
—Creo que es absolutamente verdadero.
—¡Crees! ¡Confiaste tu carta a un chiquillo!
—Pedí a Nicolás Ardalionovich...
—¡Te digo que a un chiquillo!
Michkin contestó firmemente, aunque sin alzar la voz:
—No a un chiquillo, sino a Nicolás Ardalionovich.
—Bien, hijo, bien... Lo tendré en cuenta... —Y tras un minuto en el que la generala se esforzó en recobrar el aliento y calmar su agitación, siguió—: ¿Y qué es eso del «hidalgo pobre»?
—No lo sé, ni creo que sea nada. Debe tratarse de una broma.
—Me alegra enterarme de ello de una vez... Pero, ¿es posible que Aglaya sienta inclinación por ti? Siempre te califica de demente, de idiota...
—Podría usted haber prescindido de decírmelo —repuso el príncipe, con acento de reproche, si bien casi en voz baja.
—No te enfades. Es una chica voluntariosa, una loca, una niña mimada. Cuando se le antoja se burla de la gente en voz alta ante sus mismas barbas. Yo era lo mismo a su edad. Pero no te envanezcas, querido: Aglaya no está enamorada de ti ni lo estará nunca. ¡No puedo creerlo! Te lo advierto para que obres en consecuencia desde ahora. Oye: júrame que no te has casado con esa mujer.
Michkin casi dio un salto de sorpresa.
—¿Qué dice usted, Lisaveta Prokofievna?
—¿No has estado a punto de casarte?
—He estado a punto de casarme —contestó él, inclinando la cabeza.
—Y estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Y has venido aquí por ella?
—No he venido aquí para casarme, se lo aseguro —replicó Michkin.
—¿Hay alguna cosa sagrada para ti en el mundo?
—Sí.
—Pues júrame que no has venido para casarte con esa mujer.
—Se lo juro por lo que usted quiera.
—Te creo. Abrázame. ¡Menos mal que puedo respirar al fin! Pero te advierto que Aglaya no te quiere y que no se casará contigo mientras yo viva. ¿Entiendes?
—Sí.
El príncipe, en su confusión, no osaba mirar a la cara a la Epanchina.
—Toma nota de ello. Yo esperaba tu regreso como si fueras mi providencia (¡y eso que no te lo mereces!), lloraba por las noches, empapando la almohada de lágrimas... Naturalmente que no por ti, puedes estar seguro... Tengo también otro disgusto, un disgusto perenne y siempre el mismo. Pero si te esperaba con tal impaciencia es porque sigo creyendo que Dios te ha enviado a mí como amigo y hermano. No trato con nadie excepto con la vieja Bielokonsky, que de momento está ausente. Además, la mucha edad la ha vuelto tan loca como una cabra. Ahora contéstame sencillamente sí o no: ¿sabes por qué esa mujer ha dado anteayer aquel escándalo?
—Le doy mi palabra de honor de que no he participado en eso, ni sé nada.
—Te creo. Yo también he cambiado de opinión sobre el asunto. Anteayer, desde luego, acusaba a Eugenio Pavlovich. Ahora ya no puedo dejar de compartir su criterio de que se le ha hecho víctima de una burla infame. ¿Por qué y para qué? Es cosa problemática y se presta a muchas y desagradables suposiciones. En todo caso, Radomsky no se casará con Aglaya: te lo digo yo. Es posible que sea un hombre intachable; pero no importa. Hasta ahora he dudado, mas ya estoy resuelta. Hoy he dicho a mi marido: «Empieza por ponerme en el ataúd y enterrarme. Después de eso, tu hija se casará con quien quieres.» ¿Ves cuánta confianza tengo en ti?
—Sí, y la estimo en lo que vale.
Lisaveta Prokofievna examinó, escudriñadora, a Michkin. ¿Querría observar el efecto que le causaba el informe relativo a Eugenio Pavlovich?
—¿Sabes algo acerca de Gabriel Ardalionovich?
—Mucho.
—Entonces, no ignorarás que mantiene correspondencia con Aglaya.
La noticia causó al príncipe tan profundo estupor que incluso le hizo sobresaltarse.
—Lo ignoraba en absoluto —dijo—. ¿Que Gabriel Ardalionovich está en correspondencia con Aglaya Ivanovna? ¡Es imposible!
—Desde hace poco tiempo, lo está. Su hermana le ha abierto el camino durante todo el invierno mediante un trabajo de zapa...
—No lo creo —repuso Michkin, tras unos momentos de reflexión—. De ser así, lo sabría yo.
—¿Te figuras que él hubiese venido a confesártelo llorando y estrechándote contra su corazón? ¡Qué inocente eres! Todos te engañan como... como... ¿No te da vergüenza confiar en él? Ya veo que se ha burlado de ti como ha querido.
—Sé que a veces me engaña a medias —dijo Michkin, en voz baja y como a su pesar—, y él no ignora que lo sé... —añadió, interrumpiéndose bruscamente.
—¿De modo que lo sabes y esperabas, sin embargo, que te hiciese confidencias? ¡No faltaba más! Claro que en ti todo es natural. ¿Cómo puede extrañarme nada? ¡Vamos! ¿Y sabes que ese Gania o esa Varia la han puesto en relación con Nastasia Filipovna?
—¿A quién?
—A Aglaya.
—¡No lo creo! ¡No es posible! ¿Para qué?
Y se levantó precipitadamente.
—Tampoco yo lo creo, aunque tengo pruebas convincentes. Es una muchacha caprichosa, fantástica, loca... ¡Una mala hija! ¡Sí, sí, sí! Lo repetiré durante mil años, si hace falta. Todas son mis hijas, lo son ahora, hasta esa pava mojada de Alejandra. Pero Aglaya resaba todos los límites. ¡Y de todos modos no lo creo! ¡Acaso porque no quiero creerlo! —añadió, como para sí, la generala, que prosiguió después, dirigiéndose al príncipe con brusquedad—: ¿Por qué no has ido a vernos? ¿Por qué no pasas por casa desde hace tres días? —concluyó con impaciencia.
Michkin comenzó a exponer sus razones; pero Lisaveta Prokofievna le interrumpió:
—¡Todos te consideran un imbécil y te engañan! Ayer has ido a San Petersburgo: apuesto a que has visitado a aquel bribón y te has puesto de rodillas ante él para que aceptase tus diez mil rublos.
—No se me ocurrió siquiera hacerlo así. No le he visto. Y además no es un bribón. He recibido carta de él.
—¡A verla!
Michkin sacó una hoja de su cartera y la ofreció a la generala. La carta rezaba así:
« Muy señor mío: A juicio de la gente, yo no tengo, sin duda, derecho a poseer amor propio. En opinión del mundo soy demasiado insignificante para eso. Pero lo que es cierto a los ojos de los demás hombres no lo es a los de usted. Me he convencido, señor, de que acaso vale usted mucho más que los otros. Respecto a esto estoy en desacuerdo absoluto con Doktorenko; y me he separado de él, por lo tanto. Jamás aceptaré de usted ni un kopec; pero usted ha socorrido a mi madre y le estoy agradecido, aunque ello sea una flaqueza. En todo caso, he cambiado de opinión sobre usted, y me considero obligado a comunicárselo. Pero estimo, a la vez, que no pueden existir entre nosotros relaciones de ninguna clase
Antip Burdovsky.
P. S. —Los doscientos rublos que le debo le serán debidamente abonados más adelante.»
—¡Qué necedad! —dijo la generala, devolviendo la carta a Michkin con brusco ademán—. ¡No valía ni la pena de leer eso! ¿Por qué sonríes?
—Confiese que esa lectura le ha complacido.
—¿El qué? ¿Leer esa colección de tonterías vanidosas? ¿No ves que todos esos tipos están atiborrados de orgullo y vanidad?
—Pero el caso es que Burdovsky ha reconocido su error, incluso en contra de Doktorenko. Y puesto que es vanidoso, más mérito tiene que haya dominado su vanidad. ¡Es usted una niña, Lisaveta Prokofievna!
—¿Quieres que te dé una bofetada?
—No, de ningún modo. Pero, ya que la carta le agrada, ¿por qué lo oculta? ¿Por qué se avergüenza de sus sentimientos? ¡Siempre es usted la misma!
—¡Ahora sí que no volveré a permitirte poner los pies en casa jamás! —dijo ella, levantándose, pálida de ira—. ¡No quiero respirar el mismo aire que tú!
—Y de aquí a tres días vendrá a pedirme que la visite. No se avergüence de esos sentimientos, que son lo mejor de su alma. No hace usted más que atormentarse en vano.
—¡Así me muera si vuelvo a visitarte otra vez! ¡Olvidaré hasta tu nombre! ¡Ya lo he olvidado!
Y se alejó bruscamente del príncipe.
—Antes de esa prohibición, ya se me había vedado visitarla —le gritó Michkin.
—¿Queeeé? ¿Quién te lo había prohibido?
Y se volvió de repente, con un movimiento tan vivo como si se hubiese pinchado con una aguja. Michkin, comprendiendo que acababa de hablar más de la cuenta, titubeó.
—¿Quién te ha prohibido ir a nuestra casa? —insistió con irritación, Lisaveta Prokofievna.
—Aglaya Ivanovna.
—¿Cuándo? ¡Habla!
—Esta mañana me ha informado de que no debo volver a pisar su casa.
Lisaveta Prokofievna, aunque casi paralizada por el estupor, se esforzó en reunir sus ideas.
—¿Cómo te lo ha hecho saber? ¿A quién te ha enviado? ¿A ese chiquillo para que te lo dijera? ¿O te ha buscado otra persona? —preguntó precipitadamente.
—He recibido carta suya —repuso Michkin.
—¿Dónde está? ¡Dámela ahora mismo!
Tras un momento de reflexión, el príncipe sacó del bolsillo de su chaleco, no una carta, sino un trocito de papel en el que se veían escritas las líneas siguientes:
« Príncipe León Nicolaievich: Si después de todo lo sucedido se propone usted asombrarme presentándose en nuestra casa, tenga la certeza de que no figuraré entre aquellos a quienes complazca su visita.
Maya Ivanovna.»
La generala meditó un instante, luego se lanzó hacia Michkin, le aferró el brazo y le arrastró consigo.
—¡Pronto! ¡Ven! ¡Es absolutamente necesario que vengas en seguida! —dijo con energía, manifestando una impaciencia y una agitación extraordinarias.
—Pero me expone usted...
—¡Dios mío, qué necio! ¡No parece un hombre! Vamos: quiero verlo yo misma, con mis propios ojos...
—Déjeme, siquiera, coger el sombrero...
—Toma tu horroroso sombrero, y vámonos. ¡Ni siquiera has sabido elegirlo de una forma un poco más elegante! ¡Aglaya ha escrito eso! ¡Lo ha escrito después de lo sucedido anteriormente! —balbucía Lisaveta Prokofievna, mientras caminaba llevando al príncipe sujeto por el brazo y obligándole a seguirla—. Antes te he defendido y he dicho que obrabas como un imbécil no visitándonos... De otro modo, ella no habría escrito esa carta estúpida, incorrecta, indigna de una joven distinguida, bien educada, inteligente... ¡Hum! —continuó—. ¿Será que acaso...? ¿Acaso que está ofendida porque no vas? Pero no ha comprendido que no se puede escribir así a un idiota, ya que lo tomará todo al pie de la letra, como ha sucedido... ¿Por qué me escuchas con tanto interés? —le interpeló, comprendiendo que había hablado demasiado—. Aglaya necesita un tipo corno tú para reírse de él. Hace tiempo que no ha tratado otro semejante y por eso desea volver a verte. Y yo me alegraré mucho, ¡mucho!, de que ella se burle de ti... ¡Muchísimo! ¡Te lo mereces! Y ella sabrá ponerte en ridículo, ten la certeza...
PARTE TERCERA
I
En Rusia no so oyen sino quejas constantes relativas a la falta que padecemos de personas prácticas. Tenemos plétora de políticos y generales; incluso se encuentran hombres de negocios de todas clases en un caso dado; pero no poseemos hombres prácticos, o al menos siempre estamos deplorando su carencia. Dícese a todas horas que nos faltan ferroviarios eficientes; que no es posible encontrar una compañía naviera bien administrada. Con frecuencia oímos hablar de choques de trenes y de hundimiento de puentes en líneas de nueva construcción. Otras veces se trata de convoyes detenidos por la nieve en pleno campo y que permanecen parados durante cinco días, cuando el viaje debió terminar en pocas horas. O de toneladas de mercancías que se pudren durante dos o tres meses antes de ser expedidas. Y he oído decir (aunque no me parece verosímil) que el empleado de una casa comercial, al insistir en sus reclamaciones al efecto, recibió un puñetazo que le asestó en una oreja el encargado de facturaciones, quien justificó su acto diciendo que el reclamante le había hecho perder la paciencia. Existen tantas oficinas gubernativas, que uno siente vértigos al pensar en su número: todos han servido, sirven o se proponen servir al Estado, y, sin embargo, no se logra dirigir razonablemente una vía férrea o una línea de vapores.
A esto suele darse una respuesta tan sencilla que la explicación parece casi increíble. Cierto es, se nos dice, que todos han servido o sirven al Estado ruso, y que el sistema ha sido seguido durante doscientos años y con arreglo al mejor modelo alemán, de abuelos a nietos; pero los funcionarios son la gente menos práctica de todas, y las cosas han alcanzado extremo tal que un carácter puramente teórico y una falta total de conocimientos prácticos han llegado a considerarse, incluso en los medios oficiales, casi como la calificación y recomendación más altas. Pero aquí no se trata de discutir esos medios, sino de ceñirnos al asunto de los hombres prácticos. No hay duda alguna que la desconfianza y la carencia absoluta de iniciativa han sido consideradas siempre como los signos principales de que un hombre es práctico y siguen siendo juzgadas así. Y si opinión tal es sostenida por acusatoria, ¿por qué censuramos únicamente a nosotros mismos? Desde el principio de las cosas, la falta de originalidad ha sido apreciada en el mundo entero como la principal característica y mejor recomendación en favor de un hombre activo y práctico, y al menos el noventa y nueve por ciento de los miembros sostienen desde siempre esta opinión, mientras sólo el uno por ciento, como máximo, propugna la contraria.
Inventores y hombres geniales no han sido considerados cosa mejor que locos en los inicios de su carrera, y muy frecuentemente a su fin también. Esta es cosa familiar y palmaria a todos. Si, por ejemplo, tras centenares de años en que las gentes han depositado sus fondos en los Bancos, al cuatro por ciento, la Banca dejase pronto de existir, esos capitales se perderían infaliblemente, invertidos en especulaciones, aun las más disparatadas, o pasando a poder de los timadores..., lo que sin duda está muy de acuerdo con las normas de la propiedad y de la decencia. Sí: de la decencia, porque una adecuada desconfianza y una completa carencia de originalidad han sido, repitámoslo, universalmente aceptadas como las características esenciales del hombre práctico, del caballero; y una transformación súbita sería, pues, absolutamente anticaballeresca y casi indecente. ¿Qué tierna y abnegada madre no se estremecería de terror si pensase en que su hijo o hija había de apartarse un solo pelo del camino trillado? «No, más le vale ser feliz y vivir con comodidad y sin originalidad», pensarán todas mientras mecen la cuna. Y nuestras niñeras opinan lo mismo: «Al niñito le veremos cubierto de oro, llevando una charretera de general, es el hombre original, o, en otras palabras, el general ha sido considerado en Rusia como el pináculo de la dicha humana y alcanzado la categoría de la más popular idea nacional respecto a lo que debe ser una vida tranquila y feliz. Y en efecto: ¿qué ruso, después de sufrir, sin distinguirse, un examen, no puede, pasados treinta y cinco años de servicio, obtener el grado de general y tener una cuenta en el Banco? De este modo, el ruso alcanza la posición de hombre práctico e importante sin el menor esfuerzo. La única persona, entre los rusos, que puede fracasar en el intento de llegar a general, es el hombre original, o, en otras palabras, el hombre de espíritu inquieto. Acaso haya en ello algún error; pero, generalizando, lo dicho se considera verdadero, y la sociedad rusa se muestra perfectamente correcta cuando define de tal modo al hombre práctico.