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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Si lo prefiere, le diré que no tiene usted razón en absoluto.

—¡Si, lo prefiero! ¡Pero esto sí que es divertido! ¿Cree usted que no conozco la evidente incorrección de mi proceder? Bien sé que el dinero de mi tío es suyo y que mi actitud constituye una coacción. Pero usted, príncipe..., usted no conoce la vida. A hombres como mi tío, si no se les da una lección no comprenden nudo. Es preciso enseñarles. Mis intenciones son perfectamente honorables. En conciencia, no voy a hacerle perder ni un kopec, puesto que le devolveré el capital con los intereses. Además, le he procurado una satisfacción moral, ya que me he humillado a él. ¿Qué más quiere? ¿Y de qué sirve este hombre a sus semejantes si se niega a prestarles servicio alguno? Piense en cómo obra él. Pregúntele cómo procede con los demás y cómo engaña a la gente. ¿Cómo se ha arreglado para adquirir esta casa? Me corto la cabeza si no le ha enredado a usted en algo y si no proyecta volver a engañarle de nuevo... Veo que sonríe usted. ¿No me cree?

—Lo que creo es que todo eso tiene poca relación con su asunto —repuso Michkin.

—Hace tres días que duermo aquí —dijo el joven, sin atender aquella observación– y no sabe la de cosas que he visto. Figúrese que mi tío sospecha de este ángel, de esta muchacha hija suya y prima hermana mía, y que todas las noches anda buscando en espera de ver si encuentra algún hombre escondido en su habitación. Entra en esta sala sigilosamente y mira debajo del diván que me sirve de cama. La desconfianza le hace perder el sentido: cree ver ladrones en cada rincón. Pasa la noche en pie y se levanta siete veces lo menos para asegurarse de que están bien cerradas puertas y ventanas, y mira hasta en la estufa... Este hombre que aboga ante los tribunales por los bribones se levanta tres veces por la noche para orar en la sala. Se arrodilla, apoya la frente en el suelo durante media hora y no puede usted ni imaginar por quiénes reza, o mejor dicho, por quiénes deja de rezar. ¡No hay quien no desfile en sus plegarias de beodo! Hasta ha orado por el alma de la condesa Du Barry. Kolia y yo lo hemos oído en persona. ¡Está loco!

—¿Ve cómo me desprestigia, príncipe? —dijo Lebediev, sonrojándose y ya fuera de sí—. Yo podré ser un beodo, un libertino, un malhechor, un ladrón; pero al menos hay una cosa en mi favor. Este embustero no sabe que cuando vino al mundo fui yo quien lo fajó y lo lavó. Mi hermana Anisia había quedado viuda y estaba en la miseria. Yo, que no era menos pobre que ella, pasé noches enteras velándola, cuidando a la madre y al hijo, que se hallaban enfermos los dos. Yo bajaba a robar leña al portero y, muriéndome de hambre como me encontraba en realidad, aún tenía ánimos para cantar y castañetear los dedos, a fin de que el pequeño se durmiese... ¡Le he servido de niñera y ahí le tiene usted burlándose de mí! Si yo me he santiguado u orado por el reposo del alma de la Du Barry, ¿qué te importa? Hace tres días, príncipe, que he leído por vez primera la biografía de esa mujer en un diccionario histórico. ¿Acaso sabes tú quién era la Du Barry?

—No hay nadie más que tú que lo sepa, ¿no es eso? —rezongó el joven con sarcasmo.

—La Du Barry era una condesa que se levantó desde el fango a la posición de una reina y a la que llegó a escribir, de su puño y letra, una gran emperatriz: «Ma chère cousine.» Hasta un cardenal, un nuncio del Papa, en ocasión de una «levée du Roi» (¿sabes tú lo que era una «levée du Roi»?) se ofreció a poner en las piernas de la Du Barry sus medias de seda. ¡Un personaje tan elevado consideraba aquello como un honor! ¿Conocías ese detalle? Ya leo en tu cara que lo ignorabas. ¿Y sabes cómo murió? ¡Vamos, contesta!

—¡Déjame! ¡Eres insoportable!

—Pues murió, así: después de tantos honores, después de llegar a ser casi una soberana, fue guillotinada por el verdugo Samson. Era inocente, pero había que matarla para satisfacción de las poissardes 7de París. Su terror fue tal que no comprendió lo que le sucedía. Cuando Samson le hizo inclinar la cabeza y la sujetó con el pie sobre el tajo, la Du Barry exclamó: «Encore un moment, monsieur le bourreau, encore un moment», lo que significa: «Espere un momento, señor bourreau, uno solo...» Y acaso por esta especie de plegaria, Dios la perdonase, porque es inconcebible mayor misère que esa para un alma humana... ¿Sabe lo que significa la palabra misère? Cuando leí que aquella condesa imploraba «un solo momento» sentí el corazón dolorido como si me lo oprimiesen con unas tenazas. ¿Qué te importa, pues, gusano, que yo, en mis plegarias nocturnas, haya implorado perdón a Dios para el alma de aquella gran pecadora? Si lo he hecho, ha sido porque sin duda nadie le ha dedicado después de su muerte un recuerdo piadoso. Y en el otro mundo le será grato pensar que en la tierra hay un pecador como ella que ha orado por la salvación de su alma una vez al menos. ¿Por qué te ríes? ¿No crees, ateo? Pero, ¡qué sabes tú! Además, tu relato es inexacto, porque si escuchaste mi plegaria, debieras saber que no oré sólo por la condesa Du Barry, sino que dije así: «Concede, Señor, eterno descanso al alma de la pecadora que fue la condesa Du Barry y a todas las semejantes a ella». Y eso es muy diferente, porque hay muchas grandes pecadoras como la Du Barry, lo mismo que hay muchas otras gentes que conocieron todas las vicisitudes de la fortuna y que ahora, en el otro mundo, sufren, gimen y esperan. He orado también por ti, y por todos los insolentes y desvergonzados semejantes a ti. Ya que te interesas por mis oraciones, entérate de eso.

—Bueno, bueno, basta... ¡El diablo te lleve! Ora por quien quieras —dijo el sobrino con violencia—. ¿No sabía usted, príncipe, que teníamos un erudito en esta casa? —añadió con desganada sonrisa—. Mi tío no hace más que leer toda clase de libros y memorias...

—Su tío, al fin y al cabo, no es un hombre privado de sensibilidad —observó el príncipe, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo para dirigirse al joven, que le resultaba profundamente desagradable.

—¡Cómo le lisonjea usted! Mire de qué modo abre la boca y se lleva la mano al pecho. Sus palabras le han emocionado, príncipe. Concedo que no le falte sensibilidad, pero lo malo está en que además es un bribón y para colmo un borracho. Está realmente destrozado por la bebida. Reconozco que quiere a sus hijos y que apreciaba a su mujer, mi difunta tía... Incluso siente afecto por mí y no me ha olvidado en su testamento...

—¡No te dejaré ni un kopec! —gritó el funcionario, colérico.

—Escuche, Lebediev —dijo el visitante con tono firme, apartándose del joven—: yo sé que usted, cuando quiere, es un hombre serio. Tengo poco tiempo disponible, y si usted... Perdone, he olvidado su nombre...

—Ti... Ti... Timofeo...

—¿Qué más?

—Lukianovich.

Todos rompieron a reír.

—¡Es mentira! —gritó el sobrino—. ¡Hasta en eso necesita mentir! No se llama Timofeo Lukianovitch, príncipe, sino Lukian Timofeievich. Di, ¿por qué mientes? Llámeste Lukian o Timofeo, ¿no eres el mismo? ¿Y qué puede importarle al príncipe que te llames de un modo u otro? Le aseguro que miente sin necesidad, por costumbre...

—¿Es posible que esto sea cierto? —preguntó Michkin con impaciencia.

—Me llamo, en efecto, Lukian Timofeievich —reconoció Lebediev, turbado, bajando humildemente los ojos y llevándose la mano al corazón.

—¡Dios mío! ¿Y por qué me ha contestado usted de ese modo?

—Para rebajarme más —murmuró Lebediev inclinando la cabeza con conmovedora humildad.

—¿Y a qué viene ese rebajamiento? ¡Si sólo me interesa saber dónde encontrar a Kolia! —dijo el príncipe, insinuando un ademán para retirarse.

—Yo le indicaré dónde está Kolia —ofreció el joven.

—¡No, no! —intervino rápidamente Lebediev.

—Kolia ha pasado la noche aquí, y esta mañana ha salido en busca de su padre a quien usted, príncipe, Dios sabe por qué, ha hecho salir de la cárcel pagando sus deudas. El padre prometió ayer venir a hospedarse con nosotros, pero no ha venido. Parece probable que se acostara en la fonda de «Los dos Platillos», que está cerca. Así, pues, Kolia debe estar allí, salvo que haya ido a Pavlovsk, a casa de las Epanchinas. Ya quería ir ayer; precisamente no le falta dinero... Le encontrará seguramente en «Los Dos Platillos» o en Pavlovsk.

—¡En Pavlovsk, en Pavlovsk! Pero vayamos al jardín y tomemos café.

Y Lebediev, asiendo el brazo del príncipe, le arrastró fuera de la sala. Atravesaron el patio y entraron en un jardincillo encantador cuyos árboles ostentaban la plenitud de su follaje estival. Lebediev hizo sentar a Michkin en un banco de madera pintado de verde que se hallaba ante una mesa del mismo color fija en el suelo, y se sentó frente al visitante. Al cabo de un momento trajo el café. El príncipe no se negó a tomarlo. El dueño de la casa le miraba a la cara con expresión de apasionado servilismo.

—No conocía aún su casa, Lebediev —dijo Michkin, con aire de pensar en otra cosa.

—¡Ahora estamos solos en ella! —comenzó Lebediev, imprimiendo a su fisonomía una expresión de tristeza.

Pero se interrumpió. Michkin miraba ante sí con abstracción, sin duda ya olvidado de lo que acababa de decir. Transcurrió un minuto. Lebediev, con los ojos fijos aún en el visitante, esperaba.

Michkin sacudió su abstracción.

—¿Qué decíamos? ¡Ah, sí! Ya sabe usted, Lebediev, de lo que se trata. He venido a causa de su carta. Hable.

El funcionario se turbó, quiso responder y sólo emitió sonidos ininteligibles. El príncipe aguardó, con una melancólica sonrisa en los labios.

—Creo comprenderle bien, Lukian Timofeievich. Sin duda no me esperaba. No creía usted que yo fuese a abandonar mi retiro a su primer aviso, y me escribió, por lo tanto, sólo para descargar su conciencia. Pero, como ve, aquí estoy. Déjese de tretas y desista de servir a dos señores. Sé que Rogochin lleva aquí tres semanas. ¿Ha conseguido usted relacionarle otra vez con Nastasia Filipovna, o no? Diga la verdad.

—Fue él mismo, ese monstruo, quien la descubrió.

—No le insulte. Veo que tiene usted motivos de queja contra él.

—¡Me ha molido a golpes! —contestó Lebediev con extraordinaria vehemencia—. En Moscú lanzó un perro contra mí. Era un lebrel, un animal terrible, que me persiguió a lo largo de toda una calle.

—Me toma usted por un niño, Lebediev. Dígame seriamente si es verdad que ella abandonó a Rogochin en Moscú.

—Seriamente, seriamente... Y también esta vez en vísperas de la boda. Rogochin estaba ya contando los minutos que faltaban cuando ella huyó a San Petersburgo. En cuanto llegó, vino a buscarme, diciéndome: «Sálvame, Lukian Timofeievich, escóndeme y no lo digas al príncipe.» Nastasia Filipovna le teme, príncipe; le teme incluso más que a Rogochin. Es una cosa incomprensible.

Y Lebediev, con aire perplejo, se llevó un dedo a la frente.

—¿Y ahora los ha puesto usted de nuevo en relación?

—¿Cómo podía yo, ilustrísimo príncipe..., cómo podía yo impedir que se vieran?

—Bueno, basta; ya lo averiguaré yo todo. Dígame únicamente dónde está ahora Nastasia Filipovna. ¿En casa de Rogochin?

—No, no; nada de eso. Ella vive aún separada de él. Como suele decir, es libre, y usted sabe, príncipe, cuánto insiste en ese punto. Siempre está refiriéndose a su completa libertad. Sigue habitando en la Peterburgskaya, en casa de mi cuñada, como ya le dije en mi carta.

—¿Se hallará ahora allí?

—Sí, a no ser que se haya ido a Pavlosk. Quizá el buen tiempo la haya decidido a marchar al campo, a casa de Daría Alexievna. Como Nastasia Filipovna dice, sigue siendo libre. Aun ayer alardeaba de su libertad hablando con Nicolás Ardalionovich. 8¡Mala señal! —comentó Lebediev, sonriendo.

—¿La visita Kolia a menudo?

—Kolia es un mozo aturdido, extraño e indiscreto.

—¿Y hace tiempo que no ha ido usted a verla?

—Voy todos los días, todos los días...

—¿Ha ido usted ayer?

—No... No voy hace tres días.

—Es lástima que haya usted bebido un poco más do la cuenta, Lebediev. Si no, le preguntaría una cosa.

—No estoy ebrio del todo; tranquilícese —repuso el funcionario, prestando oído.

—Dígame, pues: ¿cómo la encontró usted la última vez que estuvo visitándola?

—Es una mujer ocupada en buscar...

—¿En buscar el qué?

—Parece siempre estar buscando algo, como si hubiese perdido alguna cosa. La simple idea de su próximo matrimonio la repugna. Lo considera una afrenta para ella. Y de Rogochin no se preocupa más que de una cáscara de naranja. Pero me equivoco: piensa en él con temor, con miedo. Incluso prohíbe que se le mencione. Si se ven, es sólo por necesidad... y él se da buena cuenta de ello. Pero no hay más remedio... Ella se muestra inquieta, sarcástica, violenta, habla siempre con segunda intención...

—¿Se muestra violenta y habla con segunda intención?

—La prueba de su violencia es que la última vez casi estuvo a punto de asirme del cabello sólo por una sencilla palabra que le dije. Yo quise tranquilizarla leyéndole el Apocalipsis...

—¿Cómo? —preguntó Michkin, creyendo no haberle entendido bien.

—Leyéndole el Apocalipsis. Esa señorita tiene la imaginación inquieta... ¡Je, je! Además, he observado en ella un gusto muy acusado por los temas serios de conversación, por indiferentes que puedan parecer a su persona. Le gustan mucho, y hasta casi la lisonjea que se le hable de ellos. Sí. Y yo, por mi parte, estoy muy interesado en la explicación del Apocalipsis y hace quince años que trabajo en esa tarea. Nastasia Filipovna ha convenido conmigo en que estamos en la época simbolizada por el caballo negro, es decir, el tercero, y por el jinete que lleva en la mano una balanza, ya que en nuestro siglo todo reposa sobre la balanza y los contratos, y todos los hombres se esfuerzan en buscar únicamente su derecho: «una medida de trigo por un dinero y tres medidas de cebada por un dinero»... Y, con todo esto, quieren conservar un espíritu libre, un corazón puro, un cuerpo sano y los demás dones de Dios... Pero fundándose sólo en el derecho nunca los conservarán y a continuación vendrá el caballo pálido, y aquel que se llama la Muerte, y después el infierno. Tal es el tema de nuestras conversaciones cuando nos vernos... y por cierto que la han impresionado mucho.

—¿Cree usted en esas cosas? —preguntó el príncipe, dirigiendo a su interlocutor una mirada de extrañeza.

—Las creo y las explico. Yo soy un pobre hombre, un mendigo, un átomo en la circulación humana. ¿Quién aprecia a Lebediev? Sirve de irrisión a todos y puede decirse que no hay quien no le abrume a puntapiés. Pero en esta explicación me igualó a cualquier gran personalidad. ¡Tan grande es el poder del espíritu! Yo he hecho temblar a un alto funcionario, muy arrellanado en su sillón, impresionándole al hacerle sentir el poder del espíritu.

Hace dos años, la víspera de Pascuas, Su Ilustrísima Excelencia Nilo Alexievich, a cuyas órdenes trabajaba yo, quiso oírme y me hizo llamar adrede a su despacho por Pedro Zaharich. «¿Es verdad —me dijo cuando estuvimos a solas– que tú explicas la profecía relativa al Anticristo?» Yo no vacilé en contestar que sí, y empecé a comentar la visión alegórica del apóstol. Él principió por sonreír, pero los cálculos numéricos y las similitudes le hicieron temblar. Me rogó que cerrase el libro, me despidió y puso mi nombre en la lista de recompensas. Esto pasaba en el momento de las fiestas de Pascuas. Ocho días más tarde, Nilo Alexievich entregaba su alma a Dios.

—¿Qué dice usted, Lebediev?

—La verdad. Se cayó de su coche después de comer, dio con la sien contra un guardacantón y murió en el acto. Era un hombre de setenta y tres años, de rostro muy encarnado y cabellos blancos. Se inundaba literalmente de agua perfumada y sonreía siempre como un niñito. Pedro Zaharich recordó después mi conversación con el difunto. «Tú profetizaste esto», me dijo.

El príncipe se levantó. Lebediev quedó sorprendido, al notar que su visitante se marchaba tan pronto.

—Veo que se ha vuelto usted muy indiferente. ¡Je, je, je! —osó comentar, con familiaridad respetuosa.

—En realidad no me encuentro del todo bien. Siento la cabeza pesada, sin duda por efecto del viaje —repuso Michkin, arrugando un tanto el entrecejo.

—¿Y si se fuese usted al campo? —sugirió tímidamente Lebediev.

El príncipe quedó pensativo.

—Yo mismo, ¿sabe?, me voy al campo con toda mi familia de aquí a tres días. La salud de la pequeña exige en absoluto ese traslado. Así, mientras estemos fuera, se harán en casa las reparaciones necesarias. Me voy también a Pavlovsk.

—¿Va usted a Pavlovsk? —preguntó repentinamente Michkin—. ¿Cómo es eso? ¿Es que todos se van este año a Pavlovsk? ¿Tiene usted también una casita de campo allí?

—No es que se vayan todos a Pavlovsk. Por lo que respecta a mí, Iván Ptitzin me ha cedido una de las casas que ha adquirido baratas en aquel lugar, que es, por cierto, una localidad agradable, y alta, y verde, y barata, bon ton, y se oye buena música... Por eso es explicable que tanta gente quiera vivir en Pavlovsk. Yo me instalaré en un pabelloncito. En cuanto a la casa propiamente dicha...

—¿La ha alquilado usted? —preguntó el príncipe con interés.

—No... En realidad, no...

—Alquílemela a mí —dijo Michkin.

Era evidente que Lebediev no había querido sino inducirle a aquella proposición. Hacía tres minutos que tal idea se agitaba en su ánimo. Y ello no se debía a que le fuese difícil encontrar arrendatario. Precisamente en aquel momento la casa de campo estaba habitada por un veraneante, y éste había declarado que acaso la alquilaría. Lebediev sabía bien que aquel «acaso» equivalía a un «con seguridad». Pero pensó en seguida que haría un negocio muy ventajoso alquilando la casa al príncipe, hecho al que le autorizaba el lenguaje vago empleado hasta entonces por el otro veraneante. «Esto toma un aspecto nuevo», pensó el funcionario. La propuesta de Michkin le arrebató de alegría. Cuando el príncipe le preguntó el precio, Lebediev hizo un ademán como para alejar aquella cuestión.

—Bien, bien, como quiera. Ya tomaré informes... No saldrá usted perdiendo nada.

Los dos salían ya del jardín.

—Si usted lo deseara... Yo podría, si usted lo deseara, ilustre príncipe, comunicarle una cosa muy interesante sobre el mismo asunto —murmuró Lebediev, quien, en su satisfacción, rebosaba lisonjas hacia su visitante.

Éste se detuvo.

—Daría Alexievna posee también una casita en Pavlovsk.

—¿Y qué?

—Que hay cierta persona que mantiene amistad con ella y suele, según parece, visitarla en Pavlovsk con cierto objeto.

—¿Quién es esa persona?

—Aglaya Ivanovna.

—Basta, Lebediev —interrumpió Michkin, con una sensación dolorosa—. Todo eso no significa nada para mí... Vale más que me diga cuándo se propone usted marchar. Por mi parte, cuanto antes mejor, pues ahora estoy en un hotel...

Mientras hablaban, habían salido del jardín. Atravesaron el patio sin pasar por la casa y se acercaron a la puerta.

—Lo mejor —opinó Lebediev– es que deje el hotel, se instale desde hoy en mi casa y se vaya con nosotros a Pavlovsk cuando nos marchemos pasado mañana.

—Veremos —dijo Michkin, pensativo.

Y salió. Lebediev le miró alejarse, impresionado por la súbita abstracción del visitante, quien había salido sin acordarse de despedirse ni aun de hacerle un ademán de saludo. Este olvido sorprendía tanto más al funcionario cuanto que le constaba la irreprochable cortesía del príncipe.

III



Pasaba con mucho de las once de la mañana. Michkin sabía que el único miembro de la familia Epanchin a quien podría encontrar en casa era, a lo sumo, el general, probablemente retenido en San Petersburgo por sus deberes oficiales. Si tenía la suerte de hallar a Iván Fedorovich, quizá éste le llevara consigo a Pavlovsk. Pero antes de esta visita, Michkin deseaba hacer otra. Y aun a riesgo de no ver al general decidió ir primero a la que principalmente le interesaba.

En realidad, semejante visita resultaba harto delicada y espinosa. Vaciló, pues, y titubeó mucho antes de decidirse a llevarla a término. Sabía que iba a encontrar la casa en la calle Gorojovaya, no lejos de la Sadovaya. Púsose, pues, en camino hacia allí, pensando que en todo caso podría tomar un resolución definitiva durante el trayecto.

Al llegar al cruce de las dos calles, el príncipe se extrañó de la extraordinaria agitación que sentía. Ni él mismo había previsto que su corazón pudiera latir tan violentamente. Su atención fue atraída en aquel momento por un edificio bastante alejado, acaso en razón de que ofrecía un aspecto particular. Más tarde Michkin recordó haber pensado: «Sin duda aquella casa es la que busco». Acercóse con extrema curiosidad, para comprobar la justicia de su conjetura, diciéndose a la vez que le sería desagradable haber adivinado. Tratábase de una casa de tres pisos, grande y sombría, sin detalle alguno de gusto artístico y con una fachada de un color verde sucio que entristecía el ánimo. En estas calles de San Petersburgo, donde todo se transforma tan de prisa, subsisten —si bien en corto número—casas semejantes a ésa, construidas a fines del siglo último, que guardan aún su fisonomía primitiva. Esas mansiones, sólidamente edificadas, se distinguen por el espesor de sus muros y la escasez de sus ventanas, las cuales, en los pisos bajos, suelen estar protegidas por una verja y corresponden casi siempre a establecimientos de cambistas. Los propietarios de estas tiendas acostumbran pertenecer a la secta de los skopetz 9y usualmente habitan encima del local de sus transacciones. Tanto fuera como dentro se nota un ambiente frío, inhospitalario, misterioso. Sería difícil explicar la procedencia de esa impresión. Sin duda radica en el conjunto de las líneas arquitectónicas. Tales casas están casi exclusivamente habitadas por comerciantes. Al acercarse al portón, Michkin vio un rótulo en que se leía: «Casa de Rogochin, comerciante notable hereditario».

Dominando sus vacilaciones, Michkin abrió la puerta vidriera, que se cerró, ruidosa, a sus espaldas y subió al segundo piso por una gran escalera de piedra, oscura y toscamente construida, con las paredes pintadas de rojo. Michkin sabía que Rogochin habitaba con su madre el segundo piso de aquella lóbrega construcción. El criado que salió a abrirle introdujo al visitante sin anunciarle ni preguntar su nombre, y Michkin hubo de andar largo rato en pos de su guía. Atravesaron primero una sala de recibir, de paredes pintadas imitando mármol y de pavimento de madera de encina. La ornaba un pesado mobiliario en el estilo de 1820. Luego se internaron en un laberinto de habitaciones reducidas, situadas a distinto nivel unas de otras. Tenían constantemente que subir o bajar dos o tres escalones.

Al fin llamaron a una puerta. Abrió Parfen Semenovich en persona. Al ver al príncipe palideció y quedó durante un rato como petrificado. Sus ojos le miraron con una fijeza asustada y en la sonrisa que plegó sus labios se leía un estupor infinito. La aparición de Michkin parecía ser para él un acontecimiento increíble, casi un milagro. Y aunque el visitante esperaba algo análogo, no obstante le extrañó.

—Creo que he venido con inoportunidad, Parfen Semenovich. Me iré, pues —dijo con aire turbado.

—No, no; has venido oportunamente —dijo Rogochin, recuperando la conciencia de si mismo—. Pasa, te lo ruego.

Ahora se tuteaban. Se habían visto en Moscú con frecuencia y algunos de los momentos que pasaron juntos habían dejado en ellos una impresión imborrable. A la sazón se veían después de una ausencia de tres meses.

El rostro de Rogochin continuaba pálido y un tanto crispado. Después de hacer pasar al visitante continuaba presa de una agitación extraordinaria. Michkin, invitado a sentarse junto a la mesa, se volvió por casualidad y descubrió en su amigo una mirada tan extraña, que se detuvo en seco. A la vez cierto reciente recuerdo, sombrío y penoso, acudió a la mente de Michkin. En pie e inmóvil miró durante largo rato los ojos de Rogochin, los cuales, al principio, parecieron brillar más vivamente aún que antes. Al fin Parfen Semenovich sonrió, pero seguía algo turbado y como cohibido.

—¿Por qué me miras con tanta fijeza? —preguntó—. Anda, siéntate.

El príncipe ocupó una silla.

—Parfen Semenovich —dijo—, háblame francamente. ¿Sabías que yo iba a venir hoy a San Petersburgo, o no?

—No dudaba de que vendrías —repuso Rogochin. Y continuó, con una sonrisa agria—: Y ya ves que no me he equivocado. Pero, ¿cómo iba a saber que llegabas hoy?

Pronunció estas palabras con una especie de irritada brusquedad que aumentó más aún la sorpresa y confusión del visitante.

—Aunque supieses que llegaba hoy, ¿por qué enojarte así? —replicó suavemente el príncipe.

—Y tú, ¿por qué me haces esa pregunta?

—Porque al apearme del tren distinguí unos ojos muy parecidos a los que tú clavas en mí en este momento.

—¿Y de quién eran? —inquirió Rogochin.

Michkin creyó notar que Parfen Semenovich se estremecía.

—No lo sé. Los vi entre la gente, y pude sufrir una ilusión. Esto me pasa a veces. Amigo Parfen Semenovich, ahora me siento casi en el mismo estado que hace cinco años, cuando padecía ataques.

—Puedes haberte equivocado; es cierto. ¿Qué sé yo? —dijo Parfen Semenovich, entre dientes.

A pesar de sus esfuerzos para dar a su rostro una expresión afectuosa, la sonrisa que en aquel momento entreabría sus labios contrastaba fuertemente con el resto de su fisonomía.

—¿Vas a volver al extranjero? —dijo. Y luego preguntó de repente—: ¿Recuerdas nuestro viaje en el tren, de Pskov a San Petersburgo, el otoño pasado? ¿Recuerdas tu capote y tus polainas?

Y Parfen Semenovich estalló de improviso en una risa francamente aviesa, como si se sintiera satisfecho de poder dar así rienda suelta a su indudable enojo.

—¿Te has instalado aquí definitivamente? —interrogó el príncipe, recorriendo con los ojos la habitación.

—Sí; ésta es mi casa. ¿Dónde quieres que habite? —Hace tiempo que no nos hemos visto y he oído contar sobre ti cosas muy extrañas.

—¡Se cuentan siempre tantas cosas! —dijo, secamente, Rogochin.

—Pero el caso es que has licenciado tu cuadrilla, que moras en la casa paterna, que no haces locuras... Todo está muy bien... ¿Es tuya la casa u os pertenece en común?

—Es de mi madre. El pasillo separa sus habitaciones de las mías.

—¿Y tu hermano?

—Mi hermano Semen Semenovich habita en el pabellón.

—¿Es casado?

—Es viudo. Pero, ¿qué interés tienes en todo eso?

Michkin le miró sin contestar. Habíase tornado pensativo de repente y ni siquiera oyó la pregunta de Rogochin. Éste esperó, sin repetirla. Siguió un silencio.

—Hace un momento, estando a cien pasos de esta casa, adiviné que era la tuya —dijo el príncipe.

—¿Por qué?

—No puedo decírtelo. Tu casa tiene la fisonomía de tu familia. Los Rogochin, después de residir largo tiempo en ella, parecen haberla marcado con su sello. Pero si me preguntas cómo he llegado a esa conclusión, no podré explicártelo. Sin duda fue en virtud de una especie de delirio. Incluso me asusta ver lo que ello me agitó. Antes no se me hubiera ocurrido pensar que tú vivías en una casa semejante, y, sin embargo, en cuanto la distinguí, me dije: «Ésa debe de ser su residencia.»

—Ya, ya... —repuso, con vaga sonrisa, Parfen Semenovich, que no había comprendido apenas el confuso pensamiento del príncipe—. Fue mi abuelo quien hizo construir este edificio —añadió—. Unos skopetz, los Khludiakov, la han habitado siempre, y todavía continuamos teniéndolos por inquilinos.

—¡Qué oscuridad hay aquí! Tu casa no es muy alegre —dijo el visitante, examinando el despacho una vez más.

Era una vasta estancia, alta, sombría y muy embarazada por los muebles que la llenaban. Se veían por doquier grandes mesas de escritorio, pupitres, armarios llenos de papeles y libros de negocios. Había un ancho diván de tafilete rojo que servía sin duda de lecho a Rogochin. En la mesa ante la que Parfen Semenovich hizo sentar a Michkin, éste distinguió dos o tres libros, uno de los cuales, la Historia de Soloviev, se hallaba abierto a la sazón. Una señal marcaba el punto en que el lector había suspendido la lectura. Pendían de las paredes cuadros al óleo, de marcos parcialmente desdorados y tan empañados por el humo que sólo difícilmente cabía reconocer su conjunto. Un retrato de tamaño natural atrajo la atención del príncipe: representaba un hombre de cincuenta años vestido con una levita de corte alemán, de amplio vuelo. El retratado llevaba dos medallas al cuello, tenía la barba blanca, rala y corta, el rostro amarillento y surcado de arrugas, la mirada desafiadora, concentrada y triste.

—¿Era tu padre? —preguntó Michkin.

—Sí, él es —repuso Rogochin, con una sonrisa desagradable, como si creyese que el visitante hacía la pregunta para añadir alguna molesta broma respecto al difunto.

—¿Era un antiguo creyente?

—No. Iba normalmente a la iglesia. Pero es cierto que albergaba preferencias por el antiguo culto. Y apreciaba mucho a los skopetz. Esta habitación era su despacho antes de convertirse en mío. ¿Por qué me has preguntado si era antiguo creyente?

—¿Piensas casarte aquí?

—Sí... —repuso Parfen Semenovich, estremeciéndose, muy sorprendido por la inesperada pregunta.

—¿Y pronto?

—Bien sabes tú que ello no depende sólo de mí.

—Yo no soy enemigo tuyo, Parfen Semenovich, y no quiero estorbarte en nada. Te lo digo ahora, como te lo dije otra vez, en una circunstancia análoga a la de ahora. Ya sabes que no fui yo quien estorbó tu casamiento cuando éste iba a efectuarse en Moscú. La primera vez fue la misma Nastasia Filipovna quien sacó, por decirlo así, la cabeza de debajo de la corona nupcial y quien fue en mi busca rogándome que la «salvara» de ti. Cito sus propias palabras. Más tarde me abandonó también; la encontraste y cuando ibas a conducirla al altar, te dejó plantado y huyó, refugiándose aquí, según dicen. ¿Es verdad? Lebediev me escribió manifestándomelo y por eso he venido. Respecto a la reconciliación que ha habido ahora entre vosotros dos, no tuve la primera noticia hasta ayer, en el tren, y me la transmitió uno de tus antiguos amigos: Zaliochev. Al venir a San Petersburgo, yo tenía el fin de proponer a Nastasia Filipovna marchar al extranjero, en interés de su salud. Está enferma de cuerpo y de alma y, sobre todo, de la mente, y necesita muchos cuidados. Mi intención no era llevarla conmigo al extranjero: la habría hecho marchar, pero no la hubiese acompañado. Te digo la pura verdad. Pero si, en efecto, os habéis reconciliado, no me presentaré ante ella jamás ni volveré a hacerte visita alguna. Tú sabes que no pretendo engañarte y que he sido siempre sincero contigo. Nunca te he ocultado mi opinión sobre este asunto y te he dicho siempre que vuestro casamiento causará infaliblemente la desgracia de ella. También a ti te será fatal... y acaso más que a Nastasia Filipovna. Celebraría que volvierais a romper vuestro compromiso, pero nada haré para procurarlo. Estate tranquilo, pues, y no sospeches de mí. Además, no ignoras que yo no he sido jamás un rival en el sentido verdadero de la palabra, ni aun cuando Nastasia Filipovna se refugió junto a mí. Ya veo que te ríes: sabía que esto te iba a hacer reír. Pero así es: ella y yo vivíamos allí separados, cada uno en un sitio diferente, y tú no lo ignoras. Ya te he explicado que no la quiero por amor, sino por compasión. Juzgo exacta la definición. Tú me dijiste entonces que comprendías estas palabras. ¿Es cierto? ¿Las comprendes? ¡Oh, qué expresión de odio hay en tu mirada! Pero he venido para tranquilizarte, porque también a ti te quiero mucho, Parfen Semenovich. En fin: me voy y no volveré más. Adiós.


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