Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Volvió la espalda y empezó a descender lentamente por la escalera.
—¡León Nicolaievich! —gritó Rogochin desde el rellano cuando su amigo estaba en el zaguán—. ¿Llevas la cruz que compraste a aquel soldado?
—Sí.
Y el príncipe se detuvo.
—Enséñamela.
¡Una extravagancia más! Después de reflexionar un instante, Michkin tomó a subir, y, sin quitarse la cruz, la mostró a Rogochin.
—Dámela —dijo Parfen Semenovich.
—¿Por qué? ¿Es que tú...?
Michkin habría preferido no separarse de la cruz.
—Yo la llevaré y te daré la mía en cambio.
—¿Quieres que las cambiemos? Sea, Parfen Semenovich. Puesto que deseas que fraternicemos, yo lo deseo también.
Y Michkin tendió su cruz de estaño a Rogochin, quien le dio la suya de oro. Rogochin continuaba silencioso. Ambos acababan de fraternizar, pero inútilmente. Michkin notaba con dolorosa extrañeza que el rostro de Rogochin expresaba desconfianza todavía y que, al menos a ratos, una sonrisa amarga, casi aviesa, seguía crispando sus labios. Al fin Parfen Semenovich tomó la mano de Michkin, sin decir palabra, pareció vacilar por unos segundos y dijo al cabo, con voz ininteligible:
—Ven conmigo.
Y le arrastró. Atravesaron el descansillo del primer piso y llamaron a una puerta situada frente a aquella por la que habían salido. No tardaron en abrirles. Una anciana encorvada, con un pañuelo negro anudado a la cabeza, se inclinó profundamente y en silencio ante Rogochin. El joven le hizo una presurosa pregunta y, sin esperar siquiera la contestación, introdujo a Michkin en el piso. Seguían varias estancias sombrías, cuya extraordinaria limpieza mostraba un no se sabía qué de glacial. Los muebles, viejos y severos, estaban cubiertos de pulcras fundas blancas. Rogochin, sin hacerse anunciar, pasó con el príncipe a una especie de saloncito dividido en dos partes por un tabique de caoba bruñida, tras el cual parecía hallarse un dormitorio. En un ángulo del salón, junto a la estufa, estaba sentada en un sillón una viejecita que no representaba excesiva edad. Su rostro, bastante redondo y muy agradable, exteriorizaba buena salud. Pero tenía los cabellos completamente blancos y se notaba a primera vista que aquella mujer había recaído en un estado análogo al de la infancia. Vestía un traje de lana negra, llevaba un amplio pañuelo negro al cuello y se tocaba con una cofia blanca muy limpia, guarnecida de cintas de luto.
Sus pies se apoyaban en un taburete. A su lado hacía punto, en silencio, una mujer de edad avanzada, que, como la otra, vestía de negro y se tocaba con una cofia blanca. Debía de ser una especie de señora de compañía. Según parecía, ambas no cambiaban una palabra jamás. Cuando Rogochin entró con el príncipe, la primera de las mujeres sonrió, y para testimoniar la alegría que le causaba la visita, les saludó repetidas veces con inclinaciones de cabeza.
—Madre —dijo Rogochin, después de besarle la mano—, le presento a mi buen amigo el príncipe León Nicolaievich Michkin. Hemos cambiado nuestras cruces. En Moscú ha sido un verdadero hermano para mí; le debo muchos favores. Bendícele, madre, como si bendijeras a un hijo. Espera, madre. Yo te colocaré los dedos juntos.
Pero antes de que Rogochin le dispusiera debidamente la mano, la anciana la levantó, unió sus tres dedos e hizo por tres veces el signo de la cruz sobre el príncipe. Esta bendición fue acompañada de un nuevo y afectuoso saludo dirigido a Michkin.
—Ea, vámonos, León Nicolaievich —dijo Rogochin—. Sólo te había traído aquí con este objeto. Y añadió, cuando estuvieron en el rellano:
—Mi madre no comprende nada de cuanto se le dice, y no ha entendido, pues, una sola de mis palabras. Sin embargo, te ha bendecido. Quizá tuviese deseos de hacerlo... En fin, adiós: ha llegado el momento de separarnos.
Y abrió la puerta de sus habitaciones.
Michkin fijó, en Rogochin una mirada llena de amistoso reproche.
—Pero, ¡déjame al menos abrazarte antes de separarnos, hombre extravagante! —dijo tendiéndole los brazos.
Rogochin alargó también los suyos, pero casi en el acto los dejó caer. En su interior se libraba una lucha. No quería abrazar al príncipe y no osaba mirarle.
—No temas. Ahora que tengo tu cruz, no te asesinaré por un reloj —murmuró con una risa extraña.
De pronto se produjo en su rostro una transformación completa: púsose terriblemente pálido, sus labios temblaron y sus ojos despidieron llamas. Tendió los brazos, estrechó con fuerza al príncipe contra su pecho y dijo con voz ahogada:
—Que ella sea para ti, puesto que el destino lo quiere. Para ti. Yo te la cedo... Acuérdate de Rogochin...
Y volviéndose sin mirar a Michkin, entró precipitadamente en sus habitaciones y cerró dando un portazo.
V
A la sazón ya era tarde. Faltaba poco para las dos y media, y Michkin no encontró en casa al general Epanchin. Después de dejar su tarjeta, resolvió ir a la fonda «Los Dos Platillos» y preguntar por Kolia, proponiéndose encargar que entregasen al muchacho una nota suya en caso de no hallarle. En «Los Dos Platillos» manifestaron al príncipe que Nicolás Ardalionovich había salido por la mañana. «Si por casualidad viene alguien preguntando por mi —había indicado al marchar– díganle que probablemente volveré a las tres. Si a las tres y media no estoy, será que habré ido a Pavlovsk, a comer con la generala Epanchina.» El príncipe resolvió esperar y para entretener el tiempo pidió de comer.
Dieron las tres y media, y las cuatro y Kolia continuaba ausente. El príncipe salió del hotel y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Hacía un día espléndido, como sucede con frecuencia en San Petersburgo a principios de verano. Paseó durante algún tiempo sin finalidad, maquinalmente. No conocía bien la población. A veces deteníase en una esquina, en una plaza, en un puente; incluso entró en una confitería para descansar. A ratos examinaba con viva curiosidad a los transeúntes, pero en general no reparaba en nadie, ni aun en el camino que seguía. Su espíritu inquieto, sometido a una dolorosa tensión, experimentaba a la vez una extraordinaria precisión de soledad. Lejos de intentar esfuerzo alguno para substraerse a aquel suplicio del espíritu, quería estar solo a fin de abandonarse a él pasivamente. Se negaba a resolver los problemas que surgían en su alma y su corazón. «¿Acaso todo lo que ocurre es por culpa mía?», murmuraba para sí, casi inconsciente de sus palabras.
A las seis se encontró en la estación del ferrocarril de Tzarskoie Selo. La soledad le resultaba ya insoportable y un apasionado impulso arrastraba su corazón. Tomó un billete para Pavlovsk, sintiendo extrema impaciencia por partir. Había sin duda alguna cosa que le perseguía, algo que era una realidad y no un fantaseo, como cupiera creer. Cuando iba a subir al tren, arrojó el billete y salió de la estación, turbado y pensativo. Poco después, en la calle, un recuerdo le acudió de súbito a la memoria. Repentinamente advirtió que estaba preocupado por alga de que no se había dado cuenta hasta entonces. Hacía varias horas, en «Los Dos Platillos», o acaso antes de llegar allí, se había puesto a buscar algo en torno suyo. Esto era notorio. Luego no había pensado más en ello; después lo recordó, y así sucesivamente, y tal olvido duraba largo rato, a veces hasta media hora. Y a la sazón se sorprendía al hallarse dirigiendo en torno suyo miradas curiosas e inquietas por todas partes.
Pero cuando acaba de comprobar en sí este impulso morboso e incluso inconsciente, relampagueó en su memoria otro recuerdo que le interesaba de modo extremado: el de que cuando se había dado cuenta últimamente de estar buscando en torno suyo alguna cosa, se encontraba en una acera, mirando con atención uno de los objetos expuestos en el escaparate de una tienda. Y ahora quería comprobar la exactitud de aquel recuerdo, saber si había estado ante aquel escaparate hacía cinco minutos, o antes. ¿O bien habría soñado? ¿O se confundiría? ¿Existían en realidad la tienda y el objeto que en ella creía haber visto? El hecho era que Michkin se sentía en un estado particularmente inquieto, análogo al que solía preludiar sus ataques de epilepsia. Él sabía que en aquel período preliminar al acceso padecía extraordinarias distracciones, confundiendo a menudo personas y cosas si no les dedicaba un especial esfuerzo de atención. Había, por ende, un motivo concreto que le impelía a asegurarse de la realidad del hecho, y era que entre los artículos que se exhibían en el escaparate de la tienda figuraba uno que él había examinado de manera especial, valorándolo en unos sesenta kopecs, lo que recordaba muy bien, pese a la turbación y desorden de sus ideas. Por consiguiente, si la tienda existía y el objeto figuraba entre los expuestos a la venta, era precisamente tal objeto lo que había inducido a Michkin a detenerse. Precisábase, pues, que tuviera para él un interés muy vivo, cuando había cautivado su atención y fijádose en su memoria en el momento de salir de la estación, es decir, en un instante en que se sentía víctima de una inquietud dolorosísima.
Avanzaba mirando a su derecha con una especie de angustia mixta, de una impaciencia y un desasosiego que hacían latir con fuerza su corazón. ¡Pero allí estaba la tienda! Encontrábase a unos quinientos pasos de distancia de ella cuando se le ocurrió la idea de volver atrás. Y allí aparecía el objeto de sesenta kopecs. «Desde luego no puede valer más», se dijo el príncipe al verlo, rompiendo a reír. Pero era la suya una alegría casi histérica, que le oprimía el ánimo. Ahora recordaba con mucha claridad que al detenerse allí mismo, poco antes, habíase vuelto de pronto con la misma impresión que cuando, por la mañana, sorprendiera, fijos en él, los ojos de Rogochin. Una vez seguro de que no se había equivocado (aunque ya tenía la íntima certeza de no confundirse), se apartó del establecimiento. Todo esto exigía ser considerado sin demora; era evidente que no se había equivocado en la estación, que le había sucedido una cosa muy real y que aquel incidente se relacionaba con el motivo de su inquietud anterior. Pero una vez más un invencible sentimiento de desagrado se adueñó de su alma. Y, sin querer reflexionar en cosa alguna, dirigió sus pensamientos en otro sentido.
Pensó entonces con suma lucidez en un fenómeno que precedía, entre otros, a sus ataques epilépticos cuando se producían en estado de vigilia. En medio del abatimiento, melancolía, oscuridad y opresión de ánimo que experimentaba el enfermo en tales ocasiones, parecía, a trechos, surgir en su cerebro un rayo de luz y dijérase que todas sus energías vitales se esforzaban de pronto, trabajando al máximo de intensidad. La sensación de vivir, la conciencia de sí mismo, casi se decuplicaban en aquellos instantes fugaces como el relámpago. Una claridad extraordinaria iluminaba su espíritu y su corazón. Todas las agitaciones se calmaban, todas las dudas y perplejidades se resolvían a la vez en una armonía suprema, en una tranquilidad serena y alegre, plenamente racional y justificada. Pero estos momentos radiantes no eran sino el preludio del instante final, tras el que sobrevenía siempre el paroxismo. Aquel instante final era inexpresable. Cuando más tarde, vuelto a la razón, el príncipe reflexionaba en lo sucedido se decía que aquellos instantes fugaces, donde se manifestaba la más alta e intensa vida, no eran debidos más que a la enfermedad, a la ruptura de las condiciones normales y, siendo así, no equivalían a una vida superior, sino a una vida inferior, del orden más mezquino. Ello, no obstante, no le impedía llegar a esta extremadamente paradójica conclusión: «¿Y qué, si esto es enfermedad? ¿Qué importa que se trate de una tensión anormal si su resultado, tal como lo considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente, contiene armonía y belleza en el máximo grado, y si en ese minuto experimento una sensación inaudita, insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz, de éxtasis devoto que me inmerge en la más alta síntesis de la vida?» Tan vagas expresiones parecíanle perfectamente comprensibles, aunque poco definidoras. Que allí existía, en efecto «armonía y belleza», que aquello era realmente «la más alta síntesis de la vida», era cosa de que no quería ni siquiera dudar, no admitiendo ni la menor posibilidad de duda. No tenía en aquellos momentos visiones análogas a los sueños fantásticos del haxix, el vino o el opio, que destruyen la razón y desvían el alma. De esto podía juzgar con toda lucidez cuando el ataque había cesado. Para expresar aquellos instantes con pocas palabras, podía decirse que no se caracterizaban sino por el extraordinario aumento y agudización de su propio yo íntimo, por la sensación inmediata de existir en el más amplio sentido de la palabra. Puesto que en aquel segundo, último momento consciente que precedía al ataque, el enfermo podía pensar can claridad y conocimiento de causa: «Por este instante vale la pena de dar toda una vida», era evidente que tal segundo valía toda una vida. Sin embargo, no insistía en el aspecto dialéctico del asunto, comprendiendo perfectamente que las palmarias consecuencias de aquellos «minutos supremos» eran la atonía mental, el oscurecimiento de las facultades, el idiotismo. Sobre eso no existía discusión posible. Su conclusión, es decir, el juicio que formulaba sobre aquel minuto contenía de cierto un error; pero la realidad de la sensación no dejaba de turbarle bastante. Era, sí, una realidad, mas ¿de qué le valía? En todo caso, la realidad se producía en ocasiones y durante aquel segundo el príncipe debía confesarse que por la felicidad inmensa y plenamente sentida que comportaba, el instante valía toda una existencia. «En ese momento —decía una vez á Rogochin cuando se vieron en Moscú—, en ese momento me parece comprender la extraordinaria frase: Entonces no existirá más el tiempo.» Y añadía, con una sonrisa: «Es sin duda a ese mismo maravilloso segundo al que aludía el epiléptico Mahoma cuando decía que visitaba todas las mansiones de Alá en menos tiempo del que necesitaba su odre para vaciarse de agua.» En Moscú había mantenido frecuentes conversaciones con Rogochin, y no era aquél el único tema que trataban. Y ahora pensó: «Rogochin ha dicho antes que yo era un hermano para él: lo ha dicho por primera vez.»
Así reflexionaba sentado en un banco, bajo un árbol, en el Jardín de Verano. Eran las siete poco más o menos. La soledad señoreaba el jardín. La temperatura bochornosa presagiaba una tormenta lejana. Una sombra nubló el Sol. La disposición meditabunda en que se hallaba Michkin tenía cierto encanto para él. Hacía que su espíritu se interesase en todos los objetos exteriores y esto le complacía... Esforzábase sin cesar en olvidar algo, muy presente y muy grave; pero a la primera mirada que dirigía en torno volvía a encontrar sin tardanza su sombrío pensamiento, el pensamiento que hubiera querido alejar de sí. Recordó que antes, mientras comía, había hablado con el camarero de la fonda acerca de un extraordinario asesinato que se comentaba mucho. Y apenas hubo recordado esto, un nuevo fenómeno se produjo en su interior.
Era un deseo violento, incontrastable; una especie de tentación contra la que su voluntad carecía de poder. Se levantó, salió del jardín y se encaminó a la Petersburgskaya. Hacía poco, cerca del Neva, había rogado a un transeúnte que le indicase por dónde debía ir hacia allá, pero no había seguido aquel camino. Sabía, además, que era inútil ir aquel día. Tenía la dirección, podía encontrar con facilidad la residencia de la parienta de Lebediev; pero estaba casi seguro de que no hallaría en casa a quien buscaba. «Seguramente se habrá ido a Pavlovsk; de lo contrario, Kolia habría dejado una nota en «Los dos Platillos», según acordamos.» Así, al dirigirse allí no era con esperanza de ver a Nastasia Filipovna. Otro objeto le impelía: una curiosidad sombría y punzante. Habíale acudido a la mente una nueva idea.
Le bastaba andar y saber a dónde iba, si bien un minuto más tarde caminaba ya sin reparar en los lugares que recorría. Cualquier ulterior examen de su «repentina idea» habíase convertido de pronto para Michkin en tarea desagradable y casi imposible. Con un doloroso esfuerzo de atención examinaba cuanto se ofrecía a sus ojos: miraba el cielo, el río. Interpeló a un niño a quien encontró de camino. Acaso los síntomas epilépticos se intensificasen cada vez más. Oíanse truenos lejanos; la tormenta que amenazaba acercábase, aunque lentamente. La atmósfera estaba muy cargada...
Así como a veces nos obsesiona la fatigosa reminiscencia de un motivo musical, del mismo modo estaba Michkin ahora obsesionado por el recuerdo del sobrino de Lebediev, a quien viera por la mañana. Por una extraña asociación de ideas, se representaba al joven con el aspecto del asesino de que le hablara Lebediev al presentárselo. Michkin había leído muy recientemente cosas relativas a aquel asesino. Desde su llegada a Rusia solía leer en los periódicos muchas cosas de aquel género y se informaba de ellas con asiduidad. La conversación con el camarero de la fonda había versado precisamente sobre el asesinato de los Jesmarin. Recordaba que el camarero compartía su propia opinión. Y recordaba igualmente al camarero: no era un necio, sino un hombre circunspecto y reposado. «Aparte eso, Dios sabe cómo será. En un país desconocido, es difícil descifrar el modo de ser de la gente.» Y, sin embargo, comenzaba a tener apasionada fe en el alma rusa. Durante aquellos seis meses había hecho descubrimientos que constituían para él sorpresas inauditas. Pero el alma de los demás es un misterio, y en consecuencia, el alma rusa se le aparecía llena de tinieblas. Así por ejemplo, trataba hacía tiempo a Rogochin. Y, esto aparte, ¡qué caos, qué absurdidad, qué cosas tan desagradables a veces en todo aquello! ¡Y qué repulsivo y satisfecho de sí mismo aquel truhán del sobrino de Lebediev! Michkin reaccionó contra sus fantasías: «¿En qué pienso? ¿Acaso es el autor del crimen? ¿Acaso asesinó a esas seis personas? ¡Qué raro, me parece que me confundo! Se me va la cabeza... ¡Y qué rostro tan simpático y encantador el de la hija mayor de Lebediev, aquella que tenía un niño en brazos! ¡Qué fisonomía tan inocente, casi infantil! Es extraño que no haya recordado antes aquella cara: se me había borrado en la memoria. Pero lo positivo, lo tan seguro como que dos y dos son cuatro, es que Lebediev adora a su sobrino.»
¿Por qué juzgaba tan a la ligera a aquellas gentes? ¿Podía pronunciarse así tras una sola y primera vista? Lebediev, hoy, le había mostrado un enigma. ¿Cabía esperar un alma semejante en Lebediev? ¿Conocía antes a Lebediev bajo aquel aspecto? ¡Señor! ¡Lebediev y la condesa Du Barry! ¡Qué cosas! Si Rogochin matase a alguien, su crimen al menos no sería una cosa tan monstruosa; no se vería en él tal caos, tanta insensatez. Un arma de modelo especial encargada al efecto y el asesinato de seis personas perpetrado en estado de completo delirio... ¿Tendría Rogochin algún arma encargada también con arreglo a un modelo especial? Pero, ¿tal vez era inevitable y se sabía de cierto que Rogochin fuera a cometer un asesinato? «¿No es un crimen y una villanía por mi parte pensar con esta cínica franqueza en semejante posibilidad?», díjose Michkin con un sobresalto. Y el rubor de la vergüenza sonrojó su semblante. Permaneció estupefacto, inmóvil, como clavado en el suelo. Todo le acudió a la vez a la memoria: los dos incidentes sobrevenidos antes, el uno en la estación de Pavlovsk, el otro en aquella a que había llegado por la mañana; la pregunta que le había dirigido Rogochin sobre los «ojos»; la cruz de Rogochin que llevaba al cuello; la bendición que Rogochin pidió a su madre para él, y, en fin, aquel vehemente abrazo en la escalera, aquella suprema abnegación... Y, tras todo esto, Michkin se había sorprendido buscando no sabía qué en torno suyo, le habían preocupado una tienda, y un objeto de un escaparate... ¡Qué mezquino todo ello! Y al cabo andaba ahora con un «fin particular», con una «idea súbita». Sintiéndose colmado de desesperación y angustia, quiso regresar inmediatamente sobre sus pasos; pero un minuto después se paró, reflexionó y rehizo su camino en la dirección de antes.
Estaba ya en la Petersburgskaya y se encontraba cerca de la casa que quería buscar. Pero ahora no se aproximaba a ella con el mismo objeto que hacía poco, esto es, con un «fin particular». ¿Cómo había podido suceder así? Sí: era indiscutible que su dolencia volvía; acaso sufriese un ataque antes de que el día concluyera. Era la inminencia del ataque lo que producía aquella «idea», aquel eclipse intelectual. Ahora las tinieblas se disipaban, el demonio era expulsado, las dudas no existían, el júbilo desbordaba en su corazón. No la había visto hacía mucho: necesitaba verla. Hubiera deseado encontrar a Rogochin, tomarle del brazo y visitarla juntos. ¿Acaso Michkin era rival de Rogochin? No: su corazón se mantenía puro. Mañana iría a decir a Rogochin que la había visto; era cierto que había volado a San Petersburgo sólo para verla como decía Rogochin. Quizá la encontrase; no era seguro del todo que estuviese en Pavlovsk...
Urgía concretar con claridad las situaciones respectivas de Rogochin y suya, dejar de tener misterios el uno para el otro, prescindir de abnegaciones sombrías y apasionadas, como la de Rogochin poco antes; hacerlo todo a la luz del día, claramente... ¿No podía el alma de Rogochin soportar la luz? Rogochin afirmaba que no quería a Nastasia Filipovna como Michkin, que no sentía por ella ninguna piedad, «ninguna compasión semejante». Cierto que a continuación había añadido: «Acaso tu compasión sea más fuerte aún que mi amor.» Parfen Semenovich se calumniaba, sin duda. ¡Hum! Rogochin se había entregado a la lectura: ¿tal vez no era eso «compasión» también, o, al menos, un principio de «compasión»? La mera presencia de aquel libro, ¿no demostraba que Parfen Semenovich sabía muy bien lo que él era con respecto a ella? ¿Y su relato de antes? Allí existía ciertamente algo más que un arrebato pasional. Y, en fin, ¿acaso el rostro de Nastasia Filipovna no estimulaba otros sentimientos a más del de la pasión? ¿Podía siquiera inspirar pasión ahora? Aquella fisonomía provocaba una impresión de sufrimiento, prendía el alma en su encanto, hacía que... Y un recuerdo doloroso, punzante, traspasó de súbito el corazón del príncipe.
Sí: punzante. Recordó cómo había sufrido cuando, últimamente, creyó ver en ella síntomas de locura. Entonces se sintió casi desesperado. ¿Cómo le había permitido marchar el día que ella le abandonó para refugiarse al lado de Rogochin? Debiera haber corrido en persona tras ella, en vez de esperar que se le diesen noticias de la fugitiva. Pero, ¿era posible que Rogochin no hubiese notado que la joven estaba loca? Rogochin explicaba todo por otras causas, por una supuesta pasión... Y luego, aquellos celos insensatos... ¿Qué significaba el proyecto del que había hablado antes? ¿Qué había querido decir? Michkin enrojeció súbitamente y un temblor agitó su corazón.
Después de todo, ¿de qué servía pensar en todo aquello? La demencia existía por ambas partes. Un amor apasionado del príncipe hacia aquella mujer resultaba casi inconcebible, sería algo lindero con lo inhumano, con lo bárbaro. Sí, sí... Rogochin se calumniaba: tenía en realidad un gran corazón, capaz de sufrir y de compadecer. Cuando supiese toda la verdad, cuando comprendiera lo digna de lástima que era aquella mujer destrozada, demente, ¿no le perdonaría todo el pasado, todo lo que ella le había hecho sufrir? ¿No se convertiría en su servidor y hermano, en su amigo y su providencia? Y esa compasión sería para Rogochin la escuela que le permitiera formarse. La compasión es la principal y acaso la única ley de la existencia humana. ¡Qué imperdonable culpa había cometido con Rogochin, qué vilmente injusto había sido con él! Michkin se repetía que no era el alma rusa la que estaba «llena de tinieblas», sino que era la suya la tenebrosa, puesto que pudo imaginar tal abominación. Por unas simples palabras afectuosas y cordiales dichas en Moscú, Rogochin le llamaba su hermano y, en cambio, él... Pero todo era efecto de la enfermedad, de un delirio, y todo iba a disiparse. ¡Con qué sombrío abatimiento dijo Rogochin que estaba perdiendo la fe! Aquel hombre debía de sufrir cruelmente. Confesaba que le placía contemplar el cuadro de Holbein, y aunque no lo miraba de buen grado, sentía, de todos modos, la precisión de mirarlo. Rogochin no era solamente un alma apasionada, sino un luchador que quería recuperar a viva fuerza la fe perdida, aquella fe cuya falta le producía un tormento insufrible. ¡Oh, creer en algo, creer en alguien! ¡Y qué extraordinario aquel cuadro de Holbein! ¡Ah, la calle! Y el número 16: «casa de la viuda del secretario del colegio Filisov». Allí debía de ser.
El príncipe llamó y preguntó por Nastasia Filipovna.
La dueña de la casa contestóle personalmente que Nastasia Filipovna había salido por la mañana para dirigirse a Pavlovsk, donde pensaba pasar algunos días con Daría Alexievna. La señora Filisova era una mujercita menuda, de unos cuarenta años, de ojos penetrantes y rostro agudo, de tímida y escudriñadora expresión. Preguntó el nombre del visitante, con cierta intencionado aire de misterio. Al principio Michkin no quiso darlo, pero luego rectificó, insistiendo vivamente en que se mencionase su visita a Nastasia Filipovna. Aquella insistencia atrajo la atención de la señora Filisova, quien exteriorizó en su semblante una idea que parecía querer manifestar: «No se preocupe; le comprendo bien.» Era evidente que el nombre del príncipe le había causado una viva impresión. El visitante la contempló, distraído, por un momento, y luego regresó al hotel. Pero cuando salió de casa de la Filisova no era el mismo que había llamado a la puerta. Se había operado en él un cambio extraordinario e instantáneo. Otra vez andaba lento, pálido, débil, agitado, pleno de congoja. Sus rodillas temblaban y una vaga sonrisa contraía sus labios lívidos. Su «idea súbita» se había confirmado y justificado de repente. Michkin volvía a creer en su demonio.
Aunque, ¿por qué, después de todo, estaba confirmada y justificada? ¿De qué provenían aquel temblor, aquel sudor frío y aquella glacial oscuridad de su alma? ¿De que poco antes había vuelto a ver aquellos «ojos»? ¡Pero si había salido del Jardín de Verano exclusivamente para verlos! Ésa había sido su «idea súbita». Sí: estaba absolutamente seguro de que allí, cerca de esta casa, encontraría los «ojos de antes». Ése era el deseo febril que le había llevado a realizar aquella marcha, y, puesto que esperaba ver los ojos, ¿por qué su presencia le había trastornado hasta ese punto? Sí: ahora no cabía dudar de que eran los mismos que por la mañana, entre la multitud, le habían dirigido una mirada llameante en el momento en que se apeaba del tren en Moscú, los mismos, sin duda los mismos que, horas más tarde, en casa de Rogochin, sorprendiera fijos en él a espaldas suyas. Cierto que Rogochin había negado, preguntando a la vez que crispaba el rostro en una forzada sonrisa: «¿A quién pertenecían esos ojos?» Y hacía poco, en la estación de Tzarskoie Selo, cuando Michkin estaba a punto de subir al tren y dirigirse en busca de Aglaya, había vuelto a ver de repente aquellos ojos, por tercera vez en el curso del día, y entonces había sentido vivos deseos de acercarse a Rogochin y decirle a quién pertenecían los ojos en realidad. Pero había huido, confuso y turbado, de la estación, sin lograr recobrar el ánimo hasta delante del escaparate de una cuchillería, donde había valorado mentalmente en sesenta kopecsel coste de un cuchillo con mango de cuerno de ciervo. Un demonio extraño, espantable, se había asido a él definitivamente y no abandonaba su ánimo. Mientras el príncipe meditaba, sentado a la sombra de un tilo en el Jardín de Verano, aquel demonio, le había insinuado, muy quedo: «Puesto que Rogochin se obstina en seguirte desde la mañana, espiando cada uno de tus pasos, es seguro que, al ver que no tomas el tren de Pavlovsk (lo que habrá sido un golpe terrible para él) no dejará de dirigirse allí, a esa casa de la Petersburgskaya, y vigilará si llegas tú, tú que esta mañana misma le has dado palabra de honor de no ver más a Nastasia Filipovna, y le has dicho que no habías venido a San Petersburgo por eso.» Luego Michkin se había dirigido a casa de la Filisova. ¿Qué de extraño, pues, que hubiese encontrado allí a Rogochin? No había visto sino a un hombre desgraciado, muy sombrío, sí, pero cuyo estado de ánimo era fácil de comprender. Además, aquel desgraciado no se ocultaba ya. Cierto que antes había mentido, pero en la estación de Tzarskoie Selo apenas se había preocupado de ocultar su presencia. Si alguno de los dos trató de esquivarse, fue más bien Michkin que Rogochin. Y ahora, junto a la casa, el último permanecía cerca de ésta, en pie en la acera de enfrente, con los brazos cruzados. Era imposible no verle y parecía haberse colocado adrede así. Estaba allí como un acusador, como un juez, y no como...
¿Y no como qué? ¿Por qué causa, cuando Michkin le miró, se apartó como si no le viese, aunque los ojos de los dos se habían encontrado? Porque se habían encontrado, e incluso cambiado una mirada. ¿No se proponía Michkin muy poco antes coger el brazo a Rogochin y subir a visitar, juntos, a Nastasia Filipovna? ¿No se proponía ir al día siguiente a decir a su amigo que había estado en casa de ella? ¿Quizá a mitad de camino de su objetivo no había logrado triunfar de su demonio y sentido una repentina alegría que inundaba de gozo su alma? ¿O había realmente en el conjunto de los actos verificados aquel día por Rogochin, en el total de sus palabras, miradas y movimientos, algo que justificase los horribles presentimientos de Michkin y las odiosas insinuaciones de su demonio? ¿Existía en todo ello ese no se sabe qué que salta a la vista, pero que es difícil de analizar y expresar: esa sensación de la que no cabe hacerse idea exacta y que, sin embargo, impresiona hasta el punto de determinar la convicción?