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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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Kolia acercó una silla a su padre, quien se dejó caer en ella como abrumado de cansancio. Ptitzin, anonadado, balbució:

—Valdría más que... que se acostase.

—¡El viejo aún se permite amenazar! —dijo Gania a su hermana, en un cuchicheo.

—¡Acostarme! —rugió Ivolguin—. Me insulta usted, señor; no estoy beodo. Ya veo —continuó, levantándose– que aquí todos se ponen en contra mía. Todos y todo. Me voy... Pero antes, señor, sepa...

No le dejaron acabar y le hicieron sentarse, suplicándole que se calmara. Gania, furioso, se apartó a un rincón. Nina Alejandrovna sollozaba convulsivamente.

—Pero ¿qué le he hecho yo? ¿De qué se queja? —inquirió Hipólito, riendo.

—¿Todavía lo pregunta? —exclamó vivamente Nina Alejandrovna—. Debería darle vergüenza. Es inhumano atormentar así a un viejo... y más aún en la situación en que usted se halla.

—Ante todo, ¿a qué situación se refiere usted, señora? Siento hacia usted un profundo respeto particular, pero...

—¡Es un tornillo! —clamó el general—. Un tornillo que me penetra en el alma y en el corazón. ¡Se empeña en convertirme al ateísmo! Entérate, boquirrubio, de que antes que tú nacieses ya estaba yo colmado de honores. No eres más que un gusano roído por la envidia, aplastado, muerto de tos, chorreando por todas partes perversión e impiedad. ¿Por qué te ha traído Gania aquí? Todos están contra mí: los extraños, mis hijos...

—Déjese de ponerse trágico —intervino Gania—. Más valdría que no nos hubiese deshonrado ante toda la ciudad.

—¿Que te deshonro, boquirrubio? ¿A ti? Lo único que podré hacer en todo caso es honrarte.

Y el general se levantó de un brinco. Era imposible contenerle. Gania estaba también fuera de sí.

—¡Aún habla de honra! —exclamó el joven con amargura.

—¿Qué dices? —exclamó el general, palideciendo y dando un paso hacia su hijo.

—Me bastaría abrir la boca para... —comenzó Gania con tono que no cedía en violencia al de su padre. Pero se interrumpió. Los dos, frente a frente, ardían de cólera.

—¿Qué haces, Gania? —gritó Nina Alejandrovna, los ojos en lágrimas, lanzándose hacia delante para contener a su hijo.

—Tan absurdo es el uno como el otro —declaró Varia, indignada—. Déjalos, mamá —añadió pasando el brazo por el talle de Nina Alejandrovna.

—¡Me callo por respeto a mi madre! —exclamó Gania con dramático acento.

—¡Habla! —tronó el general, frenético —¡Habla, so pena de la maldición paterna! ¡Habla!

—Me tiene sin cuidado su maldición. ¿Quién tiene la culpa de que esté usted como un loco desde hace ocho días? Ocho: sé bien la fecha en que eso ha empezado. Ándese con cuidado y no me excite, porque lo diré todo. ¿Qué fue a hacer ayer en casa de Epanchin? ¡Usted, un viejo, un hombre de cabellos blancos, un padre de familia! ¡Parece mentira!

—¡Cállate, Gania! —gritó Kolia—. ¡Cállate, imbécil!

—¿De qué me acusa? ¿Es que le he faltado? —preguntó Hipólito con tono de zumba—. ¿Por qué me califica de tornillo? Es él quien me busca, él quien ha ido a hablarme hace un rato para relatarme ciertas cosas a propósito de un tal capitán Eropiegov. Yo no me intereso por las personas de su clase, general. Hasta la fecha, he procurado rehuir su trato. ¿Qué me importa el capitán Eropiegov? ¡Compréndalo! No he venido aquí para hablar del capitán Eropiegov. Y me he limitado a expresar mi opinión, a saber: que acaso ese capitán no haya existido nunca. Y entonces el general se ha puesto como un loco.

—Cierto: no ha existido nunca tal Eropiegov —concordó enérgicamente Gania.

El general, desconcertado por un momento, paseó en torno suyo una mirada perpleja. En su estupor no supo ni siquiera rechazar el mentís formal de su hijo.

—¿Lo oye? —exclamó Hipólito, triunfante—. Su propio hijo dice que no ha existido jamás el capitán Eropiegov.

Ivolguin intentó recuperar la palabra y dijo, trabajosamente:

—No he hablado del capitán Eropiegov, sino de Kapitón Eropiegov, un oficial retirado. Kapitón Eropiegov.

—¡No ha existido tal Kapitón! —repuso Gania, exasperado.

—¿Por qué no? —contestó el general, sonrojándose.

—Basta, basta —repetían Varia y su marido.

—¡Cállate, Gania! —insistió Kolia.

Al verse apoyado por otros, el general recobró parte de sus ánimos y dijo amenazadoramente a su hijo mayor:

—¿Cómo que no ha existido? ¿Por qué no?

—Porque no ha existido y nada más. Concluya esta comedia.

—¡Que lo diga mi hijo, mi propio hijo, a quien yo...! ¡Dios mío! ¡Decir que no ha existido Erochka Eropiegov!

—¿No era Kapitochka? mofóse Hipólito—. ¿Cómo es Erochka ahora?

—Kapitochka, señor, Kapitochka... Kapitón Alexievich, oficial retirado... que se casó con María... María Petrovna... Su... ¡Mi amigo y camarada! María Petrovna Sutugov... Ingresamos juntos en el ejército... Un compañero ante quien puse el pecho para salvarle. Y me hice herir... me hice matar. ¡Que no ha existido Kapitochka Eropiegov! ¡Que no ha existido!

La ira del general parecía poco proporcionada a la insignificancia que la había motivado. En otra ocasión, el indicarle que Kapitón Eropiegov no había existido nunca no hubiese despertado en él tan inmensa cólera. Habría, sí, dado una escena, gritando y alborotando, y concluido por irse a acostar. Pero ahora, por una de esas rarezas propias del corazón humano, una mera duda concerniente a la existencia de Eropiegov había hecho desbordar el vaso. El viejo se puso rojo como la púrpura y, alzando los brazos, gritó:

—¡Basta! ¡Os maldigo! ¡Me voy de esta casa! Trae mi maleta, Nicolás. Me voy...

Y salió de la sala, furioso. Nina Alejandrovna, Kolia y Ptitzin se precipitaron tras él.

—¡La has hecho buena! —dijo Varia a su hermano—. Ahora se irá de verdad y nos pondrá en ridículo.

—¡Más le valía no robar! —replicó el joven, con voz sofocada por la ira. Pero en aquel momento miró a Hipólito y se estremeció—. En cuanto a usted, señor —le dijo—, podía haber recordado que no estaba en su casa, en vez de abusar de la hospitalidad que le conceden, para irritar a un anciano que está loco sin duda alguna.

El rostro de Hipólito se contrajo. Pero supo dominar en el acto su emoción.

—No soy de su opinión respecto a la pretendida locura de su padre —respondió con calma—. Por el contrario, entiendo que, lejos de haber experimentado disminución, su inteligencia es más despejada desde hace algún tiempo. ¿No le parece? Se ha vuelto muy circunspecto, muy desconfiado, lo medita todo, lo pondera todo... Al hablarme de ese Kapitochka perseguía un fin, porque quería llevarme a tratar de...

—¿Y qué me importa lo que quisiera llevarle a tratar? —interrumpió Gania, airado—. No bromee conmigo, ¿me oye? Si conoce usted la causa real de que el viejo se encuentre en ese estado (y debe saberlo, puesto que lleva cinco días aquí ejerciendo de espía), no habría debido irritar a... un desgraciado, y disgustar de ese modo a mi madre exagerando las cosas, porque todo eso en resumen no significa nada; es una simple historia de borrachos y nada más. Ni siquiera está demostrada y no le doy más valor que el que tiene. Pero necesitaba usted espiar y ofender porque es usted un... un...

—¡Un tornillo! —acabó Hipólito, sonriendo.

—¡Un ser abyecto! Usted, señor, ha pasado media hora desempeñando una farsa y haciendo creer a la gente que iba a suicidarse con una pistola descargada. Es usted un embustero, un saco de bilis ambulante, un tipo que no sabe ni suicidarse sin mentir. Yo le he dado hospitalidad, ha engordado usted, se le ha quitado la tos, y, en recompensa...

—Permítame sólo dos palabras. En primer lugar estoy en casa de Bárbara Ardalionovna y no en la suya. Usted, pues, no me ha concedido su hospitalidad y, si no me equivoco, es, como yo, huésped del señor Ptitzin. Hace cuatro días he pedido a mi madre que buscase un alojamiento en Pavlovsk y se trasladase aquí, porque, en efecto, me siento mejor, aunque no haya engordado y siga tosiendo. Ayer noche mi madre me informó que la casa estaba dispuesta y por mi parte me apresuro a comunicarles que hoy mismo, después de dar las gracias a su mamá y hermana, me iré a mi casa, a lo que ya estaba decidido desde ayer. Pero perdóneme: le he interrumpido y creo que aún tenía usted muchas cosas que decirme.

—Sí, es así —principió Gania, agitado.

—Sí es así, me permitirá usted que me siente, ¿verdad? Al fin y al cabo soy un enfermo —dijo Hipólito, tranquilamente, ocupando la silla que había dejado libre el general—. Ahora ya estoy en disposición de escucharle, tanto más cuanto que ésta es nuestra última conversación y casi de seguro nuestra última entrevista.

Gania se sintió avergonzado.

—Puede estar seguro —dijo– de que no me rebajaré exigiéndole explicaciones, y si usted...

—Hace mal en ponerse así —atajó Hipólito—. Por mi parte, yo, el mismo día de mi llegada a esta casa, decidí decirle todas las verdades con absoluta franqueza. Y me propongo darme esa satisfacción, una vez que usted haya hablado, por supuesto.

—Y yo le ruego que salga de esta habitación.

—Vale más que hable usted. Si no, lamentará luego no haber dicho lo que sentía.

—Basta, Hipólito —dijo Varia—. Basta, se lo suplico. Todo esto es vergonzoso. El enfermo se levantó.

—Por respeto a una dama —dijo, sonriendo– consentiré, Bárbara Ardalionovna, en ser conciso; pero no puedo acceder a más, pues urge cierta explicación entre su hermano y yo. No habrá fuerza en el mundo capaz de hacerme marchar antes de exponer ciertas cosas tal como son.

—¡O sea —vociferó Gania– que no es usted otra cosa que un chismoso y se empeña, a toda costa, en contar chismes antes de marcharse!

—¿Ve? —observó Hipólito con frialdad—. Ya está usted fuera de sí. Le repito que si no dice todo lo que guarda en el corazón se arrepentirá después de su silencio. Vuelvo a cederle la palabra; espero.

Gania calló y a su semblante asomó una expresión de menosprecio.

—Veo que no quiere hablar y que está resuelto a sostener su papel hasta el fin. Como guste. Por mi parte seré lo más breve que pueda. Hoy me ha echado en cara dos o tres veces su hospitalidad, y eso no es justo. Al invitarme a venir a su casa, quería usted que yo contribuyese a su juego, juzgando que yo debía vengarme del príncipe. Además, usted ha oído decir que Aglaya Ivanovna ha testimoniado cierto interés por mí y ha leído mi «explicación». Pensando, pues, que yo iba a hacer causa común con usted, esperaba encontrar un aliado en mí. No necesito entrar en explicaciones más detalladas. Además, no exijo que confirme ni reconozca la verdad de mis palabras. Me basta dejarle frente a frente con su conciencia y saber que ahora hemos llegado a comprendernos mutuamente muy bien.

—¡Dios mío, qué conclusiones saca usted de las cosas más triviales! —exclamó Varia.

—Ya te he dicho que es un chismoso y un chicuelo —observó Gania.

—Permítame continuar, Bárbara Adalionovna. Naturalmente, yo no puedo querer ni respetar al príncipe, pero reconozco que es un hombre esencialmente bueno... aunque un poco ridículo. En todo caso, no tengo razones concretas para odiarle. Cuando su hermano me instigaba contra él, yo guardaba silencio, esperando ser el último en reír al desenlazarse todo. Estaba seguro de que Gabriel Ardalionovich, al hablar conmigo, no sabría refrenar su lengua y me haría las más imprudentes confesiones. Y así ha sucedido... Callaré ciertas cosas... sólo por respeto a usted, Bárbara Ardalionovna. Una vez explicado cómo no fue fácil hacerme caer en una trampa, le diré por qué he engañado a su hermano. No vacilo en confesar que lo he hecho por odio. Al morir (porque voy a morir, a pesar de haber engordado, según ustedes), al morir me parece que ascenderé más tranquilo al Paraíso si logro antes poner en ridículo al menos a uno de los representantes de esa numerosísima clase de hombres que me ha hecho imposible siempre la existencia, a los que he aborrecido durante toda mi vida, y de los que su muy estimado hermano encarna maravillosamente el tipo. Le odio, Gabriel Ardalionovich, aun cuando le parezca asombroso, únicamente porque es usted el modelo, encarnación, personificación y cúspide de la vulgaridad más insolente, más pagada de sí misma, más trivial y más repugnante. Simboliza usted la vulgaridad pomposa, la vulgaridad que no duda de nada y se siente dueña de sí en su olímpica serenidad. ¡Representa usted la quintaesencia de la vulgaridad! Está usted predestinado a que nunca, ni en su cerebro ni en su corazón, nazca una sola idea o un solo sentimiento personal. Y por ello es usted envidioso. Aun teniendo la firme convicción de que es usted un genio, la duda acude a su ánimo en ciertos momentos sombríos y entonces siente usted una cólera y una envidia inconmensurables. En su horizonte hay todavía puntos oscuros, pero desaparecerán cuando se convierta usted en un necio completo, lo que no tardará en ocurrir. En todo caso, se presenta ante usted un camino largo y variado, aun cuando no puedo decir que alegre, lo cual me complace mucho. En primer lugar, no conseguirá a cierta persona...

—¡Esto es insoportable! —protestó Varia—. ¿Cuándo va usted a callar, lengua de víbora?

Gania, pálido y tembloroso, no profirió una palabra. Hipólito calló, miróle largo rato con jubiloso aspecto y luego, volviendo la mirada a Varia, saludó, sonrió y se fue sin añadir más.

Gania, al parecer, tenía justos motivos en aquel momento para quejarse de la suerte. Durante varios minutos paseó por el salón a largas zancadas. Varia no osaba hablar ni mirarle. Al fin el joven se asomó a una ventana, volviendo la espalda a Bárbara Ardalionovna. Arriba volvió a sentirse tumulto. Varia se levantó.

—¿Te vas? —preguntó Gania, volviéndose bruscamente hacia ella—. Mira esto primero.

Y arrojó ante ella, en una silla, un papelito plegado como una carta.

—¡Dios mío!– exclamó Varia, golpeándose las manos.

La nota sólo contenía siete líneas:


« Gabriel Ardalionovich: Segura de los buenos sentimientos que tiene hacia mí, me decido a pedirle consejo en un asunto muy importante. Quisiera verle mañana por la mañana, a las siete en punto, en el banco verde. No está lejos de nuestra casa. Bárbara Ardalionovna, que es necesario que le acompañe, conoce bien el sitio. —A. I. E


—¡Cualquiera la entiende! —comentó Varia alzando los brazos.

Por poco jactancioso que se sintiera Gania en aquel momento, no pudo reprimir una sonrisa de triunfo ante aquella circunstancia que parecía desmentir las sombrías predicciones de Hipólito. La misma Bárbara Ardaliovna correspondió con un aspecto radiante a la expresión de orgullo de su hermano.

—¡Y el día de la presentación oficial del novio! ¿Quién entiende esto?

—¿De qué querrá hablarme mañana? —preguntó Gania.

—Eso no importa. Lo esencial es que, por primera vez desde hace seis meses, Aglaya manifiesta deseos de hablarte. Escucha, Gania: pase lo que pase, pónganse las cosas como se pongan, lo esencial es eso. ¡Muy esencial! No vuelvas a cometer fanfarronadas ni disparates, no repitas las necedades anteriores; pero, aparte eso, no temas, no vaciles... ¡Mucho cuidado! ¿Podía ella dejar de adivinar por qué he estado visitándola estos seis meses? Y, sin embargo, hoy no me ha dicho una sola palabra. Estaba como si tal cosa... Me han recibido a escondidas de la vieja, que, si llega a verme, es capaz de ponerme en la puerta. Pero me he expuesto a ese riesgo porque, costase lo que costara, quería saber...

Oyéronse nuevos gritos en el piso superior, seguidos de las pisadas de varias personas que descendían la escalera. El espanto se adueñó de Varia.

—¡No podemos dejarle irse ahora por nada del mundo! —gritó—. Hemos de impedir hasta una sombra de escándalo. ¡Vete a pedirle perdón!

Pero el general estaba ya en la calle, seguido de Kolia, que llevaba su maleta. Nina Alejandrovna, en pie en lo alto de la escalera, lloraba y quería precipitarse hacia su marido. Ptitzin la retenía.

—No serviría sino para excitarlo más —aseguraba el esposo de Varia—. No tiene ningún sitio adonde ir y de aquí a media hora le traeremos a casa... Yo he hablado a Kolia y... Déjele llevar adelante su locura.

—¿Qué tonterías hace usted? ¿Adónde va? —gritó Gania por la ventana—. Bien sabe que no tiene adónde...

—Vuélvase, papá —suplicó Varia—. ¿No ve que los vecinos...?

El general se detuvo, dio media vuelta y extendió los brazos.

—¡Mi maldición sobre esa casa!

—¡Siempre teatral! —rezongó Gania, cerrando la ventana con violencia.

Los vecinos, en efecto, vigilaban la escena. Varia salió precipitadamente de la habitación. Ya solo, Gania se llevó la carta a los labios, produjo un chasquido con la lengua y dio una cabriola.

III



En otras circunstancias, los borrascosos episodios que acabamos de señalar no hubiesen tenido consecuencias. Ardalion Alejandrovich había atravesado ya crisis semejantes, aunque raras veces, porque era hombre bastante tranquilo y de inclinaciones más bien buenas que malas. Quizás unas cien veces hubiera tratado de reaccionar contra los hábitos disolutos contraídos en aquellos últimos años. Entonces recordaba súbitamente que era «padre de familia» y reconciliándose con su mujer vertía sinceras lágrimas. Respetaba hasta la adoración a Nina Alejandrovna, que le perdonaba silenciosamente tantas cosas y que continuaba amándole por el estado de degradación en que él había caído. Pero aquella noble lucha contra el vicio no duraba nunca mucho tiempo. El general era, a su modo, un hombre «impulsivo», y así la vida tranquila y arrepentida entre los suyos no tardaba en hacérsele insoportable y se sublevaba con ella. Sufría accesos de ira que probablemente se reprochaba en el mismo momento, pero que no lograba dominar; discutía con los que le rodeaban, pronunciaba frases grandilocuentes, exigía respeto infinito a su persona y, al fin, desaparecía de la casa, adonde no regresaba, en ocasiones, sino después de transcurrido bastante tiempo. Hacía dos años que había renunciado a toda intromisión en los asuntos familiares, que sólo conocía de oídas.

Pero esta vez su crisis no se asemejó a las precedentes. Todos parecían saber alguna cosa grave y ninguno se atrevía a hablar de ella. Sólo tres días antes había tornado Ardalion Alejandrovich al seno de la familia; pero, en lugar de reaparecer con la humildad de un pecador arrepentido, como tenía por invariable costumbre en casos semejantes, había demostrado desde su regreso una irritabilidad excepcional. Inquieto, animado en cierto modo, hablaba a cuantos encontraba delante, cayendo sobre ellos como sobre una presa. Pero sus charlas versaban sobre asuntos tan insólitos y heterogéneos que resultaba imposible averiguar las verdaderas causas de su inquietud. Tenía momentos de jovialidad, pero en general se hallaba pensativo, sin que fuese posible saber en qué meditaba. A veces comenzaba a relatar algo —sobre las Epanchinas, sobre Michkin, sobre Lebediev– y bruscamente enmudecía sin terminar su relato. Cuando se le preguntaba el fin de la anécdota, contestaba con una sonrisa absorta, sin entender siquiera las preguntas que se le dirigían. Había pasado la noche anterior suspirando y gimiendo, hasta el punto que su mujer, creyéndole enfermo, pasó la noche en pie, preparándole cataplasmas. El general se durmió al alborear, despertando, cuatro horas después, en un estado de excitación que concluyó con la disputa con Hipólito y la «maldición» que ya registramos. En aquellos tres días se le había notado un amor propio excesivo y una susceptibilidad extraordinaria. Kolia aseguraba a su madre que el general estaba deprimido por falta de bebida y acaso también porque no se veía con Lebediev y con el príncipe. Kolia pidió informes a éste y acabó pensando que sucedía alguna cosa que Michkin no le quería comunicar. Si, como Gania suponía con muchos visos de verosimilitud, había habido una conversación privada entre Hipólito y Nina Aleiandrovna, parecía raro que el enfermo no se hubiese dado el morboso placer de transmitir también sus noticias a Kolia. Acaso Hipólito no fuese el perverso chicuelo que Gania suponía, o quizá su maldad perteneciera a otro género. No era menos dudoso que hubiese puesto a Nina Aleiandrovna en autos de lo sucedido, por la mera y malsana complacencia de «lacerarle el corazón». No olvidemos que los motivos de los actos humanos son de ordinario infinitamente más complejos y varios que lo que se supone una vez producidos. A veces lo mejor para el narrador es limitarse a la simple exposición de los hechos. Así procederemos al explicar la catástrofe sobrevenida al general.

Después de ir a San Petersburgo con el propósito de buscar a Ferdychenko, Lebediev había regresado en compañía de Ardalion Alejandrovich y no comunicó a Michkin ninguna novedad especial. De haber sido el príncipe menos distraído y estar menos absorto por sus preocupaciones personales, habría notado con facilidad que Lebediev, al día siguiente y al subsiguiente, no le daba informe ulterior alguno y aun parecía eludir su presencia. Habiendo al fin aquel detalle llamado la atención de Michkin, éste recordó con extrañeza que en aquellos dos días, cuando había encontrado por casualidad a Lebediev, le parecía siempre muy animado, a más de estar casi constantemente en compañía del general. Ambos amigos no se separaban un momento. A veces Michkin oía cerca de él alegres y vivas conversaciones, discusiones acaloradas mezcladas con risas. Incluso en una ocasión, a una hora bastante avanzada de la noche, llegaron a sus oídos los acordes de una canción entre báquica y guerrera entonada por la ronca voz de bajo del general. De repente el cantante se detuvo en seco. Durante una hora más, percibióse una conversación muy entretenida, cuyos aislados fragmentos, al llegar a oídos de Michkin, daban a entender que los dos interlocutores se hallaban beodos. En un momento dado, Michkin supuso que ambos se abrazaban y uno se deshacía en llanto. A esto siguió el tumulto de una violenta disputa y, finalmente, el silencio se adueñó de la noche.

Kolia, en el intervalo, estaba muy preocupado. Michkin pasaba casi todo el día fuera de casa y a veces no volvía hasta muy tarde. Al volver, le informaban siempre de que Kolia había comparecido varias veces para buscarle. Pero cuando se encontraban, el muchacho no sabía decir sino que estaba «disgustado» por la conducta actual de su padre. Este y Lebediev, según decía el joven, «andaban siempre juntos, se emborrachaban en una taberna próxima, se abrazaban, escandalizaban en la calle, daban escenas ridículas y no sabían separarse jamás». Cuando Michkin le hacía notar que lo mismo había sucedido siempre, Kolia no sabía qué responder, ni cómo concretar el motivo de su presente inquietud.

Al día siguiente de aquel que el general entonara una canción báquica y disputara con Lebediev, Michkin, que se preparaba a salir (pues eran sobre las once de la mañana), vio aparecer ante él a Ardalion Alejandrovich, extremadamente agitado, casi tembloroso.

—Hace tiempo que buscaba la ocasión y el honor de verle, muy estimado León Nicolaievich —dijo, apretando la mano del príncipe hasta hacerle daño—. Hace tiempo, mucho...

Michkin le invitó a sentarse.

—No, no me siento... Va usted a salir... Otra vez. Al parecer, puedo felicitarle por... haber conseguido los anhelos de su corazón.

El príncipe se sintió turbadísimo. Ciego como todos los enamorados, imaginaba que nadie veía, comprendía ni conjeturaba su estado de ánimo.

—¿A qué anhelos se refiere? —inquirió.

—¡Tranquilícese, tranquilícese! No pretendo herir sentimientos tan delicados. Ya sé por experiencia que no gusta que un tercero meta la nariz en... O sea, como dice el proverbio, que se meta donde no le llaman. Todos los días siento la misma impresión... Pero he venido por otra cosa. Es un asunto importante, muy importante, príncipe.

Michkin insistió en que se sentara, y le dio ejemplo.

—Un minuto nada más. He venido a pedirle consejo. Sé que no tengo, desde luego, fin práctico alguno en mi vida; pero, como me respeto a mí mismo... y estimo ese espíritu práctico de que tanto carecemos en Rusia por desgracia, desearía situarme... así como a mi esposa e hijos, en una posición que... En resumen, príncipe, necesito consejo.

Michkin aprobó con efusión los propósitos del general, quien le interrumpió bruscamente.

—Todo eso son tonterías. No era eso lo que le quería decir, sino una cosa más importante. He resuelto, León Nicolaievich, franquearme con usted, ya que le considero hombre que, por su nobleza de sentimientos y sinceridad de proceder, puede... puede... ¿No le extrañan mis palabras, príncipe?

Michkin miraba a su interlocutor, si no con mucha extrañeza, al menos con inmensa atención y curiosidad. El general estaba algo pálido, sus labios temblaban levemente de cuando en cuando, y sus manos se movían sin cesar, inquietas. Aunque sólo llevaba sentado pocos minutos, se había levantado ya dos veces para volver a dejarse caer en la silla. Era palmario que ejecutaba todos aquellos movimientos sin darse cuenta. Encima de la mesa había varios libros. Tomó uno, lo abrió, hojeólo, lo dejó en su sitio para coger otro y no abrió éste siquiera, conservándolo, cerrado, en la mano derecha, que agitaba sin parar.

—Basta —exclamó de repente—. Ya veo que le molesto.

—¡En absoluto! ¡Parece mentira! Le atiendo con mucho gusto y quisiera saber...

—Yo, príncipe, deseo colocarme en una situación honorable... Quiero poder estimarme a mí mismo para que... mis derechos...

—Desde el momento en un hombre siente tales deseos es digno ya de la mayor consideración.

Era una frase tomada de un cuaderno de escritura, pero Michkin juzgó que en el estado de ánimo en que se encontraba el general un aforismo cualquiera, de una sonoridad huera, pero agradable, podría ejercer una acción sedante sobre su espíritu. Y el general, en efecto, se sintió muy complacido. Lisonjeado y lleno de emoción, cambió inmediatamente de acento y se extendió, de modo solemne, en prolijas explicaciones. Pero, a pesar de la atención que Michkin le prestó, le fue imposible entender nada en absoluto. Durante diez minutos Ivolguin se expresó con volubilidad extrema, como desbordado por la profusión de conceptos que quería exponer. Al final, incluso asomaron lágrimas a sus ojos. Desgraciadamente sus frases no tenían pies ni cabeza: eran raudales de palabras incoherentes e ininterrumpidas.

—Basta ya —acabó, levantándose—. Usted me ha comprendido. Estoy tranquilizado, pues. Un corazón como el de usted no puede dejar de comprender a un hombre afligido. ¡Es usted noble como un ideal, príncipe! ¿Qué vale el resto de los hombres, comparados con usted? ¡Es usted joven! ¡Acepte mi bendición! En resumen, he venido a pedirle hora para poder celebrar con usted una entrevista seria y grave, en la que hago reposar todas mis esperanzas. No busco más que amistad y simpatía, príncipe. Me lo exigen los impulsos de mi corazón.

—¿Por qué no hablar ahora? Estoy dispuesto a escucharle.

—No, príncipe, no —atajó el general vivamente—. Ahora no. Es inútil imaginarlo. Es demasiado importante, demasiado importante. Esa hora de conversación decidirá mi suerte... Será mi hora, y no quiero que en tan sagrado momento el primer recién llegado, un insolente cualquiera, pueda interrumpirnos... —E inclinándose al oído del príncipe continuó en voz baja, con acento extraño, misterioso, casi de temor—: Un insolente que no vale ni para descalzarle, príncipe, respetadísimo príncipe... No digo «descalzarme», porque me respeto demasiado para... Pero usted, sólo usted, puede comprender que al no hablar en este momento de descalzarme a mí, acaso revelo un orgullo y una dignidad extraordinarios. Salvo usted, nadie puede comprender esto. Y él menos que nadie. Él no comprende nada, príncipe. Es absolutamente incapaz de comprender. ¡Absolutamente! Para comprender hay que tener corazón.

Michkin, casi aterrado sin saber el motivo, indicó al general que podían hablar a solas a la misma hora del día siguiente. Ivolguin se retiró muy confortado y consolado. Por la tarde, entre seis y siete, Michkin mandó recado a Lebediev diciendo que tendría mucho gusto en hablar dos palabras con él.

Lebediev compareció muy satisfecho, «estimando la cita como un honor», según dijo. No podía caber la menor duda, juzgando por su aspecto y obsequiosidad, que había estado eludiendo a Michkin tres días seguidos. Sentóse en el borde de una silla, sonriendo, haciendo muecas, guiñando los ojos, frotándose las manos. Su semblante era el de un hombre que se prepara ingenuamente a informarse de una gran noticia desde mucho atrás esperada y ya adivinada por todos. Michkin volvió a sentirse desazonado. Advertía que la gente esperaba oírle contar algo y felicitarle con efusión. Todos se le acercaban con sonrisas, medias palabras, guiños significativos. Keller había comparecido ya en tres ocasiones, impelido por el evidente deseo de felicitar al príncipe; pero siempre, tras iniciar un cumplido ditirámbico y vago, no acertaba a terminar y se iba sin haber dicho nada en concreto. Últimamente se dedicaba a beber con mayores bríos aún que de costumbre y era punto fuerte en las salas de billar. El propio Kolia, pese a su inquietud, había en dos ocasiones, hablando con el príncipe, insinuado algunas alusiones.

Michkin, sin preámbulos y con tono ligeramente irritado, preguntó a Lebediev qué opinión tenía sobre el estado presente del general y por qué Ardalion Alejandrovich se hallaba tan preocupado. Y en breves palabras relató la escena anterior.

—Cada uno tiene sus preocupaciones, príncipe, y más en nuestro siglo absurdo e inquieto —repuso Lebediev con cierta sequedad, exteriorizando visibles despecho y disgusto.

—¡Qué filósofo está usted hoy! —sonrió Michkin.

—¡Buena falta hace la filosofía en nuestra época, sobre todo en sus aplicaciones prácticas! Pero lo malo es que no se la tiene en cuenta. Por mi parte, muy respetado príncipe, he podido ser honrado con la confianza de usted en cierto caso que usted sabe, pero sólo hasta cierto punto y sólo cuando las circunstancias se referían directamente a ese caso único... Pero me hago cargo de todo y no me quejo.

—Parece usted enfadado conmigo, Lebediev.

—¡Ni lo más mínimo, respetado y espléndido príncipe! —exclamó Lebediev exaltadamente, llevándose la mano al corazón—. Muy al contrario, he comprendido bien que ni mi posición en el mundo, ni mis antecedentes, ni mi sabiduría, nada, en fin, me hacen acreedor a su confianza. Sé bien que si en algo puedo servirle es sólo como esclavo, como mercenario, y no de otra manera... No estoy incomodado, sino entristecido.


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