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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Miedo?

Michkin palideció y repuso en voz baja:

—Sí. ¡Está loca!

—¿Lo sabe usted positivamente? —inquirió Radomsky con extraordinaria curiosidad.

—Positivamente. Ahora estoy seguro. He adquirido en estos días la certeza absoluta...

—¿Y quiere usted labrar su propia desgracia? —exclamó Radomsky, aterrado—. ¿Se casa usted por temor? Es imposible comprenderlo. ¿No la ama?

—Sí, la amo con todo mi corazón. Es... una niña. Actualmente es una verdadera niña. ¡Qué sabe usted!

—¿Pues no dice, príncipe, que ama a Aglaya Ivanovna?

—¡Sí, sí!

—Reflexione un poco. Hágase cargo...

—Yo, sin Aglaya... ¡Necesito verla a toda costa! No tardaré en morir cualquier noche, mientras duermo. Creí incluso morir esta noche última... ¡Si Aglaya supiese, si lo supiese todo!... Quiero decir absolutamente todo. Porque en este asunto lo primero es saberlo todo sin excepción. ¿Por qué no podremos nunca saberlo todo sobre alguien cuando delinque, cuando es culpable? En fin, no sé lo que digo, he perdido el hilo de mis ideas... Me ha asestado usted un golpe terrible. ¿Es posible que Aglaya conserve aún el mismo rostro que cuando huyó? Sí, mía es la culpa. Probablemente toda la falta está en mí. No sé aún a punto fijo de lo que soy culpable, pero lo soy... Hay algo que no puedo explicarle, Eugenio Pavlovich... No encuentro las expresiones justas, pero... Aglaya Ivanovna me comprendería. Siempre he creído que me comprendería...

—No, príncipe, no le comprendería. Aglaya Ivanovna amaba como una mujer, como un ser humano y no como... un espíritu puro. ¿Sabe usted una cosa, pobre amigo mío? Pues es que, a mi juicio y según todas las apariencias, no ha amado usted nunca a ninguna de las dos.

—No sé, no sé... puede ser... Tiene usted razón en muchas cosas, Eugenio Pavlovich... Es usted extraordinariamente inteligente, Eugenio Pavlovich. Ya empieza a dolerme la cabeza otra vez... ¡Vamos a su casa! ¡Vamos, por amor de Dios! ¡Por amor de Dios!

—Ya le he dicho que no está en Pavlovsk, sino en Kolmino.

—Vámonos a Kolmino. ¡En seguida!

—¡Es imposible! —dijo rotundamente Eugenio Pavlovich, levantándose.

—Escuche: voy a escribir una carta. Y usted me la llevará.

—No, príncipe, no. Excúseme de semejantes comisiones. No puedo encargarme de eso.

Y se separaron. Aquella visita dejó extrañas impresiones en el ánimo de Radomsky. A su juicio, Michkin tenía el cerebro algo perturbado. «¿Qué quiere decir con ese rostro al que tanto teme y por el que está tan subyugado? Y el caso es que a la vez es posible que se muera de tristeza por haber perdido a Aglaya, sin que ésta llegue tal vez a saber nunca lo mucho que la ama. ¡Ja, ja! ¿Cómo es posible amar a dos mujeres? ¿Dos amores diferentes? Es curioso... ¡Pobre idiota! ¿Qué va a ser de él ahora?»

X



Michkin no murió antes de su boda, ni durante el sueño, como predijera a Radomsky. Cierto que dormía mal y con pesadillas; pero por el día, en su trato con la gente, parecía hallarse bien, e incluso contento, aunque, cuando quedaba solo, se tomaba muy pensativo. Se apresuraron los preparativos del casamiento, que debía efectuarse unos ocho días después de la visita de Radomsky. Al ver aquella prisa, los mejores amigos de Michkin (suponiendo que fuesen tales) debían haber comprendido la inutilidad de sus esfuerzos para «salvar» al pobre loco. Incluso circuló el rumor de que Epanchin y su mujer habían intervenido en algún modo en la visita de Eugenio Pavlovich a Michkin. Pero si los esposos Epanchin, en virtud de su mucha bondad, querían esforzarse en evitar la pérdida del desgraciado insensato, les fue forzoso atenerse a aquella única y débil tentativa, porque ni su posición, ni acaso, como era natural, sus sentimientos les permitían ir más lejos en aquel camino. Ya dijimos que el príncipe encontraba hostilidad hasta en quienes le trataban más de cerca. Vera Lebediev se contentaba con llorar cuando se hallaba a solas con él, pero permanecía más en sus propias habitaciones e iba mucho menos que antes a las del príncipe. Entre tanto, Kolia cumplía sus postreros deberes con su padre, quien falleció tras un segundo ataque sobrevenido a los ocho días del primero. Michkin participó sinceramente en el dolor de los Ivolguin. Asistió al entierro del general y en los días sucesivos hizo largas visitas a Nina Alejandrovna. No faltó quien notara que su aparición en la iglesia con motivo del funeral había provocado muchos cuchicheos entre los concurrentes. Lo mismo sucedía en el parque o en los paseos cuando comparecía en ellos, ora en coche o a pie. Siempre que se le veía se pronunciaba a media voz su nombre y el de Nastasia Filipovna. Se buscó a ésta entre los asistentes a la ceremonia fúnebre, pero no estaba. La señora Terentieva no acudió al entierro. Lebediev supo arreglarse para hacerla quedarse en su casa. El oficio fúnebre produjo en Michkin un efecto penoso. Lebediev lo advirtió y en la misma iglesia le preguntó los motivos de su emoción. El príncipe repuso en voz baja que aquélla era la primera vez que asistía a un entierro según el ceremonial ortodoxo. A lo sumo recordaba haber presenciado siendo muy niño una ceremonia análoga en una iglesia de aldea.

—Sí; parece mentira que ese hombre que yace en el ataúd sea el mismo que hace tan poco tiempo presidió nuestra reunión. ¿Se acuerda? —dijo Lebediev en voz baja—. Pero ¿qué busca usted?

—Nada; me había parecido...

—¿Miraba a Rogochin?

—¿Es que está aquí?

—Sí; en la misma iglesia.

—Me parecía, en efecto, haber visto sus ojos —murmuró el príncipe con agitación—, pero ¿cómo está aquí? ¿Le han invitado?

—No se ha pensado en ello siquiera. La familia del difunto no le conocía. Ha entrado como muchos otros, mezclado con la gente. ¿Por qué le extraña? Yo suelo encontrarle a menudo. La semana pasada le vi cuatro veces en Pavlovsk.

—Yo no le he hallado... ni una sola vez desde entonces... —balbució Michkin.

Y como Nastasia Filipovna no le había hablado tampoco de que hubiese visto a Rogochin, el príncipe concluyó que Parfen Semenovich, fuese por la causa que fuera, procuraba ocultarse. Todo el día estuvo Michkin muy pensativo. En cambio, Nastasia Filipovna exteriorizó viva alegría.

Kolia, que se había reconciliado con Michkin ya antes de la muerte del general Ivolguin, le propuso, dada la urgencia del caso, nombrar padrinos de boda a Keller y Burdovsky. Respondía de la buena conducta del primero, e incluso opinaba que podría «ser útil». La elección de Burdovsky, hombre tranquilo y modesto, no despertó ninguna objeción. Nina Alejandrovna y Lebediev hicieron notar a Michkin que, ya que estaba resuelto a casarse, al menos no debía hacerlo en Pavlovsk, entonces lleno de veraneantes. ¿No valía más que los futuros esposos recibiesen la bendición nupcial en cualquier capilla privada de San Petersburgo? Michkin comprendió la segunda intención que ocultaban tales palabras, pero repuso que aquella boda con tanta publicidad era deseo formal de Nastasia Filipovna. Al día siguiente, Keller, informado de su designación como padrino, visitó al príncipe. Se detuvo en el umbral de la habitación y alzando la mano derecha como para prestar juramento, declaró:

—¡No beberé una sola gota!

Luego se acercó a su amigo, estrechóle ambas manos calurosamente y le dijo que él había visto al principio con malos ojos aquel proyectado enlace, no recatándose de proclamarlo así en billares y tabernas. Pero si era hostil a tal matrimonio debíase sólo a que había soñado para su amigo algo mucho mejor, esperando verle desposarse con la princesa de Rohan, o al menos de Chabot. Mas ahora reconocía que el príncipe pensaba con una nobleza doce veces mayor que «todos nosotros juntos». Porque no anhelaba la pompa, la riqueza ni aun el honor, sino sólo la verdad. Las inclinaciones de los altos personajes eran bien conocidas y el príncipe estaba harto altamente situado por su educación para no ser, en general, un alto personaje.

—Pero toda la canalla, toda la chusma, es de otra opinión. En la población, en las casas, en las reuniones, en los hoteles, en los conciertos, en los despachos de bebidas, en las salas de billar, no se habla más que del inminente acontecimiento y todos se muestran escandalizados. Incluso he oído decir que se quiere organizar una cencerrada bajo sus ventanas la primera noche. Si necesita usted, príncipe, la pistola de un hombre honrado, estoy dispuesto a disparar media docena de tiros como un caballero antes de la mañana siguiente a su boda.

Temiendo, además, una formidable invasión de bocas sedientas al finalizar la ceremonia, Keller propuso, de adehala, que se colocase una manga de riego en el patio para hacer frente a la situación. Lebediev votó en contra de la propuesta, asegurando que el resultado de ello sería que los ofendidos destruyesen su casa.

—Lebediev conspira contra usted, príncipe —aseguró Keller, confidencial—. Se propone hacerle someter a tutela como un demente y privarle del uso de su libre voluntad y de su dinero, es decir, de las dos cosas que diferencian al hombre de un cuadrúpedo cualquiera. ¿Qué le parece? Es la pura verdad. Lo sé de buena tinta.

Ya había llegado antes a oídos del príncipe un rumor semejante que, naturalmente, se resistió a creer. Esta vez rió oyendo las palabras de Keller y las olvidó en seguida. Era cierto, sin embargo, que Lebediev llevaba cierto tiempo maquinando algún plan. Los proyectos de aquel hombre, hijos de una inspiración fecunda, presentaban siempre un superfluo lujo de complicaciones y por eso rara vez abocaban a un desenlace feliz. Cuando, más tarde, confesó sus tramas al príncipe (pues era costumbre invariable en él la de hacer confesión completa de sus intrigas en cada fracaso), le dijo que había nacido poseyendo las facultades de un Talleyrand y que no comprendía cómo se había quedado en un simple Lebediev. Michkin escuchó con vivo interés el relato de los manejos del funcionario. Éste había empezado por buscar para sus propósitos la protección de elevadas personalidades, y antes que a nadie visitó, al efecto, al general Epanchin. Este último no supo qué decirle. Por mucho que desease sinceramente el bien de «aquel joven», por mucha «buena voluntad que tuviera de salvarle», en este caso concreto, según afirmó, las conveniencias le impedían intervenir. Lisaveta Prokofievna no quiso ni recibir al visitante. Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch. se limitaron a hacerle ademán de que se fuera. Sin desanimarse por aquellas dificultades, Lebediev consultó a un jurisconsulto experto, anciano respetable, de quien era amigo, y que en cierto modo le protegía. La opinión de este señor fue que el propósito era muy posible de realizar, siempre que se hallasen testigos acreditatorios de la demencia del príncipe y se obtuviese, sobre todo, la ayuda de personalidades eminentes. Esta respuesta devolvió su confianza a Lebediev, y entonces un día llevó un médico para que reconociese a Michkin. El doctor era también un anciano respetable, que ostentaba la Orden de Santa Ana. El médico, a la sazón de veraneo en Pavlovsk, iba a tantear el terreno y sondear el estado mental del paciente antes de someterle a un examen facultativo propiamente dicho. Cuando llegó esta visita, Michkin se acordó de que el día antes Lebediev se obstinaba en considerarle enfermo, pero él había rehusado llamar médico alguno. No obstante, el funcionario compareció con uno al día siguiente, como por casualidad.

—Venimos de casa de Hipólito Terentiev, que está muy mal —declaró hipócritamente Lebediev—, y el doctor me ha acompañado para darle informes sobre el doliente.

Michkin aprobó la conducta de Lebediev y acogió al médico con extrema amabilidad. La conversación giró primero en torno a Hipólito. El visitante se interesó por saber los detalles del intento de suicidio del joven y el relato y explicaciones que Michkin le dio le atrajeron en alto grado. Luego hablaron del clima de San Petersburgo, de la enfermedad del príncipe, de Suiza, de Schneider. Cuanto dijo el presunto demente, en especial acerca del sistema terapéutico del doctor suizo, cautivó de tal modo la atención del veterano médico, que éste prolongó su visita durante dos horas. Michkin le hizo fumar excelentes cigarros y Lebediev aprontó un licor exquisito, que pidió a Vera. Viendo a la joven, el médico, hombre casado y con hijos, le dirigió algunos cumplidos que excitaron profunda indignación en la muchacha. Todos se despidieron como buenos amigos. Después de separarse del príncipe, el doctor dijo a Lebediev: «Si a personas así se las pone bajo tutela, ¿dónde iríamos a buscar los tutores que necesitan?» Lebediev alegó, desolado, el terrible matrimonio que su amigo se proponía realizar, y el médico, moviendo la cabeza maliciosamente, declaró que semejantes bodas distaban mucho de ser raras, aparte que la futura, según sus noticias, era seductora y de una extraordinaria belleza, lo que bastaba para explicar el interés de un hombre que, por ser rico, no necesitaba una novia en buena posición. Además, ella, merced a las liberalidades de Totzky y de Rogochin, poseía dinero, perlas, diamantes, ropas valiosas, muebles... Por consecuencia, no era un mal partido, y a juicio del médico, semejante elección, lejos de denotar estupidez en aquel amable príncipe, indicaba que poseía una inteligencia muy clara, práctica y calculadora. Tal opinión anonadó a Lebediev, quien suspendió su gestión definitivamente. Después se confesó al príncipe y le aseguró que desde aquel momento estaba dispuesto a verter por él hasta la última gota de su sangre.

En aquellos últimos días Michkin recibió frecuentes recados de Hipólito para que pasase a verle. Los Terentiev habitaban una casita no lejana a la residencia de Lebediev. En el campo, los hermanos menores de Hipólito no tenían que sufrir tanto como en la ciudad los malos humores del enfermo, porque disponían del recurso de huir al jardín, pero la pobre viuda del capitán era esclava y víctima de su hijo. Michkin veíase obligado a reconciliarlos todos los días, ocupación que le granjeaba el desprecio de Hipólito, quien seguía apodándole su «niñera». Hipólito quejábase mucho de Kolia, el cual ocupado primero con la enfermedad y muerte de su padre, y después de permanecer más tiempo junto a Nina Alejandrovna, veíase obligado a desatender a su amigo. Finalmente, el enfermo inició algunas bromas sobre el matrimonio de Michkin, y las llevó tan adelante que el príncipe, sintiéndose herido en lo más vivo, dejó de visitarle. Dos días después, la señora Terentiev acudió a su casa y con lágrimas en los ojos le pidió que fuese a ver a su hijo, porque éste, si no, era capaz de matarla. Añadió que el doliente quería revelar un gran secreto a Michkin. Michkin, pues, accedió a los deseos de la viuda. Hipólito declaró su deseo de reconciliarse con el príncipe, se deshizo en lágrimas y, naturalmente, se sintió después muy enojado, si bien no se atrevió a exteriorizar su ira. El joven se hallaba muy mal y, según las apariencias, le quedaban escasos días de vida. No reveló secreto alguno, limitándose a exhortar a Michkin a que «tuviese cuidado con Rogochin», quien era un hombre incapaz de ceder en nada, una persona que no se parecía al príncipe, un individuo que cuando se decidía a una cosa «la ejecutaba sin vacilar», etc. Michkin quiso ser más concretamente informado, multiplicó las preguntas y trató de obtener detalles precisos, pero Hipólito no pudo citar hecho alguno, ya que todo lo que pensaba se reducía a sensaciones e impresiones personales. En resumen, se dio la satisfacción de infundir en el príncipe un extremo espanto. Michkin sonrió al comienzo cuando Hipólito le dijo: «Debía usted irse al extranjero. En todas partes hay sacerdotes rusos que podrán casarlos»; pero el enfermo agregó después: «Me preocupa sobre todo Aglaya Ivanovna. Rogochin sabe cuánto la ama usted. Y ya que usted le ha quitado a Nastasia Filipovna, es seguro que matará a Aglaya Ivanovna. ¡Amor por amor! Aunque usted haya renunciado a ella. ¿Verdad que le dolería mucho una cosa así?» Michkin se retiró trastornado. El enfermo había conseguido su finalidad.

Tal conversación tuvo lugar la víspera de la boda. Aquella noche el príncipe y Nastasia Filipovna se vieron por última vez antes de la ceremonia nupcial. La joven, lejos do estar en condiciones de tranquilizar a su comprometido, no hacía, desde varios días atrás, sino agitarle más aún de lo que estaba. Hasta entonces solía preocuparse ante todo de entretenerle, de alegrarle; le contaba historias regocijantes y hasta cantaba para él. Michkin, generalmente, parecía escucharla con mucho placer y hasta reía de todo corazón viendo el calor y entusiasmo que ella ponía en sus palabras cuando estaba en vena, lo que sucedía a menudo. Nastasia Filipovna comprobaba su capacidad para distraer y alegrar a Michkin y se sentía orgullosa de su éxito. Pero ahora se mostraba de hora en hora más melancólica y pensativa. Michkin tenía ciertas ideas preconcebidas sobre aquella mujer, y, de no ser por eso, todo a la sazón le hubiese parecido en ella enigmático e incomprensible. Creía posible de buena fe que ella reviviera. No había mentido al decir a Radomsky que la amaba sinceramente. Aquel amor era como el que inspira un niño caprichoso y enfermo: se le quiere porque es imposible abandonarle a sí mismo. Pero a Michkin no le placía comentar con nadie los sentimientos que le inspiraba su futura esposa, ni aun cuando se veía forzado a hacerlo. Nastasia Filipovna y él no hablaban de amor jamás, como si hubieran prescindido de aquella palabra de mutuo acuerdo. Su conversación, aunque alegre y animada, no tenía nada de íntima. Cualquier extraño podía participar en ella. Daría Alexievna contó más tarde que en aquella época le era delicioso contemplarlos.

Merced a su modo de considerar el estado moral y mental de su prometida, Michkin se sentía hasta cierto punto libre de otras preocupaciones. Ella era ahora una mujer absolutamente distinta de la que él conociera tres meses antes. A la sazón, por ejemplo, le sorprendía verla anhelar la boda con tanta impaciencia cuando antes lloraba de ira y le colmaba de reproches, de maldiciones, cuando le proponían casarse. «Eso —pensaba el príncipe– prueba que ahora no cree, como antes, que hará mi desgracia casándose conmigo.» Un cambio tan brusco no le parecía natural. Tal confianza en sí misma no podía deberse únicamente a su odio por Aglaya. Suponerlo hubiera sido injuriar la profundidad de los sentimientos de su prometida. ¿Habría ésta adoptado su resolución por temor a la suerte que le esperaba casándose con Rogochin? Todas aquellas causas y otras aún podían haber influido en su actitud, pero la conclusión que aceptó Michkin como más probable era la que desde hacía tiempo presumía: que aquella pobre alma enferma estaba alcanzando ya el límite de lo que podía soportar. Semejante explicación no era, en verdad, como de molde para serenar a Michkin. A veces él hacía los mayores esfuerzos para no pensar en nada. Dijérase que consideraba su matrimonio como una formalidad sin importancia y la felicidad de su vida como una cosa de la que no tuviese tiempo en ocuparse. Eludía en lo posible conversaciones como la que mantuviera con Radomsky, sintiéndose incapaz de rebatir ciertas objeciones. Advertía, por otra parte, que Nastasia Filipovna se daba muy buena cuenta de lo que Aglaya Ivanovna representaba para él. La joven callaba siempre al respecto, pero cada vez que le sorprendía en el momento en que él se preparaba a ir a casa de Epanchin, sus ojos revelaban claramente sus sentimientos íntimos. El día en que se informó de la marcha de aquella familia, Nastasia Filipovna se manifestó radiante.

Por poco observador y clarividente que fuese el príncipe, no pudo dejar de pensar con disgusto que Nastasia Filipovna había buscado el modo de dar un escándalo a fin de que Aglaya se marchase de Pavlovsk. Ella, en efecto, se complacía en hacer hablar de su boda, con la deliberada idea de que se comentase en la localidad, vejando así a Aglaya Ivanovna. Era difícil encontrarse con las Epanchinas, pero un día que Nastasia Filipovna paseaba con Michkin se arregló de modo que el coche cruzara ante las ventanas de la casa del general. Michkin experimentó una terrible sorpresa, pero, como siempre le sucedía, sólo reparó en ello muy tarde, cuando ya el carruaje había rebasado la casa. No dijo nada, pero el lance le costó dos días de enfermedad. Nastasia Filipovna no repitió la experiencia. En los días inmediatamente anteriores al matrimonio, parecía muy preocupada. Acababa librándose siempre de su tristeza, pero incluso su alegría era menos expansiva que en el pasado. Michkin redoblaba sus atenciones con ella. Le asombraba que su futura no hablase nunca de Rogochin. Un día, cinco antes de la boda, Daría Alexievna acudió a pedirle que visitara a Nastasia Filipovna, pues ésta se encontraba bastante mal. Michkin la encontró en un estado que no difería en nada de la locura. Gritaba, estremecíase, repetía sin cesar que Rogochin estaba oculto en el jardín y que ella acababa de verle; que llegaría por la noche y la asesinaría... No se calmó en toda la jornada. Aquella noche, el príncipe pasó a ver a Hipólito por unos momentos y la madre del enfermo le contó que, habiendo estado en San Petersburgo por asuntos privados, Rogochin la había visitado en su casa y pedídole noticias de Pavlovsky. El príncipe le rogó que precisase la hora y resultó que Rogochin estaba en casa de la viuda del capitán en el mismo momento en que Nastasia Filipovna creía verle en su jardín. Todo había sido alucinación. Para cerciorarse mejor, Nastasia Filipovna visitó a la Terentiev y la narración de ésta la tranquilizó por completo.

La víspera de la boda, al despedirse Michkin de la joven, la dejó bastante animada. La modista le había enviado desde San Petersburgo el atavío nupcial, el traje de boda, el velo... Michkin no esperaba verla tan ocupada en aquellos preparativos. Alabó la belleza de todo y los elogios que hizo de cada detalle alegraron a Nastasia Filipovna todavía más. Pero no supo ocultar por qué se ocupaba tanto en la esplendidez de su atuendo: había oído decir que la gente criticaba mucho que algunos malintencionados preparaban una cencerrada con acompañamiento de música, que se habían compuesto coplas de circunstancias y que todos animaban en mayor o menor escala aquellos propósitos. Pues bien, ya que se pretendía humillarla quería levantar la cabeza con más altivez que nunca, asombrar a todos con la riqueza y elegancia de su atavío. «¡Que silben y griten si se atreven!» Y los ojos de Nastasia Filipovna fulgían, airados. Además, tenía otro motivo que guardaba secreto: presumía que Aglaya Ivanovna, o al menos alguna persona enviada por ella, asistiría a la ceremonia de incógnito, o mezclada con la gente, y quería prevenir tal eventualidad. Tales pensamientos la absorbían por completo cuando Michkin se separó de ella a las once de la noche. Pero aún no habían dado las doce cuando Daría Alexievna se presentó en casa de Michkin para comunicarle que Nastasia Filipovna era víctima de una violenta crisis de nervios. Cuando él llegó, la joven, encerrada en su dormitorio y presa de un ataque, lloraba desesperadamente. Le hablaron a través de la puerta. Durante largo rato se negó a atenderlos. Al fin abrió, pero sólo consintió en recibir a Michkin. En cuanto éste entró, ella, tras cerrar la puerta, se arrodilló ante él. Así al menos lo contó, más tarde Daría Alexievna, cuyos ojos curiosos lograron atisbar parte de la escena.

—¿Qué voy a hacer de ti, qué voy a hacer de ti? —exclamó la joven abrazándole las piernas.

Michkin pasó una hora entera a su lado. Ignoramos de lo que hablaron en tal entrevista. Según Daría Alexievna se separaron muy amistosos y felices. Aún envió Michkin aquella noche a pedir noticias de su prometida. Sólo pudieron contestarle que dormía ya. Por la mañana, antes de que ella despertase, llegaron otros dos enviados de Michkin para pedir noticias. El tercer enviado volvió con la respuesta siguiente:

—Nastasia Filipovna está rodeada de un enjambre de modistas y peinadoras llegadas de San Petersburgo: no se ocupa más que en sus ropas de boda, y se le ha pasado todo lo de ayer. En este momento se celebra consejo extraordinario para decidir qué diamantes va a llevar y en qué forma va a ponérselos.

Semejantes informes tranquilizaron al príncipe. En cuanto al suceso que se produjo el día de la boda, he aquí cómo lo cuentan las personas bien informadas y dignas de crédito.

La ceremonia nupcial se había señalado para las ocho de la noche. Nastasia Filipovna estaba preparada desde las siete. A partir de las seis los curiosos empezaron a apiñarse en torno a la casa de Lebediev y, más aún, en torno a la de Daría Alexievna. Hacia las siete, la iglesia estaba llena ya. Vera Lebedievna y Kolia se sentían muy inquietos por el príncipe y ambos tenían no poco quehacer en la casa de éste, ya que había que disponer lo preciso para recibir a los visitantes que después de la boda fuesen a felicitar a los esposos. No se contaba, por otra parte, con una reunión muy numerosa. Aparte los padrinos y testigos obligados, Lebediev había invitado a los Ptitzin, a Gania, al médico condecorado con la Orden de Santa Ana y a Daría Alexievna.

—¿Cómo se le ha ocurrido invitar a ese doctor si apenas le conozco? —había preguntado el príncipe a Lebediev.

—Es un hombre condecorado con la Orden de Santa Ana y estimadísimo, y eso siempre es conveniente —había respondido el funcionario.

Viendo lo encantado que Lebediev se hallaba de su idea, el príncipe rompió a reír. Keller y Burdovsky, con guantes y frac, tenían una apariencia muy aceptable, aunque el primero inquietaba algo a Michkin por sus tendencias francamente combativas y por las belicosas miradas que dirigía a los curiosos estacionados ante la puerta.

A las siete y media Michkin se dirigió a la iglesia en coche. Advirtamos de paso que él tampoco quería separarse de las costumbres: todo se hacía pública y abiertamente, a la vista de todos, «como debía ser»... Conducido por Keller, que dirigía miradas amenazadoras a derecha e izquierda, Michkin atravesó la iglesia en medio de cuchicheos y exclamaciones de la concurrencia y desapareció por unos momentos en el interior del iconostasio. Entonces Keller salió en busca de Nastasia Filipovna. Ante la casa de Daría Alexievna había doble número de mirones que frente a la del príncipe y la actitud de aquel gentío era notoriamente hostil. Cuando Keller subía las escaleras oyó tan desatoradas exclamaciones que se volvió, resuelto a dirigir a la muchedumbre una arenga que no hubiese pecado de suave; pero afortunadamente le interrumpieron Daría Alexievna y Burdovsky, los cuales, saliendo en aquel momento y asiéndole del brazo, le forzaron a entrar en la casa. Keller estaba furioso. Según relató después, Nastasia Filipovna se levantó, miróse al espejo una vez más, hizo observar que estaba «pálida como un cadáver», sonrió «forzadamente» y luego tras inclinarse ante el icono cruzó el umbral. Un gran clamor saludó su aparición. En el primer instante oyéronse risas, aplausos irónicos y hasta algún silbido, pero inmediatamente se produjeron manifestaciones muy diversas.

—¡Qué hermosa está! —gritaban algunos. —No es la primera ni será la última que...

—El matrimonio lo lava todo, estúpidos...

—¡Hurra! —gritaban los cercanos—. ¡A ver quién encuentra una beldad como ésta!

—¡Es una reina! Por una reina como ella yo vendería mi alma —dijo un empleado—. «Mi vida por una noche...» —declamó.

Nastasia Filipovna estaba pálida como el mármol, pero sus grandes ojos negros, fijos en el público, brillaban cual carbones encendidos. La multitud no pudo resistir al influjo de tal mirada y a la indignación sucedieron verdaderos arrebatos de entusiasmo. Ya se abría la portezuela del coche, ya Keller ofrecía el brazo a la novia cuando, de repente, ésta, lanzando un grito, se precipitó en medio de la gente. Los que la acompañaban quedaron inmóviles y mudos de estupor. La multitud se apartó abriendo paso a la joven y entonces, a cinco o seis pasos de la casa, apareció Rogochin. Nastasia Filipovna le distinguió entre la multitud, corrió hacia él como una loca y le cogió ambas manos.

—¡Sálvame! ¡Llévame a donde quieras! ¡En seguida!

En un instante Rogochin la tomó en sus brazos y la transportó a un coche que esperaba allí cerca. En seguida sacó de la cartera un billete de cien rublos y lo tendió al cochero, diciéndole:

—¡A la estación! Si llegamos a tiempo de tomar el tren, te daré cien rublos más.

Saltó al coche donde acababa de hacer entrar a Nastasia Filipovna y cerró la portezuela. El cochero fustigó a los caballos. Todo pasó en unos momentos. Más tarde Keller se disculpó de no haber reaccionado, alegando la estupefacción en que le sumiera acontecimiento tan imprevisto. «Un segundo más y, al recobrar mi presencia de ánimo, no habría permitido semejante cosa», decía contando la aventura. El primer impulso de ambos padrinos fue alquilar un coche que estaba parado junto a la casa y dar caza a los fugitivos, pero en el camino cambiaron de idea.

—Es demasiado tarde —opinó Keller—. No podemos conducirla a la fuerza.

—Además, el príncipe no consentiría una cosa así —añadió Burdovsky.

Rogochin y Nastasia Filipovna llegaron a la estación con el tiempo justo. Apenas apeados del coche, un minuto antes de tomar el tren, Rogochin se acercó a una joven que pasaba por allí, e iba ataviada con un pañuelo de seda a la cabeza y una manteleta obscura, vieja, pero bastante decorosa, y le dijo:

—Le doy cincuenta rublos por estas prendas.

Y le tendió el dinero. La extraordinaria proposición asombró a la joven. Antes de dejarle tiempo a recobrarse, Rogochin le deslizó en la mano los cincuenta rublos y se apoderó de los objetos que codiciaba. Echó la manteleta sobre los hombros de Nastasia Filipovna y le anudó el pañuelo á la cabeza. En el tren, las espléndidas ropas de Nastasia Filipovna habrían atraído la atención de los viajeros, pero la muchacha no comprendió hasta más adelante la causa en cuya virtud le habían adquirido a tal precio unas ropas viejas y sin valor.


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