Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
сообщить о нарушении
Текущая страница: 3 (всего у книги 46 страниц)
—Veintiséis años,
—¡Yo le suponía mucho más joven!
—Todos dicen que no represento mi edad. Esté seguro de que procuraré no estorbarle; no me gusta molestar a la gente. Imagino, además, que los dos somos caracteres bastante distintos y, a través de diversos detalles sospecho que no debemos tener muchos puntos de contacto. Sin embargo, esto no acabo de creerlo, porque a menudo sucede que cuando entre dos personas se supone que no hay punto alguno común, existen muchos en realidad. Es la indolencia humana la que hace que la gente tienda a clasificarse en virtud de las apariencias y no encuentre nada común entre sí... Pero temo empezar a cansarle. Me parece notar que...
—Dos palabras: ¿tiene usted algún recurso? ¿O se propone buscar ocupación? Perdone mi pregunta, pero...
—No hay nada que perdonar. Me hago cargo de su pregunta y la encuentro justificada. Por el momento no tengo recurso alguno ni ocupación, y me haría falta al menos tener lo último. Hasta ahora sólo personas extrañas se han ocupado en mantenerme. Cuando he salido de Suiza, Schneider, el médico que me atendía, me dio el dinero justo para el viaje, y en consecuencia sólo me quedan unos kopecs. Tengo entre manos, es cierto, un asunto sobre el que necesitaría consejo; pero...
—Dígame —interrumpió el general—: ¿de qué cuenta vivir entre tanto y cuáles son sus proyectos?
—Quisiera trabajar en lo que fuese.
—¡Oh, es usted un filósofo! Pero ¿tiene usted aptitudes o habilidades concretas? Quiero decir, de aquellas que sirven para ganar el pan de cada día... Le ruego, una vez más, que me perdone...
—No hay de qué. No, no creo tener aptitudes ni habilidades determinadas. Más bien al contrario, dado que, en consecuencia de mi mal estado de salud, mi instrucción ha sido muy incompleta. Pero, para ganarme simplemente el pan, me figuro...
Otra vez el general le interrumpió y comenzó a preguntarle. El príncipe tornó a relatar su vida. Resultó que Iván Fedorovich había oído hablar de Pavlichev y hasta le había conocido personalmente. Michkin no podía decir por qué aquel hombre resolvió encargarse de su educación, aunque probablemente se debía a haber sido amigo de su padre. Al quedar huérfano en edad muy temprana, el príncipe fue enviado al campo, ya que el aire puro era esencial para su salud. Pavlichev le puso a cargo de unas ancianas parientas suyas, propietarias en provincias, y buscó para el niño, primero, una institutriz y después un ayo. Michkin agregó que aunque recordaba toda su vida pasada, existían muchas cosas en ella que no podía explicar, ya que nunca había logrado comprenderlas bien. Los frecuentes ataques de su enfermedad habían acabado volviéndole casi idiota (tal fue la palabra que el mismo empleó). Dijo luego que Pavlichev le había enviado a Berlín y desde allí siguió el viaje a casa del doctor Schneider, un médico suizo, especialista en enfermedades mentales, que tenía una clínica psiquiátrica en el cantón suizo de Valais. En aquel sanatorio, los enfermos, dementes o idiotas, eran sometidos a un tratamiento personal del doctor a base de hidroterapia y gimnasia, educando y desarrollando a la vez su actividad mental. Pavlichev le había confiado a aquel doctor suizo unos cinco años antes y al morir, dos años atrás, no dejó nada dispuesto respecto a su protegido. Schneider, sin embargo, retuvo consigo a éste, sometiéndolo a tratamiento dos años más, y logrando que mejorase mucho, aunque sin curarlo del todo. Finalmente, por su propio deseo y en virtud de cierta novedad que se produjo en su vida, Michkin tornó a Rusia.
El general quedó muy sorprendido.
—¿Y no tiene usted en Rusia a nadie, absolutamente a nadie que le ayude? —preguntó.
—De momento, no; pero espero... He recibido una carta que...
—Al menos —interrumpió Iván Fedorovich sin atender las últimas palabras del príncipe—, ¿le han enseñado a hacer algo? ¿Le impediría su enfermedad desempeñar algún empleo fácil?
—No, no me lo impediría. E incluso deseo vivamente tener un empleo para ver lo que puedo dar de mí. Durante los cuatro años en Suiza he estudiado sin cesar, aunque de modo poco sistemático, según el método personal de Schneider. Además, he leído muchos libros rusos.
—¡Libros rusos! Entonces ¿lee y escribe usted correctamente?
—Sí; con toda perfección.
—Está bien. ¿Y cómo anda de caligrafía?
—Mi caligrafía es excelente. En ese sentido poseo verdadera habilidad. Puedo jactarme de ser un calígrafo. Déme recado de escribir y se lo probaré en el acto —dijo el príncipe con vehemencia.
—Celebraré que lo haga. Lo considero esencial. Me agrada su interés en demostrármelo, príncipe. Es usted muy amable.
—Tiene usted un magnífico material de escritorio. ¡Cuántas plumas y cuántos lápices y qué admirable papel, grueso y resistente! También su despacho es muy hermoso. Veo un cuadro que conozco: un paisaje suizo. Desde luego, tomado del natural. Estoy seguro de haber visto ese panorama en el cantón de Uri.
—Muy posible, aunque el lienzo haya sido comprado en Rusia. Da papel al príncipe, Gania. Ea, torne plumas y papel, y siéntese, si gusta, a esta mesita. ¿Qué es eso? —preguntó el general volviéndose a Gania, que acababa de sacar de su carpeta una fotografía de gran tamaño—. ¡Ah, Nastasia Filipovna! ¿Ha sido ella quien te la ha enviado? ¿Ella misma? —preguntó con viva curiosidad.
—Me la dio hace poco, cuando fui a felicitarla. Hace tiempo que se la había pedido. No sé —agregó Gania con desagradable sonrisa– si me la habrá dado como para insinuarme que me he presentado en su casa, en un día como hoy, llevando las manos vacías.
—¡No! —replicó el general, con convicción—. ¡Qué modo tienes de sacar las cosas de quicio! ¡Una insinuación de ese género en una mujer tan poco interesada! Además, ¿qué regalo ibas a hacerle? ¡Como no le dieras tu propio retrato! Y, a propósito, ¿no te lo ha pedido nunca?
—No, no me lo ha pedido, ni quizá me lo pida jamás. ¿Recuerda usted la reunión de hoy, Ivan Federovich? Es usted uno de los especialmente invitados.
—Me acuerdo, me acuerdo e iré con toda certeza. ¡Ya lo creo! ¡Un cumpleaños! Porque cumple los veinticinco... Hum... Voy a revelarte un secreto, Gania. Prepárate... Nastasia Filipovna nos ha prometido a Atanasio Ivanovich y a mí decir esta noche la última palabra: ser o no ser. ¿Comprendes?
Gania repentinamente se estremeció y se puso pálido.
—¿Lo ha dicho así de verdad? —preguntó con voz temblorosa.
—Nos ha hecho esa promesa anteayer, impelida por nuestras comunes instancias. Pero nos pidió que por el momento no te lo dijéramos.
El general clavaba los ojos en Gania, cuya turbación le causaba notorio disgusto.
—Recuerde, Iván Fedorovich —dijo el joven agitado– que Nastasia Filipovna me ha dejado en libertad de decidir hasta después de que ella haya decidido, y que aun entonces sigo siendo yo quien debe resolver.
—Así, pues, tú... tú... —balbució el general, súbitamente alarmado.
—Yo no digo nada.
—Pero, vamos a ver: ¿qué posición adoptas?
—No es que rehúse... No he querido decir eso...
—¡No faltaría más que rehusaras! —exclamó el general dando libre curso a su descontento—. Aquí, amigo mío, no se trata de que «no rehúses», sino de que aceptes la resolución de Nastasia Filipovna con entusiasmo, con alegría, sintiéndote dichoso... Dime: ¿qué sucede en tu casa?
—Eso no importa. En casa, todo depende de mi voluntad. Mi padre, como de costumbre, sigue haciendo disparates. ¡Ya sabe usted a qué punto ha llegado! Yo no le dirijo la palabra, pero le refreno y, de no ser por mi madre, le habría echado de casa. Mi madre, naturalmente, se pasa el día llorando y mi hermana disgustadísima, desde que les he declarado francamente que sólo yo tengo derecho a decidir de mi futuro, que el amo en casa soy yo y que deseo ser obedecido. Todo eso se lo dije a mi hermana delante de mi madre.
—Pues yo, amigo mío, continúo sin comprender nada —manifestó Iván Fedorovich encogiéndose de hombros y haciendo un movimiento con las manos—. Nina Alejandrovna estaba desolada, y lloraba y sollozaba de un modo tremendo cuando vino el otro día, ¿recuerdas? Le pregunté qué le pasaba y supe por su contestación que considera tu enlace como un deshonor para la familia. ¿Qué deshonor puede haber en eso, si me permite preguntárselo? —dije yo—. ¿Quién puede reprochar nada a Nastasia Filipovna ni afear su conducta? ¿Que ha tenido intimidad con Totzky? Hablar de ello es absurdo, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias.» «¡Pero usted no toleraría que tratase con sus hijas!», dijo ella. ¡Figúrate! Verdaderamente esta Nina Alejandrovna no sabe comprender, no sabe hacerse cargo de...
—¿De su posición? —insinuó Gania, concluyendo la frase del general—. No se disguste contra ella: la comprende muy bien. Además, ya le he dicho lo que convenía para que aprenda a no intervenir en los asuntos de los demás. Sin embargo, si en casa las cosas no se han puesto peor es porque no se ha dicho aún la última palabra; pero la tempestad se cierne en el aire. Si hoy se dice la última palabra, en casa se desencadenará la tormenta.
El príncipe oyó toda aquella conversación desde el rincón en que se entregaba a su trabajo caligráfico. Cuando lo hubo terminado se aproximó a la mesa para entregarlo al general.
—¿Así que ésta es Nastasia Filipovna? —preguntó, examinando el retrato con curiosidad—. ¡Es maravillosamente bella! —añadió fervorosamente.
El retrato era, como Michkin decía, el de una mujer maravillosamente bella, ataviada, sin afectación alguna, con un vestido de seda negro cuya elegante hechura no excluía la sencillez. Los cabellos que, al parecer, debían de ser castaños, iban peinados con casera simplicidad; la frente era pensativa; los ojos negros y profundos; la expresión apasionada y un tanto desdeñosa, el rostro delgado y probablemente pálido.
Gania e Iván Fedorovich miraron, sorprendidos, a Michkin.
—¿Qué dice de Nastasia Filipovna? ¿Es que la conoce también? —preguntó el general.
—Sí; aunque sólo llevo veinticuatro horas en Rusia, ya conozco a esta bella mujer —repuso el príncipe, sonriendo.
Y relató su encuentro con Rogochin y cuanto este último le contara.
—¡He aquí una cosa que no sabíamos!– exclamó el general, inquieto.
Había escuchado con atención el relato del príncipe y ahora sus ojos parecían querer sondear el alma de Gania.
—Probablemente todo se reduce a una necedad de ese Rogochin —murmuró el secretario, un tanto turbado, como el general, por lo que acababa de oír—. He oído hablar de él. Es hijo de un mercader, y además un libertino...
—También yo he oído mencionarle —dijo el general– con motivo de lo de los pendientes de diamantes. Nastasia Filipovna nos contó el episodio. Pero ahora es otra cosa. Aquí hay de por medio un millón tal vez y... una pasión... Pongamos que esa pasión sea la de un libertino: eso no implica que haya de ser menos violenta. Ya se sabe de lo que son capaces gentes así cuando están bebidas... En fin... ¡Con tal que no surjan complicaciones! —concluyó el general, preocupado.
—¿Teme usted el millón? —sonrió Gania.
—¿Acaso no lo temes tú?
Gania se volvió súbitamente a Michkin.
—¿Qué le parece ese Rogochin, príncipe? ¿Un hombre serio o un necio? ¿Cuál es su opinión personal?
Mientras Gania hacía esta pregunta, se producía algo nuevo en su interior. Una idea inédita inflamaba su cerebro y hacía relampaguear sus ojos. En cuanto al general, cuya inquietud era muy real, miró también al príncipe, pero sin confiar mucho, al parecer, en tal fuente de informes.
—No sé qué decirle —respondió Michkin– Rogochin me ha parecido muy enamorado, e incluso con una pasión morbosa. Por otra parte, le encuentro muy delicado de salud. No sería extraño que recayera en breve, sobre todo si no se cuida.
—¿Cree usted...? —preguntó Iván Fedorovich asiéndose a aquella idea.
—Sí.
Gania, sonriendo, se dirigió al general.
—Poco importa que recaiga de aquí a unos días.
No hace falta mucho tiempo para que dé un escándalo de la clase del que usted teme. Puede darlo hoy mismo...
—Claro, sin duda... Sí, eso es posible... Todo depende del estado de ánimo de Nastasia Filipovna —repuso el general.
—Y ya sabe usted lo que ella es a veces...
—¿Qué quieres decir? —exclamó, muy desconcertado, Iván Fedorovich—. Escucha, Gania: procura no contradecirla hoy; te lo ruego... Esfuérzate en ser con ella lo más amable que puedas... ¿Por qué haces esa mueca? óyeme, Gabriel Ardalionovich: ¿qué es lo que nos proponemos? Si no lo decimos ahora no lo diremos nunca. Respecto a mi interés personal en este asunto, bien sabes que no tengo por qué inquietarme: resuélvase como se resuelva la situación, siempre será en ventaja mía. Nada hará desistir a Totzky de la decisión tomada, y por tanto yo no corro riesgo alguno. De modo que si algo me propongo, es únicamente tu bien. Piénsalo... ¿No tienes suficiente confianza en mí? Además, tú eres un hombre que... En una palabra, eres un hombre inteligente y yo me fundaba en tu inteligencia en este caso porque..., porque...
Gania acudió en auxilio del titubeante general:
—Porque ella constituye lo principal en este asunto —acabó.
Y una sonrisa maligna plegó sus labios. Ni siquiera se esforzó en disimularla. Sus ojos centelleantes miraban fijamente a Epanchin como queriendo leer en sus ojos cuanto albergaba su mente. El general se ruborizó y se enfureció a la vez.
—Sí: es lo principal —asintió, mirando agriamente a Gania—. Pero tú eres un hombre muy extraño, Gabriel Ardalionovich. Se diría que te agrada la llegada de ese hijo de comerciante, que ves en él una salida. Pero es ahora precisamente cuando tendrías que proceder desde el principio con inteligencia, ahora cuando es necesario hacerse cargo de la situación y obrar honradamente por ambas partes, ahora cuando hay que demostrar franqueza. De lo contrario, más vale prevenirse con antelación para no comprometer a los demás, con tanto mayor motivo cuanto que nos ha sobrado tiempo para ello. ¡E incluso en este momento no es tarde todavía, aunque sólo falten algunas horas! —y el general arqueó las cejas con aire significativo—. ¿Comprendes? ¿Te haces cargo? En resumen: ¿quieres aceptar o no quieres? Si no quieres, dilo y acabemos. Nadie te obliga, Gabriel Ardalionovich, nadie te arrastra a la fuerza para hacer caer en un lazo, si tal te parece.
—Quiero —declaró Gania a media voz, pero en tono firme.
Y en seguida bajó la vista y guardó silencio.
Su respuesta satisfizo al general. Se había excitado un tanto y se le notaba pesaroso de no haber sabido contenerse. Volvióse hacia el visitante y la idea de que éste había oído la conversación precedente hizo asomar al rostro de Iván Fedorovich una expresión de inquietud. Pero aquella expresión se desvaneció en un instante: le bastó dirigir una sola mirada a Michkin.
—¡Oh! —exclamó examinando la muestra caligráfica que el príncipe acababa de presentarle—. ¡Esto es un modelo de escritura! ¡Y un modelo muy poco corriente! Mira qué destreza caligráfica tiene el príncipe, Gania.
Michkin había escrito sobre una gruesa hoja de papel vitela la siguiente frase, trazada en caracteres rusos de la Edad Media:
«El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma.»
—Esto —explicó Michkin con alegre animación– es la propia firma del igúmeno Pafnutí, tornada de un manuscrito del siglo catorce. Todos esos igúmenos y metropolitanos de antaño firmaban perfectamente y a veces con mucho gusto, con un minucioso esmero... ¿No posee usted, general, la colección de Pogodin? Luego he reproducido otro tipo de escritura: la letra grande y redonda usada por los franceses el siglo pasado. Algunas letras no tienen siquiera la forma de las de hoy. Ésta era la letra habitual de los hombres de negocios y de los escribanos. El modelo que me ha servido de muestra procede de uno de ellos. Y usted convendrá que no carece de cierto mérito. Mire qué a y qué d tan redondas. He trasladado los caracteres franceses a los tipos rusos, lo que es bastante difícil. Pero he logrado hacerlo. Observe esta otra y original escritura: la frase que dice «la perseverancia todo lo vence». Es la escritura rusa normal, la de los escribanos profesionales y de los funcionarios militares. Así se escriben los documentos oficiales que han de dirigirse a personajes de importancia. Las letras son redondas también y el trazo grueso, pero de un gusto notable. Un calígrafo rechazaría estos adornos, o mejor dicho, estas insinuaciones de adornos. ¿Ve usted esas a modo de colas inacabadas? El conjunto tiene cierto sello propio, que delata el carácter del escribiente; quisiera dar rienda suelta a su fantasía, obedecer a las inspiraciones de su talento; pero un militar no conoce más que su consigna, y la pluma, esclava de la disciplina, se detiene a medio camino. ¡Es delicioso! Cuando, recientemente, pude ver un trozo de esa escritura, quedé admirado. ¿Y sabe dónde la casualidad hizo que la encontrase? ¡En Suiza! Ésta es la letra inglesa normal. Aquí la elegancia no puede ir más lejos: todo es exquisito, encantador, perfecto. Vea una variante: una escritura mixta cuyo modelo me procuró un viajante francés. En el fondo es la misma letra inglesa, pero los trazos gruesos aparecen un tanto más acusados y los óvalos, compruébelo, sugieren cierta modificación: tienden a ser más redondos. Esta escritura admite los floreos, que son lo más peligroso de la caligrafía. El floreo exige un gusto extraordinario, pero si se consigue se obtiene una letra que desafía toda comparación y que le enamora literalmente a uno.
—¡Cuánto ha profundizado usted el tema! —dijo el general, riendo—. Verdaderamente, amigo mío, no es usted un mero calígrafo: es un artista. ¿Qué opinas, Gania?
—¡Maravilloso! —dijo el joven. Y añadió, con sonrisa burlona—: Además, el príncipe se siente consciente de la gran importancia de su trabajo.
—Ríe si gustas. No por eso deja de ofrecérsele un porvenir gracias a su pluma —repuso Iván Fedorovich—. Seguramente no acertaría usted, príncipe, a qué personaje van a ser dirigidos los escritos que salgan de su mano. Puede usted contar con un sueldo inicial de treinta y cinco rublos al mes. Pero ya son las doce y media —continuó mirando su reloj– y el tiempo me apremia. Hablemos, pues, de negocios, príncipe, porque acaso no tengamos ocasión de volver a vernos hoy. Siéntese un momento. Ya le he dicho que no podré recibirle muy a menudo, pero deseo sinceramente ayudarle un poco... Entendámonos: muy poco; sólo lo preciso para subvenir a sus necesidades más urgentes. Luego, una vez colocado, le dejaré abrirse camino por sí solo. Voy a buscarle un empleíto en algún departamento en donde no tendrá usted exceso de trabajo, pero donde habrá de ser muy puntual. Y respecto a lo demás, escúcheme. Mi joven amigo Gabriel Ardalionovich Ivolguin, aquí presente, y con quien deseo verle en buenas relaciones, vive con su familia, es decir, con su madre y su hermana. Estas señoras tienen dos o tres habitaciones debidamente amuebladas, que alquilan, incluyendo mesa y servicio, a personas de buenas referencias. Estoy seguro de que Nina Alejandrovna atenderá mi recomendación respecto a usted.
Esa casa, príncipe, creo que será magnífica para usted sobre todo porque en lugar de vivir solo estará, por así decirlo, en el seno de la familia; y, a juicio mío, no debe usted vivir solo en una ciudad como San Petersburgo. Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna, madre y hermana, respectivamente, de Gabriel Ardalionovich, son señoras por quienes tengo la mayor estima. La primera es esposa de un antiguo compañero mío, el general Ardalion Alejandrovich, hoy retirado y a quien (aunque me haya visto obligado a romper mis relaciones con él en virtud de determinadas circunstancias) sigo profesando aprecio en cierto sentido. Le digo todo esto, príncipe, para hacerle comprender que lo recomiendo en esa casa personalmente, si vale la palabra, y que, por lo tanto, respondo de usted en algunos aspectos. El precio de la pensión es moderado y espero que en breve su sueldo le permitirá atender a ese gasto. Claro que un hombre necesita dinero de bolsillo para sus gastos, por poco que sea; pero no se moleste, príncipe, si le digo que, en mi opinión, le conviene no llevar dinero de bolsillo y hasta no llevar en el bolsillo dinero alguno. Hablo así en virtud del juicio que he formado sobre usted. Pero como en este momento su bolsa está completamente vacía, permítame ofrecerle estos veinticinco rublos para sus primeros gastos. Haremos cuentas más tarde, naturalmente, y si es usted un hombre tan recto y leal como lo hacen suponer sus palabras, no tendremos dificultades por ese lado. Si me intereso tanto por usted, se debe a que tengo sobre su persona determinadas miras que algún día conocerá. Como ve, le soy muy franco. No tendrás nada que objetar a que el príncipe se aloje en vuestra casa, ¿verdad, Gania?
—Muy al contrario. Y mamá se sentirá encantada —respondió cortésmente el joven.
—Creo que ya tenéis otro huésped. ¿Cómo se llama? ¿Fert...? ¿Ferd...?
—Ferdychenko.
—¡Ah, sí! Ese Ferdychenko no me gusta nada; es un bufón de muy mal gusto. No comprendo por qué Nastasia Filipovna le alienta tanto. ¿Es cierto que tiene algún parentesco con ella?
—¡No! Eso es pura broma. Entre ambos no media el menor vínculo de familia.
—¡Entonces que se vaya al diablo! Diga, príncipe: ¿está usted satisfecho?
—Le doy las gracias, general. Ha mostrado usted una bondad extraordinaria conmigo, bondad tanto mayor cuando yo no le pedía nada. Y no es que lo hiciera así por orgullo... En verdad, no sabía dónde dormir esta noche. Cierto que Rogochin me invitó a visitarle...
—¿Rogochin? ¡Oh, no! Yo le daría, príncipe, el consejo paternal o, si lo prefiere, amistoso de no visitar a Rogochin, de olvidarle incluso. En general, a mi juicio, haría usted bien limitando sus amistades a la familia con la que va a vivir.
—Ya que es usted tan amable —empezó el príncipe—, quisiera consultarle sobre un asunto... He recibido aviso de que...
—Perdóneme ahora —interrumpió el general—, porque no me queda ni un minuto. Voy a anunciarle a Lisaveta Prokofievna. Si ella consiente en recibirle (y ya me arreglaré para presentarle de un modo que consienta), le aconsejo que aproveche la ocasión y procure agradarla, porque Lisaveta Prokofievna puede serle muy útil. Además, lleva usted su mismo apellido... Si no quiere recibirle hoy, no insistiremos: otra vez será. Echa una ojeada a esas cuentas, Gania...
Ivan Fedorovich salió y el visitante no pudo exponerle el asunto que por tres veces ya había insinuado. Gania encendió un cigarrillo y ofreció otro a Michkin, quien lo aceptó, y después, sin hablar por temor a importunar el secretario, comenzó a examinar la estancia. Pero Gania apenas si miró el papel lleno de números sobre el que el general llamara su atención. Parecía distraído; su sonrisa, su mirada, su aire de preocupación sorprendieron aún más a Michkin cuando ambos jóvenes quedaron solos. De pronto Gania se aproximó al príncipe, que en aquel momento examinaba el retrato de Nastasia Filipovna.
—¿Le gusta esa mujer, príncipe? —le interrogó a quemarropa, mirándole inquisitivamente.
Dijérase que tras aquella pregunta se ocultaba alguna intención peculiar.
—Tiene un rostro maravilloso —repuso el príncipe—. Y estoy seguro de que no ha vivido una existencia vulgar. Aunque su fisonomía es alegre, esta mujer ha debido de atravesar grandes sufrimientos, ¿no? Los ojos lo dicen, y lo dicen sus pómulos, y lo dicen esas ojeras... Tiene un rostro orgulloso, altanero... No sé si será o no una mujer de buen corazón. ¡Si fuera buena, todo lo demás podría pasar!
—¿Se casaría usted con una mujer así? —preguntó Gania, mirando fijamente a Michkin con ojos ardientes.
—Yo no puedo casarme con mujer alguna, porque estoy enfermo —respondió el príncipe.
—¿Y Rogochin se casaría con ella? ¿Qué opina usted?
—¡Casarse con ella! Hoy mejor que mañana, si pudiera. Aunque tal vez dentro de una semana la asesinase...
Al oír esta contestación Gania se estremeció tan violentamente que el príncipe hubo de contenerse para no lanzar un grito.
—¿Qué le pasa? —dijo tomando el brazo del secretario.
El criado apareció en la puerta.
—Excelencia, Su Excelencia le ruega que pase a ver a Su Excelencia. Michkin siguió al lacayo.
IV
Las tres hijas del general Epanchin eran unas jóvenes robustas, saludables, altas, desarrolladas, con magníficos hombros, ancho pecho y brazos fuertes, casi masculinos. De acuerdo con esta sana y vigorosa constitución necesitaban comer bien y no disimulaban el hecho. A veces su madre se mostraba escandalizada de semejante apetito y de la naturalidad con que lo satisfacían, pero aunque sus hijas la escuchaban respetuosamente, algunas de sus opiniones habían dejado de tener la indiscutida autoridad que poseyeran años antes, tanto más cuanto que las tres muchachas, obrando siempre de concierto, formaban un conjunto demasiado fuerte para su madre, y ésta, por salvar su dignidad, había de prescindir de su oposición. Cierto que su carácter le impedía a veces el seguir los dictados del sentido común, porque Lisaveta Prokofievna tenía cada año que pasaba más impaciencia y más caprichos. Incluso cabe decir que se mostraba extravagante. Por fortuna disponía siempre a mano de un marido tolerante y sumiso, sobre quien descargaba sus enojos, con lo que la paz doméstica se restablecía y las cosas tornaban a marchar tan bien como antes.
De otra parte, la señora Epanchin no carecía tampoco de apetito. Por regla general se reunía con sus hijas a las doce y media para participar en un substancioso almuerzo casi equivalente a una comida. Las jóvenes bebían siempre una taza de café en sus lechos, a las diez en punto, cuando despertaban. Les placía esta costumbre y la habían adoptado como definitiva. A las doce y media la mesa estaba servida en un comedorcito próximo a las habitaciones de su madre y a veces el general, cuando tenía tiempo, participaba en el almuerzo de su familia. Además de té, café, queso, miel y manteca, veíanse en la mesa ciertas frituras muy apreciadas por la dueña de la casa, chuletas y sopa espesa y caliente.
La mañana en que empieza nuestra historia, toda la familia, reunida en el comedor, esperaba al general, que había prometido acudir a las doce y media. De haberse retardado un solo instante se le habría enviado a buscar; pero se presentó personalmente. Al acercarse a su mujer para darle los buenos días y besarle la mano notó en su rostro una expresión especial. Ya la noche antes había tenido el presentimiento de que iban a surgir ciertas complicaciones debidas a un determinado «incidente» (tal era su palabra favorita) y en el lecho se había preocupado mucho al propósito. A la sazón se sintió alarmado de nuevo. Las jóvenes acudieron a besar a su padre, y aun cuando no evidenciaran aspereza alguna, él notó también en ellas un algo especial, como en su madre. Desde luego, el general últimamente se sentía en extremo susceptible respecto a las cuestiones familiares. Pero como era un padre y un esposo experimentado y hábil, se había apresurado a tomar las oportunas medidas.
Aun a costa de perjudicar el orden de nuestro relato, creemos conveniente aclararlo mediante algunas explicaciones concretas acerca de la situación de la familia Epanchin al comenzar nuestra historia. Acabarnos de decir que aunque el general no fuese hombre de mucha educación, sino, como él decía, un autodidacta, era esposo y padre experto y hábil. Mientras la mayoría de los hombres a quienes el cielo ha concedido una numerosa descendencia femenina sólo piensan en casarla lo antes posibles, Ivan Fedorovich, al contrario, profesaba el sistema de no apremiar a sus hijas para que se casasen. Incluso supo inculcar a su mujer el mismo principio, aunque ello resultara difícil, porque el modo habitual de ser de padres y madres parece acomodarse mal a semejante sistema. Pero los razonamientos del general eran sólidos y se apoyaban en hechos palpables. Dejadas a su libre decisión e iniciativa, las jóvenes se sentirían inevitablemente inclinadas a comprometerse en el momento oportuno y entonces todo resultaría más fácil, porque ellas mismas procurarían allanar las cosas prescindiendo de excesivas caprichos y pretensiones. El papel de los padres se limitaría, así, a ejercer una suave y en lo posible poco notoria vigilancia para evitar una elección desastrosa o un afecto inconveniente, y a intervenir en el momento adecuado con todo su apoyo e influjo a fin de llevar a cabo las cosas. Y, además, el mero hecho de que la fortuna paterna, y en consecuencia la posición social de la familia, crecían de año en año en progresión geométrica, hacía que el valor de las muchachas aumentase cada vez más en el mercado matrimonial.
Pero todos estos argumentos indiscutibles fueron contrarrestados de improviso por otro. La hija mayor, Alejandra, alcanzó, súbita e inesperadamente, como siempre ocurre, su vigésimo quinto año de edad. Casi al mismo tiempo, Atanasio Ivanovich Totzky, persona de la mejor sociedad, de elevadísimas relaciones y extraordinariamente rico, tornó a sentir un deseo acariciado mucho tiempo atrás: el de casarse. Totzky era un hombre de cincuenta y cinco años, de temperamento artístico y gran refinamiento. Deseaba hacer un buen matrimonio y era muy admirador de la belleza femenina. Como mantenía estrecha amistad con Ivan Fedorovich, especialmente desde que ambos estaban asociados en varias empresas financieras, hablóle en solicitud de su amistoso consejo y orientación. ¿Podría ser estudiada con interés una propuesta de matrimonio de Totzky con una de las hijas de su amigo? Esto representaba, o podía representar, una inminente alteración en el curso, hasta entonces plácido y feliz, de la vida de la familia del general.
Ya dijimos que la beldad de la casa era incuestionablemente Aglaya, la más joven de las tres hijas. Pero Totzky, aunque hombre de ilimitado egoísmo, juzgó inútil dirigirse en aquel sentido, comprendiendo que Aglaya no sería para él. Acaso el ciego amor y el extraordinario afecto de las hermanas exagerase la nota; mas el caso era que, de un modo u otro, habían convenido entre sí que el destino de Aglaya no sería un destino vulgar y que había de alcanzar uno excepcionalmente brillante, el más alto ideal posible de la felicidad terrena. El futuro esposo de Aglaya debía ser un dechado de perfecciones además de poseer una vasta riqueza. Las dos hermanas mayores habían convenido, casi sin palabras, que en caso necesario harían por Aglaya todos los sacrificios posibles. De este modo, la dote de la menor sería colosal, inaudita. Los padres conocían este pacto de las hermanas mayores y, por lo tanto, cuando Totzky pidió consejo, creyeron poder obtener con certeza el asenso de Alejandra o de Adelaida, tanto más cuanto que el opulento Atanasio Ivanovich no sería muy exigente en materia de dote. El general, dado su profundo conocimiento de la vida, concedió desde el primer instante todo su valor a las proposiciones de su amigo. Como éste, en virtud de ciertas circunstancias especiales, había aventurado su indicación con suma cautela, limitándose, por decirlo así, a explorar el terreno, los Epanchin no hablaron del asunto a sus hijas sino en el sentido de una posibilidad remota. Recibieron como respuesta una satisfactoria aunque algo vaga seguridad de que Alejandra, llegado el caso, no se negaría al enlace. La mayor era una muchacha de buen carácter y fácil de convencer, sin que ello significase que no tuviera voluntad propia. Era de creer que estuviese dispuesta a casarse con Totzky, y que, si daba su palabra, la mantuviera fielmente. No le gustaba la vida ostentosa, y así, en vez de perturbar y trastornar la vida de su marido, llevaría a ella dulzura y paz. Alejandra era muy hermosa, aunque no absolutamente deslumbrante. ¿Qué más podía pedir Totzky?