355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Федор Достоевский » El Idiota » Текст книги (страница 21)
El Idiota
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 01:07

Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



сообщить о нарушении

Текущая страница: 21 (всего у книги 46 страниц)

—Me llamo Antip Burdovsky —dijo precipitadamente «el hijo de Pavlitchev».

—Vladimiro Doktorenko manifestó, con orgullo, como si su apellido fuese un timbre de gloria, el sobrino de Lebediev.

—Keller —murmuró el ex subteniente.

—Hipólito Terentiev —anunció el último con voz insólitamente chillona.

Los recién llegados tomaron asiento en una hilera de sillas frente al príncipe, arrugaron a la vez el entrecejo y cambiaron de mano sus sombreros, como para adquirir mayor soltura. Todos se preparaban a hablar y todos callaban, esperando no se sabía el qué con un aire de reto que parecía significar: «¡A mí no me engañas, amigo!» Era notorio que a la primera palabra proferida por alguno romperían a hablar a la vez y a porfía.

VIII



—No esperaba la visita de ninguno de ustedes, señores —principió Michkin—. Hasta hoy me he encontrado enfermo.– Y dirigiéndose a Burdovsky manifestó—: Hace un mes puse el asunto de usted en manos de Gabriel Ardalionovich Ivolguin, como entonces le comuniqué ya. No me niego, par supuesto, a una explicación personal con usted, pero bien comprenderá que a esta hora... No obstante, le propongo pasar a otra habitación, donde le atenderé, siempre que no me exija mucho tiempo. Estoy en este momento acompañado de amigos y....

—Cierto. Está usted con amigos, y es una hora muy avanzada; pero permítame decirle que podía usted haber sido un poco más amable con nosotros y no hacernos pasar dos horas en la antesala —dijo el sobrino de Lebediev con tono enérgico, mas sin levantar la voz aún.

—¡Eso es! ¡Ya veo que se porta como un príncipe! Pero yo... Y usted... usted es un general... ¡Pero yo no soy criado de ustedes! —vociferó Antip Burdovsky, con extraordinaria agitación

Sus labios temblaban, echaba espumarajos por la boca y se advertía en todo su aspecto la exasperación de un alma desgarrada. Mas hablaba con tal excitación que apenas fue posible comprender dos palabras de su violento ex abrupto.

—¡Sí, se porta como un príncipe! —confirmó Hipólito, con voz chillona.

—Si se hubiese procedido así conmigo... —gruñó el boxeador—. Es decir, si yo, hombre de honor, estuviese en el lugar de Burdovsky, yo...

—Les aseguro, señores, que ignoraba hasta ahora su visita. Sólo me he enterado de ella hace un momento —afirmó el príncipe.

—Sean quienes sean sus amigos, príncipe, no les tememos. ¡Por algo nos asiste la razón!, —declaró el sobrino de Lebediev.

La voz chillona de Hipólito resonó de nuevo:

—Permítame preguntarle con qué derecho somete usted el asunto de Burdovsky al juicio de los amigos de usted. Ese juicio no nos interesa: ¡ya podemos imaginarnos cuál será!

Semejante principio presagiaba una discusión borrascosa. El príncipe, consternado, logró al fin hacerse oír en medio de los clamores de los visitantes.

—Si usted, señor Burdovsky, no desea hablar aquí —dijo—, renuevo mi proposición de pasar a otra estancia. Y respecto a ustedes en general, repito que sólo he conocido su presencia hace un momento.

—¡Pero usted no tiene derecho, usted no tiene derecho, usted no tiene derecho! ¡Y sus amigos...! ¡Eso es! —vociferó Burdovsky, examinando a todos con aire de desafío y excitándose más cuanto menos seguro se sentía—. ¡No tiene usted derecho!

Se interrumpió bruscamente, e inclinándose mucho hacia adelante fijó en el príncipe la mirada de sus ojos miopes, estriados de rojo. Michkin, asombrado, guardó silencio y miró a Burdovsky abriendo mucho los ojos también.

Lisaveta Prokofievna intervino de improviso.

—Lee esto ahora mismo, León Nicolaievich —dijo—. Se refiere al asunto.

Y con brusco ademán le ofreció un semanario satírico, señalándole un artículo con el dedo. En el momento de entrar los visitantes, Lebediev, obstinado en captarse la simpatía de la generala, se había dirigido vivamente hacia ella y sacado en silencio la publicación del bolsillo de su levita, poniéndola bajo los ojos de Lisaveta Prokofievna e indicándole una columna rodeada con un trozo de lápiz. Lo que la generala había tenido tiempo de leer bastó para trastornarla.

—En vez de leer ahora y en alta voz, ¿no sería preferible... que lo leyese más tarde y a solas? —balbució Michkin, muy conturbado.

Lisaveta Prokofievna arrancó el semanario de manos del príncipe y lo tendió a Kolia, gritándole:

—¡Ea, lee tú... y lee en voz alta, en voz alta! ¡En voz alta, para que se enteren todos!

Lisaveta Prokofievna, mujer impulsiva, tenía a veces la costumbre de levar todas las anclas y hacerse a la mar sin pensar en posibles temporales. Ivan Federovich se estremeció, inquieto. Los demás no sintieron de momento sino curiosidad y extrañeza. Kolia desplegó el semanario e inició en voz alta la lectura del artículo siguiente, que Lebediev se apresuró a señalarle:

«PROLETARIOS Y ARISTÓCRATAS. —UN EPISODIO DE LOS ROBOS DE CADA DÍA Y DE TODOS LOS DÍAS. —¡PROGRESO! ¡REFORMA! ¡JUSTICIA!

Pasan en verdad cosas harto raras en esta nuestra sedienta Santa Rusia, en esta época de reformas y de grandes compañías, en este siglo de patriotismo en el que todos los años emigran al extranjero cientos de millones, en el que se estimula la industria y los brazos laboriosos están paralizados, etc. Como no terminaríamos nunca la enumeración, vayamos al grano, señores. Acaba de producirse un curioso episodio con uno de los descendientes de nuestra agonizante aristocracia. (¡De profundis!). Los abuelos de esos nobles descendientes se arruinaron en la ruleta, los padres tuvieron que servir como tenientes o alféreces y a más de uno se le ha visto morir la víspera de que se descubriesen ciertas inocentes ligerezas en el manejo de los caudales públicos. En cuanto a los hijos, unos nacen idiotas, como el protagonista de nuestro relato, otros van a dar a los banquillos de los tribunales, donde son absueltos por el jurado con la esperanza de que se corrijan, y otros terminan mezclados en uno de esos asuntos escandalosos que son la afrenta de nuestro tiempo. Hace seis meses, es decir, el invierno pasado, nuestro aristócrata vástago volvió, a Rusia calzando polainas como un extranjero y tiritando de frío bajo un capote lo peor forrado que cupiera figurarse. Llegaba de Suiza, donde había seguido con fortuna un tratamiento contra el idiotismo (sic). La suerte le favoreció, puesto que, aparte su interesante enfermedad, de la que curó en Suiza (ojo, lectores: ¿qué les parece? ¡Curar el idiotismo!), su caso demuestra la verdad del proverbio ruso: «Sólo los tontos tienen suerte». Y si no, que juzgue el lector: nuestro gran señor era niño de pecho cuando perdió a su padre, el cual murió precisamente poco antes de ser sometido a consejo de guerra por haberse jugado todo el dinero de la compañía en que servía como oficial, aparte de por haber hecho azotar despiadadamente a uno de sus subordinados (oh, los antiguos tiempos, señores!). El huérfano fue educado gracias a la generosidad de un rico hacendado ruso. Este personaje, a quien llamaremos P., poseía en los buenos tiempos pasados cuatro mil almas... (¡poseer cuatro mil almas! ¿Comprenden ustedes, señores, esa expresión? Yo no. Es preciso buscar el significado en un diccionario: «la cosa es nueva, sí, pero increíble»). Parece que el tal hacendado era uno de esos holgazanes, de esos parásitos rusos que pasan en el extranjero su existencia ociosa, permaneciendo el verano en los balnearios y en invierno en París, en beneficio de los empresarios de bailes públicos... Puede afirmarse que el gerente del «Châteaux des Fleurs» se ha embolsado (¡oh, hombre feliz!) la tercera parte al menos del dinero que produjeron los siervos rusos a sus propietarios en la época de la esclavitud. Como quiera que fuere, el mencionado P. educó principescamente al huérfano, proporcionándole ayos e institutrices (bonitas sin duda) que hizo venir adrede de París. Pero el aristocrático niño, último vástago de su noble raza, era idiota. Las institutrices reclutadas en el «Château des Fleurs» fracasaron estruendosamente y su discípulo alcanzó la edad de veinte años sin haber aprendido ningún idioma, ni siquiera el ruso. Claro que la ignorancia de este último idioma era lo de menos 10. Al fin una idea feliz acudió a la mente de P., el rico propietario de siervos rusos: enviar al idiota a Suiza para que aprendiera a ser inteligente. La idea no podía ser más lógica: un rico ocioso es natural que suponga que todo pueda comprarse con dinero, incluso la inteligencia... y sobre todo en Suiza. El tratamiento, a cargo de un célebre doctor helvético, duró cinco años y costó decenas de miles de rublos. Sobra decir que el idiota no se convirtió en inteligente, pero pudo adquirir la apariencia —aproximada, claro está– de un hombre. Entre tanto, P. murió de repente. Como ocurre con frecuencia, no había hecho testamento y dejó sus asuntos en pleno desorden. Entonces surgió un montón de ávidos herederos que ni siquiera pensaban en últimos vástagos de nobles razas tratados en Suiza a expensas del difunto, a fin de curar su idiotismo hereditario. El vástago, aunque idiota, supo engañar al doctor y éste le trató en Suiza durante dos años más sin cobro alguno, ignorando la muerte de P., que el idiota logró ocultarle. Pero el médico, que era a su vez un viejo pícaro, preocupado al no recibir dinero y asustado, en especial, del buen apetito de su paciente, le calzó unas polainas viejas, le regaló un capote inservible y le envió «nach Russland» en un coche de tercera clase. Cabía creer que la suerte había vuelto la espalda a nuestro héroe. Pero no: la fortuna, que hace perecer de hambre a pueblos enteros, prodigó todas sus dones al joven aristócrata, semejante a la nube de Krilov, que, pasando sin descargar sobre campos sedientos, va a verterse, inútil, en el océano... Casi a la vez que el idiota llegaba a San Petersburgo, moría en Moscú un pariente de su madre —la cual, advirtámoslo, procedía de una familia burguesa—. El nuevo difunto era un viejo comerciante barbudo, un antiguo creyente, soltero y sin hijos, que dejaba varios millones en buen dinero constante, todos los cuales pasaron a nuestro noble, a nuestro caballero de las polainas que venía de ser tratado como idiota en un sanatorio de Suiza. ¡Cambio completo de decoración! En torno a nuestro polainístico aristócrata —quien empezó por enamorarse de una beldad fácil—, se congregó en seguida multitud de amigos. Aparecieron inesperados parientes; infinitas jóvenes distinguidísimas ardieron en deseos de unirse a él mediante legítimo matrimonio... ¿Cabe, en efecto, imaginar partido de más ventaja? ¡Aristócrata, millonario, idiota: todo lo tiene! No se encontraría otro semejante ni buscándolo con la linterna de Diógenes; no se le conseguiría ni de encargo....»

—¡Oh! ¡Esto es demasiado! —protestó Ivan Federovich, en el colmo de la indignación.

—Basta, Kolia —dijo Michkin, con voz implorante.

Se oían exclamaciones por todas partes. Lisaveta Prokofievna, que sólo lograba contenerse a costa de un violento esfuerzo, ordenó:

—¡Que se lea! ¡Que se lea, pase lo que pase! Si se suspende la lectura, príncipe, reñimos tú y yo.

«Pero mientras el joven millonario se encontraba, si vale la expresión, en el Empíreo, sobrevino una circunstancia muy diferente. Un día llegó a su casa un hombre de rostro tranquilo y severo, de aspecto modesto, pero distinguido. Con lenguaje, aunque cortés, digno y justo, el visitante —en quien se evidenciaba, desde luego, un espíritu progresista– expuso el motivo de su presencia: era abogado y venía de parte de un joven cliente que le había confiado cierto asunto. Ese joven era ni más ni menos que el hijo de P., aunque llevase otro nombre. En su juventud, el libertino P. había seducido a una joven pobre y honrada, la cual había recibido una educación a la europea, aunque sólo fuese una sierva en casa de aquél (quien es de suponer que aprovecharía las ventajas de sus derechos señoriales en los viejos días de la servidumbre...) Al notar las inevitables consecuencias de su relación con ella, la casó con un hombre honrado, que amaba hacía tiempo a la muchacha. Dicho hombre era funcionario y trabajaba, además, en el comercio. Al principio, P. ayudó al joven matrimonio, pero pronto cesó tal ayuda, por impedirlo el noble carácter del marido. Gradualmente, el inconsciente hacendado olvidó a la muchacha y al hijo que tuviera con ella y murió sin hacer testamento. El hijo de P., nacido después del casamiento de su madre, halló un padre verdadero en el hombre generoso cuyo nombre ostentaba. Pero, muerto su padre adoptivo, el joven se halló solo para subvenir a sus necesidades y a las de una madre enferma, valetudinaria, inválida de las piernas, que vivía en una provincia lejana. El joven se fue a la capital, y gracias a su honrado trabajo cotidiano se procuró recursos que le permitieron seguir primero los cursos superiores y luego ingresar en la Universidad. Pero ¿de qué sirve dar lecciones en casas de comerciantes rusos, que las pagan a diez kopecs, sobre todo cuando ha de atenderse al sustento de una madre enferma? La muerte de la anciana apenas disminuyó para el joven las dificultades de la vida. Y ahora, una pregunta: si el noble descendiente a que nos referimos fuese un hombre justo, ¿cómo debía razonar? El lector juzgará sin duda que debía decir así: P. me ha colmado de beneficios mientras vivió; gastó decenas de miles de rublos para educarme, procurarme institutrices y mantenerse, en Suiza, en una casa de salud. Y ahora yo poseo millones y el hijo de P., ese joven inocente de las faltas de un padre ligero y olvidadizo, se muere miserablemente de hambre dando lecciones. Cuanto P. hizo por mí, debió, en recta justicia, hacerlo por él. Las sumas enormes que gastó en mi beneficio, no me correspondían en realidad. Sólo me aproveché de ellas por un capricho de la ciega fortuna: pero correspondían al hijo de P. Él debía haberse aprovechado de ellas, no yo, por quien P. se interesó caprichosamente, olvidando sus deberes paternales. Si he de obrar como hombre realmente noble, delicado, justo, debo ceder la mitad de mi herencia al hijo de mi bienhechor. Pero como el dinero, para mí, es antes que todo y como por otra parte sé bien que esa reclamación no es sostenible jurídicamente, no le daré la mitad de mis millones. Mas yo cometería un bajeza demasiado indignante, una infamia en exceso desvergonzada si no entrego ahora, por lo menos, al hijo de P. las decenas de miles de rublos que éste gastó para curarme de mi idiotismo. Esta es una cuestión de conciencia y de estricta justicia. ¿Qué habría sido de mí si P. no se hubiese encargado de mi educación y, en vez de atenderme, hubiera atendido a su hijo?

Pero no, lectores. Nuestros nobles descendientes no son así. El abogado que sólo por amistad con el joven, a su pesar y casi a la fuerza, se había encargado de los intereses del hijo de P., invocó en vano toda clase de consideraciones de justicia, de delicadeza, de honor y no de mero cálculo. El ex pupilo del sanatorio suizo permaneció inflexible. Y aun todo esto no tendría importancia. Lo realmente imperdonable, lo que ninguna enfermedad, por interesante que sea, puede hacer dispensar, es que ese millonario recién salido de las polainas de su médico no pudo comprender siquiera que el noble joven que se mata a trabajar dando lecciones para vivir no le pedía una caridad, ni un socorro, sino que alegaba un derecho justo, aunque no sea legal, además de que, hablando en puridad, no era él, sino sus amigos, quienes hacían tal gestión en su favor. Con la serena insolencia de un rico muy seguro tras sus millones, el noble descendiente sacó majestuosamente de su cartera un billete de cincuenta rublos y lo envió al joven a manera de humillante limosna. ¿Os asombráis, lectores? ¿Rompéis en gritos de indignación, os escandalizáis, os indignáis? No importa: ese hombre ha obrado así. El dinero, por supuesto, le fue devuelto o, más exactamente, tirado a la cara. Y como el asunto no es de la competencia de los tribunales, no queda sino someterlo al juicio de la opinión pública, que es lo que nosotros hacemos, garantizando al lector la exactitud de todos los detalles que relatamos. Uno de nuestros más conocidos escritores humorísticos ha compuesto un delicioso epigrama, que merece ser conocido, no sólo en los ambientes provincianos rusos, sino en los de la capital. Helo aquí al pie de la letra:


«Durante cinco años, Leoncito

anduvo de Schneider con el capote,

viviendo como un niño y con frecuencia

jugando como un niño... o como un zote.

De polainas volvió a Rusia calzado,

y se halló en heredero convertido,

y de este modo el millonario idiota

expoliador de un estudiante ha sido


Cuando Kolia terminó la lectura alargó precipitadamente el semanario a Michkin y luego, en silencio, corrió a un rincón y se cubrió el rostro con las manos. Un inexpresable sentimiento de vergüenza se había adueñado de él: su alma infantil, poco habituada todavía a las mezquindades humanas, se sublevaba infinitamente. Parecíale que acababa de suceder algo extraordinario, una catástrofe repentina, y que él mismo era el causante de todo, por el mero hecho de haber leído el artículo en voz alta.

También todos los demás parecían experimentar una impresión análoga.

Las jóvenes se sentían inquietas y avergonzadas. Lisaveta Prokofievna se esforzaba en contener su violenta indignación y, acaso lamentando su intervención en aquello, permanecía callada. A Michkin le sucedía algo muy frecuente en las personas tímidas, y era que la mala conducta ajena le causaba vergüenza propia. Estaba tan humillado por el innoble comportamiento de sus visitantes, que no se atrevía a mirarles siquiera. Ptitzin, Varia, Gania y hasta Lebediev, parecían muy turbados. Y, lo que era más extraño aún, Hipólito y el «hijo de Pavlitechv» se mostraban un tanto sorprendidos. El sobrino de Lebediev exteriorizaba un notorio descontento. Únicamente el boxeador conservaba un perfecta serenidad, retorcíase los bigotes con acompasada mesura y, si bien bajaba la vista, no era por confusión, sino, a lo que parecía, por caballerosa modestia, como hombre que no quiere abusar de su triunfo.

—Cualquiera diría —murmuró el general Epanchin– que se han reunido cincuenta miserables lacayos para escribir ese artículo.

—Permítame preguntarle, señor, el motivo de que se permita formular suposiciones tan injuriosas —dijo Hipólito, temblando de pies a cabeza.

—Eso, eso, eso... Eso, general, debe usted convenir en que es insultante para un hombre de honor —exclamó el boxeador a su vez, retorciéndose el bigote, mientras contraía el dorso y los hombros.

—En primer lugar no soy para usted ni «usted», ni «general», y en segundo no pienso darle explicación alguna —dijo Ivan Fedorovich con vehemencia.

Y, sin añadir palabra, se levantó, dirigióse a la escalera que comunicaba la terraza con la calle y allí permaneció en pie sobre el primer peldaño, de espaldas a los reunidos. Estaba indignado contra su mujer, que ni aun entonces parecía dispuesta a retirarse.

—¡Señores, señores, déjenme hablar! —exclamó el príncipe con anhelosa agitación—. Les ruego que hablemos de modo que podamos entendernos. Prescindo del artículo, señores, y me limito a decirles que es falso del principio al fin, como ustedes saben muy bien. Es una cosa vergonzosa. Les aseguro que me extraña que lo haya escrito uno de ustedes.

—Yo ignoraba hasta ahora la existencia de ese artículo —dijo Hipólito– y no lo apruebo.

—Yo sabía que había sido escrito, pero... no hubiese aconsejado su publicación, por prematura —declaró el sobrino de Lebediev.

—Yo lo sabía, pero... yo tengo el derecho de...– —comenzó el «hijo de Pavlitchev»

—¿Ha sido usted quien ha redactado todo eso? —dijo Michkin, mirando con curiosidad a Burdovsky—. ¡No es posible!

—Se podría discutir el derecho de usted a formular semejantes preguntas —sugirió el sobrino de Lebediev.

—Me sorprende que el señor Burdovsky haya podido... Pero lo que yo quería decir era esto: que me sorprende que, una vez dada por ustedes publicidad al asunto, se molestasen ante la posibilidad de mencionarlo ante mis amigos.

—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, irritada.

Lebediev, sin poder contenerse más, se adelanté entre las sillas, casi febril:

—Olvida usted, príncipe —dijo—, que, si ha consentido en recibir y atender a esta gente, sólo ha sido en virtud de la bondad de su corazón, que es incomparable. Porque no tienen derecho alguno a exigir nada. Y además había usted confiado el asunto a Gabriel Ardalionovich, lo que ha sido por parte de usted otra inmensa muestra de bondad. Usted olvida también, ilustre príncipe, que estando rodeado de un grupo de amigos muy distinguidos, no tiene derecho a sacrificarlos a estos hombres y que sólo depende de su voluntad ponerlos en la puerta inmediatamente. Como dueño de la casa, yo tendría el mayor placer en...

—¡Muy bien dicho! —apoyó con calor el general Ivolguin.

—Basta, Lebediev, basta... —empezó Michkin, Pero sus palabras quedaron sofocadas bajo un verdadero estallido de indignación.

—No, príncipe, no basta —dijo el sobrino de Lebediev, logrando dominar el tumulto con su voz—. Es preciso exponer el asunto con claridad, porque veo que no lo comprenden así. Ya se hace intervenir aquí la cuestión jurídica, y en nombre de ella se amenaza con ponernos en la puerta. Realmente, ¿nos cree usted tan necios que no conozcamos que nuestra reclamación no posee fundamento jurídico y que desde el punto de vista legal no tenemos derecho a reclamar un rublo? Pero sabemos, en cambio, que si el derecho positivo está contra nosotros, tenemos en cambio a favor el derecho humano, el derecho natural, el derecho del buen sentido y de la conciencia, cuyas prescripciones, aunque no figuren en los mezquinos códigos de los leguleyos, no por eso dejan de obligar a todo hombre sincero y honrado, es decir, a todo hombre de sano juicio. Si hemos venido sin temor de que se nos pusiese en la puerta (con lo que se nos ha amenazado hace un instante) en virtud del carácter imperativo de nuestra reclamación y de la visita a tal hora (aunque no era tal cuando vinimos y lo es a causa de nuestra larga espera en la antesala), si hemos entrado, repito, sin temor, ha sido precisamente porque contábamos encontrar en usted un hombre de buen sentido, esto es, de honor y de conciencia. Es verdad que no nos hemos presentado humildemente, como sus parásitos y aduladores, sino con la cabeza alta, como conviene a hombres independientes, y que no hemos formulado una petición, sino una intimación orgullosa y abierta (porque fíjese en que no solicitamos, sino que exigimos). Nosotros le preguntamos, con toda energía y franqueza: ¿cree usted tener razón en el asunto de Burdovsky? ¿Reconoce usted que Pavlitechv le colmó de beneficios y hasta acaso le salvó de la muerte? Si lo reconoce así, lo que es superfluo preguntar, ¿no encuentra usted ajustado a la equidad indemnizar al desgraciado hijo de Pavlitechv, aun cuando lleve el nombre de Burdovsky? ¿Sí o no? Si es «sí», o, en otras palabras, si usted posee lo que en el lenguaje de ustedes se llama honor y conciencia y nosotros, con más precisión, llamamos, en el nuestro, buen sentido, entonces satisfaga nuestra demanda y asunto terminado. Atiéndanos sin ruegos ni agradecimientos por nuestra parte, y no espere nada de nosotros, porque lo que haga no será por nosotros, sino por la justicia. Si se niega usted a satisfacernos, si dice «no», nos retiraremos y el asunto quedará terminado también. Pero entonces le diremos en la cara, ante todos los presentes, que es usted un hombre de espíritu grosero y de un desenvolvimiento moral ínfimo y le negaremos el derecho de hablar en adelante de su honor y su conciencia, puesto que será un derecho que querrá comprar muy barato. He concluido. La cuestión está planteada. Expúlsenos, si se atreve. Puede hacerlo, porque ello está en su mano. Pero recuerde que exigimos y no imploramos. ¡Exigimos, no imploramos!

Y pronunciadas estas palabras con extraordinaria vehemencia, el sobrino de Lebediev guardó silencio.

—¡Exigimos, exigimos, exigimos y no imploramos! —tartamudeó Burdovsky, rojo como una langosta.

A raíz del discurso del sobrino de Lebediev, se produjo en los reunidos cierta conmoción. Oyéronse murmullos; pero todos, excepto Lebediev, cada vez más excitado, procuraban no inmiscuirse en el asunto. Era de notar que el funcionario, aunque estuviese de parte del príncipe, parecía orgulloso de la elocuencia de su sobrino. Al menos paseó sobre la concurrencia una mirada en que se traslucía cierta vanidosa satisfacción familiar.

—Creo —comenzó Michkin, con un tono moderado—que tiene usted razón, señor Doktorenko, en la mitad de cuanto ha dicho. Incluso consentiría en darle la razón en absoluto, si no olvidase usted cierto aspecto del asunto. Lo que ha olvidado es que no puedo definirle con precisión, pero es cosa indudable que para que su lenguaje sea justo le falta algo. Mas, dejando eso y yendo al grano, ¿quieren decirme, señores, por qué han publicado ese artículo? No contiene una palabra que no sea una calumnia, y además, en mi opinión, con él han cometido ustedes una vileza.

—¡Perdón, pero...!

—¡Señor mío...!

—¡Esas palabras! —exclamaron a la vez todos los excitados visitantes.

—Respecto al artículo —dijo Hipólito, con voz chillona—, ya le he dicho que ni los demás ni yo lo aprobamos. ¡Miren quién lo ha escrito! —agregó, señalando al boxeador, que se hallaba sentado junto a él—. Reconozco su estilo, en el que prescinde del buen lenguaje y de la corrección. ¡Es cosa muy propia de un hombre de su calaña! Convengo en que este hombre es un imbécil mixto de truhán y no me muerdo la lengua para decírselo en su cara todos los días. Pero, aun así, tiene razón en parte. La publicidad es un medio al que todos tienen derecho, y, por tanto, Burdovsky también. Respecto a la otra parte, que el autor responda de sus absurdidades. En cuanto a la protesta que yo he formulado antes contra la presencia de sus amigos, considero necesario aclarar que sólo he protestado con miras a afirmar nuestro derecho; pero ahora declaro que en realidad deseamos que haya testigos. Antes de entrar aquí, los cuatro estábamos de acuerdo en ese punto. Que los testigos fuesen amigos de usted, era cosa que no nos importaba. Y puesto que no pueden dejar de reconocer el derecho de Burdovsky, derecho que es de una exactitud matemática, es preferible que los testigos sean amigos de usted, porque así la verdad se impondrá con mayor evidencia.

—Es verdad: todos estamos de acuerdo en eso —apoyó el sobrino de Lebediev.

—Pues entonces —dijo Michkin, con extrañeza—, ¿por qué comenzaron por entrar de aquel modo?

El boxeador, que experimentaba una excitación creciente, y que ardía en deseos de intervenir (e incluso parecía que la presencia de las mujeres obraba en él como un fuerte e inequívoco estimulante) tomó la palabra:

—Respecto al artículo, príncipe, reconozco ser su autor, aunque mi amigo (a quien suelo perdonar muchas cosas en razón a su mal estado de salud) acabe de criticarlo tan acerbamente. Lo escribí y publiqué en el periódico de un amigo en forma de carta. Lo único no mío son los versos, debidos en realidad a un escritor satírico. Sólo lo leí a Burdovsky, aunque no completo, y él me autorizó en el acto a publicarlo. Usted convendrá que yo podía haberlo hecho imprimir incluso sin su consentimiento. El derecho a la publicidad es un derecho de todos, y un derecho conveniente y útil. Creo, príncipe, que es usted lo bastante progresista para osar negarlo...

—No niego nada; pero reconozca que ese artículo...

—¿Quiere usted decir que es duro? Tal vez; pero, en cierto modo, el interés de la sociedad lo exige así, como usted mismo admitirá, sobre todo en un caso flagrante como el presente. Será lamentable para los culpables, sí; pero beneficioso para la sociedad. En cuanto a alguna pequeña inexactitud, a alguna exageración, por decir así, ¿no es cierto que lo importante es el fin, la intención, la iniciativa? En principio se trata de un ejemplo moral, tras el que cabe examinar los casos particulares. Y en cuanto al estilo, se trata de un artículo humorístico y no me negará usted que todo el mundo escribe así. ¡Ja, ja, ja!

—Yo les aseguro, señores —declaró Michkin—, que han seguido ustedes un camino erróneo. Usted ha publicado el artículo en la certeza de que yo no consentiría en dar satisfacción al señor Burdovsky y, fundándose en ello, ha insertado ese ataque para intimidarme y vengarse de mi presunta negativa. Pero, ¿qué sabían ustedes respecto a mis intenciones? Podía ser que yo hubiese decidido atender al señor Burdosky. Y es más: les declaro ahora sin rodeos, en presencia de testigos, que pienso hacerlo así...

—Esas son palabras nobles e inteligentes propias de un hombre inteligente y nobilísimo —proclamó el boxeador.

—¡Dios mío! —se lamentó Lisaveta Prokofievna.

—¡Es intolerable! —rezongó Epanchin.

—Permítanme, señores, permítanme —rogó el príncipe—. Les voy a exponer el asunto. Hace cinco semanas recibí la visita del señor Tchebarov, apoderado del señor Burdovsky. Usted, señor Keller —intercaló Michkin, volviéndose al ex oficial, con una sonrisa– hace en su artículo una descripción muy halagüeña de Tchebarov, pero a mí no me agradó extraordinariamente. Desde el primer momento comprendí que Tchebarov era el alma de todo esto y que, hablando francamente, había abusado de la ingenuidad del señor Burdovsky para promover esta reclamación.

—¡Usted no tiene... derecho! ¡Yo no soy... un ingenuo! —balbució Burdovsky, agitadísimo.

—No tiene usted el derecho de sugerir tales apreciaciones —declaró, con tono de autoridad, el sobrino de Lebediev.

—Lo que dice usted es infinitamente ofensivo —clamó Hipólito—. Se trata de una suposición gratuita, hiriente y fuera de lugar.

—Perdonen, señores —se apresuró a excusarse Michkin—. Les ruego que me dispensen. He creído mejor obrar por ambas partes con entera sinceridad; pero si prefieren que se obre de otro modo... Respondí a Tchebarov que, como no estábamos en San Petersburgo, yo iba a encargar a un amigo que aclarara el asunto, del cual yo enviaría más adelante noticias a usted, señor Burdovsky. No vacilo en decirles, señores, que fue la intervención de Tchebarov en este caso lo que me hizo sospechar que se trataba de un engaño. No se ofendan de mis palabras, señores. ¡No sean tan susceptibles, por amor de Dios! —exclamó el príncipe, viendo que Burdovsky se irritaba de nuevo y que los otros comenzaban a protestar otra vez—. Si les digo que consideraba el asunto como un engaño, nada en ello les afecta personalmente. Yo no conocía a ninguno de ustedes; ignoraba sus nombres, y sólo formé opinión sobre Tchebarov. Hablo en general... ¡Si supiesen la cantidad de engaños de que me han hecho objeto desde que heredé los bienes que poseo!


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю