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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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Y después de hablar así se levantó, como para marcharse.

—¡Nastasia Filipovna, Nastasia Filipovna! —se oyó exclamar por doquier.

Reinaba una agitación febril general. Todos los visitantes, abandonando sus asientos, rodeaban a la joven escuchando con inquietud sus palabras impetuosas, febriles, delirantes. Ninguno comprendía nada de lo que ocurría y el desconcierto era absoluto. En medio de la confusión resonó, un campanillazo tan violento como el que horas antes había sembrado la extrañeza en casa de Gania.

—¡A... já! ¡El desenlace! ¡Por fin! —dijo Nastasia Filipovna—. Son las once y media. Siéntense, señores. ¡El desenlace!

Y, mientras hablaba, se sentó a su vez. Una extraña sonrisa tembló en sus labios. Miraba hacia la puerta con silenciosa ansiedad.

—Rogochin y sus cien mil rublos —murmuró Ptitzin para sí.

XV



Katia, la doncella, apareció muy alarmada.

—Nastasia Filipovna: ahí viene una gente que no sé quiénes son. Diez hombres borrachos han entrado en el piso y quieren verla a usted. Han dado el nombre de Rogochin, diciendo que ya le conoce.

—Es cierto. Haz pasar a todos, Katia.

—¿A todos, Nastasia Filipovna? ¡Si son personas de muy mal aspecto!

—No tengas miedo, Katia. Hazles entrar a todos, hasta el último. Además, si quisieras impedirles el paso no lo conseguirías. ¡Qué escándalo arman! ¡Lo mismo que antes! Señores —añadió, dirigiéndose a los invitados—, quizá encuentren ustedes de mal tono que reciba semejante compañía. Lo siento mucho y les presento excusas; pero no tengo más remedio, ya que quiero que asistan ustedes al desenlace. En todo caso, hagan lo que les parezca.

Los reunidos se miraron con sorpresa, cuchicheando entre sí. Una cosa era evidente para todos: que aquello estaba planeado de antemano y que Nastasia Filipovna, aunque loca sin duda, no se dejaba desconcertar por nada. Todos se sentían muy curiosos. Por ende no existía motivo de inquietud. De todos los invitados, sólo dos eran mujeres. Daría Alexievna y la bella y silenciosa desconocida. La primera conocía bien todos los aspectos de la vida y no se asustaba por tan poco. Y la taciturna extranjera difícilmente podía comprender lo que pasaba, ya que no entendía una sola palabra de ruso. Era, en efecto, una alemana que llevaba corto tiempo en Rusia y para colmo parecía tan boba como linda. Sus amistades la invitaban a sus veladas sencillamente porque era muy decorativa. Se la exhibía en las reuniones, suntuosamente vestida, como se exhibe un cuadro valioso, una escultura, un ánfora o una pantalla de mérito.

En cuanto a los hombres, Ptitzin era amigo de Rogochin; Ferdychenko se encontraba en aquella situación como el pez en el agua; Gania no había reaccionado aún de su estupor, y además sentía un íntimo deseo de asistir a su ignominia hasta el final; el viejo profesor no acertaba a desentrañar lo que sucedía y, testigo de la excepcional agitación que dominaba a la dueña de la casa y a todos los otros, ardía en deseos de llorar y temblaba literalmente de miedo, pero, aun así, habría preferido la muerte a abandonar a Nastasia Filipovna en situación semejante. A Totzky le repugnaba mezclarse en aventuras de tal estilo, pero el asunto le interesaba mucho, a pesar del estrambótico giro que adquiría; por ende, dos o tres de las palabras pronunciadas por Nastasia Filipovna le habían intrigado de tal manera, que no quería marcharse antes de obtener una explicación de su significado. Resolvió, pues, esperar hasta el fin, en actitud de espectador silencioso, la sola que le parecía acorde con su dignidad. El único que no parecía dispuesto a soportar por más tiempo aquellas extravagancias era el general Epanchin, ya muy dolido por la forma descortés en que se le había devuelto su regalo... Si hasta entonces, influido por la pasión, se había dignado sentarse en aquella casa al lado de Ptitzin y de Ferdychenko, ahora despertaban en él su respeto propio, el sentimiento del deber, la conciencia de la seriedad a que le obligaban su categoría social y su posición en el servicio. En resumen, no ocultó que un hombre como él no podía alternar con gentes como Rogochin y sus compañeros.

A las primeras palabras, Nastasia Filipovna le atajó:

—¡No se me había ocurrido, eso, general! Había contado con usted y... Mas si ello le disgusta, no insisto en retenerle, por mucho que hubiera querido, en un momento como éste sobre todo, verle cerca de mí. En cualquier caso, le agradezco de verdad su visita y su bondadosa atención; pero si tiene usted miedo...

—Permítame, Nastasia Filipovna —interrumpió Epanchin, en un arranque caballeresco—, ¿a quién dice cosa semejante? Sólo por mi devoción a usted, me quedaré a su lado y, si hay algún peligro... Además, confieso que mi curiosidad está muy excitada. Sólo temo que esa gente ensucie sus alfombras o rompa cualquier objeto... En mi opinión no debería usted recibirlos, Nastasia Filipovna.

—Rogochin en persona —anunció Ferdychenko.

—¿Qué le parece, Atanasio Ivanovich? —preguntó el general a Totzky en voz baja—. ¿No cree que se ha vuelto loca? Quiero decir en el sentido literal de la palabra, en el sentido médico, ¿comprende?

—Siempre le he dicho que tenía cierta predisposición a ello —cuchicheó Totzky.

—Además, está febril y...

Rogochin iba acompañado casi por los mismos secuaces que cuando hizo su visita a Gania. No obstante, se había agregado dos nuevos reclutas: uno, un viejo desacreditado, antiguo editor de un periódico libelístico y de mala fama. Se atribuía a este hombre la anécdota de haber empeñado en cierta ocasión su dentadura postiza para poder embriagarse. El otro era un subteniente retirado, rival del señor de los puños sólidos, y absolutamente desconocido a la partida de Rogochin, que se lo había incorporado en la acera soleada de la Perspectiva Nevsky, donde solía dirigirse a los transeúntes para solicitarles, con frases a lo Marlinsky, ayudas pecuniarias, añadiendo ladino, que cuando a él, en sus tiempos, le hacían demandas semejantes siempre daba quince rublos cada vez.

Desde el principio, los dos competidores, el forzudo y el subteniente, habían sentido antipatía y hostilidad uno hacia otro. El primero consideraba afrentoso que se juzgase preciso añadir un matón más a la banda. Taciturno por naturaleza, se limitaba a emitir de cuando en cuando sordos gruñidos de oso y a mirar de arriba abajo, con supremo desdén, al pedigüeño siempre que éste, que alardeaba de hombre de mundo y fino diplomático, trataba de congraciarse con el forzudo. A primera vista el subteniente producía la impresión de ser uno de aquellos hombres que suplen la falta de fuerza con su destreza y pericia. Era, desde luego, menos corpulento que el señor forzudo. Varias veces, y sin entrar en franca disputa, hizo delicadas alusiones a la eficacia del boxeo inglés, mostrándose de este modo un paladín convencido de la cultura occidental. El señor forzudo sonrió y bufó, sin dignarse conceder a su adversario una refutación en regla, y ciñéndose a mostrarle a ratos, como por casualidad, un argumento característicamente ruso: un puño enorme, nervudo, cubierto de vello rojizo. Era evidente para todos que si aquel argumento, tan típicamente nacional, se abatía sobre un objeto cualquiera había de dejarlo reducido a gelatina.

Gracias a los esfuerzos de Rogochin, que venía pensando desde por la mañana en la visita a Nastasia Filipovna, ninguno de los de la banda estaba completamente beodo. Él mismo se hallaba ahora casi sereno; pero bajo el influjo de las sensaciones que atravesara en aquel caótico día se sentía fuera de sí en absoluto. Sólo una idea subsistía en su mente, la idea por cuya realización había trabajado con inmenso ahínco desde las cinco de la tarde hasta las once de la noche. Poco faltó para que hiciese perder la cabeza a Kinder y Biskup, dos judíos y prestamistas, que hubieron de andar de un lado a otro como poseídos, a fin de resolverle el problema. Al cabo lograron aprontarle los cien mil rublos sobre los que Nastasia Filipovna se permitiera una burlona insinuación aquella mañana. Pero a un interés tan fabuloso que el mismo Biskup no osó hablar de él a Kinder sino en voz baja.

Como antes, Rogochin iba a la cabeza, seguido de sus acólitos, todos muy persuadidos de su importancia, pero algo inquietos a la par. La persona que les inspiraba, sabe Dios por qué, más miedo, era Nastasia Filipovna. Algunos de ellos temían incluso que se les arrojase por las escaleras. Entre estos cobardes figuraba el elegante y fascinador Zaliochev. Pero otros, y en especial el señor forzudo, sentían en el fondo un profundo desprecio, casi rencoroso, por Nastasia Filipovna y se encaminaban a su casa como al asalto de una posición enemiga. Con todo, el lujo de las dos primeras habitaciones les inspiró un respeto involuntario y casi temeroso. Había allí infinitas cosas nuevas para ellos: muebles raros, cuadros, una estatua de Venus... Aquel instintivo respeto se unía a una curiosidad insolente, y fue así, en medio de estos complejos sentimientos, como penetraron en el salón en pos de Rogochin. Pero cuando el señor forzudo, su rival el subteniente y algunos más vieron entre los invitados al general Epanchin sentado junto a Nastasia Filipovna, quedaron tan decaídos, que iniciaron un verdadero repliegue hasta la antesala. Sólo unos cuantos mantuvieron su valor. Entre ellos figuraba el intrépido Lebediev, que avanzaba casi al lado de Rogochin, muy poseído de la importancia propia de un hombre con un capital de un millón cuatrocientos mil rublos en buen dinero constante y sonante, y que en el momento presente llevaba en el bolsillo cien mil. Conviene advertir, por otra parte, que todos, incluso el sabio Lebediev, tenían una idea bastante vaga de los límites de su poderío y no sabían a punto fijo si todo les estaba permitido o no. En ocasiones, Lebediev se hubiera pronunciado por la afirmativa con la mayor energía, pero en otras no lograba prescindir de acordarse de ciertos artículos del Código, no del todo tranquilizadores en aquella sazón.

La impresión que produjo Nastasia Filipovna sobre Rogochin fue muy distinta a la que causó en los compañeros del joven. Apenas se apartó la cortina que cubría la puerta y Parfen Semenovich pudo ver a su ídolo, todo lo que rodeaba a Nastasia Filipovna se desvaneció a sus ojos, como por la mañana, y aún más en absoluto que entonces. Palideció y se detuvo un instante; era notorio que el corazón le latía con violencia. Tímidamente, con desesperación, miró, a Nastasia Filipovna. Y de pronto, como si le abandonasen sus sentidos, adelantó hacia la mesa con paso casi vacilante. Por el camino tropezó en la silla de Ptitzin y puso sus botas, sucias y enfangadas, sobre los magníficos encajes del brillante vestido azul de la bella alemana. No se excusó, porque no había reparado en una cosa ni en otra. Al llegar a la mesa depositó encima un objeto que tenía entre las manos mientras atravesaba el salón, y que consistía en un paquete de unos catorce centímetros de alto y como diecinueve de largo, cuidadosamente envuelto en un número de la «Gaceta de la Bolsa» y atado mediante un cordón de los que se emplean para empaquetar el azúcar. Rogochin dejó caer los brazos y aguardó, silencioso, su sentencia. Vestía exactamente el mismo traje de por la mañana, pero lucía al cuello una bufanda nueva, de seda roja y verde, adornada con un alfiler en el que esplendía un grueso diamante figurando un escarabajo. Su áspera mano derecha ostentaba un macizo anillo, también de diamantes.

Lebediev se detuvo a tres pasos de la mesa. Katia y Pacha, las dos doncellas, miraban, con inquietud y alarma, por entre las cortinas.

Nastasia Filipovna contempló a Rogochin con curiosidad.

—¿Qué es esto? —preguntó señalando el paquete.

—Los cien mil rublos —contestó él, casi en un cuchicheo.

—¡Ha cumplido su palabra! ¡Qué hombre! Siéntese en esta silla, se lo ruego. Ya hablaremos después. ¿Quiénes son ésos? ¿Sus compañeros de antes? Que entren, que se sienten. Pueden acomodarse en ese diván. Y en este otro. Y ahí tienen dos sillones. ¿Por qué no quieren? ¿Qué les pasa?

Varios de ellos, totalmente confundidos, se habían batido en definitiva retirada y esperaban en la pieza contigua. Los que había en el salón se sentaron al invitarles Nastasia Filipovna, pero lejos de la mesa y casi todos en los rincones. Algunos persistían en disimular su presencia; otros, en cambio, recobraron su aplomo con extraordinaria rapidez. Rogochin ocupó la silla que se le indicara, pero al cabo de un momento se levantó y ya no tornó a sentarse. Gradualmente iba reparando en los presentes. Viendo a Gania sonrió con malignidad y murmuró para sí; «¡Hola!» El general y Totzky no le causaron impresión: casi no se fijó en ellos. Pero al descubrir al príncipe al lado de Nastasia Filipovna, la sorpresa le hizo, a pesar suyo, fijar los ojos en Michkin durante algunos instantes, como si no se explicara aquel nuevo encuentro. Había momentos en que se sentía víctima de un verdadero delirio. Además de las fuertes impresiones del día, había pasado en el tren la noche anterior y llevaba cerca de cuarenta y ocho horas sin dormir.

—En este sucio papel, señores —dijo Nastasia Filipovna, dirigiéndose a sus invitados, con aspecto impaciente y febril—, hay cien mil rublos. Rogochin, antes, me aseguró a gritos, como un loco, que me traería esta noche cien mil rublos y yo le esperaba. Conste que me ha regateado como una mercancía: primero ofreció dieciocho mil rublos, luego cuarenta mil y al fin llegó hasta cien mil, que son éstos. En todo caso, ha cumplido su palabra. ¡Y qué pálido está! El incidente sucedió esta mañana en casa de Gania. Yo había ido a visitar a su madre y al resto de mi futura familia y la hermana de Gania dijo en mi cara: «¿Es posible que no haya quien arroje de aquí a esta desvergonzada?» Y luego abofeteó el rostro de su hermano. ¡Es una muchacha de carácter!

—¡Nastasia Filipovna! —dijo el general en tono de reproche, comenzando a comprender, poco más o menos, la situación.

—¿Qué, general? Que esto es incorrecto, ¿no? Lo sé. ¡Pero ya he dejado de andar con cumplidos! He pasado cinco años desempeñando el papel de mujer virtuosa desde mi palco del Teatro Francés, he rechazado a todos los que solicitaban mis favores, me he mostrado como una ingenua inocente... ¡Ya estoy harta! He aquí que después de cinco años de ser virtuosa viene un hombre a poner, en presencia de ustedes, cien mil rublos para mí sobre la mesa. ¡Y sin duda me espera su coche en la calle! ¡Me ha valorado en cien mil rublos! Ya veo, Gania, que te has ofendido conmigo. Pero, ¿es posible que hubieras soñado en hacerme entrar en tu familia? ¡A mí, la amante de Rogochin! ¿No oíste lo que decía el príncipe hace poco?

—Yo no he dicho que fuese usted la amante de Rogochin —repuso Michkin con voz temblorosa.

Daría Alexievna no pudo contenerse.

—Basta ya, Nastasia Filipovna; basta ya, querida —exclamó—. Puesto que estás harta de estos hombres, mándalos a paseo. Además, ¿es posible que consientas en acceder a las pretensiones de mi sujeto así por cien mil rublos? Cien mil rublos, verdaderamente, merecen consideración. Pero puedes tomar su dinero y ponerle a él en la puerta. Con esta gente hay que portarse así. ¡Como estuviese yo en tu lugar les daría una buena lección!

Daría Alexievna se sentía realmente disgustada. Era una mujer de buen carácter y muy impresionable. Nastasia Filipovna sonrió y dijo:

—Vamos, Daría Alexievna, no te excites. En lo que he hablado no había indignación por mi parte. ¿Acaso he hecho algún reproche? Es que, en realidad, no sé cómo se me ha ocurrido la tonta idea de querer entrar en una familia honrada. He visto a la madre de Gania, la he besado la mano... Y si primero me mostré insolente en tu casa, Gania, lo hice adrede, porque quería ver por última vez a lo que eras capaz de llegar. Y te aseguro que me has sorprendido. Esperaba mucho de ti, mas no tanto. ¡Pensar que consentías en casarte conmigo sabiendo que la víspera, como quien dice, de tu matrimonio, el general me ofrecía unas perlas de tal valor y que yo las había aceptado! Y luego lo de Rogochin. En tu propia casa, delante de tu madre y de tu hermana, ha regateado el valor que me atribuye, y aun así tú has venido luego a pedir mi mano... ¡Paco ha faltado para que incluso trajeses a tu hermana contigo! ¿Es posible que tenga razón Rogochin cuando dice que por tres rublos andarías a cuatro pies por el bulevar Vassilievsky?

—Sí, andaría a cuatro pies —afirmó Rogochin en voz baja con acento de profunda convicción.

—Aun podría pasar todo eso si estuvieras muriéndote de hambre, pero creo que ganas un buen sueldo. Y, no contento con querer introducir en tu casa a una mujer sin honra, estás resuelto a casarte con una mujer a quien detestas. Porque sé que me detestas... Creo que un hombre así sería capaz de asesinar por dinero. Hoy día la sed de ganancias produce en todos los hombres una verdadera fiebre. ¡Están como locos! Hasta los niños se vuelven usureros. Hace poco he leído que un individuo envolvió en un lienzo de seda su navaja de afeitar, se acercó a un amigo suyo por la espalda y suavemente le degolló como a una oveja. Eres un hombre sin honor, Gania. Yo soy una mujer sin honra, pero tú eres peor aún. Y no digo nada ya del personaje de los ramilletes...

—¡Es posible que hable usted así, Nastasia Filipovna! —exclamó el general, sinceramente desolado, golpeándose una mano contra la otra ¡Usted, tan delicada, tan fina en sus ideas! ¡Y ahora, qué lenguaje, qué palabras!

Nastasia Filipovna rompió en una carcajada.

—Estoy ebria, general, y bromeo. Hoy es mi cumpleaños, y también mi día triunfal, el día que esperaba hace tanto tiempo... Daría Alexievna, mira a ese señor de los ramilletes, a ese monsieur aux camélies. Ahí lo tienes, sentado y riéndose de nosotros...

—No me río, Nastasia Filipovna —contestó Totzky muy digno—. Me limito a escuchar con atención.

—¿Por qué he estado atormentándole durante estos cinco años, sin dejarle libre? ¿Acaso lo merecía? Él no es sino lo que debe ser y nada más. Incluso es capaz de suponer que soy yo quien me porto mal con él, porque me ha dado educación, me ha mantenido como a una condesa, ha gastado mucho dinero en mí, ha procurado hallarme un marido honorable en provincias, y al fin me ha encontrado aquí a este Gania. ¡Figúrate que hace cinco años que no tengo intimidad con Atanasio Ivanovich y, sin embargo, he continuado recibiendo su dinero, persuadida de que me asistía derecho a obrar así! ¡Sin duda había perdido la cabeza! Ahora me dices que tome los cien mil rublos de este otro hombre y le ponga a la puerta si me repugna ser amante suya. Sí: me repugna. Hace tiempo que hubiese podido casarme y no con Gania; pero ello me repugna también. ¿Por qué he pasado cinco años desempeñando ese papel de mujer leal? Pues créeme que ha sido porque hace cuatro años me pregunté si no debía casarme legalmente con mi Atanasio Ivanovich. No pensaba en tal cosa por venganza, sino porque se me ocurrían muchas ideas en aquella época. Y habría podido convencerle. Incluso él me hizo indicaciones en ese sentido. Sin duda no lo hacía con sinceridad, pero se mostraba tan apasionado, que le hubiese llevado al matrimonio, de proponérmelo. Luego, gracias a Dios, comprendí que él no merecía tanto rencor. Y entonces sentí tal repulsión por él, que incluso si se me hubiese ofrecido como esposo le habría rechazado. He vivido cinco años como una mujer irreprochable. Pero vale más que me lance al arroyo. Ese es el lugar que me corresponde. O aceptar a Rogochin, o ser lavandera desde mañana mismo. Porque no tengo sobre mí nada que me pertenezca, y al irme dejaré aquí hasta el último trapo. Y cuando ya no tenga nada, ¿quién me querrá? ¡Pregunta a Gania si consentirá entonces en casarse conmigo! Es posible que ni el propio Ferdychenko me quisiera...

—Es posible, en efecto, que no la quisiera —repuso el bufón—. Pero hay alguien que sí la querría: el príncipe. No hace usted más que lamentarse; pero mire al príncipe... Hace rato que le estoy observando.

Nastasia Filipovna se volvió al joven con curiosidad.

—¿Es cierto? —preguntó.

—Sí —dijo él, en voz baja.

—¿Me querría usted así, sin nada?

—Sí, Nastasia Filipovna.

—¡Hola! —exclamó el general—. ¡Un nuevo incidente! Era de esperar.

Michkin fijó una mirada triste, penetrante y severa, sobre Nastasia Filipovna, que seguía examinándole.

—¡Mira lo que he encontrado! —dijo ella, dirigiéndose otra vez a Daría Alexievna—. Un bienhechor, y que habla de todo corazón lo sé. Pero es posible que acierten los que dicen que... que no es un hombre corriente. ¿De qué vivirías, príncipe, si estuvieras lo bastante enamorado para casarte con la amante de Rogochin?

—Casándome con usted, Nastasia Filipovna, me casaría con una mujer honrada y no con la amante de Rogochin —repuso Michkin.

—¿Acaso soy honrada?

—Sí.

—Eso se ve en las novelas, príncipe. Todo ello son cuentos viejos... Hoy la gente se ha vuelto más razonable y sabe que todo eso es absurdo. Además, ¿cómo se te ocurre pensar en casarte? Más falta te hace una enfermera que una mujer.

El príncipe se levantó y con voz tímida y temblorosa, pero también con el tono de un hombre profundamente convencido de lo que dice, respondió:

—No sé nada, Nastasia Filipovna, y no he visto nada de la vida; puede que tenga usted razón... Pero yo me tendría por muy honrado si usted me aceptase, en vez de creer que la honraba casándome con usted. Yo no soy nadie; mas usted ha conocido el sufrimiento y ha salido pura de un infierno semejante. Eso es mucho. ¿Por qué se siente, pues, avergonzada y dispuesta a aceptar a Rogochin? Lo ha dicho usted bajo el influjo de la fiebre. Acaba usted de devolver al señor Totzky setenta y cinco mil rublos y ha expuesto el propósito de dejarle cuanto hay en su casa. Nadie haría lo mismo. Yo... Nastasia Filipovna..., yo la amo... Soy capaz de morir por usted, Nastasia Filipovna. No permitiré a nadie que hable mal de usted, Nastasia Filipovna... Si somos pobres, yo trabajaré, Nastasia Filipovna...

Al oír las últimas palabras del príncipe, Ferdychenko y Lebediev estallaron en risas y hasta el propio general manifestó su mal humor con una especie de gruñido. Ptitzin y Totzky no lograron contener una sonrisa, aunque tan discreta como pudieron. Los demás permanecían con la boca abierta, asombrados.

—Pero acaso en vez de ser pobres seamos muy ricos, Nastasia Filipovna —prosiguió el príncipe con la misma voz tímida—. Cierto que no sé nada concreto y es lástima que nadie me haya proporcionado informes en todo el día; pero el caso es que, estando en Suiza, recibí una carta de un señor de Moscú, llamado Salazkin, y, según me dice, debo entrar en posesión de una herencia muy importante. Aquí está la carta...

Y Michkin, mientras hablaba, sacó un papel del bolsillo.

—¿Es posible que tenga los sentidos cabales? —exclamó el general—. ¡Esta es una verdadera casa de locos!

Se produjo un momento de silencio.

—Creo, príncipe, que ha dicho usted que esta carta se la enviaba Salazkin —intervino Ptitzin—. Salazkin es un hombre muy conocido en su ambiente y tiene gran reputación como agente de negocios. Si esa noticia procede de él, puede darla por segura. Afortunadamente, conozco la letra de Salazkin, porque he tenido con él relaciones financieras hace poco... Si me permite usted examinar esa carta, podré darle algún informe.

El príncipe, sin proferir una palabra, tendió el papel a Ptitzin, con mano temblorosa.

—Pero, ¿qué es esto?, ¿qué es esto? —repetía el general, con el aspecto de un demente—. ¿Es posible que exista semejante herencia?

Mientras Ptitzin leía la carta, todas las miradas se fijaron en él. Aquel nuevo incidente sobrevenido a continuación de tantas circunstancias enigmáticas intrigaba en alto grado a todos los reunidos. Ferdychenko no paraba un instante; Rogochin, inquieto, miraba ora al príncipe, ora a Ptitzin. Daría Alexievna parecía, en su expectación, pisar sobre ortigas. En cuanto a Lebediev, perdió toda su ecuanimidad, y saliendo de su rincón acercóse a Ptitzin y, doblándose en triángulo, comenzó a leer la carta sobre el hombro del prestamista, con el talante de un hombre que espera un bofetón en recompensa de lo que está haciendo.

XVI



—Es cierto —declaró Ptitzin doblando la carta y alargándola a Michkin—. En virtud de un testamento de una tía suya, testamento no discutido por nadie, va usted a poder entrar sin la menor dificultad en posesión de una gran herencia.

—¡Imposible! —barbotó el general.

La palabra restalló como un pistoletazo.

De nuevo el asombro se pintó en todos los semblantes. Ptitzin explanó, dirigiéndose en especial a Epanchin, que cinco meses antes había muerto una tía del príncipe a quien éste no conocía personalmente. La difunta, hermana mayor de la madre de Michkin, era hija de un mercader moscovita de la tercera corporación, llamado Papuchin, que había fallecido en la mayor miseria después de quebrar. Pero el hermano mayor de Papuchin, muerto también hacía poco, era un comerciante muy rico. Un año antes, sus dos hijos habían fallecido con el intervalo de un mes, y el viejo, disgustadísimo, no tardó en seguirles a la tumba. Como era viudo, toda su fortuna pasó a su sobrina, la tía del príncipe, mujer muy pobre a la sazón y recogida en casa de unos extraños. Al recibir la herencia de Papuchin, esta mujer, enferma de hidropesía, se hallaba casi moribunda; pero, con todo, hizo testamento y encargó a Salazkin que buscase al príncipe. Ni el doctor ni Michkin habían querido esperar la comunicación oficial y el último, en consecuencia, se puso en camino una vez recibida la carta de Salazkin.

—Sólo puedo decirle una cosa —concluyó Ptitzin, dirigiéndose a Michkin—, y es que todo esto debe ser completamente exacto, y que puede usted dar por hecho cuanto Salazkin le escribe respecto a la validez del testamento en su favor. Le felicito, príncipe. Va usted a recibir millón y medio, si no más. Papuchin era muy rico.

—¡Bravo por el último de los Michkin! —aulló Ferdychenko.

—¡Hurra! —añadió Lebediev con voz vinosa.

—¡Y yo que he prestado esta mañana veinticinco rublos al pobre muchacho! ¡Ja, ja, ja! Parece un cuento de hadas —dijo el general en el colmo de la estupefacción—. En fin, le felicito, le felicito.

Y abandonando su asiento fue a abrazar al príncipe. Los demás, levantándose, le rodearon también. Hasta los compañeros de Rogochin que habían abandonado el salón comenzaron a regresar. Siguió un tumulto de exclamaciones confusas; todos se empujaban; sonaban voces pidiendo champaña. Por un momento, Nastasia Filipovna fue relegada al olvido. Nadie recordaba el hecho de estar en su casa y en su reunión. Pero luego todos se acordaron a la vez de que el príncipe acababa de ofrecer casarse con ella. De modo que el último incidente daba al asunto un aspecto más extravagante todavía. Totzky, muy sorprendido, se encogía de hombros. Era el único que había quedado en su lugar mientras el resto de los reunidos se agrupaba, tumultuoso, en torno a la mesa. Todos declararon más tarde que a partir de aquel momento pareció iniciarse la locura en Nastasia Filipovna. La joven no se había levantado de su asiento y paseaba sobre todos los asistentes una mirada de asombro y sorpresa, como si no comprendiese la situación, y se esforzase en explicársela. De repente volvióse al príncipe, arrugó el entrecejo, amenazadora, y examinó a Michkin con atención. Aquello sólo duró un segundo. Tal vez hubiera pensado que todo ello constituía una broma; mas, en cualquier caso, tal idea se disipó al ver el aspecto del príncipe. Tornóse pensativa y una sonrisa, al parecer involuntaria, plegó sus labios.

—¡De modo que soy princesa! —murmuró para sí, con cierta burla. Y mirando a Daría Alexievna, añadió—: El desenlace es inesperado; ni yo misma lo había previsto... Pero, ¿por qué siguen ustedes en pie, señores? Siéntense y felicítenme por mi casamiento con el príncipe. Creo que alguien ha pedido champaña: vaya a encargarlo, Ferdychenko. Katia, Pacha —exclamó, al ver a las dos doncellas a la entrada del salón—, pasad. ¿Sabéis que voy a casarme? ¡Y con un príncipe! El príncipe Michkin, que posee millón y medio, me toma por esposa.

—¡No dejes escapar la ocasión, y Dios te bendiga, querida! —dijo Daría Alexievna.

—Siéntate a mi lado, príncipe —continuó Nastasia Filipovna—. ¡Así! Y ustedes, señores, denme la enhorabuena. ¡Ah, ya llega el vino!

—¡Hurra! —gritaron muchas voces a coro.

La mayoría, y entre ellos todos los compañeros de Rogochin, se agolparon en torno a las botellas de champaña. Pero aunque no deseasen ni hiciesen otra cosa sino gritar, varios de ellos, en medio de lo extraño de las circunstancias, advertían que la situación se modificaba. Otros, turbados, esperaban con inquietud el lance final. No faltaron quienes dijeran que aquello era lo más corriente que podía darse y que ya se habían visto antes otros príncipes casados con toda clase de mujeres, sin exceptuar muchachas sacadas de campamentos gitanos. Rogochin, con una sonrisa forzada que crispaba su rostro, asistía a la escena y no acababa de discernirla bien.

—Querido príncipe, vuelve en ti —dijo el general, con horror, acercándose a Michkin a hurtadillas y tirándole de la manga.

Nastasia Filipovna, observándolo, rompió, a reír.

—¡Nada de eso, general! Ahora soy princesa, ya lo ha oído usted. El príncipe no consentirá que me injurien. Felicíteme, Atanasio Ivanovich. ¿Qué le parece? ¿No es ventajoso encontrar semejante marido? Un hombre que posee millón y medio y que además, según dicen, es idiota... ¿Qué más se puede pedir? ¡Ahora es cuando voy a empezar a vivir de veras! Has llegado tarde, Rogochin. Coge tu paquete Voy a casarme con el príncipe y a ser más rica que tú.

Rogochin comprendió al fin lo que sucedía. En su semblante se pintó un sufrimiento indecible. Exhaló un gemido y se golpeó las manos.

—¡Renuncia! —gritó a Michkin.

Aquello provocó la hilaridad de todos.

—Quieres que renuncie en tu favor, ¿eh? —dijo con abrumador desdén Daría Alexievna—. ¡Miren a este aldeano, que ha venido a arrojar su dinero en la mesa! El príncipe se casará y tú habrás recibido un buen revolcón.


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