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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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La extravagante proposición no satisfizo a casi nadie. Unos arrugaban el entrecejo, otros sonreían vagamente. No faltó quien protestara, pero sin energía. Entre éstos se distinguió Ivan Fedorovich, que, si bien enemigo de la idea, no osaba oponerse abiertamente a un deseo de la dueña de la casa. Cuando Nastasia Filipovna expresaba su voluntad era imposible contrariarla, por insensata y perjudicial para ella misma que pudiera ser. A la sazón la joven reía de modo nervioso y convulsivo, estremeciéndose como en un acceso de histeria, en especial cuando Totzky, inquieto, le hacía alguna observación. Los ojos sombríos de Nastasia Filipovna lucían como brasas y en sus mejillas pálidas brillaban dos manchas rojas. Acaso su capricho se exasperase ante las fisonomías contrariadas de los invitados; acaso aquella idea la sedujese por su brutal cinismo. No faltaba quien supusiera que, al aceptarla, la dueña de la casa lo hacía con alguna intención precisa. Todos, en fin, dieron su asentimiento. La verdad era que lo sugerido era curioso y para algunos incluso atractivo. Ferdychenko se distinguía por su entusiasmo.

—Pero si se trata de algo imposible de referir ante señoras... —indicó con timidez el joven silencioso.

—Entonces se cuenta otra cosa —atajó Ferdychenko—. ¿Acaso son maldades las que nos faltan? ¡Bien se ve que tiene usted pocos años!

—Realmente, yo no sé cuál de mis acciones debo considerar como más mala —dijo a su vez la dama desenvuelta.

—Las señoras no están obligadas a confesar nada, aunque tampoco se les prohíbe. Si alguna quiere contar sus malas acciones, se lo agradeceremos. También los hombres quedan en libertad de no hablar, si ello les resulta desagradable.

—Pero, ¿cómo probar que no se miente? —sugirió Gania—. Porque, de mentir, el juego pierde toda la gracia que pueda tener. Es bien seguro que nadie va a decir la verdad.

—También es divertido ver mentir a la gente. Y en lo que te afecta, puedes estar tranquilo, Gania, porque todos conocemos cuál es la peor de tus acciones sin que nos la digas. ¡Piensen, señores —exclamó Ferdychenko en un arranque de entusiasmo—, cómo nos miraremos los unos a los otros después de contar estas anécdotas!

—¿Es posible que esto vaya en serio, Nastasia Filipovna? —dijo Totzky, con dignidad.

—El que tema al lobo, que no vaya al bosque —repuso ella, sonriendo.

—Permítame preguntarle, señor Ferdychenko —insistió Atanasio Ivanovich, aún más alarmado– si tal ocurrencia puede ser considerada como un petit-jeu. Le aseguro que cosa así nunca resultará bien. Usted mismo dice que ya en otra ocasión salió mal.

—¿Cómo que salió mal? La otra vez yo mismo confesé cómo había robado tres rublos.

—Bien; pero no es posible que contase tal cosa de forma que le concedieran crédito. Según muy acertadamente ha expuesto hace un instante Gabriel Ardalionovich, la menor apariencia de falsedad basta para convertir el juego en una cosa insípida. En el caso que usted cita, la sinceridad no se comprende sino como una broma de mal gusto, que aquí estaría totalmente fuera de lugar.

—¿Qué refinado es usted, Atanasio Ivanovich! —exclamó Ferdychenko Además, me sorprende mucho que diga que no pude contar mi robo de modo que fuera considerado verosímil. Atanasio Ivanovich quiere dar a entender muy ingeniosamente, que él considera imposible (porque sería incorrecto opinar lo contrario) que yo cometa un robo en realidad, y, sin embargo, en su interior está bien convencido de que Ferdychenko ha podido muy bien ser un ladrón. ¡Al asunto, señores, al asunto! Tengo los nombres de todos, Atanasio Ivanovich. También usted ha dado el suyo. Por lo tanto, nadie rehúsa. Saque, príncipe.

El príncipe, silencioso, hundió la mano en el sombrero. El primer nombre que salió fue el de Ferdychenko, el segundo el de Ptitzin, luego el del general, el de Atanasio Ivanovich, el de Michkin, el de Gania, y así sucesivamente. Las damas se abstuvieron de participar.

—¡Santo Dios, qué desgracia! —quejóse Ferdychenko—. ¡Yo que contaba que el príncipe sería el primero y a continuación el general! Pero, gracias a Dios, Ivan Petrovich habrá de hacer su relato después de mí, y esto es siempre un consuelo. El caso, señores, es que yo debiera dar un ejemplo grandioso, pero lamento no tener en el momento presente ninguna cosa importante que contar, así como ser tan poca cosa como soy y no poseer siquiera una categoría notable. En consecuencia, ¿qué interés puede tener para nadie el saber que Ferdychenko ha cometido una granujada? Y, aparte eso, ¿cuál es la más mala de mis acciones? Me encuentro ante un verdadero embarras de richesse. ¿Contaré otra vez mi robo para probar a Atanasio Ivanovich que se puede robar sin ser un ladrón?

—Sólo me probaría usted, señor Ferdychenko, que cabe encontrar un placer en contar cosas vergonzosas, incluso sin que nadie le invite a ello a uno... Por otra parte... En fin, dispénseme, señor Ferdychenko.

—Empiece, Ferdychenko. No hace usted más que fanfarronear en vano. Así no acabaremos nunca dijo, airada e impaciente, Nastasia Filipovna.

Todos notaron que su alegría febril había dejado lugar, de pronto, a un humor descontento, irritado e irascible. Mas la joven persistía en su extraño capricho. Atanasio Ivanovich se sentía muy inquieto. Le indignaba ver la calma de Ivan Fedorovich, quien, paladeando, calmoso, su champaña como si todo aquello careciese de trascendencia, se preparaba probablemente a hilvanar también un relato.

XIV



—No tengo ingenio, Nastasia Filipovna —dijo Ferdychenko, a guisa de preámbulo—, y por eso hablo más de la cuenta. Si yo fuese tan ingenioso como Atanasio Ivanovich o Ivan Petrovich me pasaría el rato sin abrir la boca, lo mismo que ellos. Permítame, príncipe, solicitar su opinión. Siempre he creído que en este mundo el número de ladrones supera en mucho al de no ladrones, e incluso me inclino a creer que no hay quien haya dejado de cometer algún robo en su vida. Tal es mi criterio, sin que por eso concluya que la humanidad está enteramente compuesta de rateros, aunque a veces me sienta terriblemente impulsado a suponerlo así. ¿Qué cree usted?

—¡Qué modo tan estúpido tiene usted de contar! dijo la dama desenvuelta, que se llamaba Daría Alexievna—. ¡Qué necedades empieza usted por decir! Es imposible que todo el mundo haya tenido que robar algo. Yo, por mi parte, nunca he robado nada.

—Bien. Usted no habrá robado nada; pero quisiera saber por qué motivo se ha puesto el príncipe tan encarnado.

—Creo que hay parte de verdad en lo que usted dice, aunque lo exagera demasiado —contestó Michkin, cuyo rostro, en efecto, se había cubierto de rubor.

—¿Nunca ha robado usted nada, príncipe?

—No sea ridículo y mida sus palabras, señor Ferdychenko —intervino el general.

—Ya veo que, encontrándose acorralado, le da a usted vergüenza contar sus malas acciones y quiere mezclar al príncipe en el asunto. Tiene usted la suerte de que el príncipe es un hombre de buen carácter, porque si no... —dijo, secamente Daría Alexievna.

—Ferdychenko, —continuó la dueña de la casa, con su irritación—, cuente de una vez, o cállese y quédese con sus secretos. ¡Haría usted perder la paciencia a un santo!

—En seguida, Nastasia Filipovna... Pero, puesto que el príncipe ha confesado (ya que sus palabras y su rubor equivalen a una confesión), ¿qué diría cualquier otra persona de ser sincera? Fíjese en que no digo quién... En lo que me afecta, señores, mi anécdota no es larga ni complicada, sino muy sencilla, muy necia y muy bellaca. Únicamente les aseguro que no soy un ladrón: he robado sin saber cómo. Hace dos años yo estaba un día en la casa de campo de Semen Ivanovich Itchenko. Había varios invitados. Terminada la comida, los hombres quedaron un rato a la mesa, para beber vino. Se me ocurrió la idea de pedir a la hija del anfitrión, María Semenovna, que tocase algo al piano. Me levanté, pues, y crucé un cuartito lateral. Sobre la mesa de costura de María Ivanovna divisé un billete verde de tres rublos, sin duda dejado allí para pagar alguna compra doméstica. En la habitación no había nadie. Cogí el billete y me lo guardé en el bolsillo. ¿Por qué? Lo ignoro. No sé a qué inspiración obedecí. Volví rápidamente al comedor y reocupé mi sitio ante la mesa. Esperando el resultado de mi acción, me sentía bastante nervioso, hablaba sin cesar, contaba anécdotas, reía. Luego fui a sentarme con las señoras. Media hora después se descubrió la falta del billete y se interrogó a las criadas. Se sospechó de una de ellas, una tal Daría. Yo manifesté una curiosidad y un interés extraordinarios en el incidente. Recuerdo incluso que, viendo la turbación de Daría, la insté una vez y otra a que confesase, garantizándole la clemencia de María Ivanovna. Hablaba en voz muy alta, ante todos, con los ojos de todos fijos en mí, y experimentaba un placer vivísimo al pensar que, mientras exhortaba a la sirvienta a que confesase, los tres rublos estaban en mi bolsillo. Aquella misma noche gasté los tres rublos en beber. Entré en un restaurante y pedí una botella de «Cháteau-Laffitte». Nunca se me había ocurrido tomar una botella sin comer algo; pero tenía prisa de disipar aquel dinero. Ni entonces ni después he sentido lo que se llama un remordimiento de conciencia. Desde luego no me agradaría reincidir, créanlo o no. Eso no me importa. Y no hay más.

—Seguramente ésa no es su peor acción —dijo Daría Alexievna, con desprecio.

—Se trata de un caso psicológico y no de una mala acción —observó Atanasio Ivanovich.

—¿Y la criada? —preguntó Nastasia Filipovna, sin ocultar su vivo desagrado.

—La criada, por supuesto, fue despedida a la mañana siguiente. En aquella casa no se toleran esas bromas.

—¿Y consintió usted que la despidiesen?

—¡Esa sí que es buena! ¿Quería usted que me denunciase a mí mismo? —dijo Ferdychenko.

Pero no lograba disimular que se sentía impresionado por el mal efecto que su relato causara a todos los oyentes.

—¡Qué vergüenza! —exclamó Nastasia Filipovna.

—¡Quiere usted que un hombre cuente el acto más feo de su vida, y encima pretende que sea un episodio brillante! Las acciones viles son siempre vergonzosas, Nastasia Filipovna. Y ahora vamos a quedar muy edificados oyendo a Ivan Petrovich. Además, ¡cuántos hay que, resplandecientes de brillo externo, apoyan sólo la certeza de que son buenos en el hecho de que poseen coche! Porque gentes con coche no faltan. ¡Y hay que ver de qué medios se valen para tenerlo!

Ferdychenko, repentinamente irritado, se olvidaba de todo, pasaba los límites, incluso mostraba en su cara contraída una expresión de disgusto. Por extraño que pudiera parecer, seguramente había esperado que su narración obtuviese un éxito muy distinto. Su jactancia de mal gusto, aquellas fanfarronadas soeces, como las llamaba Totzky, le conducían a menudo a tales resultados.

Nastasia Filipovna, temblorosa de ira, miró fijamente a Ferdychenko. Él, helado de terror, calló instantáneamente. Había ido demasiado lejos.

—¿Y si suspendiésemos esto aquí? —propuso Totzky.

—Me ha llegado el turno —dijo Ptitzin, con resolución—; pero me atengo a la libertad de abstenernos que se nos concede a todos y no contaré nada.

—¿No quiere?

—No puedo, Nastasia Filipovna. Además, un petit jeu de tal clase me parece totalmente inoportuno.

—Entonces creo que le toca a usted, general —dijo Nastasia Filipovna a Epanchin—. Si usted se niega también, todo quedará desorganizado, y yo lo sentiré, porque me proponía explicar, a modo de conclusión, un episodio de mi vida. Pero no quiero hablar sino después de usted y de Atanasio Ivanovich, para que me animen —concluyó, sonriendo.

—Puesto que hace usted esa promesa —dijo el general con calor, me siento dispuesto a relatar toda mi vida. Confieso, además, que, en espera de mi turno, ya había preparado una anécdota...

Ferdychenko sonrió con malignidad.

—Y basta mirar a Vuestra Excelencia para advertir el vivo placer literario con que ha elaborado su episodio —comentó, el bufón, aunque no había recuperado todavía la plenitud de su aplomo.

Nastasia Filipovna lanzó una ojeada al general y sonrió. Pero cada vez se notaban en ella más depresión e irritabilidad. Desde que la joven prometiera relatar un episodio de su vida, Atanasio Ivanovich sentíase presa de viva inquietud.

—En el curso de mi existencia, señores —principió el general—, he cometido, como todo el mundo, bastantes malas acciones. Pero, aunque parezca curioso, la breve anécdota que voy a referir es la que yo considero más villana de todas. Han pasado treinta años desde entonces y aún, al recordarla, siento cierta tortura moral. Les advierto que es una aventura muy necia. En aquella época yo acababa de ser nombrado alférez. Y ya se sabe lo que es un alférez: un joven con la sangre caliente y la bolsa vacía. Tenía por asistente a un tal Nikifor, que me cuidaba con mucho celo. Él lavaba, cosía, barría, limpiaba, y hasta incluso echaba la uña a cuanto encontraba a mano y podía sernos de utilidad doméstica. Tratábase de un hombre muy fiel y honrado. Yo era rígido, pero justo. Hubimos de pasar algún tiempo de guarnición en cierta poblacioncita. Me alojaron en los arrabales, en casa de la viuda de un subteniente. Aquella mujer contaba ochenta años o poco menos. Habitaba una antigua y ruinosa casita de madera, y tal era su pobreza que ni siquiera tenía criada. Antaño su familia había sido numerosa, pero a la sazón algunos de sus deudos habían muerto, y los demás estaban lejos o la habían olvidado. Su marido había fallecido hacía más de medio siglo. Algunos años antes la viuda vivía con una sobrina, jorobada y maligna como una bruja, según contaban, al punto de que una vez mordió a su tía en un dedo. Pero la sobrina ya no existía desde tres años antes y la anciana moraba sola. Yo me aburría en su casa lo indecible, porque la buena mujer era tan necia que no podía sacarse de ella la menor distracción. En una ocasión me robó un gallo y disputamos muy vivamente con tal motivo. Aún hoy el asunto no está aclarado, pero es indudable que sólo ella me pudo robar el ave. Como consecuencia de la disputa, solicité que me trasladaran de alojamiento. Fui instalado en el otro extremo de la población, en casa de un mercader, padre de numerosa familia y con una barba muy larga. ¡Aún me parece verle! Nikifor y yo nos fuimos a aquella casa con viva alegría. Mi despedida de la vieja no fue muy amistosa. Tres días después, volviendo yo de la instrucción, Nikifor me recriminó: «Vuestra Nobleza ha hecho mal en dejar nuestra sopera a aquella mujer vieja, porque ahora no tenemos dónde servir la sopa.» Yo, naturalmente, no le comprendí. «¿Cómo que nuestra sopera ha quedado en casa de la vieja?», pregunté. Entonces el asombrado fue mi asistente. «Cuando nos fuimos, declaró, la mujer se negó a darnos la sopera diciendo que Vuestra Nobleza se la había roto.» Semejante bajeza me puso furioso, mi sangre de alférez hirvió de cólera y en un salto llegué a casa de la anciana. Y llegué, puedo decirlo, fuera de mí. Miré y la vi sentada en un rincón del pasillo, con la mejilla apoyada en la mano, como si se hubiese retirado allí para librarse del sol. En seguida la interpelé con los términos más violentos (ya pueden figurarse cuáles), al típico estilo ruso. Pero he aquí que, observándola, noté en su aspecto no sé qué de extraño. Sus ojos, muy abiertos, estaban fijos en mí, no respondía una palabra y su cuerpo parecía bambolearse. Al fin se calmó mi ira, examiné a la vieja, la interrogué y tampoco pude sacarle ni una palabra. Yo no sabía qué pensar. Zumbaban las moscas, se ponía el sol, el silencio reinaba en la casa. Me fui, muy turbado. Pero no volví a mi alojamiento en seguida, porque me había llamado el comandante. Después de pasar a verle fui a dar un vistazo a la compañía. En resumen, era tarde ya cuando volví a casa. Las primeras palabras de Nikifor fueron éstas: «¿Sabe Vuestra Nobleza que la vieja de la sopera ha muerto?» «¿Cuándo?» «Hoy mismo, hace hora y media.» ¡De modo que mientras yo la estaba injuriando ella había entregado el alma a Dios! Les aseguro que tal coincidencia me afectó de un modo que me hizo perder el dominio de mí mismo. Pensé mucho en la difunta y soñé con ella por la noche. No es que yo tuviese prejuicios, pero... Por la mañana asistí a su entierro. Yo me decía: Esta mujer, este ser humano, ha vivido muchos años, ha tenido esposo, hijos, parientes. Todos se agitaban en torno suyo, vivía como rodeada de sonrisas, y he aquí que de pronto todo desaparece y ella queda sola como... como una mosca en invierno y con la carga de la edad encima. Finalmente Dios la llama a su seno, y en el momento en que el Sol se pone, en una dulce tarde de verano, la anciana llega también al ocaso de su existencia... lo que, sin duda, puede motivar ciertas reflexiones... Mas he aquí que en ese instante, en vez de lágrimas que la acompañen en su último viaje, no tiene sino los insultos de un joven alférez que, agitando mucho los brazos, le dirige todas las injurias del vocabulario ruso... a causa de una sopera... Indudablemente no obré bien. Ahora, examinando mi acción con más frialdad, sigo deplorando la suerte de la pobre mujer, y de un modo que me sorprende a mí mismo, porque, después de todo, ¿qué culpa tenía yo de que se le ocurriese morir en aquel preciso instante? Sea como fuere, sólo he podido calmar mis remordimientos sufragando en un hospital los gastos de dos lechos, a fin de asegurar a otras tantas ancianas el descanso y el bienestar en los últimos días de su existencia terrena. Esta fundación perdura desde hace quince años, y me propongo convertirla en perpetua, para lo cual ya he adoptado las oportunas disposiciones testamentarias. Esto es todo. Repito que puedo haber cometido muchas faltas, pero, en conciencia, yo tengo esta acción por la más vil de mi vida.

—Lejos de ser la más vil de su vida, Excelencia, la acción que nos ha contado usted es de las que más le honran. Se ha burlado usted de Ferdychenko —comentó éste.

—¡Es lástima, general, que yo no creyese hasta ahora que tenía usted tan buen corazón! —dijo, con negligencia, Nastasia Filipovna.

—¿Lástima? ¿Por qué? —preguntó el general amablemente.

Y, verdaderamente contento de sí mismo, vació, su vaso de champaña.

Llegaba ahora la vez de Totzky, quien había preparado también un relato. Todos esperaban que no se excusase, como Ivan Petrovich Ptitzin, y, por ciertas razones, se esperaba su narración con curiosidad, mientras todos miraban con interés a Nastasia Filipovna. Atanasio Ivanovich empezó, con voz compuesta y tranquila, a narrar una de sus deliciosas anécdotas. Era Totzky, digámoslo de paso, un hombre de buen aspecto, corpulento, grueso, con los dientes postizos, las mejillas encarnadas y algo colgantes, y el cráneo en parte calvo y en parte cubierto de canas. Vestía elegantemente, pero sin extravagancia, y se distinguía sobre todo por la inmaculada limpieza de su ropa blanca. Sus manos, cuidadas y llenas, atraían la atención. Una sortija incrustada de diamantes adornaba el índice de su mano derecha. Mientras él habló, la dueña de la casa tuvo los ojos fijos sin cesar en el encaje que guarnecía la manga de su vestido, sin alzar una sola vez la mirada hacia el narrador.

—Facilita mucho mi tarea —dijo Atanasio Ivanovich– el hecho de no tener que contar sino la peor acción de mi vida. En casos tales la elección no es difícil de hacer siempre que no se deje guiar por la conciencia y el primer impulso del corazón. Entre las innumerables y acaso frívolas y atolondradas malas acciones de mi vida, hay una que gravita más abrumadoramente sobre mis recuerdos. Se refiere a hace una veintena de años. Estaba yo entonces en el campo con Platón Ordintzev, que acababa de ser elegido mariscal de la nobleza del distrito y había ido a pasar en la provincia las vacaciones invernales acompañado de su joven esposa, Anfisa Alexievna. Se acercaba el día del cumpleaños de ésta e iban a darse dos bailes. Por entonces estaba muy de moda en la alta sociedad «La Dama de las Camelias», de Dumas, hijo, novela deliciosa que, en mi opinión, será inmortal y siempre parecerá nueva. En provincias, todas las señoras —o al menos las que la habían leído– estaban encantadas con aquella obra. La moda había impuesto las camelias, y todas las damas querían ostentarlas. Aquellas flores se habían convertido en el complemento obligado de un traje de baile. Ustedes comprenderán sin trabajo la dificultad de que todas las mujeres consiguiesen camelias en una población pequeña y donde había tal competencia para adquirirlas. Por entonces, Petia Vorkhosvsky estaba enamorado de Anfisa Alexievna. Ignoro, en verdad, si había mediado algo entre los dos, es decir, si él podía albergar alguna esperanza seria. El pobre muchacho deseaba ansiosamente ofrecer camelias a Anfisa Alexievna para el próximo baile. Se sabía que Sofía Bezpalov y la condesa Sotzy, una petersburguesa que se alojaba en casa de la esposa del gobernador, iban a llevar ramilletes de camelias blancas. La señora Ordintzeva las quería rojas, para producir no sé qué efecto determinado. Hizo, pues, que su marido se pusiera en movimiento para procurárselas, y él se comprometió a obtenerlas. Por desgracia, el día anterior todas las existencias de camelias habían sido monopolizadas por Catalina Alejandrovna Mititcheva, implacable rival de Anfisa Alexievna. Puede adivinarse el resultado: ataques de nervios, desmayos de la joven esposa, desesperación de Platón... Si Petia lograba triunfar donde había fracasado el marido, hubiera dado un gran paso en el camino de sus esperanzas, porque en tales casos el agradecimiento femenino no conoce límites. Petia se lanzó, pues, como un loco en busca de las flores. No necesito decir que sus esfuerzos resultaron infructuosos. La víspera del baile le encuentro en casa de María Petrovna Zubkova, una vecina de Ordantzev. Estaba radiante. «¿Qué te pasa?» «¡Las he encontrado! ¡Eureka!» «Me dejas asombrado, querido amigo. ¿Dónde...? ¿Cómo?» «En Ekchaisk (era una localidad situada a unas veinte verstas, en otro distrito) habita un comerciante rico y viejo, llamado Trepalov, casado y sin hijos. En lugar de niños él y su mujer crían canarios. Ambos tienen pasión por las flores. ¡Ya verán cómo encuentro camelias en casa de Trepalov!» «No es seguro, y además, ¿querrá dártelas?» «Me pondré de rodillas ante él, me arrojaré a sus pies y no me marcharé sin conseguirlas.» «¿Y cuándo vas a ir?» «Mañana, a las cinco de la madrugada.» «Bien, hombre: Dios te ayude.» Yo me alegraba de las posibilidades de éxito de Petia. Vuelvo a casa de Ordintzev. Era más de la una de la madrugada. De pronto se me ocurre una idea original. Voy a la cocina y despierto a Savely, el cochero. «Engánchame los caballos de aquí a media hora», le digo poniéndole quince rublos en la mano. A la media hora; en efecto, todo estaba listo. Anfisa Alexievna, según me decían, tenía jaqueca, fiebre, deliraba... Subo al coche y me pongo en camino de Ekchaisk, a donde llego entre cuatro y cinco de la madrugada. Espero en la posada a que amanezca y a las siete, cuando empezaba a despuntar la aurora, voy en busca de Trepalov. «¡Oh, padrecito! ¿Tienes camelias? ¡Socórreme, sálvame, te lo pido de rodillas!» «No, no, no quiero», contesta el comerciante, un viejo corpulento, de cabellos blancos y rostro severo. Entonces caigo a sus pies. ¡Así como suena! Me arrodillé ante él. «¿Qué haces, padrecito?», exclama sorprendido e incluso espantado. «¡Se juega en esto la vida de un hombre!», aseguro yo. «Siendo así, tómalas, y Dios te bendiga.» Inmediatamente echo mano a las camelias rojas, que llenaban —y eran maravillosas y exquisitas– todo un plantío. Trepalov suspiraba. Yo saco de mi portamonedas cien rublos. «No, padrecito —me dice—, evítame esa ofensa.» «Entonces —contesto—, permítame, honrado señor, ofrecerle esos cien rublos para el hospital de la localidad.» «Eso es otra cosa. Puesto que se trata de una obra caritativa, de una acción noble y grata a Dios, acepto los cien rublos. ¡Dios le recompense!» Aquel viejo me agradó: era un ruso al viejo estilo. Muy satisfecho de mi éxito me pongo en camino inmediatamente, volviendo por caminos transversales para no encontrar a Petia. En llegando envío el ramo a Anfisa Alexievna, quien lo recibe al despertar. Imaginen su alegría y agradecimiento. Platón, el día antes aniquilado, destruido, se lanza en mis brazos, sollozando. Todos los maridos son iguales desde la creación... del matrimonio. No me atrevo a proseguir. Baste indicar que el episodio destruyó definitivamente las esperanzas de Petia. Al principio temí que cuando éste se enterase me matara, y tomé las oportunas medidas. Pero no fueron necesarias. Las cosas pasaron de un modo distinto. Petia se desmayó, por la tarde estuvo delirando y al día siguiente le acometió una fiebre violenta. Lloraba como un niño, sufría convulsiones... Su enfermedad duró un mes y cuando se hubo restablecido pidió el traslado al Caucazo. ¡Una verdadera novela! Para concluir, diré que murió en Crimea. Su hermano Esteban Vorkhosvky mandaba un regimiento y se distinguió mucho. Confieso que en este asunto me causé vivos remordimientos. ¿Por qué se me ocurrió producir tal disgusto a Petia? Ello podía pasar si yo estuviese enamorado, pero por mi parte no mediaba sino un mero capricho de libertino. De no haberle escamoteado su ramo, es posible que Petia viviese aún, fuera feliz y no se hubiese hecho matar por los turcos.

Atanasio Ivanovich concluyó su relato con la misma serena dignidad que lo comenzara. Cuando hubo terminado, todos pudieron apreciar que Nastasia Filipovna mostraba un brillo peculiar en los ojos. Sus labios temblaban. Las miradas se fijaron, curiosas, en el narrador y en la joven.

—¡Se han burlado de Ferdychenko! ¡Y de qué modo! ¡Qué burla tan cruel! —gimió el bufón, comprendiendo que podía y debía deslizar alguna palabra.

—¿Y qué culpa tienen los demás de que usted no sea tan listo como ellos? ¡Aprenda de los que son más inteligentes que usted! —replicó, casi triunfalmente, Daría Alexievna, antigua y fiel amiga de Totzky.

—Tenía usted razón, Atanasio Ivanovich —dijo, negligente, Nastasia Filipovna—: este petit-jeu es enojoso y hay que terminarlo lo antes posible. Ahora yo explicaré lo que he prometido y luego ustedes pueden ponerse a jugar a las cartas.

—Sí; ante todo, la anécdota ofrecida —dijo Ivan Fedorovich, con vehemencia.

De pronto, y en medio del asombro general, la dueña de la casa se dirigió a Michkin.

—Príncipe —comenzó con voz vibrante—, mis antiguos amigos el general Epanchin y Atanasio Ivanovich me instan sin cesar a que me case. Dígame: ¿debo casarme o no? Haré lo que usted me aconseje.

Totzky palideció; Epanchin quedó estupefacto; todos alargaron el cuello y abrieron mucho los ojos. Gania sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—¿Con quién... pensaba casarse? —murmuró el príncipe, con voz casi ininteligible.

—Con Gabriel Ardalionovich Ivolguin —articuló Nastasia Filipovna, recalcando mucho cada sílaba.

Siguió, una pausa de algunos minutos. Dijérase que el pecho del príncipe se hallaba abrumado por un peso terrible que le impedía emitir sonido alguno.

—No... no se case usted —murmuró Michkin al fin, respirando con dificultad.

—Así se hará —declaró Nastasia Filipovna. Y luego, con acento autoritario, como de triunfo, se dirigió a Gania—: Ya ha oído usted la decisión del príncipe. Eso es lo que le contesto, Gabriel Ardalionovich. No volvamos a hablar más de este asunto.

—¡Nastasia Filipovna! —profirió Atanasio Ivanovich, con voz temblorosa.

—¡Nastasia Filipovna! —dijo el general con tono apremiante, que dejaba traslucir su inquietud. Toda la reunión se sentía trastornada.

—¿Qué sucede, señores? —preguntó la dueña de la casa, mirando, asombrada al parecer, a sus invitados—. ¡Qué caras tienen ustedes! ¿Por qué esa emoción?

—Pero... recuerde, Nastasia Filipovna —balbució Totzky– que había hecho usted una promesa... con toda libertad, desde luego... Mas podía usted haber evitado... Me siento confuso... y me cuesta trabajo explicarme... pero, con todo... En resumen, terminar ahora y ante... ante todos... un asunto tan serio sirviéndose de un petit-jeu... Sí... un asunto de honor, y en el que el corazón... un asunto del que depende...

—No le comprendo, Atanasio Ivanovich. Realmente no sabe usted lo que se dice. En primer lugar, ¿qué significan las palabras «ante todos»? ¿Acaso no estamos en una reunión selecta e íntima? Además, ¿qué es eso de petit-jeu? Yo quería hacerles conocer un episodio de mi vida y ya lo conocen. ¿No lo encuentra agradable? Y ¿a qué viene el decir que esto no es serio? ¿Por qué no lo es? Usted me ha oído decir bien claramente al príncipe: «Haré lo que usted me aconseje.» De haber dicho «sí», me habría casado; ha dicho «no» y no me casaré. ¿No es serio esto? Toda mi vida pendía de un cabello. ¡Dígame si puede existir mayor seriedad!

—Pero, ¿a qué hacer intervenir al príncipe? ¿Quién es el príncipe al fin y al cabo? —dijo el general, reprimiendo a duras penas la indignación que le producía el ver atribuir tanto valor a la opinión de Michkin.

—Yo le diré lo que es el príncipe para mí: el primer hombre cuya sincera adhesión me ha inspirado confianza. He creído en él desde el primer instante y sigo creyendo.

Gania, pálido y con los labios crispados, tomó la palabra.

—Sólo me queda agradecer a Nastasia Filipovna la extrema delicadeza de que ha dado pruebas respecto a mí. Sin duda lo que ha resuelto es lo más conveniente... —Y añadió, con voz temblorosa—: Pero el príncipe... su intervención en este asunto...

—Echa a rodar un negocio de setenta y cinco mil rublos, ¿no? —interrumpió bruscamente Nastasia Filipovna—. ¡Eso es lo que quiere usted decir! No lo niegue: sus palabras no significan otra cosa. Atanasio Ivanovich: tengo algo más que agregar. Y es que se guarde sus setenta y cinco mil rublos. Sepa que le devuelvo su libertad gratuitamente. ¡Ya era hora! ¡También tiene usted derecho a respirar al fin! ¡Nueve años y tres meses! Mañana iniciaré una vida nueva. Pero hoy es el día de mi cumpleaños y esta es la primera vez que soy dueña de mí misma desde que existo. General: tome sus perlas y déselas a su esposa. Se han acabado estas veladas, señores. Desde mañana dejo este piso.


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