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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Qué ocurrencia! —dijo Michkin, irritado, moviéndose con desasosiego en el diván.

—Claro que sí. Me da risa. ¡Hacer eso el general! Antes hemos ido juntos a buscar a Ferdychenko. Y debo decirle que el general quedó tan impresionado como yo cuando le desperté al observar la desaparición de mi cartera. Le vi cambiar de expresión, ruborizarse, palidecer, y al fin manifestar una noble indignación cuya violencia me dejó asombrado. ¡Ese hombre rebosa nobleza! Miente sin cesar, a pesar suyo, pero está dotado de los más elevados sentimientos y, además, es tan poco inteligente que su inocencia salta a la vista. Le repito, respetado príncipe, que no sólo tengo cierta debilidad por él, sino incluso cariño. Figúrese que se para en medio de la calle y, desabrochándose la levita, se descubre el pecho y me dice: «Regístrame. Puesto que has registrado a Keller, la justicia exige que me registres a mí.» Sus miembros temblaban y su rostro tenía una palidez espantosa. «Escucha, general —le contesté, riendo—, si otro me dijera eso de ti, con mis propias manos me cortaría la cabeza y la pondría en una bandeja para presentarla a todos los desconfiados, diciéndoles: «¿Veis esta cabeza? Pues bien, respondo con ella del general.» Al oír estas palabras se deshizo en lágrimas, me abrazó, todo ello en plena calle, y me estrechó contra su pecho casi hasta ahogarme. «Eres el único amigo que me queda en mi desgracia», dijo. Es hombre muy sensible. Por el camino, desde luego, me contó una anécdota adecuada a las circunstancias, diciéndome que en su juventud había sido objeto de sospechas con motivo de un robo de quinientos mil rublos. Al día siguiente se declaró un incendio en casa del conde que sospechaba de él, y él salvó del fuego al conde y a su hija, Nina Alejandrovna, entonces joven y soltera. Y de ese modo acabó casándose con Nina Alejandrovna. Veinticuatro horas después, se descubrió entre los escombros de la casa incendiada la caja de acero, de fabricación inglesa, que contenía los quinientos mil rublos. La caja se había deslizado a través del suelo sin que nadie lo notase y, de no ser por el incendio, aún permanecería allí. No hay una sola palabra de verdad en toda la historia; pero el caso es que hablando de Nina Alejandrovna, el general se puso a lloriquear. Y Nina Alejandrovna es señora muy estimable, a pesar de que no me mire con buenos ojos.

—¿No la conoce usted?

—Apenas. Y eso que desearía conocerla, aunque sólo fuese para justificarme ante ella. Nina Alejandrovna me acusa de pervertir a su marido y de tener la culpa de que beba. Pero en vez de pervertirle ejerzo sobre él una influencia saludable, impidiéndole frecuentar amistades peligrosas. Además, es muy amigo mío y yo le acompaño a dondequiera que va, pues estoy persuadido de que sólo con sensibilidad se puede obrar sobre él. Ahora ha cesado completamente de visitar a su amiga, la viuda del capitán, aun cuando en el fondo sigue amándola y a veces se duele de su separación. Por la mañana, al ponerse las botas, es, no sé por qué, cuando piensa en esa mujer con más melancolía. La desdicha es que no tiene dinero. Le es imposible presentarse en su casa con las manos vacías. ¿No le ha pedido dinero, estimado príncipe?

—No, no me lo ha pedido.

—No se atreve. No le faltan las ganas, y hasta me ha dicho que pensaba dirigirse a usted; pero vacila, porque dice que le ha prestado usted algo no hace mucho tiempo y que espera una negativa por su parte. Me lo ha dicho en confianza.

—Y usted, ¿no le da dinero?

—¡Príncipe, respetado príncipe! No dinero, sino incluso la vida daría yo por ese hombre... No quiero exagerar: no daría la vida, pero sí consentiría en padecer una fiebre, un ataque o un reuma si ello fuese absolutamente necesario para su bien, porque le considero un gran hombre, aunque caído. ¡No sólo dinero: cualquier cosa le daría!

—Entonces, ¿se lo da?

—No... No se lo he dado; pero él sabe bien que lo hago por su bien, por su propio interés. Ahora va a acompañarme a San Petersburgo, donde sé positivamente que se halla Ferdychenko. Esta persecución apasiona al general, pero estoy convencido de que en cuanto lleguemos correrá en busca de su amada... Por mi parte procuraré no retenerle. Para estar más seguros de atrapar a Ferdychenko, hemos convenido que nos separemos al llegar a la ciudad y cada uno la recorrerá por un lado. Dejaré, pues, partir a Su Excelencia, y en seguida iré a buscarle a casa de su amante a fin de afearle la conducta que observa tanto como padre de familia cuanto como hombre en general...

—¡No arme escándalos, por amor de Dios, Lebediev! —dijo Michkin, con inquietud.

—No. No quiero más que dejarle confuso y ver la cara que pone. De la expresión del rostro se pueden deducir muchas cosas, ilustre príncipe, y con más motivo en un hombre como él. Por grande que sea mi disgusto presente, no renuncio a pensar en mi amigo y en el modo de reformar sus costumbres. He de pedirle un gran favor, apreciadísimo príncipe: confieso que por ello más que por nada he entrado a molestarle. Usted conoce a la familia Ivolguin, y hasta ha vivido en su casa. Si usted consintiera, excelentísimo príncipe, en acudir en mi ayuda, en interés del propio general, por su bien...

Y Lebediev juntó las manos.

—¿Qué ayuda espera usted de mí? Tenga la certeza de que ardo en deseos de comprenderle bien, Lebediev.

—Precisamente porque tengo esa convicción he venido a importunarle. Podríamos obrar por intermedio de Nina Alejandrovna, y así cabría vigilar a Su Excelencia en el seno de su propia familia. Desgraciadamente, yo no estoy en relación... Además, Nicolás Ardalionovich, que le adora con todo el entusiasmo de su juvenil corazón, podría ayudar...

—No lo quiera Dios... ¡Mezclar a Nina Alejandrovna en este asunto! Y a Kolia tampoco. Además, acaso no le haya comprendido bien, todavía, Lebediev.

—¡Pero si no hay nada que comprender! —repuso Lebediev, dando literalmente un salto en su silla—. Sensibilidad y ternura, y nada más... Ése es el remedio que necesita el enfermo. ¿Me permite usted, príncipe, considerarle como un enfermo?

—Ello demuestra que es usted hombre delicado y de corazón.

—Le aclararé mi pensamiento con un ejemplo que, para mejor comprensión, tomaré de la realidad. Ya sabe qué hombre es el general: ahora su único disgusto consiste en que, sin llevarle dinero, no puede ver a la mujer por quien se interesa. Y me propongo sorprenderle en casa de esa mujer... por su bien. Pero, suponiendo que aquí no se tratase solamente de sus relaciones con la viuda del capitán, e imaginando que él hubiera cometido un verdadero delito, o al menos una falta contraria a su honor (de lo que le juzgo absolutamente incapaz), aun en ese caso, repito, sólo procediendo con él con lo que yo llamaría una generosa ternura, se lograría saberlo todo, ya que es hombre muy sensible. Antes de cinco días, créame, se traicionará, se deshará en lágrimas y confesará de plano... sobre todo si se obra con una mezcla de nobleza y de habilidad, si la vigilancia de su familia y la de usted se ejercen, digamos, sobre cada uno de sus pasos. ¡Por Dios, bondadoso príncipe —exclamó con calor Lebediev—, yo no afirmo positivamente que él haya...! ¡Como he dicho antes, estoy dispuesto a verter ahora mismo toda mi sangre por él! Pero convendrá usted que el desorden, la embriaguez, la viuda del capitán... todo eso, reunido, puede conducir muy lejos al general.

Michkin se incorporó.

—Con un objeto así estoy dispuesto, desde luego, a unir mis esfuerzos a los suyos; pero le confieso, Lebediev, que experimento una perplejidad tremenda... Dígame: ¿cree de verdad...? En una palabra, ¿no me ha dicho usted mismo que sospechaba de Ferdychenko?

El funcionario volvió a juntar las manos.

—¿De quién puedo sospechar, si no? ¿De quién, sincero príncipe? —replicó, con almibarada sonrisa. Michkin arrugó el entrecejo.

—Un error aquí, Lukian Timofievich, sería terrible. Ese Ferdychenko... No quiero hablar mal de él, pero ese Ferdychenko... ¿Quién sabe? Acaso él... Quiero decir que acaso fuera más capaz de eso que... otro.

Lebediev abrió los ojos y aguzó los oídos. Michkin, con el entrecejo cada vez más arrugado, comenzó a pasear de un lado a otro de la terraza, evitando la mirada de su interlocutor.

—Mire —dijo, con creciente turbación—, se me ha dicho que el señor Ferdychenko era hombre ante el que acaso no conviniese hablar mucho, al que no estuviera de más vigilar... ¿Comprende? Se lo digo para hacerle notar que acaso pueda ser más capaz que otro... para que no surjan confusiones. Porque lo esencial es esto, ¿entiende?

—¿Quién le ha dicho eso acerca de Ferdychenko? —preguntó Lebediev con viveza.

—Se me ha confiado en secreto... pero no lo creo. Me disgusta verme en la precisión de decírselo, y le aseguro que personalmente lo juzgo absurdo y no lo creo. ¡Qué tontería he cometido!

—Escuche, príncipe —repuso Lebediev, muy agitado—: aquí lo importante no es la noticia concerniente a Ferdychenko, aunque sea importante de por sí. Lo esencial es conocer cómo ha llegado a oídos de usted.

Mientras hablaba, Lebediev corría tras el príncipe, se esforzaba en alcanzarle y en cerrarle el paso. Continuó:

—Ahora, príncipe, escuche una cosa, más. Cuando he ido a casa de Vilkin con el general, éste, después de contarme la anécdota del incendio, me insinuó, con voz, naturalmente, llena de indignación, que Ferdychenko era hombre de quien no cabía fiarse. Pero las palabras de mi amigo resultaban tan poco concordes, que no puede dejar de hacerle ciertas preguntas contra mi propio deseo. Y las respuestas me demostraron que todo ello era invención de Su Excelencia. En todo caso, hasta eso acredita su buen natural, ya que sus mentiras nacen de que no sabe refrenar su emoción. Ahora bien, si mentía, de lo que estoy seguro, ¿cómo ha llegado lo mismo a conocimiento de usted? Comprenda, príncipe, que el general inventó esa historia bajo la inspiración del momento. Por lo tanto, ¿cómo puede usted saberla? Eso es lo importante, lo importantísimo y, por decirlo así...

—Acaba de decírmelo Kolia, quien lo oyó a su padre, al que encontró en el vestíbulo entre seis y siete, en ocasión de que el muchacho había salido no sé a qué...

Y Michkin lo relató detalladamente todo.

—¡Eso es lo que se llama una pista! —exclamó Lebediev, frotándose las manos y riendo con una risita silenciosa—. ¡Lo que yo pensaba! Eso significa que el general ha interrumpido a las seis su beatífico sueño, expresamente para despertar a su hijo y advertirle del extraordinario peligro que representaba la compañía del señor Ferdychenko. ¡Claro: Su Excelencia precisa que Ferdychenko sea hombre peligroso! ¡Qué paternal solicitud la del general!

—Escuche, Lebediev —dijo Michkin, turbadísimo—, escuche: proceda sin escándalo. Se lo ruego, Lebediev; le conjuro a ello. De ser así, le ayudaré: le doy mi palabra. Pero que nadie se entere, que nadie se entere...

—Esté seguro de ello, bondadoso y nobilísimo príncipe —contestó Lebediev con gran exaltación– Tenga la certeza de que todo ello quedará sepultado en mi noble corazón. Obraremos cautelosamente y juntos. Yo daría la última gota de mi sangre por... Excelentísimo príncipe, mi corazón y mi alma son igualmente bajos; pero interrogue, no ya a un hombre bajo, sino a un truhán, si prefiere tratar con truhanes o con hombres de noble corazón como usted, y su elección no será dudosa: siempre preferirá al hombre de corazón noble. Eso demuestra la grandeza de la virtud... Hasta luego, apreciadísimo príncipe. Obraremos cautelosamente... cautelosamente... ¡y juntos!

X



Michkin comprendió ahora por qué había sentido un frío interior cada vez que su mano se había posado sobre aquellas tres cartas y por qué quiso esperar hasta la tarde para leerlas. Por la mañana, antes de decidirse a repasarlas, se había dormido en el diván con un sueño pesado y mientras dormía, en sus penosas visiones se le había aparecido de nuevo aquella «culpable», mirándole con las mismas lágrimas de antaño en sus largas pestañas y llamándole a su lado. Como anteriormente, él despertó con idéntica expresión de sufrimiento. Pensó dirigirse en el acto a casa de ella, pero no se resolvió y al fin, casi desesperado, tomó las cartas y comenzó a leerlas con toda atención.

Parecían también un sueño. A veces se tienen sueños raros, imposibles, en contradicción con las leyes de la naturaleza. Al despertar se recuerda con claridad y asombro el hecho extraño vivido en ellos. Primero se acuerda uno de haber conservado el discernimiento durante todo aquel desfile de imágenes fantásticas; se recuerda asimismo el haber obrado con una destreza y una lógica extraordinarias cuando le rodeaban a uno los asesinos, cuando se esforzaban en enmascarar sus intenciones y cuando, prestos a degollarnos a la primera ocasión, nos prodigaban sus pruebas de amistad. Nos recordaban también con qué ingeniosa estratagema logramos burlarlos y esquivarlos. Luego dudamos de que no conocieran nuestro ardid y pensamos que fingían ignorar el lugar de nuestro escondite. Entonces se ha usado otra vez de la astucia para engañar a los perseguidores. Uno recuerda todo eso perfectamente y, sin embargo, ¿cómo pudo ser que nuestra razón aceptase todos aquellos absurdos, aquellas inverosimilitudes notorias que llenaban el sueño? Uno de los asesinos se transformó en mujer ante nuestros ojos, luego esa mujer se metamorfoseó en un veneno horroroso, repugnante, y nosotros creíamos que ello sucedía en verdad, lo aceptamos sin la menor sorpresa, mientras, a la par, nuestra inteligencia desplegaba una potencia insólita realizando maravillas de astucia, de penetración y de lógica. ¿Por qué pues, al despertar y tornar al mundo real, se advierte casi siempre, y a veces con rara viveza de impresión, que el sueño, al alejarse, se lleva con él una especie de enigma inadivinado? La extravagancia del sueño nos impele a sonreír, y a la vez presentimos que todo ese conjunto de absurdos contiene una idea, una idea real, perteneciente a nuestro mundo verdadero, una cosa que existe y ha existido siempre en nuestro corazón. Nos parece encontrar en ese sueño una profecía que esperamos, y creemos experimentar una fuerte sensación, o alegre o lúgubre, pero positiva, aunque no sabemos comprenderla ni volverla a vivir.

La lectura de aquellas cartas produjo en Michkin una impresión semejante. Ya antes de dirigir sus ojos a ellas advertía que el mero hecho de que existiesen, incluso su posibilidad, equivalían por sí solos a una pesadilla. ¿Cómo se habría decidido Nastasia Filipovna a escribir a Aglaya? Así se preguntaba el príncipe mientras paseaba solo, durante la tarde, olvidando con frecuencia incluso el lugar en que se encontraba. ¿Cómo habría escrito sobre tal tema, y cómo una fantasía tan insensata pudo acudir a su cerebro? Pero el sueño se había realizado y —lo cual sorprendía a Michkin más que todo lo restante– mientras leía aquellos escritos él mismo creía en la posibilidad, y hasta en la razón de ser, de aquel sueño. Tratábase, cierto, de un sueño, de una pesadilla, de una locura, pero existía también un elemento cruelmente real, dolorosamente justo, que autorizaba tal sueño, tal pesadilla, tal locura. Durante varias horas consecutivas, el príncipe quedó como aniquilado por lo que había leído. Ciertos pasajes de las cartas acudían a su mente sin cesar, y entonces los ponderaba profundamente. Quería, a veces, decirse que había abandonado todo aquello hacía mucho, e incluso le parecía haber leído semejantes escritos largo tiempo atrás. Era como si todos los sufrimientos, temores y angustias experimentados desde entonces tuviesen su origen en aquellas cartas leídas antaño, imaginariamente, por él.

«Cuando abra usted este pliego —comenzaba la primera carta– mire primero la firma. Ella se lo dirá todo, le explicará todo. Es inútil, pues, que me justifique ante usted y que le dé explicaciones. Si en el más remoto sentido ambas fuésemos iguales, podría usted encontrar un insulto en mi audacia; pero ¿quién soy yo y quién es usted? Somos verdaderos antípodas y la distancia entre ambas es tal, que yo no podría ofenderle, aunque quisiera.»

En otro lugar, Nastasia Filipovna decía:

«No vea en mis palabras la exaltación morbosa de un espíritu enfermo, si le digo que yo la considero como una perfección. La he visto y la veo todos los días. No la juzgo: no es el raciocinio el que me ha llevado a considerarla una perfección. Éste, para mí, es sencillamente un artículo de fe. Pero yo obro mal con usted en un sentido: la quiero. La perfección no puede amarse, sino sólo admirarla, ¿verdad? Y, sin embargo, estoy prendada de usted. Aun cuando el amor iguala a los hombres, le niego que no tema: no la rebajo hasta mí, ni aun en lo más íntimo de mi pensamiento. He escrito: «no tema». ¿Acaso puede usted temer? Si ello fuera posible, yo besaría el suelo que pisan sus pies. ¡No, no quiero igualarme a usted! ¡Mire, mire la firma; mírela pronto!»

«Observo, sin embargo (escribía en otra carta), que aun cuando uno el nombre de usted al de él, ni una sola vez le pregunto si usted le ama, en cambio, se enamoró de usted en cuanto la vio. Pensaba en usted como en una «luz». Tal fue la expresión textual que oí de sus propios labios. Pero tampoco necesitaba sus palabras para saber que era usted su luz. He vivido un mes a su lado y he comprendido entonces que usted le amaba también. Los dos han sido hechos el uno para el otro.»

«¿Es posible? (decía luego). Pasé ayer junto a usted y me pareció que se ruborizaba. No, no es posible: debo de haberlo imaginado. Aun cuando se la condujera al más infame de los lugares y se le mostrasen los más viles vicios, usted no tendría por qué sonrojarse: está por encima de toda afrenta. Puede usted odiar a los hombres bajos y cobardes, pero sólo por las ofensas que causen a los otros, ya que a usted no puede alcanzarle ninguna. ¿Sabe que yo creo que usted debía quererme también a mí? Usted es para mí lo que para él: un ángel de luz. Y un ángel no puede odiar, ni amar siquiera. Me he preguntado a menudo si es posible amar a todos nuestros prójimos. Pero es evidente que no se puede, que ello es incluso antinatural. El amor abstracto de la humanidad se resuelve casi siempre en egoísmo. Pero lo que para nosotros es imposible no lo es para usted. ¿Cómo podría usted dejar de amar fuese a quien fuere, cuando se mueve usted en una región inaccesible a toda ofensa, a toda irritación personal? Sólo usted puede amar sin egoísmo; sólo usted puede, al amar, prescindir de sí misma y no pensar sino en aquel a quien ama. ¡Qué doloroso me sería saber que usted sentía vergüenza y enojo al recibir mis cartas! Ello resultaría ruinoso para usted misma, porque se pondría, al hacerlo, a igual nivel que yo.»

«Ayer, después de verla, volví a casa e imaginé una escena pictórica. Los pintores representan siempre a Cristo en alguna escena evangélica; pero yo no la representaría así. En el cuadro que imaginé, Él estaría solo (hay que tener en cuenta que sus discípulos se separaban de él a veces). A su lado sólo pondría un niñito. El niño ha ido a jugar junto a Jesús, o bien a contarle alguna cosa, con la inocencia de su edad. Cristo, después de escucharle, ha quedado meditabundo, olvidando la mano sobre la cabecita del pequeño. Mira al horizonte lejano, en sus ojos se adivina un pensamiento grande como el mundo y su rostro está triste. El niño, dejando de hablar, se ha acodado en las rodillas de Jesús, apoyando la mejilla en la mano y mirando fijamente a Cristo con ese aire pensativo que se ve en los niños algunas veces. El sol se pone... Tal sería mi cuadro. Usted es inocente y toda su perfección consiste en su inocencia. ¡No recuerde más que esto! ¿Qué le importa mi cariño por usted? Usted será mía para siempre. Toda mi vida estará usted a mi lado... Y moriré muy pronto.»

En la última carta se leían las siguientes palabras:

«No piense nada de mí, por amor de Dios. No crea que me humillo por escribirle así, o que soy de esos seres que encuentran placer en el rebajamiento y hasta se rebajan por orgullo. No, yo tengo también mis consuelos, si bien me sería difícil explicárselos. Casi no comprendo yo misma cuáles son. Pero sé que no me puedo humillar, ni aun por orgullo. Y soy incapaz de sentir la humildad de un corazón puro. Por consecuencia, no me humillo en nada.

»¿Por qué quiero unirlos a los dos? ¿Por usted o por mí? Por mí, desde luego. Todas mis dificultades quedarían resueltas así; hace tiempo que lo he pensado... Sé que hace meses su hermana Adelaida, viendo mi retrato, dijo que una belleza tal podía revolucionar el mundo. Pero he renunciado al mundo. Le parecerá absurdo que escriba tales palabras... yo, a quien siempre ha visto cubierta de encajes y diamantes, rodeada de una reunión de truhanes y beodos. No pongo atención en eso. Yo no existo ya, y lo sé. ¡Dios sabe quién habita mi cuerpo en vez de mi verdadera personalidad! Y leo esa certeza en la mirada de dos ojos, de dos ojos terribles que me espían sin cesar incluso cuando el semblante a que pertenecen no se halla ante mí. En este momento esos ojos callan (¡callan siempre!), pero yo conozco su decreto. La casa de ese hombre es sombría, lúgubre y encierra un misterio entre sus muros. Estoy segura de que él guarda en alguna parte una navaja de afeitar envuelta en seda como ese célebre asesino de Moscú, que también vivía con su madre y había envuelto en seda una navaja de afeitar con la que se proponía degollar a unas personas. Siempre que estoy en casa de este hombre pienso que debajo del pavimento debe de haber un cadáver, acaso escondido allí por su padre, como en el caso del asesino de Moscú, me figuro que ese cadáver debe estar envuelto en un hule y, también, rodeado de frascos de líquido «Chadanov»... ¡Casi podría mostrarle el lugar en que yace el cadáver! Este hombre no dice nada, pero sé que dado lo que me ama, es imprescindible que me odie. El casamiento de usted y el nuestro se celebrarán a la vez. Así lo hemos convenido él y yo. No tengo secretos para él, pero con gusto le mataría. ¡Me inspira tanto temor! Pero antes me habrá matado él. Hace poco, hablándole así, se ha puesto a reír y me ha dicho que yo deliraba. Sabe que le escribo...»

Idénticas expresiones delirantes aparecían en otros párrafos de las cartas. La segunda de ellas, muy clara, cubría dos pliegos de papel de tamaño doble, llenos de una letra muy fina.

Michkin salió del parque después de haber errado largo rato por él, como la víspera. La noche, clara y transparente, le pareció aún más clara que de costumbre. «¿Es posible que sea tan temprano?» Se había olvidado de sacar el reloj. Percibió los sonidos de una música lejana. «Está tocando la banda. Ellas no deben de haber acudido hoy al concierto.» Mientras formulaba ese pensamiento se dio cuenta de que se hallaba muy cerca de la casa del general Epanchin. Sabía de antemano que acabaría dirigiéndose a ella. Entonces subió a la terraza. Le desfallecía el corazón. No había nadie. Aguardó un momento y luego abrió la puerta de la sala. «Nunca cierran esta puerta», pensó. La sala estaba vacía y obscura. De pronto se abrió otra puerta y entró Alejandra Ivanovna, con una bujía en la mano. Al distinguir al visitante, la joven se detuvo y le miró, sorprendida. Era notorio que atravesaba la habitación para dirigirse a otra y no esperaba hallar a nadie en aquel lugar.

—¿Cómo es que está usted aquí? —preguntó al fin.

—Pasaba junto a la puerta... y he entrado.

—Maman no se siente bien y Aglaya tampoco. Adelaida se ha ido a acostar y yo voy a hacer lo mismo. Hemos pasado la velada solas. Papá y el príncipe están en San Petersburgo.

—He tenido... he venido... porque...

—¿Sabe qué hora es?

—No.

—Las doce y media. A esta hora siempre solemos estar acostados. —¡Ah! Yo creía que... eran las nueve y media...

Alejandra estalló en risas.

—¡Tiene gracia! Pero ¿por qué no ha venido antes? Podíamos haber estado aguardándole y...

—Yo creía... —balbució él, iniciando la marcha.

—Hasta la vista. ¡Lo que van a reírse todos mañana cuando cuente esto!

Michkin volvió a su casa siguiendo el camino que bordeaba el parque. Sus ideas estaban trastornadas, el corazón le latía violentamente, todas las casas asumían, en torno suyo, aspectos fantásticos. De pronto se ofreció a sus ojos la visión que por dos veces se le apareciera en sueños. La misma mujer salió del parque, y se detuvo en el camino ante Michkin. Se dijera que le esperaba. Él, tembloroso, interrumpió su marcha, y ella, asiéndole la mano, se la estrechó con fuerza. «No —pensó Michkin—, ésta no es una aparición.»

Ella estaba frente a él, a solas por primera vez desde su separación, y le hablaba. Pero él la miraba en silencio, con el corazón rebosante y dolorido. Jamás desde entonces pudo olvidar aquel encuentro, ni nunca lo recordó sino con infinita congoja. De pronto Nastasia Filipovna, como una demente, se arrodilló ante Michkin, que retrocedió, espantado. La joven tomó su mano, para besársela. Como en sueños, el príncipe vio pender dos lágrimas de las largas pestañas de Nastasia Filipovna.

—¡Levántate, levántate! —exclamó, esforzándose en hacer que se incorpora—. ¡Levántate en seguida!

—¿Eres feliz? ¿Feliz? —preguntó la mujer—. Dime una sola palabra: ¿Eres feliz ahora? ¿Lo eres en este instante? ¿Has estado con ella? ¿Qué te ha dicho?

Continuaba de rodillas, sin atenderle. Las preguntas se agolpaban a sus labios y surgían precipitadas, como si alguien la persiguiese y ella, sabiéndolo, estuviera inquieta y ansiosa.

—Me voy mañana, como me has ordenado. No volveré a escribir más. Ésta es la última vez que te veo... ¡La última! ¡Ésta sí que es la última vez!

—¡Cálmate y levántate! —gritó él, desesperado.

Nastasia Filipovna le cogió los brazos y le contempló con anhelo. Luego se incorporó y alejóse a toda prisa, diciendo:

—Adiós...

Michkin vio aparecer a Rogochin de improviso, tomar el brazo de Nastasia Filipovna y desaparecer con ella.

—Espera un momento, príncipe —instóle Parfen Semenovich—. Vuelvo contigo antes de cinco minutos.

En efecto, cinco minutos más tarde Rogochin volvía al lugar donde Michkin le aguardaba.

—La he dejado en el coche, que espera ahí cerca desde las diez —expuso—. Ella sabía que tú pasarías la velada en casa de esa otra mujer. Le transmití exactamente el contenido de la carta que me dirigiste. Nastasia Filipovna no volverá a escribir más cartas a esa amiga tuya y, como lo deseas, mañana mismo se irá de Pavlovsk. Ha querido verte por última vez a pesar de tus negativas de entrevistarte con ella. Te esperamos aquí, en ese banco. Así sentíamos la seguridad de verte cuando regresaras.

—¿Y te ha traído consigo?

—¿Por qué no? —repuso Rogochin, sonriendo—. No he visto más de lo que ya sabía. ¿Has leído sus cartas?

—¿Es posible que tú las hayas leído también? ¿Es verdad? —exclamó Michkin, transido de espanto ante tal pensamiento.

—¡Pero si me las ha enseñado todas! ¿Has visto lo que dice de la navaja? ¡Ja, ja!

—¡Está loca! —exclamó Michkin, retorciéndose las manos.

—¿Quién sabe? Quizá no... —murmuró Rogochin en voz baja y como para sí. El príncipe no le contestó.

—Adiós —dijo Parfen Semenovich—. También yo me voy mañana. No me guardes rencor... —Y volviéndose bruscamente, agregó—: Amigo mío, no has contestado a la pregunta de Nastasia Filipovna: ¿eres feliz o no?

—¡No, no, no! —exclamó Michkin, con inexpresable tristeza.

—Ya me lo figuraba —repuso Rogochin.

Y, riendo sarcásticamente, se alejó sin volver la cabeza.

PARTE CUARTA



I



Había transcurrido una semana desde la entrevista de Michkin y Aglaya Ivanovna en el banco verde. Una hermosa mañana, a eso de las diez y media, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, que había salido para hacer determinada visita, volvió a casa entregándose a reflexiones bastante sombrías.

Existen ciertas personas a quienes es difícil describir por completo en sus aspectos característicos y típicos. Estas gentes son las que usualmente llamamos «corrientes» o «la mayoría». Los más de los escritores intentan en sus cuentos y novelas elegir y representar vívida y artísticamente tipos que raramente se encuentran, completos, en la vida real, aun cuando sean más reales a veces que la propia vida. Podkoliozin, por ejemplo, acaso sea exagerado como tipo pero no es del todo irreal. Hay muchas personas inteligentes que, después de conocer a Podkoliozin gracias a Gogol, descubren que docenas y centenares de conocidos suyos son extraordinariamente parecidos a aquel personaje de comedia. Antes de leer a Gogol les constaba ya que tales amigos tenían las características de Podkoliozin, sólo que no sabían qué nombre darles. En la vida real son extremadamente escasos los novios que huyen saltando por una ventana momentos antes de la boda, en virtud, sobre todo, de que tal procedimiento no es un medio práctico de fugarse. Y, sin embargo, ¡cuántos y cuántos hombres —y entre ellos muchos muy virtuosos e inteligentes– se han sentido la víspera del día de su boda, en el fondo de su alma, en la misma situación de ánimo de Podkoliozin! No todos los maridos exclaman, llegado el caso: Tu l'as voulu, Georges Dandini! Pero ¡cuántos millones y billones de veces ha surgido este grito del corazón en el interior de infinitos maridos una vez pasada la luna de miel, y aun, en ocasiones, el día de la boda!

Sin entrar en más hondas consideraciones, basta dejar asentado que en la vida normal existen características típicas perfectamente susceptibles de ser descritas en literatura, así como los Georges Dandini y los Podkoliozines viven y se mueven ante nuestros ojos diariamente, si bien en forma menos condensada. Y aún hemos de hacer una reserva: que un Georges Dandini en plena perfección tal como lo ha pintado Moliere, puede existir también en la vida real, aunque no con tanta frecuencia. Con esto concluiremos nuestras reflexiones, que comienzan a tomar el cariz de una crítica de periódico.

¡Y, sin embargo, la cuestión persiste! ¿Qué puede hacer un autor con gentes corrientes en absoluto, y cómo conseguir que sus lectores se interesen por ellas? Es, por otra parte, imposible dejarlas al margen de las obras novelescas, puesto que las personas vulgares son en cada momento los más numerosos y esenciales eslabones en la cadena de los asuntos humanos y, por lo tanto, si se prescinde de ellas, se quita a la narración toda apariencia de verdad. Llenar una novela completamente con tipos y caracteres extraños e inverosímiles la convertiría en irreal y aun en poco interesante. A nuestro juicio, el escritor debe buscar rasgos instructivos y de interés incluso entre las personas más comunes. Cuando, por ejemplo, la verdadera naturaleza de ciertas personas vulgares consiste en su perpetua e invariable vulgaridad, o, mejor aún, cuando, a pesar de sus vigorosos esfuerzos para escapar a la vulgaridad y a la rutina diaria, permanecen siempre encadenadas a ellas vulgaridad y rutina, tales personas adquieren un carácter típico y propio: el carácter de un ser vulgar en absoluto y empeñado en substraerse a la vulgaridad por encima de todo, sin la menor posibilidad de conseguirlo.


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