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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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La noticia del rapto llegó muy pronto a oídos de la gente congregada en la iglesia. Cuando Keller atravesó la nave para informar al príncipe, una multitud de gentes a quienes no conocía se precipitaron hacia él, preguntándole. Había conversaciones en voz alta, significativos movimientos de cabeza, incluso risas. Nadie abandonó la iglesia: había mucho interés en asistir a la reacción de Michkin. Este, una vez informado, palideció, pero sin testimoniar irritación alguna. Sólo dijo con voz casi ininteligible:

—Lo temía; pero no pensé que llegase a ocurrir. —Y tras unos instantes de silencio, añadió—: Al fin y al cabo, dada su situación, es lo natural.

Keller comentó más adelante que tal juicio era de una «filosofía sin parangón». Cuando Michkin salió de la iglesia muchos observaron que su aspecto era el de siempre y que no parecía nada abatido. Tenía prisa de volver a su casa para hallarse solo, pero no pudo proporcionarse este consuelo. Varios de sus invitados, entre ellos Ptitzin, Gania y el doctor, le acompañaron hasta su morada y penetraron en ella en pos de él. Una multitud de desocupados asediaban literalmente el edificio. Estando aún en la terraza, Michkin oyó un violento tumulto: Keller y Lebediev disputaban airadamente con un grupo de desconocidos, en apariencia gente bastante distinguida, que quería entrar en la casa a viva fuerza. Michkin salió a informarse, apartó suavemente a sus dos amigos y se dirigió con mucha cortesía a un individuo robusto, de cabellos canosos, que se hallaba en pie en los escalones, al frente de la banda, invitándole a que le honrase con una visita. El desconocido caballero quedó desconcertado, pero, aun así, siguió al príncipe. Siete u ocho de sus compañeros hicieron lo mismo y entraron en la casa afectando los modales más desenvueltos que supieron fingir. Pero los restantes quedaron fuera y a poco eran unánimes las censuras para quienes habían osado penetrar. Michkin ofreció asientos a sus visitantes, mandó servir té y entabló conversación con ellos. Todo transcurrió muy correctamente, lo que sorprendió no poco a los intrusos. No faltaron tentativas para encarrilar la conversación hacia el suceso del día, y se pudieron oír preguntas indiscretas y observaciones malignas. Pero Michkin respondía a todo con tanta sencillez y tan afable dignidad, se mostró tan confiado en la discreción y comprensión de todos, que los curiosos acabaron callando espontáneamente. Poco a poco, la conversación se hizo más seria. Cierto caballero, tomando de repente la palabra, declaró con extrema vehemencia lo siguiente:

—Pase lo que pase no venderé mis fincas; aguardaré. ¡Que me cuelguen si no lo hago así! Los negocios valen más que el dinero. Ése es mi sistema económico, señor, si le interesa saberlo.

Como se dirigía al príncipe, éste aprobó tal criterio. Lebediev advirtió al oído de su inquilino que el señor que tan alto proclamaba su decisión de no vender sus bienes no había poseído nunca bien alguno, ni siquiera casa. Así transcurrió cosa de una hora. Después de tomar el té, los visitantes juzgaron que la delicadeza no les permitía continuar más tiempo en la casa. Al marchar, el doctor y el caballero canoso prodigaron al príncipe palabras de amistad y todos se despidieron muy afectuosamente. Además, no faltaron consuelos de este género: «No hay que disgustarse; seguramente ha sido mejor así», etc. Añadamos que algunos jóvenes alocados querían pedir champaña, pero los de más edad los llamaron al orden. Cuando todos se hubieron ido, Keller, inclinándose hacia Lebediev, comentó:

—Tú y yo habríamos dado un escándalo, hubiésemos vociferado, peleado, hecho acudir a la policía. En cambio él se ha ganado nuevos amigos... ¡y qué amigos! Los conozco y...

Lebediev, que se hallaba un tanto «animado», suspiró y dijo:

—¡Oh Señor, tú que has ocultado estas cosas a los prudentes e inteligentes, las has revelado a los niños! Ya antes he empleado este calificativo para el príncipe, pero ahora añado que Dios ha conservado el niño que es en el fondo de su alma. ¡Sí; Dios y todos sus santos le han salvado del abismo!

A las diez y media todos dejaron al príncipe, que tenía dolor de cabeza y necesitaba descansar. Kolia se retiró en último lugar, después de ayudar a su amigo a cambiarse de ropa. Ambos se separaron con mucha cordialidad. Kolia no habló de lo sucedido y prometió volver temprano al día siguiente. Según más tarde explicó, el príncipe, al separarse, no le insinuó nada sobre sus propósitos ulteriores. A poco, la casa quedó casi desierta. Burdovsky había ido a visitar a Hipólito. Keller y Lebediev habíanse encaminado no sabemos adónde. Sólo Vera pasó un rato en los departamentos del príncipe para poner las cosas en orden. Antes de irse, entró por un momento en la estancia donde se hallaba el príncipe, a la sazón junto a una mesa, con la cabeza entre las manos. Ella le tocó un hombro y él la miró con expresión absorta, pareciendo buscar en sus pensamientos. Y cuando la memoria volvió a su mente, empezó a evidenciar una extraordinaria agitación. Al fin rogó a Vera que le llamase a las siete de la mañana, ya que quería ir a San Petersburgo en el primer tren. La joven prometió hacerlo así. Él le suplicó que no lo dijera a nadie y ella lo prometió también. Cuando Vera abría la puerta para marchar, él la retuvo, le cogió las manos la besó en la frente y le dijo: «Hasta mañana», con singular expresión. Así, al menos, se explicó Vera posteriormente. La joven se retiró sintiendo una dolorosa inquietud. El día inmediato, de acuerdo con lo prometido, llamó a la puerta de Michkin y le advirtió que el primer tren salía de allí a un cuarto de hora. La buena cara y la sonrisa que Michkin mostraba cuando abrió la puerta tranquilizaron un tanto a la muchacha. El príncipe había dormido casi sin desvestirse, mas, no obstante, logró conciliar el sueño. Vera fue, pues, la única persona a quien él creyó conveniente y necesario hablar de su viaje a San Petersburgo.

XI



Llegó a la ciudad una hora más tarde, y poco después de las nueve llamaba a la puerta de Rogochin. Había subido por la escalera principal y, acaso en virtud de ello, tardaron bastante en contestar a su campanillazo. Al fin se abrió la puerta del departamento ocupado por la anciana señora Rogochina y en el umbral apareció una sirvienta entrada en años y bastante bien arreglada.

—Parfen Semenovich no está en casa —dijo—. ¿Por quién pregunta?

—Por Parfen Semenovich.

—Está ausente —repuso la criada, mirando al visitante con notable curiosidad.

—¿Quiere decirme si ha pasado la noche aquí? ¿Ha vuelto sólo ayer?

La sirvienta siguió examinando a Michkin con atención, pero no contestó a su pregunta.

—¿No vino ayer, por la noche... Nastasia Filipovna?

—¿Me permite usted preguntarle quién es?

—El príncipe León Nicolaievich Michkin. Soy muy amigo de Parfen Semenovich.

—El señor está ausente —repuso ella, bajando la vista.

—¿Y Nastasia Filipovna?

—No la conozco.

—¡Espere, espere! ¿Cuándo vuelve Parfen Semenovich?

—No lo sé.

Y la puerta se cerró. El príncipe resolvió tornar de allí a una hora. Bajó y al entrar en el patio encontró al portero.

—¿Está en casa Parfen Semenovich?

—Sí.

—¿Cómo me han dicho lo contrario hace un momento?

—¿Ha llamado a sus habitaciones?

—He llamado a su puerta y nadie me ha abierto. Quien me abrió fue una criada de su madre.

—Tal vez haya salido —dijo el portero—. A veces se va sin avisar. Incluso suele llevarse la llave y hay ocasiones en que su departamento está cerrado tres días seguidos.

—¿Está seguro de que ha entrado en casa ayer?

—Sí. A veces pasa por la puerta principal y no le vemos.

—¿No vino ayer con él Nastasia Filipovna?

—No lo sé. No suele venir a menudo. De haber estado aquí creo que lo hubiésemos notado.

Michkin salió y paseó, indeciso, por la acera. Todas las ventanas de las habitaciones de Rogochin estaban cerradas, y, en cambio, las del departamento de su madre se hallaban abiertas en su mayoría. El día era despejado y caluroso. El príncipe, atravesando la calle, se detuvo en la acera de enfrente para mirar las ventanas otra vez. Además de encontrarse cerradas tenían los visillos corridos. De pronto parecióle ver apartarse uno de ellos y aparecer por un segundo tras el cristal la faz de Rogochin. Michkin estuvo a punto de volver a llamar a la puerta de su amigo, pero, tras breve reflexión, cambió de criterio y decidió tornar de allí a una hora. «¿Quién sabe? —pensaba—. Puede haber sido una alucinación.»

Dirigióse entonces a toda prisa a la casa en que solía habitar Nastasia Filipovna. Cuando, tres semanas antes, la joven dejaba Pavlovsk a instancias de Michkin, había ido a residir a Ismailovsky Polk, en la morada de una señora conocida, viuda de un profesor y respetable madre de familia. Aquella señora disponía de un hermoso departamento amueblado, cuyo arriendo constituía casi su único recurso. Era de creer que, al volver a Pavlovsk, Nastasia Filipovna hubiera conservado sus habitaciones en San Petersburgo. En todo caso era probable que pasase la noche en aquella casa donde lógicamente debía Rogochin haberla llevado la víspera. El príncipe tomó un coche. Por el camino se dijo que era allí adonde debían haberse dirigido primero, puesto que no parecía verosímil que la joven hubiese ido de noche a casa de Rogochin. Volvieron a su memoria las palabras del portero relativas a las escasas visitas de Nastasia Filipovna. Si antes sólo veía a Rogochin de tarde en tarde, ¿cómo iba ahora a instalarse a su casa durante las noches? Pero estas y otras consideraciones semejantes no conseguían tranquilizar a Michkin. Se sentía, pues, muy angustiado cuando llegó a Ismailovsky Polk. Allí, con inmensa estupefacción, pudo comprobar, no sólo que la viuda carecía de noticias de Nastasia Filipovna desde dos días atrás, sino que, cuando él se presentó, su visita pareció producir el efecto de un acontecimiento portentoso; las nueve hijitas de la viuda —la mayor de las cuales contaba quince años y la menor siete– se precipitaron en la antesala detrás de su madre, rodearon a Michkin y le contemplaron con la boca abierta. Después llegó la tía de los niños, mujer amarillenta y flaca, tocada con un pañuelo negro, y al fin la abuela, una anciana con lentes. La dueña de la casa invitó al príncipe a pasar y tomar alguna cosa, y el joven aceptó. Michkin comprendió en seguida que todas aquellas personas sabían muy bien quién era, no ignoraban que debía haberse casado la víspera y se morían de deseos de preguntarle acerca de su matrimonio y saber por qué prodigioso azar acudía a pedir noticias de la mujer que a aquellas horas debía estar con él en Pavlovsk. Si no le interrogaban era, evidentemente, por delicadeza. Para satisfacer su curiosidad, el príncipe contó a grandes rasgos lo que había ocurrido, pero hubo tantas exclamaciones de sorpresa, tantos «¡Oh!» y «¡Ah!», que se vio obligado a entrar en nuevos detalles, que dio del modo más sucinto posible. Al fin, aquellas prudentes señoras decidieron que Michkin no tenía otro remedio sino volver a casa de Rogochin y llamar hasta que le abriesen. Si Rogochin estaba ausente, de lo cual había que informarse con certidumbre, o si se negaban a contestarle, el príncipe debía visitar a una señora alemana amiga de Nastasia Filipovna y que vivía con su madre en Emenovsky Polk. Acaso en su agitación y en su deseo de ocultarse la fugitiva se hubiera refugiado allí. El visitante se fue con la muerte en el alma. Aquellas señoras contaron posteriormente que le temblaban las piernas y tenía una palidez espantosa. Durante largo tiempo le fue imposible entender lo que ellas le hablaban, pero al fin advirtió que las damas le ofrecían su concurso en las sucesivas gestiones y le pedían su dirección. Contestó que no tenía casa en San Petersburgo y ellas le aconsejaron tomar un cuarto en un hotel. Tras un instante de reflexión, Michkin les dio las señas de la fonda donde se alojara cinco semanas antes, cuando había padecido su penúltimo acceso epiléptico. Luego fue a casa de Rogochin. Esta vez, no sólo no se abrió la puerta de Parfen Semenovich, sino tampoco la de su madre. Michkin bajó para iniciar la busca del portero, a quien halló con bastante dificultad. El hombre estaba ocupado, apenas miró al visitante y le contestó de muy mala gana. Esta vez declaró positivamente que Parfen Semenovich había salido muy temprano para ir a Pavlovsk y que no volvería hasta muy tarde.

—Esperaré. ¿Cree que volverá a la noche?

—¡Cualquiera sabe! A lo mejor, hasta las ocho...

—Pero ¿ha dormido aquí anoche?

—Eso sí.

Todo aquello era bastante desagradable. En el intervalo entre las dos visitas de Michkin el portero podía haber recibido instrucciones. Antes evidenciaba ganas de hablar y ahora había que arrancarle las palabras a la fuerza. Michkin resolvió volver de allí a dos horas y media, y, en caso necesario, hacer centinela ante la puerta. Entre tanto se dirigió a Semenovsky Polk, con la esperanza de que la alemana le informase.

Pero allí apenas si comprendieron lo que quería decir. La dueña de la casa casi no sabía expresarse en ruso; pero, con todo, algunas de sus expresiones indicaban que la bella alemana había roto con Nastasia Filipovna quince días antes y que desde entonces no tenía noticias de su antigua amiga. «Ya podía casarse con todos los príncipes del mundo», que ello a la alemana «le tenía sin cuidado». Michkin se retiró. En esto se le ocurrió la idea de que Nastasia Filipovna podía haber huido a Moscú, como antes, y en caso tal Rogochin, naturalmente, la habría seguido, o acaso marchado con ella «¡Si al menos pudiese descubrir una pista cualquiera!», se dijo Michkin. Recordó también que necesitaba habitación y se encaminó a la Litinaya, donde tomó un cuarto en el hotel de la otra vez. El mozo le preguntó si quería comer y Michkin dijo que sí sin darse cuenta. Un segundo después lo deploró, pensando que la comida iba a hacerle perder media hora. Pero una nueva reflexión le hizo comprender que el atraso no era grave, puesto que nada le cabía hacer en el intermedio. En el pasillo del hotel, oscuro y sin ventilación, invadióle una sensación extraña que se esforzaba en asumir la forma de un pensamiento concreto. Aquello era un suplicio, y un suplicio redoblado por el hecho de que no lograba concretar en qué consistía la nueva idea cuya vaga insinuación le mortificaba de tal modo. Salió, al fin, de la fonda en un estado anormal. La cabeza le daba vueltas... ¿Adónde ir? Se encaminó precipitadamente hacia la calle de Rogochin.

Éste no había vuelto y vano fue que el príncipe agitase la campanilla. Nadie le abrió. En la puerta de la madre tuvo más éxito. Le abrieron, pero fue para declararle que Parfen Semenovich estaba ausente y no tornaría de seguro hasta dentro de tres días. Como antes, la criada consideró a Michkin con una curiosidad extraña, que turbó no poco al joven. Menos afortunado que por la mañana, no pudo encontrar al portero. Como antes, al salir de la casa miró las ventanas. Media hora más o menos paseó por la acera, bajo un calor intolerable. Esta vez nada se movió, las ventanas no se abrieron, los visillos blancos continuaron corridos. Se afirmó definitivamente en la idea de que por la mañana había sido víctima de una ilusión. Además, dada la suciedad de los cristales, que denotaban no haber sido limpiadas hacía mucho, resultaba muy difícil distinguir desde la calle el rostro de una persona, aun cuando en efecto se hubiese asomado.

Tranquilizado por este pensamiento, el príncipe volvió a Ismailovsky Polk, donde ya le esperaban. La viuda había ido a tres o cuatro sitios, especialmente a casa de Rogochin; pero todas sus gestiones resultaron infructuosas. Nada había averiguado en parte alguna. Michkin la escuchó en silencio, entró en la sala, sentóse en un diván y miró a todos como si no comprendiese de qué le hablaban. Antes se había mostrado atento a todo y ahora parecía enormemente distraído. Los miembros de aquella familia contaron después que la actitud del joven les había parecido muy rara. «Quizás empezara entonces a manifestarse su enfermedad», comentaron. Al fin levantóse y pidió que le enseñaran las habitaciones de Nastasia Filipovna. El departamento se componía de dos piezas vastas, claras, altas de techo y decorosamente amuebladas, aun cuando el alquiler no fuese caro. Según dijeron también ulteriormente aquellas señoras, el visitante examinó uno a uno todos los objetos que había en las dos habitaciones. En una mesita aparecía una novela francesa, Madame Bovary. Al verla, el príncipe dobló la página por donde estaba abierta, pidió permiso para llevarse el tomo y se lo echó al bolsillo, aunque le advirtieron que pertenecía a un gabinete de lectura. Al acercarse a una ventana vio una mesita de juego cubierta de cifras anotadas con tiza, y preguntó quiénes solían jugar allí. Le contestaron que desde el regreso de Nastasia Filipovna a San Petersburgo, ella y Rogochin jugaban todos los días a tomto, a la preferencia, al whist y a toda clase de juegos. Explicáronle también que la idea de aquel entretenimiento se le había ocurrido a Rogochin. Nastasia Filipovna decía con mucha frecuencia que se aburría, ya que él no sabía hablar de nada y se pasaba horas enteras sin abrir la boca. Un día, Rogochin, al llegar, sacó una baraja del bolsillo. Nastasia Filipovna sonrió y ambos iniciaron una partida. El príncipe quiso saber dónde estaban los naipes. Pero no había ninguno en el departamento. Rogochin llevaba cada día una baraja nueva y se la volvía a llevar.

Las damas creían oportuno volviera de nuevo a casa de Rogochin y llamar con más fuerza que antes, pero no en aquel momento, sino a la noche. «Tal vez se obtendría algún resultado.» La viuda anunció, además, que iba a dirigirse a Pavlovsk, ya que pudiera darse el caso de que Daría Alexievna tuviese alguna noticia, y rogó al príncipe que volviera a las diez, para ponerse de acuerdo sobre las gestiones que convenía realizar al día siguiente. Pese a todas las palabras de consuelo que le prodigaron, Michkin estaba sumido en la desesperación. Presa de indefinible disgusto regresó andando a su hotel. San Petersburgo, tan caluroso, tan polvoriento en el estío, le oprimía como una tenaza. Por el camino se cruzaba con gentes humildes de rostros taciturnos y ebrios. Debió de dar muchos rodeos sin notarlo, porque declinaba la tarde ya cuando entró en su habitación. Resolvió descansar un rato y volver luego a casa de Rogochin, como le aconsejaran las señoras de Ismailisky Polk. Sentóse en el diván, apoyó los codos en la mesa y se abismó en sus reflexiones.

Cuáles fueron éstas, y cuánto duraron, es cosa que sólo Dios puede saber. Michkin temía muchas cosas a la vez y al percibirlo le producía infinita congoja. Repentinamente pensó en Lebediev y en su hija Vera. El funcionario podía saber algo a propósito de aquel asunto y aun, de no saber nada, tenía mejores medios de informarse. Luego el príncipe se acordó de Hipólito y de que el joven había recibido la visita de Rogochin. Después la idea del propio Rogochin ocupó su mente. Parfen Semenovich había estado en las exequias del general Ivolguin; el mismo príncipe le pudo avistar en el parque, más tarde. Y en este mismo hotel, oculto en un pasillo oscuro, había Rogochin tiempo atrás esperado, cuchillo en mano, a Michkin. Éste recordó el brillo que tenían los ojos de aquel hombre en las tinieblas del corredor. Se estremeció: la idea embrionaria que tanto venía turbándole acababa de precisarse en definitiva. Y poco más o menos asumía esta forma: «Si Rogochin está en San Petersburgo, podrá ocultarse por el momento, pero más pronto o más tarde vendrá en mi busca. Vendrá, sea para bien o para mal. Y cuando necesite verme me buscará en este hotel y en este corredor. Ignora mi dirección y por consecuencia se inclinará a presumir que me he instalado en el mismo hotel. Al menos, procurará encontrarme aquí... Si tiene mucha necesidad de verme... ¿Y por qué no la ha de tener? ¿Por qué no he de serle necesario?

De tal modo pensaba Michkin y su idea se le antojaba muy verosímil. De haber profundizado en los motivos de que ello le pareciese así, no hubiera sabido explicárselos. ¿Cómo, por ejemplo, se creía necesario a Rogochin hasta el punto de que no pudiera dejar de haber un encuentro entre ambos? Le habría sido imposible decirlo. Pero aquel pensamiento le dolía. «Si es feliz, no vendrá —meditaba—; pero vendrá si es desgraciado, y lo es con toda certeza...»

Tal convicción debiera haberle hecho quedarse en su habitación y aguardar a Rogochin; pero, por el contrario, como si fuese incapaz de soportar el peso de aquella nueva idea, tomó su sombrero y salió de la habitación. El pasillo estaba ya sumido en una oscuridad casi completa. «¡Si ahora él saliese de ese rincón y me parara en la escalera!», pensó al acercarse al lugar donde Rogochin había querido agredirle. Pero no sobrevino nadie. Franqueó el umbral del portón, y, ya en la acera, se extrañó al ver la mucha gente que, una vez puesto el sol, había salido a la calle, como siempre sucede durante los calores del verano de San Petersburgo. Dirigióse hacia la casa de Rogochin y antes de la primera bocacalle, a cosa de cincuenta pasos del hotel, alguien mezclado entre el gentío le tocó un codo e inclinándose a su oído le dijo a media voz:

—León Nicolaievich, hermano mío, sígueme. Es necesario.

Era Rogochin. Y el príncipe experimentó, por raro que ello fuese, una alegría que le quitó el uso de la palabra. Con voz ininteligible declaró a Rogochin que poco antes casi había esperado verle en el corredor de la fonda.

—Ya he estado allí. Vamos.

La insólita respuesta sorprendió al príncipe, pero su sorpresa sólo se produjo después de haber reflexionado, esto es, a los diez minutos. Entonces se sintió inquieto y examinó a Rogochin con atención. El joven le precedía a medio paso de distancia, mirando ante sí, sin fijar la mirada en los transeúntes y eludiendo, maquinalmente, el tropezarse con ellos.

—¿Por qué has ido al hotel? ¿Y cómo no has preguntado por mí? —inquirió Michkin.

Rogochin se paró, miró a su interlocutor, meditó un instante, y dijo como si no hubiese entendido la pregunta:

—León Nicolaievich, sigue todo derecho hasta la casa. Yo voy a ir por la otra escalera. Pero no me pierdas de vista, porque tenemos que llegar juntos.

Cruzó, la calle y desde la acera opuesta miró para comprobar si el príncipe le seguía. Michkin, sorprendido se había parado. Rogochin le hizo una seña con la mano y reanudó el camino de su casa. A cada instante se volvía a fin de repetir sus signos. Su rostro exteriorizaba viva satisfacción cuando pudo observar que Michkin le seguía de acuerdo con sus deseos. Ocurriósele al príncipe que Rogochin había cambiado de acera para vigilar mejor a alguien. «¿Por qué no me lo habrá dicho?», se preguntó. Anduvieron cosa de quinientos pasos. De súbito el príncipe comenzó a temblar. Rogochin ahora volvía la cabeza con menos frecuencia, aun cuando no dejase de mirar a sus espaldas alguna vez. Michkin no pudo contenerse más y le hizo un ademán de llamada. Rogochin cruzó la calle y se le acercó.

—¿Está en tu casa Nastasia Filipovna?

—Sí.

—¿Y me miraste antes desde la ventana?

—Sí.

—¿Cómo no...?

Michkin se interrumpió, no sabiendo qué preguntar. Además, su corazón latía con tal fuerza que casi le impedía el uso de la palabra. Rogochin guardó silencio y le miró como antes pensativo.

—Me voy... —dijo, disponiéndose a cruzar otra vez la calle—. Tú sigue por este lado. Conviene que vayamos separados. Es mejor para nosotros... ya lo verás.

Cuando, cada uno por una acera diferente, llegaron a la calle donde se levantaba la casa de Rogochin, el príncipe sintió de nuevo flaquearle las piernas de tal modo que sólo a duras penas podía continuar caminando. Eran sobre las diez de la noche. Como antes las ventanas de las habitaciones de la madre de Rogochin estaban abiertas y cerradas las del joven; las cortinillas de las últimas parecían más blancas en la oscuridad. Michkin atravesó la calle y avanzó hacia la casa. Rogochin subió la escalera e hizo un ademán a su amigo para que le imitase. El príncipe se reunió a él.

—El portero ignora que he regresado. Antes, al salir, le dije que me iba a Pavlovsk, y lo mismo aseguré a mi madre —declaró Parfen Semenovich en voz baja, sonriendo con astucia y casi con satisfacción—. Entremos sin que nos oigan.

Tenía la llave en la mano. Cuando subían la escalera se volvió a su compañero para recomendarle sigilo. Abrió sin ruido la puerta de sus habitaciones, hizo pasar al príncipe, se deslizó silenciosamente detrás de él, cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo.

—Ven —murmuró en voz baja.

Había empezado a hablar en aquel mismo tono desde que abordara al príncipe en la Litinaya. Pese a su calma aparente, se le notaba muy agitado en el fondo. Cuando entraron en la antecámara que precedía a su despacho, se acercó a una ventana e hizo acercarse al príncipe, con gran misterio.

—Cuando antes llamaste tantas veces, yo estaba aquí y adiviné que eras tú, ¿sabes? Me acerqué a la puerta andando en puntillas y te oí hablar con Pavnutievna. Pero desde primera hora yo le había dado instrucciones de que dijese a todos, aun cuando fueras tú o alguien que viniera de tu parte, que yo estaba ausente. La orden se refería a ti más que a ninguno. Cuando bajaste, pensé: «Ahora se pondrá a esperar en la calle.» Me asomé a la ventana, aparté el visillo y te vi en la acera... Esto es...

—¿Dónde está... Nastasia Filipovna? —preguntó Michkin con voz sofocada.

—Está... aquí... —repuso Rogochin tras un instante de vacilación.

—¿Dónde?

Parfen Semenovich miró a su interlocutor y le examinó con fijeza.

—Ven conmigo.

Su voz continuaba sonando lenta y baja y su rostro continuaba extrañamente pensativo. A pesar de la franqueza con que relatara el episodio del visillo, dijérase que al hacer aquel relato tendía a insinuar alguna otra cosa.

Entraron en el despacho, que había experimentado una completa transformación desde la anterior visita de Michkin. Una espesa cortina de seda verde tendida de un lado a otro de la habitación ocultaba una alcoba donde se hallaba el lecho de Rogochin. Las dos divisiones de la pesada cortina estaban corridas. Había considerable oscuridad en el aposento. Las noches blancas del estío de San Petersburgo comenzaban a ser ya menos claras y, de no ser por la luna llena, no se habría podido distinguir cosa alguna sino difícilmente, ya que la habitación tenía los visillos corridos. No obstante, los rostros de los dos hombres podían casi adivinarse en la penumbra, ya que no percibirse netamente. Parfen Semenovich estaba pálido como siempre, y en sus ojos, fijos en el príncipe, brillaba una luz estática.

—Debías encender una bujía —propuso Michkin, lleno de inquietud.

—No hace falta —contestó Rogochin—. Siéntate. Descansemos un momento.

Tomó el brazo de su amigo y le hizo sentarse. Se acomodó luego ante él, tan cerca que sus rodillas casi se tocaban. Junto a ellos, algo ladeada, se veía una mesa redonda.

Tras una breve pausa Rogochin comenzó a hablar otra vez, pero en lugar de ir derecho a lo importante comenzó a entretenerse en detalles superfluos.

—Sabía bien que te instalarías en la fonda. Cuando entré en el pasillo me dije: «¿Me esperará él ahora, como yo lo espero?» ¿Fuiste a casa de la viuda del profesor?

—Sí —repuso el príncipe trabajosamente, sintiendo que el corazón le latía con redoblada violencia.

—Lo suponía. Pensé que hablarías y... Luego se me ocurrió esta idea: «Le traeré a mi casa y pasaremos la noche los dos en ella.»

—¿Dónde está Nastasia Filipovna, Rogochin? —inquirió de pronto Michkin, levantándose con un temblor que recorría todos sus miembros.

—Allí —repuso Rogochin en un cuchicheo, incorporándose también y mostrando la cortina con un movimiento de cabeza.

—¿Duerme? —preguntó Michkin en voz baja.

Rogochin le miró fijamente, como antes.

—Vamos... Pero quizá tú... ¡vamos, vamos!

Alzó la cortina, mas antes de entrar se volvió al príncipe.

—Entra —dijo, invitándole con el ademán que pasara a la alcoba. Michkin obedeció.

—Está muy oscuro —dijo.

—Se ve lo suficiente —respondió Rogochin.

—No veo más que... una cama.

—Acércate —contestó en voz baja Parfen Semenovich.

Michkin dio dos pasos hacia adelante y se detuvo. Durante un par de minutos miró en torno sin ver nada. Estaba tan agitado que podía oír los latidos de su corazón en aquella estancia sumida en un silencio mortal. Al fin sus ojos se acostumbraron a las tinieblas y pudo distinguir el lecho completamente. Sobre él yacía una persona absolutamente inmóvil. No se percibía el menor ruido, ni el más tenue hálito de respiración. Una sábana blanca cubría de pies a cabeza el cuerpo de aquella persona, cuyos miembros se dibujaban sólo de una manera vaga. No se podía percibir otra cosa sino que allí yacía un ser humano extendido tan largo como era. La alcoba estaba en desorden. En el lecho, en las butacas, en el suelo, en todas partes, se veían prendas de vestir en confusión: un magnífico traje de seda blanca, cintas, flores. Los diamantes que la mujer dormida se había quitado antes de acostarse relucían en una mesita de noche, junto a la cabecera. Un pie desnudo emergía entre una confusión de encajes blancos, nítidos en la densa penumbra. Aquel pie, aterradoramente inmóvil parecía el de una estatua de mármol. Cuanto más miraba el príncipe, más siniestra impresión le producía el silencio de la alcoba. De pronto una mosca zumbó en el aire y fue a posarse en la almohada. Michkin sintió un escalofrío.

—Salgamos —dijo a Rogochin, tocándole el brazo.

Abandonaron la alcoba y volvieron a sentarse donde antes, frente a frente. El temblor de Michkin iba en aumento. Su mirada interrogadora se fijaba en Parfen Semenovich. Éste habló:

—Observo, León Nicolaievich, que tiemblas como cuando te encuentras a punto de sufrir un ataque. Estás ahora como en Moscú un minuto antes de aquel acceso. ¿Te acuerdas? No sé qué voy a hacer contigo ahora.

Michkin escuchaba con extrema atención, esforzándose en comprender, sin apartar la mirada del semblante de su amigo.

—¿Has sido tú? —preguntó, indicando hacia la cortina con un movimiento de cabeza.


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