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El Idiota
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 01:07

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Автор книги: Федор Достоевский



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Parecía desear seguir hablando; pero calló de repente, se desplomó en un sillón y, tapándose el rostro con las manos, se puso a llorar como un niño pequeño.

—¡Dios mío! ¿Qué hacemos con él? —exclamó Lisaveta Prokofievna, lanzándose hacia el enfermo, y estrechando contra su pecho aquella cabeza agitada por los sollozos—. Vamos, vamos, vamos, basta ya. No llores. Veo que eres un buen muchacho. Dios te perdonará considerando tu inexperiencia. Sé hombre. Luego te arrepentirás de haber llorado...

—En casa —dijo Hipólito, levantando la cabeza– tengo un hermano y hermanas. Son niños pequeños, pobres, inocentes. Ella acabará pervirtiéndolos... Es usted una santa, es usted... una niña... Sálvelos: quíteselos a ella. Es una mujer sin pudor... Ayúdelos, socórralos... ¡Dios le devolverá ciento por uno! ¡Hágalo por amor de Dios... por amor de Cristo!...

—Ivan Fedorovich —estalló la generala– haz algo, di lo que hacemos, rompe ese mayestático silencio... Si no decides algo, te aseguro que me quedaré aquí a pasar la noche. ¡Estoy harta de que me tiranices con tu despotismo!

La generala hablaba con exaltada ira, esperando una contestación inmediata. Pero en casos así, los oyentes, por numerosos que sean, suelen contentarse todos con callar, reservando para más tarde el expresar sus opiniones. Entre las personas allí reunidas había varias —como, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna– que hubieran permanecido hasta la mañana siguiente sin proferir palabra. La hermana de Gania no había abierto la boca en todo el tiempo, acaso porque tuviese especiales razones para callar.

—Mi opinión, querida —dijo el general—, es que una enfermera sería mucho más útil que tú, con tu agitación. Acaso tampoco estuviese de más buscar un hombre de confianza... En todo caso, hay que consultar al príncipe y dejar descansar al enfermo. Mañana podremos ocuparnos de él.

—Nosotros nos vamos. Es casi medianoche —dijo Doktorenko a Michkin, con tono enojado—. ¿Se va Hipólito con nosotros o se queda con usted?

—Si quieren, pueden quedarse con él. Sitio no falta —repuso Michkin.

Con gran asombro de todos, Keller adelantó vivamente hacia el general.

—Excelencia —dijo—, si se requiere un hombre seguro, de confianza, para velar a Hipólito por la noche, cuenten conmigo. Estoy dispuesto a sacrificarme por mi amigo. ¡Tiene un alma tan elevada! Hace mucho que le considero como un gran hombre, excelencia. Reconozco que mi instrucción ha sido descuidada; pero los pensamientos de este joven son perlas, verdaderas perlas, excelencia.

El general se apartó, lleno de desesperación.

—Encantado con que se quede —contestó Michkin a las vehementes instancias de Lisaveta Prokofievna—. Sin duda le será difícil volver a San Petersburgo.

—Pero, ¿te dormirás? Porque ya ves su estado... Si no quieres que se quede aquí, le llevaré a mi casa... ¿Qué te sucede a ti? ¡Si apenas puede sostenerse en pie, Dios mío!

Al no encontrar a Michkin en su lecho de muerte, Lisaveta Prokofievna, juzgando por el buen aspecto del príncipe, le había creído mejor de lo que estaba en realidad. Pero su reciente dolencia, los penosos recuerdos a ella referentes, las emociones de la tarde, el incidente del «hijo de Pavlitchev» y ahora el de Hipólito, habían excitado al príncipe al extremo de reducirle a un estado casi febril. En aquel momento, además, se leía un nuevo temor y una nueva preocupación en sus ojos. Contemplaba a Hipólito con inquietud, como si esperase alguna nueva ocurrencia del muchacho.

De pronto Hipólito se incorporó. Su rostro, espantosamente pálido y descompuesto, revelaba una infinita vergüenza lo que se manifestaba sobre todo en la mirada horrible, casi desesperada, que paseó sobre los reunidos, y en la sonrisa que crispó, con extravío, sus temblorosos labios. Bajó los ojos y con paso vacilante fue a reunirse a Burdovsky y Doktorenko, que esperaban a la entrada de la terraza, decidido a marcharse con ellos.

—¡Lo que yo temía! —gritó Michkin—. ¡Lo que había de suceder!

Hipólito se volvió súbitamente a él, presa de una rabia frenética que hacía temblar todos los músculos de su rostro.

—¡Lo que usted temía! ¡Lo que había de suceder, según usted! Pues óigame: si a alguien aborrezco de los que hay aquí (¡y los odio a todos, a todos!) —gritó con voz ronca y sibilante, que brotaba de su boca entre una granizada de saliva—, es a usted. ¡A usted, alma jesuítica, espíritu de almíbar, millonario filantrópico, idiota! ¡Le odio más que a todos! Hace tiempo que le he comprendido y odiado: desde que oí hablar de usted empecé a detestarle con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Es usted quien ha provocado todo esto, usted quien ha motivado el acceso que sufro! Usted ha impelido a un moribundo a deshonrarse; usted, usted, usted ha sido la causa de mi cobarde pusilanimidad... Si yo no muriese, le mataría. No necesito sus bondades; ni aceptaré nada de nadie; ¿lo oye? Antes he delirado; no tenga la audacia de creerse triunfador... ¡Les maldigo a todos de una vez para siempre!

Hubo de callar; le faltaba el aliento.

—Se avergüenza de sus lágrimas —dijo Lebediev, en voz baja, a la generala—. No podía ser de otro modo. ¡Qué hombre ese príncipe! Había leído en su alma...

Lisaveta Prokofievna no se dignó contestar al empleado. Con el busto orgullosamente erguido, la cabeza hacia atrás, examinaba a aquella «gentuza» con curiosidad desdeñosa. Por su parte, cuando Hipólito dejó de hablar, el general se encogió de hombros. Su mujer le examinó de arriba abajo como pidiéndole una explicación de su ademán, y luego se volvió hacia Michkin.

—Gracias, príncipe, gracias extravagante amigo de nuestra familia, por la agradable velada que nos ha procurado a todos. Tengo la seguridad de que ahora está satisfecho al haber conseguido asociarnos a sus extravagancias. No nos son necesarias más, mi querido amigo. Gracias en todo caso por habernos ofrecido una oportunidad de conocerle bien.

Con mano temblorosa de cólera, empezó a arreglarse el chal, esperando la marcha de aquella «gentuza». En aquel momento llegó el coche de alquiler que por orden de Doktorenko, había ido a buscar quince minutos antes el hijo menor de Lebediev. El general Epanchin se juzgó obligado a reforzar las palabras de su mujer.

—La verdad, príncipe, es que yo no hubiera esperado nunca semejante cosa, teniendo en cuenta que... dadas nuestras amistosas relaciones... Además, Lisaveta Prokofievna...

—¿Cómo ha podido ocurrírsele esto? ¡Parece mentira...! —dijo Adelaida acercándose rápidamente al príncipe y tendiéndole la mano.

Michkin sonrió a la joven, turbado. En aquel momento sintió un cuchicheo junto a su oído.

—Si no pone usted a esa chusma en la puerta, le aborreceré toda mi vida —decía la voz sorda de Aglaya.

Hablaba como en un frenesí. Pero antes de que Michkin pudiese mirarla, volvió el rostro. Por otra parte, ya no había oportunidad de poner en la puerta a nadie, dado que en el intervalo Hipólito había sido instalado, mal o bien, en el coche, y éste había partido.

—¿Hasta cuándo vamos a estar aquí, Ivan Fedorovich? ¿Qué te parece? ¿Hasta cuándo voy a tener que soportar a estos chicuelos mal educados?

—Estoy dispuesto, querida... ¡No faltaba más! Y el príncipe...

No obstante, el general tendió la mano a Michkin; pero luego, sin esperar que éste se la estrechase, se unió a su mujer, quien se retiraba ya evidenciando vivísima indignación. Adelaida, el novio de ésta y Alejandra se despidieron de Michkin con sincera cordialidad. Eugenio Pavlovich, único que conservaba su jovialidad, les imitó.

—Ha sucedido lo que yo preveía. Lo único lamentable, querido príncipe, es que haya pagado usted las consecuencias —murmuró con amable sonrisa.

Aglaya salió sin despedirse.

Pero aquella velada debía terminar con un último lance. Lisaveta Prokofievna estaba destinada a tener aún otro encuentro inesperado. En el momento en que la generala, descendiendo la escalera, se aproximaba al camino que circuía el parque, un magnífico carruaje tirado por dos caballos pasó al galope ante la casa de Michkin. En el carruaje iban sentadas dos damas elegantísimas. Como diez pasos más allá, los caballos se detuvieron de repente, obligados por el cochero, y una de las damas volvió la cabeza de pronto, tal que si acabase de ver por casualidad un rostro conocido.

—¿Eres tú, Eugenio Pavlovich? —gritó una voz melodiosa y fresca cuyo sonido hizo estremecerse al príncipe y acaso a alguien más—. ¡No sabes cuánto me alegro de haberte encontrado! Te envié dos propios a San Petersburgo. ¡Se han pasado todo el día buscándote!

Eugenio Pavlovich se quedó inmóvil en la escalera. Aquellas palabras le habían producido el efecto de un latigazo. Lisaveta Prokofievna se detuvo también, aunque no experimentase el espanto y el estupor que clavaban a Radomsky en el mismo sitio en que fuera interpelado. El orgullo, el frío desdén con que antes examinara la generala a la «gentuza» reaparecieron en su rostro cuando distinguió a la insolente, y cuando, un instante después, miró, a Radomsky. —Hay novedades —siguió la voz cantarina—. No te preocupes de los pagarés que firmaste a Kupfer. He conseguido que Rogochin los rescatara por treinta mil rublos. Así que tienes tres meses de tranquilidad. Con Biskup y toda esa gentecilla ya nos arreglaremos. Son conocidos. Así que las cosas van bien. ¡Alégrate, hombre! ¡Hasta mañana!

El coche reanudó la marcha y en breve desapareció.

—¡Está loca! —exclamó Pavlovich, rojo de ira, mirando en torno suyo con extravío—. ¡No comprendo una palabra de lo que dice! ¿A qué pagarés se refiere? ¿Y quién es?

Lisaveta Prokofievna le contempló con fijeza durante un par de segundos. Luego, con súbito movimiento, tomó el camino de su casa, seguida por los demás. Un minuto después, Michkin vio llegar a la terraza a Eugenio Pavlovich, agitadísimo.

—Con franqueza, príncipe. ¿Sabe usted lo que ha significado todo eso?

—No sé nada en absoluto —repuso el príncipe, que parecía trastornado. —¿No?

—No.

—Pues yo menos —dijo Eugenio Pavlovich con una repentina risotada—. Le aseguro que no tengo nada que ver con pagaré alguno. Le doy mi palabra de honor. Pero, ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?

—No, no; de verdad que no...

XI



Tres días transcurrieron antes de que se calmara la cólera de las Epanchinas. Aunque Michkin, como de costumbre, se atribuyese gran parte de la culpa y se creyera realmente merecedor de castigo, no había supuesto que Lisaveta Prokofievna hablase seriamente y más bien la juzgaba furiosa consigo misma. Así, tan largo lapso de animosidad hízose sentir, al tercer día, una sombría y dolorida sorpresa. Aun había otras circunstancias que contribuían a confundirle, y una, en especial, adquirió gradualmente a los ojos de Michkin una importancia enorme, excitando aún más su sensibilidad. Hacía tiempo que venía observando en sí mismo, con harto disgusto, dos tendencias opuestas, tan exageradas la una como la otra; de una parte su excesiva, inoportuna e insensata inclinación a confiar demasiado en la gente; de otra una tenebrosa desconfianza. En resumen, el incidente de la extravagante mujer que interpelara desde su coche a Eugenio Pavlovich había alcanzado en el espíritu de Michkin alarmantes y misteriosas proporciones. Para él, el fondo del enigma se reducía a esta pregunta: ¿era él, hablando en rigor, digno de censura por aquella nueva «monstruosidad», o era...? Pero no acertaba con quién podría ser. Respecto a las letras N. F. B., no veía en ellas más que una broma inocente, la más pueril de las chanzas. Y se hubiese reprochado casi como deshonroso el atribuir importancia a cosa semejante.

De todos modos, al día siguiente de la fatal velada cuya responsabilidad se reprochaba a Michkin tan amargamente, recibió por la mañana la visita de Adelaida y el príncipe Ch., quienes habían salido juntos a dar un paseo «y acudían principalmente para informarse de la salud» de su amigo. Poco antes, Adelaida había descubierto en el parque un árbol maravilloso, de crispadas ramas y fronda perenne, y quería dibujarlo por encima de todo, hasta el extremo de que no habló de otra cosa durante la media hora que se prolongó la visita. El príncipe Ch. se mostró amable y cortés como de costumbre, encarriló la conversación sobre cosas lejanas y evocó las circunstancias de su primer encuentro con León Nicolaievich. Apenas se habló, por lo tanto, de los sucesos del día anterior. Adelaida acabó por confesar, sonriendo, que los dos habían ido de incógnito, y aunque no dijo más, aquel incógnito daba a entender que la familia (es decir, Lisaveta Prokofievna principalmente) estaban mal dispuestos hacia el príncipe. Los novios no hablaron ni una sola palabra del general, de su esposa o de Aglaya. Cuando se despidieron de Michkin para proseguir su paseo, no le instaron a que les acompañase, ni le invitaron a visitarles en casa. Adelaida dejó escapar incluso una expresión sintomática. Al hablar de una de sus acuarelas, manifestó el repentino deseo de mostrarla a Michkin, y dijo:

—¿Cómo me arreglaré para enseñársela pronto? ¡Ya! Se la enviaré hoy por Kolia, que irá a visitarnos, y si no, mañana, cuando salga a pasear con el príncipe, yo misma se la traeré.

Y parecía encantada de haber hallado aquella solución.

Al ir los visitantes a retirarse, el príncipe Ch. pareció recordar alguna cosa.

—¿Sabe usted, querido León Nicolaievich —preguntó—, quién era aquella persona que interpeló ayer en voz alta a Eugenio Pavlovich?

—Nastasia Filipovna —repuso Michkin—. ¿La desconocía usted? Pero no sé quién estaba con ella.

—Sé que era Nastasia Filipovna, puesto que estuve presente —dijo el príncipe Ch.—. Pero, ¿qué quería decir con aquellas palabras? Confieso que para mí..., y para otros, son un enigma.

Y parecía muy intrigado al asegurarlo así.

—Habló de ciertos pagarés que Rogochin había rescatado en favor de Eugenio Pavlovich —contestó sencillamente Michkin– y aseguró que Rogochin concedería tres meses de espera a Eugenio Pavlovich.

—Ya lo oí, ya, querido príncipe, pero no puede ser exacto. Es imposible que Eugenio Pavlovich, que es rico, haya firmado pagarés. Cierto que antaño, a causa de su atolondramiento, atravesó ciertas dificultades pecuniarias... Yo mismo le he sacado de algunas... Pero que, en su situación, haya aceptado pagarés a un usurero y que tenga en consecuencia motivos de preocupación... es inadmisible. Tampoco puede tutearse con Nastasia Filipovna, y ésta es, sobre todo, la clave del problema. El asegura que no lo comprende, y le creo. Pero quisiera preguntarle, príncipe, si sabe usted algo. Es decir, que, si por alguna casualidad, no había llegado a sus oídos algún rumor...

—No sé nada y le aseguro que no he intervenido para nada en eso.

—¡Príncipe, por Dios! ¡No le reconozco! ¿Cómo iba yo a suponerle cómplice de semejante cosa? ¡No está usted hoy en sus cabales!

Y abrazó a Michkin con efusión.

—¿Semejante cosa? Yo no veo que eso pueda calificarse de «semejante cosa».

—Sí, porque sin duda esa persona ha querido perjudicar a Eugenio Pavlovich atribuyéndole ante testigos malas cualidades que él no tiene ni puede tener —repuso, harto secamente, el príncipe Ch.

Michkin, turbado, miró a su interlocutor como pidiéndole explicación de sus palabras; pero Ch. calló. Entonces Michkin insistió con cierta impaciencia:

—¿Acaso no se trataba de meros pagarés? ¿No fue eso lo que dijo literalmente?

—Pero le repito (y usted mismo puede juzgarlo), ¿qué puede haber de común entre esa mujer y Eugenio Pavlovich... y sobre todo entre éste y Rogochin? Además, Radomsky es muy rico; me consta. Y tiene en perspectiva la herencia de su tío. Nastasia Filipovna se ha propuesto únicamente...

El visitante se interrumpió. Sin duda no quería hablar de aquella mujer ante Michkin. Tras un instante de silencio, éste indicó:

—Lo que creo que prueba lo de ayer es, en todo caso, que ambos se conocen.

—Han podido conocerse antes, porque Eugenio Pavlovich es muy ligero de cascos. Pero, de conocerse, debe ser cosa que se remonta a hace dos o tres años. Por entonces él trataba a Totzky. Además, en ningún caso cabe que mantuvieran relaciones que autorizasen el tuteo. Usted sabe, en fin, que ella no estaba aquí; había desaparecido. Hay muchos que aún ignoran su regreso. Sólo hace tres días que yo vi su coche.

—¡Que es soberbio! —ponderó Adelaida.

—Sí, soberbio.

Después, los visitantes se separaron de Michkin en los términos más afectuosos, y hasta se podría decir más fraternales.

Su marcha dejó muy preocupado a Michkin. Cierto que desde la noche precedente (y acaso desde antes) había sospechado diversas cosas; pero hasta esta visita no había tenido plena certeza de lo que pudiese existir de fundado en sus temores. Ahora el príncipe Ch. acababa de confirmárselos. Se engañaba, sin duda, en la interpretación del hecho; mas aun así, Ch. no estaba lejos de la verdad al adivinar en todo aquello una intriga. «Por ende —se decía Michkin– acaso él se dé perfecta cuenta de la realidad, y haya querido esconderla ante mis ojos.» Un punto indudable era que sus visitantes (o al menos el príncipe Ch.) habían ido a su casa con la intención de obtener aclaraciones, y, pues era así, le imaginaban directamente complicado en la intriga. Y, además, si aquello tenía tal importancia, Nastasia Filipovna perseguía notoriamente un fin y un fin terrible. Pero, ¿cuál? La pregunta espantaba al príncipe. ¿Cómo impedírselo? «Cuando esa mujer resuelve una cosa, nadie es capaz de conseguir evitar que la ponga en práctica.» Michkin lo sabía por experiencia. «¡Está loca, loca!»

Aquel día se produjeron otras muchas circunstancias enigmáticas, todas las cuales requerían aclaración urgente. Michkin, pues, sentíase muy disgustado. La visita de Vera Lebedieva, que acudió con Lubochka, le procuró alguna distracción. Ambos hablaron alegremente de muchas cosas. Después de Vera llegó su hermanita, y más tarde el hijo de Lebediev, que concurría al instituto. El muchacho aseguró que, según la interpretación de su padre, la estrella que en el Apocalipsis cae «sobre las fuentes de las aguas», simbolizaba la red de ferrocarriles extendidos sobre Europa. El príncipe no quiso creer que tal fuese la explicación de Lebediev y resolvió preguntárselo a la primera oportunidad. Vera añadió que Keller se había instalado en la casa desde la víspera y que, según todas las apariencias, no se proponía abandonarla en bastante tiempo. Por lo pronto ya había estrechado sus relaciones con el general Ivolguin, y declarado que no se quedaba entre ellos sino para completar su instrucción. Michkin cada vez tomaba más cariño a los hijos de Lebediev. Kolia no apareció en todo el día; habíase ido a San Petersburgo temprano, de mañana. Lebediev, requerido por ciertos asuntillos, estaba fuera de casa desde muy pronto también. El príncipe esperaba con impaciencia la visita de Gabriel Ardalionovich, que se había ofrecido a entrevistarse con él aquel día sin falta.

Gania llegó, en efecto, después de la comida, a cosa de las seis. A la primera mirada que le dirigió Michkin se dijo que el visitante debía conocer todos los detalles del asunto. ¿Y cómo no, si podía informarse cerca de personas tan bien enteradas como su hermana y Ptitzin? Pero las relaciones que los dos hombres mantenían eran de una naturaleza muy particular: así, por ejemplo, el príncipe había puesto el asunto de Burdovsky en manos de Gabriel Ardalionovich, y esta muestra de confianza no era la única que le diera. Mas existían ciertos extremos sobre los que ambos evitaban hablar por una especie de acuerdo tácito. Parecíale a veces a Michkin que Gania hubiese deseado más franqueza y cordialidad en su trato mutuo. Ahora, por ejemplo, Michkin creyó advertir, cuando vio entrar al joven, que éste juzgaba llegado el instante de romper el hielo. Por otra parte, Gabriel Ardalionovich tenía prisa, ya que su hermana le esperaba en casa de los Lebediev y ambos habían de hacer algunas cosas.

Pero si Gania esperaba toda una serie de preguntas impacientes, de confidencias involuntarias, de expansiones amistosas, se hallaba extraordinariamente equivocado. Durante los veinte minutos que su visitante estuvo con él, el príncipe permaneció pensativo, distraído, sin formular una sola de las preguntas que Gania esperaba. Y éste resolvió entonces atenerse a igual reserva. Mientras hablaron, charló sin cesar, bromeó jovialmente, con ligereza y gracia, y se abstuvo de tocar el punto esencial.

Gania contó, entre otras cosas, que Nastasia Filipovna sólo llevaba cuatro días en Pavlovsk y ya había atraído la atención general. Moraba con Daría Alexievna en una mala casa de la calle Matrossky; pero tenía el mejor carruaje de Pavlovsk. Nastasia Filipovna se comportaba correctamente y vestía bien. Sin lujo, pero con un gusto que producía tanta envidia a las demás mujeres como su belleza y su coche. Infinidad de adoradores, jóvenes y viejos, giraban en torno suyo. Cuando paseaba en su carruaje, iba escoltada a veces por señores a caballo. Nastasia Filipovna era, como siempre, muy caprichosa en la elección de sus amigos y sólo recibía a los que se le antojaba. Y, con todo, la rodeaba un verdadero regimiento de ellos. De necesitarlos, hubiéranle sobrado defensores. Un señor que veraneaba en una villita había roto ya con una joven a la que estaba prometido, y un general anciano habíase querellado con su hijo por Nastasia Filipovna. Ésta salía a pasear frecuentemente con una encantadora joven de dieciséis años, pariente lejana de Daría Alexievna. La muchachita cantaba muy bien y ello atraía muchos visitantes a las veladas de la casa.

—El extravagante incidente de ayer ha sido premeditado, sin duda, y no hay que tomarlo en consideración —opinó Gania, antes de concluir—. Para encontrar alguna falta a Nastasia Filipovna habrá que espiar mucho o calumniarla, lo que, desde luego, no tardará en suceder.

Gania esperaba que su interlocutor le preguntase el motivo de que pudiera considerarse como premeditado el incidente con Radomsky y por qué no tardaría en ser calumniada Nastasia Filipovna. Pero Michkin no preguntó nada.

Sin ser interrogado, Gania habló ampliamente a propósito de Eugenio Pavlovich. A juicio de Gabriel Ardalionovich, Radomsky no podía conocer mucho a Nastasia Filipovna, ya que le había sido presentado incidentalmente cuatro días antes, y probablemente no había estado nunca en su casa. Respecto a los pagarés, no constituían una cosa imposible: Gania sabía que la fortuna de Eugenio Pavlovich era vasta, pero algunos asuntos relacionados con ella estaban un poco confusos. Gania interrumpióse súbitamente al hablar de esto.

Y en cuanto al sorprendente episodio del día anterior, no hizo otra alusión que la señalada.

Bárbara Ardalionovna se presentó en busca de su hermano y sólo permaneció un momento en las habitaciones del príncipe. Este no trató de hacerla hablar; pero ella le dijo que Eugenio Pavlovich pasaba en San Petersburgo todo aquel día y acaso el siguiente, y que Ptitzin estaba en San Petersburgo también, probablemente en relación con los asuntos de Eugenio Pavlovich, lo que demostraba que algo había sucedido en realidad. Añadió que Lisaveta Prokofievna se encontraba de pésimo humor y que Aglaya había reñido con toda su familia, incluso sus dos hermanas, lo que «no podía ser buena señal». Después de dar estos informes, el último de los cuales pareció muy significativo al príncipe, Varia se fue con su hermano. Gania, por falsa modestia, o acaso para no herir los sentimientos de Michkin, no pronunció una palabra sobre el asunto del «hijo de Pavlitchev». De todos modos, Michkin le dio las gracias por su intervención en tal asunto.

Satisfecho al hallarse solo, el príncipe salió de la terraza, cruzó el camino y entró en el parque. Se proponía meditar sobre un proyecto que acababa de acudir a su mente. Pero era un proyecto de esos que exigen un arranque, porque no resisten a una reflexión madura. Michkin acababa de sentir el súbito deseo de abandonarlo todo, de volver al remoto lugar de que viniera, de hundirse en una lejana soledad, de desaparecer en el acto, sin despedirse de nadie. Preveía que, de aplazar su marcha sólo unos pocos días, quedaría definitivamente afincado en aquel ambiente y no podría desprenderse de él jamás. Mas le bastaron menos de diez minutos para reconocer que una fuga así era imposible, que incluso representaba una cobardía y que ante él se presentaban problemas que se hallaba en la obligación de solucionar. Y así, hostigado de estos pensamientos, volvió a su casa tras un paseo de un cuarto de hora escaso, sintiéndose auténticamente desdichado en aquellos instantes.

Lebediev no había vuelto aún. Hacia el caer de la noche, Keller logró introducirse en el cuarto de Michkin y, aunque no se hallaba ebrio, abrumó al príncipe con sus confidencias y expansiones. Declaró en primer lugar que deseaba contar a Michkin toda su vida, y que sólo para ello se había quedado en Pavlovsk. No había modo de desembarazarse de él o inducirle a irse. Keller llevaba preparado un largo discurso; pero tras algunas palabras incoherentes a guisa de preámbulo, saltó a la conclusión, manifestando que, como consecuencia de haber dejado de creer en el Omnipotente, había perdido «toda huella de moralidad», convirtiéndose en un verdadero ladrón.

—¿Lo cree? ¿Le parece posible?

—Escuche, Keller —dijo el príncipe—: no tiene por qué confesar semejante cosa, no siendo en caso de necesidad absoluta. Pero creo que se calumnia usted adrede.

—Se lo digo a usted, a usted solo, y únicamente pensando en mi mejora moral. No lo he dicho a nadie, ni lo diré; mi secreto me acompañará a la tumba. Pero, ¡si usted supiese, príncipe, qué difícil es en nuestra época procurarse dinero! ¿Dónde encontrarlo, dígame? La contestación es siempre la misma: «Tráiganos garantía en oro o diamantes y le haremos un préstamo». Es decir, que me proponen precisamente lo que no puedo hacer. ¿Es concebible semejante cosa? Una vez me enfadé y dije: «¿No me prestaría también dinero sobre esmeraldas?» «También sobre esmeraldas», me contestaron. «Bien», repuse. Tomé el sombrero y salí. ¡Malditos bribones!

—¿Tenía usted esmeraldas?

—¡Tener yo esmeraldas! ¡Con qué cándida serenidad, bucólica casi, considera usted aún la vida, príncipe!

Michkin comenzaba a sentir desazón y disgusto pensando en aquel hombre y preguntábase si no se podría hacer algo por él, sometiéndole a una buena influencia. No confiaba precisamente en su influencia propia, y no porque la despreciase por humildad, sino porque tenía un modo especial de ver las cosas. Gradualmente, la conversación se animó e hízose tan interesante que ninguno de los interlocutores pensaba en terminarla. Keller confesó con extraordinaria naturalidad actos de los que nadie se hubiera reconocido culpable. A cada nuevo relato que iniciaba se afirmaba arrepentido y «deshecho en lágrimas íntimas»; pero luego, relatando, parecía jactarse de sus malas acciones. A ratos se explicaba de un modo tan cómico, que el príncipe y él acabaron riendo como locos.

—Lo notable es que hay en usted una confianza extraordinaria e infantil —dijo Michkin, al final—. ¿Sabe que eso le redime de muchas cosas?

—Soy noble, noble, caballerescamente noble —repuso Keller—, pero esta nobleza, príncipe, no existe sino en sueños, como un ideal, y no se manifiesta jamás en la práctica. ¿Por qué? No acierto a comprenderlo.

—No desespere. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que me ha contado usted al detalle toda su existencia. Al menos, me parece imposible que usted pueda añadir nada a lo ya relatado. ¿Verdad?

—¡Imposible! —exclamó, con aire compasivo, el ex subteniente—. ¡Oh, príncipe! ¡Qué completamente «á la Suisse» interpreta usted la naturaleza humana!

—¿Cree —dijo el príncipe, extrañado y tímido– que se pueden añadir más cosas a las que me ha contado? Y ahora, Keller, dígame con franqueza lo que esperaba de mí y por qué ha venido a hacerme esas confesiones.

—¿Lo que esperaba de usted? En primer lugar, el agradable espectáculo de su bondad. El mero hecho de hablar con usted es mi placer por sí solo. Con usted se tiene la certeza de hablar con un hombre muy virtuoso... Y además, además...

Parecía turbado. Viéndole vacilar, el príncipe acudió en su ayuda.

—¿Deseaba pedirme dinero?

Pronunció aquellas palabras con mucha sencillez, en tono grave y casi tímido.

Keller se estremeció, miró bruscamente y exteriorizando sorpresa el rostro de Michkin y asestó en la mesa un fuerte puñetazo.

—Eso, príncipe, es lo que me aniquila y me derrota por completo. Es usted de una bondad y una inocencia que no se han conocido ni en la edad de oro, y a la vez lee usted en el alma humana como el psicólogo más perspicaz. Pero todo esto exige alguna explicación, porque me siento muy confuso. Mi fin, en resumen, era pedirle un préstamo; pero usted me hace esa pregunta como si mi objeto no tuviese nada de reprensible, como si fuera lo más natural...

—En usted es muy natural.

—¿Y no le indigna?

—¿Por qué ha de indignarme?

—Atiéndame, príncipe. Me he quedado aquí desde ayer, en primer término, porque tengo muy particular estima por el arzobispo francés Bourdalone (cuyos escritos hemos estado saboreando en la habitación de Lebediev hasta las tres de la madrugada) y en segundo, y principal (le juro por lo más sagrado que digo la verdad pura), porque quería, haciendo ante usted una confesión cordial y completa, favorecer mi desarrollo moral. Tal era mi idea, que me hizo deshacerme en llanto cuando me dormí, a las cuatro de la madrugada. Si quiere creer en la palabra de un hombre de honor, en el minuto preciso en que me dormía, colmado de lágrimas (y externas, porque recuerdo perfectamente que me quedé dormido sollozando), se me ocurrió una idea diabólica: «¿Y si después de tu confesión le pidieses dinero?» De modo que toda la confesión ha sido un ardid para asegurar el éxito del golpe y conseguir al final que me prestase usted ciento cincuenta rublos. ¿No le parece esto una bajeza?

—No habla usted con exactitud. Una cosa se ha mezclado a otra y nada más. Las dos ideas se han confundido, lo que pasa muy a menudo. Lo mismo me sucede siempre a mí. Por lo demás, el experimentarlo no es cosa conveniente y usted sabe, Keller, que soy el primero en reprochármelo. Cuando usted hablaba antes, me parecía oír mi propia historia. A veces he llegado a pensar que toda la gente debía ser así —continuó el príncipe, a quien el tema parecía interesar sumamente—y esto me consolaba en parte, haciéndome admitir la imposibilidad de luchar contra esas ideas mixtas, aunque yo lo haya ensayado. ¡Sólo Dios sabe cómo se originan semejantes pensamientos! Y usted, al hablar de este caso, lo califica rotundamente de bajeza. Desde ahora tales ideas van a producirme temor. De todos modos, no soy yo el llamado a juzgarle, pero me parece que calificar de bajeza su acción es ir demasiado lejos. ¿Qué le parece? Ha empleado usted una astucia para pedirme dinero; pero usted jura que, independientemente del motivo, su confesión es sincera. En cuanto al dinero lo quiere usted para bebérselo, ¿verdad? Y ello, después de su confesión, es, realmente, una cobardía. Pero, ¿cómo renunciar en un instante al hábito de beber? Es imposible. ¿Qué hacer, pues, en este caso? Lo mejor es dejarlo al juicio de su propia conciencia. ¿Qué le parece?


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