Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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—Sí; es usted asombrosamente cándido, príncipe —observó, irónico, el sobrino de Lebediev.
—Y, con todo, es príncipe y millonario. Quizá tenga usted, en efecto, un corazón sencillo y bondadoso, pero no puede eximirse a la ley general —dijo Hipólito.
—Es posible, es posible —admitió Michkin—, aunque no sé a qué ley general se refiere usted. Continúo. Pero no se ofendan sin motivo, porque les aseguro que no me propongo afrentarles en modo alguno. Y veo que no puede decirse una sola palabra sincera sin que ustedes se irriten. En primer lugar, quedé muy asombrado cuando Tchebarov me mencionó un hijo de Pavlitchev cuya existencia yo desconocía, así como que se encontrara en situación tan dolorosa. Pavlitchev había sido mi bienhechor y amigo de mi padre... Y a propósito, señor Keller: ¿con qué fundamento imputa usted a mi padre hechos absolutamente indemostrados? Estoy positivamente convencido de que no dilapidó dinero alguno de la compañía ni maltrató a ningún subordinado suyo. ¿Cómo ha podido escribir usted semejante cosa? Y en lo que concierne a Pavlitchev, sus afirmaciones son intolerables. De un hombre tan noble no han vacilado ustedes en hacer un libertino, acusándole de serlo con tanta certeza como si dijesen la verdad, cuando lo cierto es que jamás ha existido en el mundo hombre de conducta más morigerada. Era, además, un verdadero sabio, mantenía correspondencia con diversas celebridades científicas y gastó mucho dinero en bien de la ciencia. En cuanto a su corazón y sus buenas acciones... Bien, en eso ha tenido usted razón escribiendo que yo era entonces casi idiota y que no era capaz de comprender nada (aunque sí entendía y hablaba el ruso); pero ahora comprendo cuanto Pavlitchev hizo por mí y le doy su verdadero valor.
—Dispénseme —intervino Hipólito—. ¿No le parece demasiado sentimentalismo? No somos niños, ¿sabe? Acuérdese de que son más de las nueve. Vayamos, pues, directamente a los hechos.
—Bueno, bueno, señores —repuso Michkin—. Los hechos son que acogí la noticia al principio con desconfianza; pero luego pensé que acaso me equivocara y Pavlitchev hubiera, en efecto, dejado un hijo. Sólo me sorprendió la facilidad con que ese hijo revelaba el secreto de su nacimiento y deshonraba así a su madre. Tchebarov, en su primera conversación conmigo, me amenazó ya con la publicidad...
—¡Qué necio! —exclamó el sobrino de Lebediev.
—¡No tiene usted el derecho... no tiene usted el derecho! —protestó Burdovsky.
—El hijo no es responsable de las inmoralidades de su padre, y la madre no tiene culpa alguna —añadió Hipólito, con fogosidad.
—Lo cual —observó tímidamente Michkin– me parece una razón más para evitarle...
—Veo, príncipe, que no sólo es usted cándido, sino que rebasa los límites de la candidez —declaró el sobrino de Lebediev, con despectiva expresión.
—Y, además, ¿qué derecho tenía usted...? —insistió Hipólito, con voz más forzada que antes.
—Ninguno, ninguno —se apresuró a confesar el príncipe—. En eso tiene usted razón. Juzgué de aquel modo involuntariamente y en seguida pensé que no me asistía el derecho de atenerme en este caso a mis sentimientos personales, así como que, si creía justo atender los deseos del señor Burdovsky en consideración a la memoria de Pavlitchev, debía hacerlo a todo evento, esto es, tanto si el señor Burdovsky despertaba mi estimación como en el caso contrario. Si he mencionado eso, señores, fue para hacerles comprender que me pareció poco natural que un hijo divulgase así los secretos de su madre. Sí: eso me llevó a considerar que Tchebarov era un miserable que había sabido engañar al señor Burdovsky para formular aquella demanda.
—¡Es intolerable! —exclamaron los visitantes, varios de los cuales se levantaron de sus asientos.
—Fue precisamente por eso, señores, por lo que opiné que el señor Burdovsky debía ser un hombre ingenuo, desvalido, fácil instrumento en manos de granujas, y por lo que me creí en la obligación de ayudarle en su calidad de «hijo de Pavlitchev», empezando por sustraerle a la influencia de Tchebarov y convirtiéndome luego en un guía afectuoso y adicto para él... Decidí, además, darle diez mil rublos, importe a que ascienden, según mis cálculos, los gastos que Pavlitchev pudo hacer conmigo.
—¡Solamente diez mil! —exclamó Hipólito.
—Creo, príncipe, que o no está usted muy fuerte en aritmética... o lo está demasiado, aunque finja ser un bendito de Dios —manifestó el sobrino de Lebediev.
El boxeador se inclinó hacia Burdovsky por detrás del respaldo de la silla de Hipólito y aconsejó a su amigo, en un rápido cuchicheo:
—¡Acepta, Antip! Toma eso por ahora y después ya veremos.
—Permítame decirle, señor Michkin —expuso Hipólito con voz fuerte– que nosotros no somos los imbéciles lisos y rasos que usted se figura y se figuran todos los presentes, incluyendo a estas señoras que nos miran con sonrisas tan despreciativas, y a ese gran señor —y señalaba a Eugenio Pavlovich—, a quien no tengo el gusto de tratar, aunque creo haber oído hablar de él...
El príncipe le interrumpió, muy agitado:
—Dispénsenme una vez más, señores, porque una vez más no me han comprendido. En primer lugar, señor Keller, usted exagera mucho en su artículo la importancia de mis bienes. Lejos de tener millones, mi herencia acaso no pasará de la octava o décima parte de lo que usted presume. En cuanto a mi estancia en Suiza no pudo costar decenas de miles. Schneider percibía seiscientos rublos por año, y mi pupilaje sólo se pagó durante los tres primeros. En cuanto a las bellas institutrices que Pavlitchev hacía venir de París, no existieron nunca sino en la imaginación del señor Keller. ¡Una calumnia más! En mi opinión, el conjunto de las cantidades gastadas conmigo está muy por debajo de los diez mil rublos, pero aun así me atuve a esa cifra, y ustedes convendrán conmigo en que, si se trataba de saldar una deuda, no podía ofrecer más al señor Burdovsky, por muy bien dispuesto que me sintiera hacia él. Y aunque quisiera hacerlo, mi delicadeza me lo impediría, porque era tanto como darle una limosna. ¡No comprendo, señores, cómo no lo ven así! Por otra parte, no contaba con que mi interés por el desgraciado señor Burdovsky terminase con esto, sino que me proponía seguir interesándome amistosamente en mejorar su suerte. Era notorio que le habían engañado, porque, si no, no habría podido consentir en una bajeza como la de que el señor Keller divulgara la vergüenza de su madre... Pero, ¿por qué vuelven a indignarse, señores? ¡Así no acabaremos de entendernos jamás! Y ahora los hechos me han dado la razón. Acabo de convencerme por mis propios ojos de que mi suposición era justa.
Michkin insistía en persuadir a los visitantes, en calmar su excitación, y no reparaba en que sólo conseguía hacerla crecer. Le interpelaron a coro, airados:
—¿Convencerse de qué?
—En primer lugar, he podido formarme una idea exacta de quien es el señor Burdovsky; es decir, he podido cerciorarme del carácter que tiene... Es un hombre ingenuo, a quien cualquiera sería capaz de engañarle. Un hombre desventurado, desvalido... y por lo tanto debo disculparle... En segundo lugar, Gabriel Ardalionovich, en la entrevista que ha tenido conmigo hace una hora, me ha puesto al corriente de todos los designios de Tchebarov, me ha dicho que posee todas las pruebas de la maldad de sus planes y me ha confirmado que Tchebarov es precisamente lo que yo suponía. Sé, señores, que mucha gente me considera como un idiota. Fundándose en mi reputación de hombre que afloja fácilmente los cordones de la bolsa, Tchebarov ha juzgado posible engañarme, explotando principalmente el buen recuerdo que conservo de Pavlitchev. Pero lo principal... ¡Déjenme acabar, señores! Lo principal es que ha resultado que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev. Gabriel Ardalionovich me ha comunicado antes ese descubrimiento y asegura que posee pruebas definitivas. ¿Qué les parece? ¿No es cierto que tal cosa se creería imposible después de cuanto se ha dicho aquí? Pero observen que existen, a lo que creo, pruebas positivas... No es que yo lo crea todavía, e incluso diría resueltamente que no lo creo, ya que Gabriel Ardalionovich no ha tenido tiempo de darme detalles completos. Pero de que Tchebarov es un canalla no puedo seguir dudando ya. Ha engañado al infeliz señor Burdovsky y a todos ustedes, señores, que han acudido caballerosamente en apoyo de su amigo (quien, ya lo comprendo, necesita, en efecto, apoyo), complicándoles a todos en una estafa, pues este asunto en el fondo no es otra cosa.
—¡Una estafa! ¡Que no es el «hijo de Pavlitchev»! ¡No es posible!
Aquellas palabras sólo expresaban muy débilmente la estupefacción en que las palabras de Michkin habían sumido a todo el grupo de Burdovsky.
—Sí: una estafa. Puesto que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev, su reclamación no constituiría ni más ni menos que una tentativa de estafa, en el supuesto de que él hubiese conocido la verdad. Pero le han engañado e insisto en este punto para justificarle y repito que su ingenuidad le hace digno de compasión y de apoyo. De ser de otro modo, figuraría en este asunto como un granuja. Mas estoy seguro de que no se da cuenta de lo que sucede. Yo me hallaba en una situación parecida a la suya antes de ir a Suiza; balbucía, como él, palabras incoherentes; quería expresar mi pensamiento y no podía... Me hago cargo de eso, y por ello estoy en mejor situación para compadecer al señor Burdovsky. Como me he encontrado en idéntico estado que él, tengo motivos para hablar de ello. De modo que, aun cuando no haya nada parecido a que el señor Burdovsky sea hijo de Pavlitchev, y aunque todo resulte ser un engaño, no cambiaré y estoy dispuesto a darle diez mil rublos en memoria de Pavlitchev. Antes de recibir la reclamación del señor Burdovsky me proponía dedicar esa cantidad a fundar una escuela para honrar la memoria de mi bienhechor; pero la honraré de igual modo ofreciendo esos diez mil rublos al señor Burdovsky, puesto que, si no es «hijo de Pavlitchev», ha sido tratado por él casi como un hijo. Esa circunstancia fue la que permitió a un canalla engañarle, haciéndole creer sinceramente que era «hijo de Pavlitchev». Atiendan, pues, señores a Gabriel Ardalionovich. Vamos, no se irriten, no se inquieten: siéntense... Gabriel Ardalionovich va a explicárnoslo todo inmediatamente. Yo mismo, lo reconozco, ardo en deseos de conocer el asunto en todos sus detalles. Gabriel Ardalionovich dice que incluso ha visitado a su madre, en Pskov, señor Burdovsky. Su madre, que no ha muerto, aunque así lo diga el periódico... Siéntense señores, siéntense...,
El príncipe se sentó y logró que le imitase todo el grupo de Burdovsky. En el curso de los diez o veinte últimos minutos, Michkin, impacientado por las continuas interrupciones, había levantado la voz y hablado con más energía, por lo que a la sazón lamentaba ciertas palabras que se le habían escapado en el calor de la peroración. De no haberle apremiado los visitantes de tal modo, no se habría permitido expresar tan abiertamente ciertas suposiciones. Y cuando calló, punzantes remordimientos laceraban su alma. Además de ofender a Burdovsky declarando ante testigos que le creía víctima de la enfermedad de que él se había curado en Suiza, se reprochaba como una grosera indelicadeza el haberle ofrecido diez mil rublos en presencia de todos. Y pensaba: «Debí esperar hasta mañana y ofrecerle ese dinero cuando nos hallásemos a solas. Ahora ya no hay remedio: el mal está hecho. Sí, soy un idiota, un verdadero idiota», concluyó Michkin para sí, en un paroxismo de vergüenza y disgusto.
Hasta entonces Gania se había mantenido apartado de todos sin hablar. Al interpelarle Michkin, se colocó al lado de éste y con voz clara y reposada comenzó a explicar el desarrollo de la gestión que se le había confiado. Todas las conversaciones se interrumpieron. Los reunidos, y en particular el grupo de Burdovsky, escuchaban con viva curiosidad.
IX
—No negará usted —empezó Gania, dirigiéndose a Burdovsky, que le escuchaba con atención, abriendo mucho los ojos, en un estado de agitación extraordinario—, no negará usted en serio, digo, que su nacimiento tuvo lugar dos años después del matrimonio de su madre con su padre, el secretario del colegio, señor Burdovsky. Nada más sencillo que establecer con hechos la fecha de su nacimiento, por lo cual sólo puede ser un capricho de la mente del señor Keller la sugestión, tan ultrajante para la madre de usted, que ha dado motivo a todo este revuelo. Cierto que su fin, al alterar así la verdad, era servir mejor a usted, presentando su derecho como más legítimo. El señor Keller afirma que le leyó ese artículo previamente, mas no completo. Seguramente omitió ese párrafo...
—No se lo leí, en efecto —interrumpió el boxeador—, pero los hechos me habían sido comunicados por una persona enterada, y...
—Perdón, señor Keller —atajó Gania—. Déjeme hablar. Le aseguro que en el momento oportuno hablaremos de su artículo y entonces podrá usted explicarse. Pero por ahora es innecesario anticipar los hechos. De un modo casual, por intermedio de mi hermana, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, obtuve de su íntima amiga, la viuda Vera Alexievna Zubkona, una carta escrita a esta señora hace veinticuatro años por Nicolás Andrievich Pavlitchev, quien estaba entonces en el extranjero. Una vez en relación con Vera Alexievna, me dirigí, en virtud de sus indicaciones, al coronel retirado Timoteo Fedorovich Viazovkin, pariente lejano y antiguo amigo íntimo del señor Pavlitchev. El coronel me entregó otras dos cartas de Pavlitchev, escritas también desde el extranjero. Estos tres documentos, sus fechas y los hechos que mencionan, demuestran del modo más irrefutable que dieciocho meses antes del nacimiento de usted, señor Burdovsky, Nicolás Andrievich se fue al extranjero, donde pasó tres años consecutivos. Y usted sabe, señor Burdovsky, que su madre no ha salido nunca de Rusia. Es muy tarde y considero superfluo leer ahora esas cartas; me limito a testimoniar su existencia. Pero si usted quiere, señor Burdovsky, vaya mañana a mi casa, con todos los testigos que quiera, y con peritos en grafología, y me comprometo a probarle la plena exactitud de cuanto le comunico. Y desde ese momento, naturalmente, la cuestión quedará zanjada.
Las palabras de Gabriel Ardalionovich produjeron hondo asombro. En medio de una excitación general, Burdovsky volvió a levantarse.
—Siendo así, he sido engañado, engañado... hace mucho tiempo... Pero no por Tchebarov... No quiero peritos... no quiero ir a su casa... no quiero los diez mil rublos... Renuncio a todo. Adiós...
Cogió su sombrero y empujó hacia atrás su silla, para retirarse. Gania le dijo amablemente:
—Le ruego que espere cinco minutos si le es posible, señor Burdovsky Debo revelar ciertos hechos de la mayor importancia, en especial para usted. Por lo menos, hechos muy curiosos. Considero indispensable que los conozca y seguramente no lamentará usted que este asunto llegue a su total esclarecimiento.
Burdovsky volvió a sentarse en silencio e inclinó la cabeza, cual un hombre sumido en profundas meditaciones. El sobrino de Lebediev, que se había levantado para acompañar a su amigo, se sentó, también. Doktorenko no había perdido su confianza en sí mismo, ni su presencia de ánimo, pero se le notaba cierto desasosiego. Hipólito parecía anonadado y, en apariencia, muy sorprendido. En aquel momento sufrió un violento acceso de tos, llevóse el pañuelo a la boca y lo retiró manchado de sangre. El boxeador estaba casi aterrorizado.
—Antip —dijo con cierto reproche—, ya te advertí anteayer que acaso en realidad no fueses hijo de Pavlitchev.
Se oyeron risas sofocadas. Dos o tres de los presentes rieron más fuertemente que los demás.
—Lo que acaba usted de comunicarnos tiene mucho valor, señor Keller —declaró Gabriel Ardalionovich—. Ahora bien, los rigurosos datos que poseo me autorizan a creer que el señor Burdovsky, aunque perfectamente informado de la fecha de su nacimiento, desconocía esa permanencia de Pavlitchev en el extranjero, donde pasó casi toda su vida, no viniendo a Rusia sino para estancias muy cortas. Además, el viaje de que se trata es un hecho lo bastante insignificante en sí para que los amigos de Pavlitchev lo recuerden con precisión después de veinte años. Con mayor razón, pues, debe ignorarlo el señor Burdovsky, que no había nacido. Claro que, como se acaba de probar, no es imposible hallar la prueba de la ausencia de Pavlitchev. Pero debo reconocer que mis gestiones fueron facilitadas por la casualidad, sin la cual acaso no hubieran tenido éxito. Realmente era casi imposible para los señores Burdovsky y Tchebarov el informarse en debida forma, aun suponiendo que hubieran tenido la idea de realizarlo. Pero acaso no pensaron en ello siquiera...
Hipólito, súbitamente, interrumpió a Gania diciendo con irritación:
—Permítame, señor Ivolguin. ¿A qué viene todo esto? El asunto está claro y nosotros damos por cierto el hecho principal. ¿Para qué, pues, entrar en detalles penosos y tristes? ¿Acaso quiere usted jactarse de la habilidad de sus pesquisas y alardear ante el príncipe y ante nosotros de ser un hábil «detective»? ¿O se propone disculpar a Burdovsky acreditando que se ha visto envuelto en este asunto por ignorancia? Eso es una insolencia, señor Ivolguin. Burdovsky, como puede usted comprender, no necesita que usted le exculpe. Ello constituye una ofensa para Burdovsky, y su situación es ya bastante dolorosa y delicada sin necesidad de que usted la agrave. ¿Cómo no se hace cargo de ello?
—Calma, señor Terentiev, calma —respondió Gania—. Tranquilícese y no se irrite. Creo que no se encuentra usted bien, ¿verdad? Lo siento... Si usted quiere, terminaré resumiendo brevemente lo que, según mi opinión, no sería inútil expresar con todo detalle. —Y notando entre los oyentes una agitación semejante a la impaciencia, añadió—: Deseo únicamente hacer constar, para informe de todos los interesados, que si el señor Pavlitchev se mostró tan benévolo con la madre del señor Burdovsky, fue únicamente porque dicha señora era hermana de una joven de la que Pavlitchev había estado enamorado en su primera juventud, y con la que sin duda se hubiese casado si ella no hubiese muerto de repente. Poseo pruebas de que esta circunstancia, absolutamente cierta, no ha dejado sino un recuerdo muy confuso, o, con más exactitud, nulo del todo. Podría explicarles cómo su madre, señor Burdovsky, fue recogida, cuando sólo contaba diez años, por Pavlitchev, quien atendió a su educación y más tarde le dio una dote importante. Esta cariñosa solicitud inquietó a los numerosos parientes de Pavlitchev, los cuales llegaron a suponer en él intenciones de casarse con su protegida. Pero el caso fue que, en fin de cuentas, la joven, al llegar a los veinte años, se casó por amor, como puedo acreditarlo del modo más indiscutible, con un funcionario público, un agrimensor, llamado Burdovsky. De los datos recogidos por mí resulta que dicho señor Burdovsky, al recibir los quince mil rublos que constituían la dote de su mujer, abandonó el empleo para lanzarse a empresas comerciales y, como era un hombre sin espíritu práctico, le engañaron, perdió cuanto tenía y se entregó a la bebida para olvidar sus desgracias. Sus excesos acortaron su existencia, y murió a los ocho años de casado. Su viuda, según declaración de ella misma, quedó en la miseria y habría muerto de hambre de no ser por la generosa ayuda de Pavlitchev, quien le asignó una pensión mensual de seiscientos rublos. Hay innumerables testimonios, señor Burdovsky, de que Pavlitchev se mostró muy cariñoso con usted desde que era usted un niño muy pequeño. De esos testimonios, ratificados por la aserción de su madre, resulta que Pavlitchev le quería, sobre todo, porque era usted tartamudo, enclenque y enfermizo. Y Nicolás Andrievich, como se me ha demostrado, ha sentido siempre predilección por todos los infelices de ese género, en especial si eran niños. A mi juicio, ello tiene mucha importancia en este caso concreto. Finalmente, y para acabar de hacer ostensibles mis talentos de investigador, les diré que he llegado a descubrir un detalle fundamental, y es que, viendo el vivo afecto que Pavlitchev demostraba hacia usted, señor Burdovsky, porque gracias a él cursó usted los estudios superiores y le enseñó de un modo especial, los parientes y criados de Nicolás Andrievich acabaron persuadiéndose gradualmente de que era usted hijo suyo y de que el difunto señor Burdovsky no había sido más que un esposo engañado. Pero notemos que esa idea no se convirtió en creencia positiva y general sino en los últimos años de la vida de Pavlitchev, es decir, cuando sus parientes temían perder la herencia, cuando los hechos primitivos se habían olvidado y cuando no existía modo de aclarar directamente las cosas. Sin duda usted mismo, señor Burdovsky, se informó de aquella suposición y no vaciló en admitirla como una verdad. Su madre, a quien he tenido el honor de conocer recientemente, estaba informada de todos esos rumores, pero aun hoy ignora (y yo se lo he ocultado) que usted los acogiese con tanta complacencia. Yo, señor Burdovsky, he encontrado en Pskov a su muy honorable señora madre, sumida, efectivamente, en la miseria en que cayó a raíz de la muerte de Pavlitchev, y ella me ha informado, con lágrimas de reconocimiento, de que sólo vive gracias a la ayuda de su hijo... Espera mucho y cree sinceramente en sus éxitos futuros...
—¡Acabemos! —dijo el sobrino de Lebediev, con vehemencia—. ¡Es insoportable! ¿A qué viene toda esta novela?
—¡Es indignante e increíble! —acrecentó Hipólito, con un violento ademán.
Burdovsky calló y permaneció inmóvil.
—¿A qué viene? —repitió, con burlona sorpresa, Gabriel Ardalionovich—. En primer lugar, supongo que ahora el señor Burdovsky estará convencido de que Pavlitchev le quería por magnanimidad, no por sentimiento paterno. Urgía informar de ello al señor Burdovsky, quien hace muy poco, después de la lectura del artículo que saben, aprobó y sostuvo al señor Keller. Hablo de esta manera, señor Burdovsky, porque le considero un hombre honrado. En segundo lugar, resulta evidente que en todo el caso no ha habido intento de estafa, ni aun por parte de Tchebarov, lo que es importante para mí hacer constar, porque en el calor de sus palabras el príncipe ha sugerido que yo había descubierto las maquinaciones ilegales de Tchebarov. Por el contrario, todos han procedido de buena fe, y aunque bien puede ocurrir que Tchebarov sea un perfecto granuja, en este caso ha obrado como un abogado hábil e inteligente. Ha visto aquí un asunto que podía dejarle mucho dinero, y no ha calculado mal, porque contaba por una parte con el desinterés del príncipe y su respetuoso agradecimiento hacia el difunto Pavlitchev, y por otra con el punto de vista caballeresco desde el cual considera el príncipe los deberes impuestos por el honor y la conciencia. En cuanto al señor Burdovsky, dadas ciertas ideas que profesa, puede afirmarse que se ha lanzado a este asunto sin ningún pensamiento de lucro personal, sino instigado por Tchebarov y los que le rodeaban y creyendo firmemente lo que le decían, esto es, que se trataba de hacer un servicio a la justicia, al progreso y a la humanidad. En resumen, llego a la conclusión de que el señor Burdovsky es, aunque las apariencias le condenen, un hombre irreprochable, y el príncipe puede con razón ofrecerle su amistad y el auxilio en metálico que le ha prometido poco antes, cuando habló de la escuela y de Pavlitchev...
—Calle, Gabriel Ardalionovich, calle —interrumpió Michkin, realmente disgustado.
Pero era tarde. Burdovsky vociferó, con indignación:
—¡Ya he dicho no sé cuántas veces que no quiero ese dinero! No lo tomaré porque... porque no quiero... Y ahora me voy...
Ya se alejaba precipitadamente de la terraza cuando el sobrino de Lebediev le detuvo cogiéndole por el brazo y cuchicheándole unas palabras al oído. Burdovsky volvió bruscamente sobre sus pasos, sacó del bolsillo un envoltorio sin abrir, en el que se veía escrita una dirección, y lo arrojó sobre una mesita que se hallaba al lado de Michkin.
—¡Ahí tiene su dinero! ¡Su dinero! ¿Cómo se atrevió... cómo...?
—Son los doscientos cincuenta rublos que le envió usted por intermedio de Tchebarov aclaró Doktorenko.
—¡Y en el artículo se habla de cincuenta! —exclamó Kolia.
El príncipe se acercó a Burdovsky.
—Perdone, señor Burdovsky, la culpa es mía... No obré bien con usted, lo reconozco, pero no le envié esa cantidad como una limosna. Me reprocho ahora... y debí reprocharme antes...
Michkin, muy emocionado, parecía abatido por la fatiga y apenas pronunciaba más que palabras incoherentes.
—He hablado de estafas y de granujas, pero mis palabras... no se referían a usted... Me he equivocado... He dicho que usted estaba... enfermo como yo... Pero usted no es como yo... Usted... usted da lecciones; mantiene a su madre... He dicho que deshonraba usted el nombre de su madre... Pero usted la quiere: ella misma lo dice... Perdóneme... Gabriel Ardalionovich no me había explicado... Me he atrevido a ofrecerle... diez mil rublos... Pero he hecho mal... Debí proponérselo de otro modo... Y ahora, ya no hay remedio... Y usted me desprecia...
—¡Esta es una casa de locos! —exclamó la generala.
—Una verdadera casa de locos, sí —apoyó Aglaya, ásperamente.
Aquellas palabras se perdieron en el bullicio general. Todos hablaban a la vez: unos disputaban, otros comentaban, algunos reían. Iván Fedorovich, indignado hasta el extremo, mostrando el severo aspecto de la dignidad ultrajada, sólo esperaba, para marcharse, a que se le reuniese su mujer. El sobrino de Lebediev tomó la palabra:
—Hay que hacerle justicia, príncipe. Sabe usted sacar muy buen partido de su... digamos de su enfermedad, por emplear una expresión cortés. Usted se las ha arreglado para ofrecer su amistad y su dinero de modo tan hábil, que ahora es imposible para un hombre honrado aceptar ni una ni otro. Es usted muy cándido... o muy inteligente... Usted sabe mejor que nadie cuál de las dos palabras es aplicable en este caso.
—Dispensen, señores —dijo Gania, que había abierto entre tanto el envoltorio—. Aquí sólo hay cien rublos y no doscientos cincuenta. Lo quiero hacer notar así, príncipe, para evitar equívocos.
—Deje, deje —dijo Michkin, haciendo signo a Gania de que callase.
—No, no «deje» —atajó vivamente el sobrino de Lebediev—. Su «deje», príncipe, es muy ofensivo para nosotros. Nosotros no tenemos por qué ocultar nada; obramos a la luz del día. Es verdad que ahí van cien rublos y no doscientos cincuenta, lo que no es igual.
—No, no es igual —dijo Gania con ingenua extrañeza.
—No me interrumpa señor abogado. No somos tan tontos como usted cree —repuso el sobrino de Lebediev, con despecho—. Es claro que entre doscientos cincuenta y ciento existe una diferencia, pero aquí lo importante es el principio, la iniciativa. La falta de ciento cincuenta rublos es un mero detalle. Lo importante, excelentísimo príncipe, es que Burdovsky no acepta su limosna y se la tira a la cara. Desde este punto de vista lo mismo da que haya ahí cien rublos o doscientos cincuenta. Acaba usted de ver que Burdovsky ha rehusado diez mil rublos. Y de no ser un hombre honrado, no le habría devuelto los cien rublos. Los ciento cincuenta que faltan han sido dados a Tchebarov para compensarle de los gastos que tuvo que hacer cuando fue a visitar al príncipe. Puede usted burlarse de nuestra torpeza e inexperiencia en los negocios: es igual, porque ya nos ha puesto bastante en ridículo. Pero le aconsejo que no nos acuse de hombres sin honradez. Esos ciento cincuenta rublos, señor mío, los reuniremos entre todos para reembolsarlos al príncipe, y pagaremos la deuda íntegra, con los intereses, aunque sea rublo a rublo. Burdovsky es pobre y no millonario, y Tchebarov le pasó la cuenta después de su viaje. Y nosotros contábamos salir con éxito de esta empresa... ¿Quién no hubiera hecho lo mismo en nuestro lugar?
—¡Vaya una ocurrencia! —exclamó el príncipe Ch.
—¡Aquí acabaré perdiendo la cabeza! —dijo la generala.
—Esto me recuerda —comentó Eugenio Pavlovich, riendo– la célebre defensa reciente de un abogado que, queriendo justificar a un asesino que había matado a seis personas para robarles, invocaba la pobreza de su defendido como una atenuante. «Es muy natural (concluyó el defensor) que, dada la miseria en que se encontraba, mi patrocinado resolviese matar a seis personas. ¿Quién de nosotros, señores, no habría pensado lo mismo en su lugar?»
—¡Basta! —rugió Lisaveta Prokofievna, temblorosa de ira—. Ya es hora de poner término a esta insensatez...
Y, presa de espantosa sobreexcitación, echó la cabeza hacia atrás y su mirada relampagueante, preñada de amenazas y retos, fulminó a todos los presentes, en quienes, en su exaltación, no distinguía, sin duda, los amigos ni los adversarios. Su cólera, largo tiempo contenida, sentía la imperiosa necesidad de descargar sobre alguien. Los que conocían a Lisaveta Prokofievna comprendieron que su indignación rebasaba todos los límites. Al día siguiente, su marido decía solemnemente al príncipe Ch.: «Mi mujer suele padecer accesos nerviosos, pero casi nunca como el de ayer. Pueden producirse una vez cada tres años, pero no tan a menudo, no tan a menudo...»
—Déjeme en paz, Ivan Fedorovich —exclamó Lisaveta Prokofievna—. ¿A santo de qué se le ocurre ofrecerme el brazo ahora? Usted es marido y cabeza de familia: su deber era haberme sacado de aquí aunque fuese arrastrándome por los pelos si yo cometía la necedad de negarme a marchar. Al menos, pudo usted pensar en sus hijas... Pero ahora sabremos volver solas; no se preocupe. ¡Tengo bastante vergüenza encima para todo un año! Esperen: quiero dar las gracias al príncipe. Sí, príncipe, muchas gracias por el placer que nos has procurado. Me has permitido escuchar a esos jóvenes. ¡Oh, qué infinita bajeza! ¡Qué escándalo y qué caos! ¡Parece una pesadilla! ¿Es posible que haya otros tipos como éstos? ¡Silencio, Aglaya! ¡A callar, Alejandra! Esto no es cosa vuestra. No dé vueltas a mi alrededor, Eugenio Pavlovich; me es usted insoportable... Y tú, querido —y ahora se dirigía a Michkin—, ¿vas a pedirles perdón, verdad? ¡Claro! ¿Qué menos puedes hacer sino rogarles que te perdonen después de que les has hecho la ofensa de ofrecerles una fortuna? —Y mirando al sobrino de Lebediev, vociferó—: ¿Puede saberse de qué te ríes, charlatán? «Nosotros no solicitamos: exigimos; nosotros rechazamos los diez mil rublos...» ¡Como si no supieses muy bien que mañana este idiota irá en busca vuestra para ofreceros otra vez su amistad y su dinero! ¿Verdad que irás, príncipe? ¿Verdad que sí? Vamos, habla: ¿irás o no?