Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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El príncipe se levantó. Rogochin no se movió de su sitio.
—No te vayas aún —dijo con dulzura, apoyando la cabeza en su mano derecha—. ¡Hace tanto que no te he visto!
El visitante se sentó. La conversación quedó momentáneamente interrumpida.
—Cuando no estás ante mí te odio, León Nicolaievich. En estos tres meses durante los cuales no te he visto, yo estaba furioso contra ti y con gusto te habría envenenado. Esa es la verdad. Pero ahora, cuando aún no llevas un cuarto de hora conmigo, todo mi odio desaparece y vuelves a ser para mí tan querido como antes. Quédate un momento más...
—Sí: cuando estoy contigo confías en mí, pero apenas nos separamos la sospecha sucede en tu alma a la confianza. ¡Eres todo el retrato de tu padre! —dijo Michkin con una sonrisa amistosa.
Se esforzaba en ocultar los sentimientos que le invadían.
—Creo en tu voz cuando estamos juntos. Me hago cargo de que no se nos puede poner al mismo nivel a ti y a mí...
—¿Por qué dices eso? ¡Otra vez te has incomodado! —exclamó Michkin mirando con sorpresa a Parfen Semenovich.
—Pero en este caso, amigo mío, no se requiere nuestro consejo, y todo está decidido sin tener en cuenta nuestra opinión —repuso Rogochin.
Tras un breve silencio, continuó en voz baja:
—Cada uno tenemos nuestro modo peculiar de amar; es decir, que ambos diferimos profundamente el uno del otro. Tú dices que sientes un amor compasivo por Nastasia Filipovna. Y a mí no me inspira sentimiento alguno de ese género. Por otra parte, me detesta infinitamente. Yo sueño con ella todas las noches y me parece verla siempre burlándose de mí con otro. Así es, amigo mío... va a convertirse en mi esposa, y, sin embargo, no le importo más que el zapato que acaba de quitarse. ¿Me creerás si te digo que no la veo hace cinco días porque no me atrevo a visitarla? Sé que sería capaz de preguntarme: «¿Por qué has venido?» Como si no bastara que me hubiese cubierto de ignominia...
—¿Qué dices? ¿Cuándo te ha cubierto de ignominia?
—¡Como si no lo supieras! Vamos a ver: me abandonó para huir contigo, se escapó casi ya «de debajo de la corona»... Tú mismo has empleado esas expresiones hace un momento.
—Pero tú no creerás que...
—Y, además, ¿no me deshonró en Moscú con aquel oficial, Zemtiuchnikov? Me consta bien que me puso en ridículo. ¡Y eso después de haber fijado ella misma el día de nuestra boda!
—¡Es imposible! —protestó Michkin.
—Lo sé positivamente —dijo Rogochin con convicción—. Tú dirás que eso no está en su carácter, pero amigo mío, el decirlo es sencillamente absurdo. Contigo no obraría así, y hasta la horrorizaría semejante cosa, pero conmigo procede de otro modo. Puedes tener la certeza de que me tiene por el más despreciable de los gusanos. Su asunto con Keller no fue para ella más que un modo de burlarse de mí. ¡No sabes la mala pasada que me jugó en Moscú! ¡Y el dinero que me he gastado...!
—Y entonces, ¿cómo te casas con ella? ¿Qué vas a hacer después? —exclamó Michkin con horror.
Una siniestra mirada fue la única respuesta de Rogochin.
—Hace hoy cinco días que no he estado en su casa —prosiguió, tras un instante de silencio. —Temo que me ponga en la puerta. «Aun soy dueña de mí misma —me dice siempre—. Si quiero, te echaré definitivamente de mi casa y me iré al extranjero.» ¡Al extranjero! —añadió Rogochin mientras sus ojos se fijaban con peculiar expresión en los del príncipe—. Es verdad que a veces se contenta con asustarme y burlarse de mí. Pero en otras ocasiones arruga el entrecejo, adquiere un aspecto de severidad, no pronuncia una palabra... ¡Y eso es lo que me espanta! Un día resolví no presentarme con las manos vacías. ¡Y ella me acogió con mofas y luego se enfureció! Yo le llevaba un chal como quizá no haya visto uno en su vida, por muy lujosamente que viviera antes. ¿Y sabes lo que hizo? Regalarlo a su doncella Katia. Nunca puedo insinuar ni la menor pregunta sobre cuándo se efectuará nuestro casamiento. ¡Imagina la situación de un prometido que no se atreve a visitar a su novia! Así que me paso el día en casa y cuando no puedo más voy a rondar lo más secretamente posible por los alrededores de la suya. Y para ello tengo que ocultarme en cualquier rincón. Una vez, después de haber permanecido así ante su puerta casi hasta la aurora, me pareció observar algo sospechoso. Ella, a su vez, me vio desde la ventana. «¿Qué harías —me dijo– si descubrieras que te engañaba?» No pude contenerme y respondí: «Bien lo sabes tú.»
—¿Qué es lo que sabe?
—¿Acaso lo sé yo tampoco? —repuso Parfen Semenovich, con una risa de sarcasmo—. En Moscú procuré espiarla estrechamente, pero no pude sorprenderla con nadie. Un día le dije: «Has prometido casarte conmigo; vas a entrar en una familia honrada, y ¿sabes lo que eres ahora?» y se lo dije.
—¿Se lo dijiste?
—Sí.
—¿Y qué?
—«Pues entérate —me contestó– de que no sólo no quiero ser tu mujer, sino que no te tomaré ni como lacayo.» Yo dije que no me importaba y que no me iría de allí. «Bueno —repuso—; llamaré a Keller, le hablaré y él te pondrá en la puerta.» Entonces me lancé sobre ella y la molí a golpes, hasta dejarla amoratada.
—¡No es posible! —exclamó Michkin.
—Te digo la verdad —declaró Rogochin con voz dulce, mientras sus ojos relampagueaban—. Durante treinta y seis horas estuve sin comer sin beber, sin dormir, sin salir de su gabinete, arrodillado ante ella. «Aquí me moriré —dije—; no saldré de aquí hasta que me hayas perdonado. Y si das orden de que me expulsen me arrojaré al río. Porque, ¿cómo voy a vivir sin ti?» Todo aquel tiempo ella estuvo como una loca, ora llorando, ora cogiendo un cuchillo para matarme, ora colmándome de injurias. Llamó a Zahochev, a Keller, a Zemtiuchnikov, etc., y me puso en vergüenza mostrándome a ellos. «Vámonos todos al teatro, señores, ya que él no quiere salir de aquí. ¡No será eso lo que me impida que yo salga! Voy a mandar que le sirvan el té, Parfen Semenovich. Debe usted de tener hambre, porque lleva todo el día sin comer.» Volvió sola del teatro. «Ésos son unos cobardes —me dijo—. Te tienen miedo y se empeñan en asustarme. Me dicen que no te irás y que vas a acabar matándome. Pues bien, para que veas el miedo que te tengo, cuando me vaya a acostar no cerraré la puerta de mi cuarto. Míralo y entérate. ¿Has tomado té?» «No —contesté—, ni tomaré nada tampoco.» «Has puesto tu amor propio en perjudicar tu propio estómago —repuso– y no creo que eso te sea muy conveniente.» E hizo lo que había dicho: no cerró su puerta. Por la mañana, al salir de su dormitorio, me interpeló riendo: «Estás loco, ¿verdad? ¿Quieres dejarte morir de hambre?» «Perdóname», le rogué. «No quiero perdonarte ni casarme contigo. Lo dicho, dicho. ¿Es posible que hayas pasado la noche entera sin dormir, en ese sillón?» «No; no he dormido.» «¡Qué hombre tan inteligente! ¿Y no quieres comer ni tomar el té?» «Ya te he dicho que no tomaré nada; perdóname.» «¡Si supieras qué mal te sienta esa actitud! —dijo ella—. Tan mal como una silla de montar en el dorso de una vaca. Crees que vas a asustarme, pero, ¿qué me importa que te prives de alimento? Ya puedes no comer durante el tiempo que quieras. Yo me río de ello.» Y se enfureció, pero al poco tiempo ya había empezado otra vez a bromear. Me extrañó verla tan poco encolerizada, porque es una mujer rencorosa y vengativa. Entonces se me ocurrió una explicación: que me despreciaba demasiado para guardarme rencor durante mucho tiempo. Y esa era la verdad. «¿Sabes —me preguntó– quién es el Papa de Roma?» «He oído hablar de él», contesté. «¿No has aprendido la Historia universal, Parfen Semenovich?» «No he aprendido nada.» «Pues mira, voy a enseñarte una cosa. Habiéndose enojado justamente un Papa contra un emperador, éste, antes de obtener su perdón, hubo de pasar tres días sin comer ni beber, arrodillado y con los pies desnudos ante el palacio del Papa. Durante los tres días que aquel emperador pasó de rodillas, ¿cuáles crees que fueron sus pensamientos? ¿Qué juramentos formuló en el fondo de su alma? Pero espera —agregó Nastasia Filipovna—; voy a leértelo yo misma.» Y corrió a buscar un libro. «Es poesía», me dijo. Y comenzó a leerme un monólogo en verso en el que aquel emperador, colmado de humillaciones, juraba vengarse del Papa. «¿Es posible que esto no te agrade, Parfen Semenovich?» «Lo que acabas de leer es muy justo», respondí. «¡Ah! ¿Te parece muy justo? Entonces es natural que ahora pienses: «Cuando ésa sea mi mujer le haré pagar esto caro.» «No sé —dije—; puede que tal sea mi idea, en efecto.» «¿No lo sabes?» «No, porque ahora no pienso en eso.» «¿Y en qué piensas entonces?» «Pues mira: si te levantas de tu asiento y pasas a mi lado, te contemplo y te sigo con la vista; si oigo el rumor de tu vestido, siento desfallecer mi corazón; si sales del cuarto, recuerdo todas tus palabras y la entonación de cada una de ellas; y durante toda esta noche no he pensado en nada y no he dejado de escuchar el ruido de tu respiración. Hasta te he sentido dar vueltas dos veces en el lecho.» Ella se rió. «Y los golpes que me has asestado, ¿los olvidas? ¿No piensas en ellos?» «No sé: bien puede ser que no piense en ellos.» «¿Y si no te perdono y me niego a casarme?» «Ya te he dicho que me tiraré al río.» «O acaso me asesines antes», repuso ella, pensativa. Luego se enojó y se fue. Una hora más tarde la vi reaparecer, muy sombría. «Parfen Semenovich —me dijo—, voy a casarme contigo, no porque te tenga miedo, sino porque no me importa arruinar mi vida. Además, tanto vale eso como cualquier otra cosa. Siéntate; te van a traer la comida. Y quiero que sepas que cuando nos casemos te seré fiel. Estate, pues, tranquilo.» Calló un instante y luego continuó: «Al fin y al cabo, no eres un lacayo como yo lo había creído hasta ahora.» Entonces señaló ella misma el día de nuestra boda. Y a la semana siguiente huyó y se fue a pedir refugio a Lebediev. Cuando volví a encontrarla en San Petersburgo, me dijo: «No renuncio en absoluto a casarme contigo, pero quiero esperar cuanto se me antoje, porque yo sigo siendo dueña de mí misma. Puedes hacer lo mismo, si te parece.» Tales son ahora nuestras relaciones... ¿Qué opinas de todo eso, León Nicolaievich?
—¿Qué opinas tú? —preguntó Michkin fijando los ojos en Rogochin, con tristeza.
—¿Que qué pienso yo? —exclamó Parfen Semenovich.
Pero no dijo las palabras que quería añadir. Ninguna palabra hubiese podido expresar el tormento que experimentaba.
El visitante se levantó, dispuesto a retirarse.
—Sea como fuere, no me interpondré en tu camino —dijo en voz baja.
Y aquella frase, expresada con aspecto abstraído, parecía dirigirse no tanto a Rogochin como a un pensamiento propio.
—Voy a decirte una cosa —exclamó de pronto Rogochin, con una exaltación que se evidenciaba en el fulgor de sus ojos—. Y es que no comprendo cómo me la cedes así. ¿Es que has dejado de amarla por completo? Porque antes era bien claro que sufrías. Y luego, has venido precipitadamente a San Petersburgo... ¿Que la amabas por compasión? ¡Ja, ja!
Y una sonrisa aviesa desfiguró su rostro.
—¿Crees que te engaño? —preguntó Michkin mirándole fijamente.
—No: te creo. Pero no te comprendo. A lo que puedo juzgar, tu compasión es aún más intensa que mi amor.
La alteración de sus rasgos no permitía dudar de la ira que le agitaba.
—En tu alma se mezclan el odio y el amor —dijo el príncipe, sonriendo—. Pero el amor pasará, y eso será lo más grave. Te predigo, amigo Parfen...
—¿Que acabaré matándola?
El príncipe se estremeció, y dijo:
—Que la odiarás violentamente a causa del amor que experimentas ahora por ella y de todos los sufrimientos que soportas en este instante. Lo que me extraña infinitamente más que nada es que Nastasia Filipovna consienta en ser tu esposa. Cuando lo supe ayer, me costó trabajo creerlo y me produjo una impresión penosísima. Por dos veces ha rehusado ya casarse contigo, huyendo momentos antes de la bendición nupcial, sin duda en virtud de un pensamiento... ¿Qué le impulsa ahora al matrimonio? ¿Tu dinero? Es absurdo. Además, debes de haber dilapidado ya gran parte de tu fortuna. ¿El mero deseo de casarse? Pero podría elegir a otro. Cualquier otro sería mejor partido para Nastasia Filipovna, porque tú vas a terminar asesinándola y es muy probable que ella lo comprenda así perfectamente, ahora. ¿La violencia de tu amor? Es muy posible que sea eso, en efecto. He oído decir que hay mujeres a las que les agrada ser amadas así, pero...
Y el príncipe, pensativo, no concluyó la frase.
—¿Por qué has vuelto a sonreír mirando el retrato de mi padre? —preguntó Rogochin, que examinaba con viva atención los menores cambios de la fisonomía de su interlocutor.
—¿Por qué he sonreído? Porque se me acaba de ocurrir la idea de que, sin esa malhadada pasión, te habrías convertido en idéntico a tu padre, y ello en muy poco tiempo. Permanecerías enclaustrado en esta casa, solo con una mujer obediente y silenciosa; no abrirías la boca sino de cuando en cuando y para pronunciar algunas palabras severas; desconfiarías de todos y no sentirías nunca la necesidad de confiarte a nadie; vivirías sombrío y taciturno y no pensarías más que en ganar dinero... A lo sumo, cuando llegases al declinar de tu vida, te dedicarías a estudiar los viejos libros y te interesarías en el modo tradicional de santiguarse los antiguos creyentes...
—Búrlate lo que quieras. Lo cierto es que lo que me dices me lo dijo ella, palabra por palabra, últimamente, después de haber contemplado este retrato. Es prodigioso como coincidís en todo los dos...
—¿Acaso Nastasia Filipovna ha venido ya a tu casa? —preguntó Michkin con curiosidad.
—Sí. Examinó largo tiempo el retrato y me interrogó a propósito del difunto. «Así habrías sido tú —terminó diciéndome, con una sonrisa—. Tus pasiones son muy violentas, Parfen Semenovich, y te conducirían pronto a Siberia, condenado a trabajos forzados si no tuvieses inteligencia. Pero eres muy inteligente.» Así lo dijo. Era la primera vez que yo la oía hablar en esa forma. Luego agregó: «Tú renunciarás pronto a las locuras de la juventud y, como eres un hombre sin instrucción, te dedicarás a amasar dinero. Vivirás, como tu padre, en esta casa con tus skopetz; quizá al fin te conviertas tú mismo a su religión, y amarás tanto las riquezas que harás una fortuna, no de dos millones, sino de diez, sin perjuicio de morir de hambre encima de tus sacos de oro, porque eres extremado en todas las cosas.» Te repito sus palabras casi textualmente. Nunca se había expresado con un lenguaje parecido. Nunca me habla, y, de hablar, se dedica a burlarse de mí. Y en esta circunstancia comenzó riendo, pero en seguida su rostro se ensombreció. Visitó toda esta casa y parecía asustada, al verla. «Yo lo cambiaré todo —dije—; transformaré completamente este edificio, o compraré otro cuando nos casemos.» «No, no —respondió—; no hay por qué hacer cambio alguno. Lo conservaremos todo tal como está. Cuando sea tu mujer quiero vivir con tu madre.» La presenté a ésta y Nastasia Filipovna le testimonió un verdadero respeto filial. La pobre vieja está enferma. Hace dos años que sus facultades mentales se hallan alteradas y desde la muerte de mi padre se ha vuelto como una niña. Inválida, siempre silenciosa, se limita a hacer una inclinación de cabeza a quienes la saludan. Creo que si no le diésemos de comer pasaría tres días seguidos sin reparar en ello. Cogí la mano derecha de mi madre y junté sus dedos. «Bendígala, madre —le dije—: va a casarse conmigo.» Nastasia Filipovna besó la mano de la vieja. «Tu madre ha sufrido mucho, ciertamente», me dijo. Ese libro que está ahí atrajo su atención. «¡Hola! —exclamó—. ¿Has empezado a leer la historia rusa?» Poco antes me había dicho en Moscú: «Debes instruirte algo. No sabes nada. Lee, por lo menos, la «Historia Rusa» de Soloviev.» Y ahora continuó: «Haces bien. Si quieres, yo misma te daré una lista de obras que debes leer antes que ninguna.» Nunca, nunca hasta entonces me había hablado de aquel modo, y su lenguaje me maravilló. Entonces respiré por primera vez como un ser viviente.
—Me alegro mucho, Parfen Semenovich, me alegro mucho —dijo el príncipe, con sincera satisfacción—. ¿Quién sabe si Dios no hará al fin que sea posible la unión entre vosotros?
—¡Eso no sucederá jamás! —dijo Rogochin, con vehemencia.
—Escucha, Parfen Semenovich. Si la amas tanto, ¿es posible que no procures merecer su estima? Y si te lo propones, ¿es posible que no confíes en conseguirlo? Hace poco he dicho que me parecía incomprensible que ella consintiera en casarse contigo; pero, aun cuando no pueda explicarme el hecho, una cosa resulta evidente para mí, y es que su decisión debe tener una causa explicable y racional. Ella está convencida de tu amor y también, seguramente, de que posees ciertas cualidades. ¡No puede ser de otro modo! El relato que acabas de hacerme confirma mi idea. Tú mismo dices que empleó contigo un lenguaje diferente al acostumbrado. Tú tienes celos y sospechas, acaso porque exageras lo que has encontrado de malo. Desde luego ella no te juzga tan desfavorablemente como dices. De otro modo, el casarse contigo sería, en cierto modo, ahogarse o poner el cuello bajo la cuchilla con conocimiento de causa. ¿Es posible eso? ¿Quién busca la muerte a sabiendas?
Parfen Semenovich escuchó hasta el fin las calurosas palabras de su interlocutor. Una amarga sonrisa plegaba sus labios. Su convicción parecía inquebrantable.
—¡De qué modo tan sombrío me miras! —dijo Michkin, dolorosamente impresionado.
—¡Ahogarse o poner la cabeza bajo la cuchilla! —repuso Rogochin, saliendo finalmente de su mutismo—. Pues bien, Nastasia Filipovna se casa conmigo, esperando, en efecto, morir a mis manos. Verdaderamente, príncipe, ¿es posible que no hayas adivinado lo que pasa?
—No te comprendo.
—¡Que no comprendes! Pero, en fin, es posible... Se dice que tú... que tú no eres como todos. Ella ama a otro. ¡Esa es la cosa! Le ama tanto como yo la amo a ella. Y ese otro, ¿sabes quién es? ¡Eres tú! ¿No lo sabías?
—¿Yo?
—Sí. Su amor por ti comenzó el día de su cumpleaños. Pero ella considera imposible casarse contigo, porque eso te cubriría de vergüenza y amargaría tu vida. «A todos les consta quién soy», suele decir. Y en ese sentido, su lenguaje no ha cambiado hasta ahora. Ella misma me lo ha dicho en la misma cara, sin rodeos. Teme perderte y deshonrarte; pero respecto a mí no la detiene ningún escrúpulo de ese género. Conmigo puede casarse cualquiera... ¡Ese es el honor que me hace, fíjate en ello...!
—Pero, ¿cómo pudo ser que ella te abandonara para refugiarse conmigo y luego...?
—¿Haya vuelto a mí? Hay que tener en cuenta las fantasías que le acuden de pronto al espíritu. Ahora se halla en una especie de estado febril. Un día me gritó: «¡Me caso contigo como quien se suicida! ¡Casémonos cuanto antes!» Ella misma apresuró los preparativos, fijó la fecha de la ceremonia, y luego, al acercarse el momento, se espantó o se le llenó la cabeza de otras ideas. ¡Bien lo sabe Dios! Y tú mismo lo has visto. Unas veces llora, otras ríe, otras se agita como febril... ¿Por qué te extraña que huyera de ti? Te abandonó porque sabía lo mucho que te amaba. No se sentía capaz de resistir a su pasión. Antes has dicho que yo la busqué en Moscú, y eso es un error, porque fue ella quien, para huir de ti, se refugió a mi lado y me dijo: «Señala la fecha; estoy preparada. Encarga champaña. ¡Y ahora vayamos con los gitanos!» Puedes tener la certeza de que, de no ser por mí, hace tiempo que se habría suicidado. Si no se tira al río, es porque yo ofrezco menos peligros que el agua. Y si se casa conmigo, será por despecho.
—Pero, ¿cómo tú, entonces...? ¿Cómo tú...? —exclamó el príncipe.
E incapaz de seguir hablando, miró, aterrorizado, a Rogochin.
Éste sonrió.
—¿Por qué no terminas la frase? ¿Quieres que te diga la idea que te acomete en este momento? Es la siguiente: «¿Cómo tú, entonces, te casas con ella? ¿Cómo consientes en ese matrimonio?» Eso es lo que piensas.
—No he venido aquí para hablar de tal cosa, Parfen Semenovich, te lo repito. No es eso lo que yo encerraba en el cerebro.
—Puede que no vinieras para eso ni lo tuvieses en el cerebro; pero ahora es, con toda seguridad, en lo único en que piensas. Vamos, ¿por qué te trastornas de ese modo? ¿Acaso lo que te he dicho ha sido una revelación nueva para ti? ¡Me dejas asombrado!
—Estás celoso, Parfen Semenovich. Lo exageras todo desmesuradamente; es una cosa morbosa —balbució el príncipe, presa de extraordinaria agitación—. ¿Qué te pasa?
—¡Deja eso! —dijo Rogochin.
Y arrancando vivamente de manos de Michkin un cuchillo que el joven había tomado de sobre la mesa, lo puso junto al libro, en el mismo lugar donde había estado antes.
—Yo dudaba si visitarte o no cuando llegué a San Petersburgo. Tenía, por decirlo así, el presentimiento... —empezó el príncipe—. No, no quería venir aquí; quería olvidar todo eso y arrancarlo de mi corazón. En fin, adiós... Pero, ¿qué tienes?
Michkin, mientras hablaba, había vuelto a coger el cuchillo con un movimiento maquinal y de nuevo Rogochin se había apresurado a arrebatárselo de las manos y ponerlo en la mesa. Aquel cuchillo no ofrecía nada de extraordinario. Tenía un mango de cuerno y su longitud alcanzaba poco más de dieciséis centímetros, con una anchura en proporción.
Viendo que la persistencia en quitar el arma de las manos de su amigo había atraído la atención de Michkin, Rogochin, excitado y nervioso, guardó el cuchillo entre dos de las páginas del libro y puso éste en otra mesa.
—Lo empleas para cortar las páginas, ¿verdad? —preguntó Michkin, que no lograba sacudirse el peso de una preocupación obsesionante.
—Sí; para cortar las páginas...
—¿Es un cuchillo de jardinero?
—Sí. ¿No se pueden cortar las páginas de un libro con un cuchillo de jardinero?
—Pero está... está nuevo del todo.
—¿Qué importa? ¿No tengo derecho a comprar un cuchillo nuevo? —replicó Rogochin, en un acceso de ira.
Su irritación crecía a cada palabra del visitante.
Éste sintió un escalofrío y miró a Rogochin con fijeza. Luego, saliendo de pronto de su abstracción, rompió a reír.
—¡Qué absurdos somos! —dijo—. Perdóname, hermano; pero cuando tengo la cabeza pesada, como ahora... Además, siento ya síntomas de mi enfermedad... En fin, padezco abstracciones extrañas. No era nada relacionado con todo esto lo que quería preguntarte, y el caso es que ya no recuerdo en qué consistía la pregunta... Adiós...
—No es por ahí —dijo Rogochin, refiriéndose a la salida.
—Se me ha olvidado el camino.
—Por aquí, por aquí... Yo te conduciré.
IV
Pasaron por las mismas habitaciones que Michkin había cruzado antes. Rogochin iba delante y el príncipe le seguía a poca distancia. Entraron en una vasta estancia de cuyos muros pendían varios cuadros, todos ellos retratos de obispos o paisajes obscurecidos en los que no era posible percibir nada. Encima de la puerta que daba acceso a la cámara contigua se veía una tela de forma extraña, ya que medía sobre dos metros de anchura y una altura no superior a un pie. Representaba el Descendimiento de la Cruz. Al verlo, Michkin pareció recordar alguna cosa, mas no quiso detenerse a examinar el lienzo a causa de la mucha prisa que tenía en salir de aquella casa. Pero Rogochin se detuvo en seco ante la pintura.
—Mi difunto padre —dijo– compró todas estos cuadros en las almonedas por precios ridículos: uno o dos rublos... Le gustaban estas cosas. Un entendido que vino a verlos dijo que todos ellos eran una basura, excepto este de encima de la puerta, que tenía valor aunque mi padre no había pagado tampoco más de un par de rublos por él. En vida de mi padre hubo quien le ofreció por ese lienzo 350 rublos, e Ivan Dimitrich Saveliev, un mercader muy amante de la pintura, ofreció cuatrocientos. Y la semana pasada dijo a mi hermano Semen Semenovich que llegaría hasta quinientos. Pero yo me guardo el cuadro para mí.
—Es... es copia de un cuadro de Hans Holbein —dijo el príncipe, después de examinar la pintura– y, a lo que puedo juzgar, aunque no sea gran conocedor, se trata de una copia excelente. He visto el original en el extranjero y no lo olvidaré jamás. Pero ¿qué te pasa?
Rogochin, sin hacer más caso del lienzo, se había puesto en marcha repentinamente. Aunque sus extraños modales se hallasen justificados en un hombre tan distraído e irritable como lo estaba Rogochin en aquel momento, Michkin no dejó de encontrar extraño que su amigo suspendiese tan bruscamente una conversación iniciada por él.
—Hace mucho que quería preguntarte una cosa, León Nicolaievich... ¿Crees en Dios o no? —inquirió Rogochin después de dar algunos pasos.
—¡Qué pregunta tan extraña! ¡Y qué mirada tienes! —dijo Michkin sin poder contenerse.
Rogochin guardó silencia por un instante.
—Me agrada mirar ese cuadro —dijo, como si hubiese olvidado su pregunta.
—¡Ese cuadro! —repuso el príncipe—. ¡Ese cuadro! Yo creo que examinándolo puede llegarse a perder la fe.
—Así es —asintió Rogochin, con gran extrañeza de su interlocutor.
Habían llegado a la puerta de salida. Michkin se detuvo.
—¿Qué dices? —protestó—. Yo había pronunciado una frase que era casi una broma y tú la tomas en serio. ¿Por qué me has preguntado si creo en Dios?
—Por nada: mera curiosidad. Es una idea que me preocupaba hace tiempo. Ahora hay muchos incrédulos. No sé quién me ha dicho que en Rusia los ateos son más numerosos que en sitio alguno. ¿Es cierto? Tú, que has vivido en el extranjero, lo debes saber.
Rogochin mostraba en los labios una sonrisa maligna. Después de hablar abrió bruscamente la puerta y, con la mano apoyada en el pestillo, esperó a que el visitante se retirase. Michkin salió, no poco desconcertado. Rogochin le siguió al rellano de la escalera y cerró la puerta. Ambos quedaron frente a frente. Parecían haber olvidado dónde estaban ni lo que tenían que hacer.
—Adiós —dijo el príncipe, tendiendo la mano a Rogochin.
—Adiós —repuso su amigo, apretando con fuerza, pero maquinalmente, la mano que se le tendía.
Michkin bajó un peldaño y se volvió. Notábase que no quería abandonar al otro en aquella forma.
—A propósito de la fe —dijo, sonriendo—, la semana pasada he mantenido en dos días cuatro conversaciones diferentes. Una mañana, en el tren, tuve por compañero de viaje a un tal S., y conversé con él durante cuatro horas. Yo había oído hablar de él y sabía que era un ateo notorio. Se trata de un hombre instruído, un verdadero sabio, así que me alegré de poder hablar con él. Como, además, está perfectamente educado, me habló como si yo fuese igual a él en materia de inteligencia y de cultura. No cree en Dios, pero me impresionó una cosa en él, y es que cuanto dice sobre el tema resulta ajeno al tema mismo. Siempre he realizado análoga observación cuando he hablado con ateos o leído sus libros. Me ha parecido en todos los casos que sus alegatos, aun los más especiosos, no se refieren al tema en sí sino de modo muy superficial. No oculté a S. esta impresión mía, pero debí de expresarme en términos poco claros, porque no me entendió. Por la noche paré en un hotel de provincias. Allí todo el mundo hablaba de un asesinato cometido en la casa la noche anterior. Dos campesinos de edad madura, dos antiguos amigos, ninguno de los cuales estaba beodo, fueron a acostarse, después del té, en la alcoba que habían pedido para ambos. Uno de los viajeros había observado, desde hacía dos días, un reloj de plata, pendiente de una cadena de cuentas amarillas que llevaba su compañero, reloj que él no había conocido hasta entonces. Aquel hombre no era un ladrón, sino una persona honrada y, para campesino, bastante acomodado. Pero este reloj le gustó tanto, sintió tales deseos de poseerlo que, sin poder dominarse, cogió un cuchillo y cuando su amigo le volvía la espalda acercóse a él a paso de gato, alzó los ojos al cielo, se santiguó, y murmuró devotamente esta plegaria: «Señor, perdóname por los méritos de Cristo.» Y tras ello degolló a su amigo de un solo golpe, como a un carnero, y le robó el reloj.
Rogochin rompió, en carcajadas. Notábase cierta cosa extraña en aquella súbita hilaridad de un hombre hasta entonces tan sombrío.
—¿Ves? Esa historia me encanta. ¡No puede haber cosa más espléndida! —dijo con voz entrecortada y casi jadeante—. El uno no cree en Dios; el otro cree hasta tal punto, que le implora antes de cometer un asesinato. ¡Nunca se me hubiese ocurrido una cosa así, hermano! ¡Ja, ja, ja! ¡Es formidable!
Cuando las risas de Rogochin se calmaron algo y sólo se percibieron en el temblar convulsivo de sus labios, Michkin prosiguió:
—A la mañana siguiente salí a pasear por la población, y encontré un soldado ebrio tambaleándose sobre las planchas de tabla de la acera. Se me acercó y me dijo: «Cómprame esta cruz de plata, señor. Te la vendo por veinte kopecs. Es de plata». Llevaba en la mano, pendiente de un cordoncito azul, una cruz que se notaba a primera vista que era de estaño. Tenía ocho puntas y reproducía fielmente el modelo bizantino. Saqué de mi bolsillo veinte kopecsy los di al soldado. Luego me puse la cruz al cuello. En el rostro del hombre se notó la satisfacción de haber engañado a un necio aristócrata. Estoy seguro de que fue a gastarse inmediatamente en la taberna el producto de la venta. Ya entonces, hermano, yo estaba muy impresionado por cuanto veía en Rusia. Antes, yo no comprendía nuestro país: había pasado mi infancia como embebido en mí mismo. Y durante cinco años que viví en el extranjero sólo conservaba de nuestro país memorias que eran fantásticas en cierto sentido. Aquel día continué, pues, mi camino diciéndome: «Antes de condenar a ese Judas, esperaré. ¡Dios sabe lo que se encierra en el fondo del corazón de esos borrachos!» Una hora más tarde, cuando volvía al hotel, encontré una aldeana que llevaba un niño de pecho. La mujer era joven aún; el niño contaría unas seis semanas. Sonreía a su madre por primera vez desde su nacimiento. De pronto vi que la aldeana se santiguaba muy fervorosamente, mucho... «¿Por qué te persignas, madrecita?», le pregunté. (En Rusia me he pasado la vida haciendo preguntas.) Y me contestó: «Una madre se alegra tanto cuando ve la primera sonrisa de su hijo como Dios cada vez que, desde lo alto del cielo, ve a un pecador que le eleva una plegaria ferviente». Esto me lo dijo una mujer del pueblo, casi en los mismos términos que te lo repito. ¡Y es un pensamiento tan profundo, tan delicado, tan verdaderamente religioso! ¡Se encuentra en él de modo tal todo el fondo del cristianismo, es decir, la noción de Dios considerado como nuestro padre! Porque aquí se contiene la idea de que Dios se regocija a la vista del hombre como un padre a la vista del hijo, es decir, el pensamiento esencial de Cristo. ¡Y la que lo expresaba era una simple aldeana! Cierto que era madre, y hasta quizá la mujer de aquel soldado. Y ahora, Parfen Semenovich, ésta es mi contestación a tu pregunta de hace poco: el sentimiento religioso, en su esencia, no puede ser disminuido por ningún razonamiento, por ninguna falta, por ningún crimen, por ninguna credulidad, porque hay en él algo que queda y quedará eternamente fuera de todo eso, una cosa que los ateos no alcanzarán jamás y de la que no hablarán nunca cuando pretendan combatir la creencia. Y lo principal, y esto resume mi conclusión, es que en ninguna parte se nota eso como en Rusia y en el corazón de los rusos. Tal fue una de las primeras impresiones que recogí de nuestra patria. ¡Mucha tarea se nos ofrece en ese sentido, Parfen Semenovich! Mucho hay que hacer en nuestro mundo ruso, créeme... Recuerda las conversaciones que hace tiempo mantuvimos los dos en Moscú... ¡Ah! Ya sabes que yo no quería volver aquí ahora. No contaba encontrarme contigo de esta manera. ¡En fin! Adiós; hasta la vista. Queda con Dios.