Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Roto el hielo, el general habló también. Pero sus informes se refirieron sólo a la «parte positiva del asunto». Resultó que, en interés del príncipe, había encargado a dos sujetos de confianza, gente influyente en Moscú dentro de su esfera, que vigilasen los intereses de Michkin, encareciendo lo mismo a Salazkin, el agente de negocios del joven. Cuanto se comentaba acerca de la herencia —«es decir, de la realidad de la herencia» añadió Epanchin– era cierto, pero se había exagerado mucho su cuantía. Los asuntos de Papuchin estaban bastante embrollados: había dejado deudas, aparecieron varios aspirantes a la sucesión y, para colmo, Michkin acreditaba una falta completa de sentido práctico, sin querer escuchar los consejos de nadie. El general, por supuesto, le deseaba el mayor bien posible y le complacía declarar, ahora que se había roto «el hielo del silencio», que aquel «muchacho se lo merecía todo, aunque no fuese un hombre corriente».
En aquel caso, por ejemplo, había acumulado necedad sobre necedad. Numerosos acreedores del difunto fundaban sus derechos en documentos discutibles y hasta sin valor alguno. No faltaban quienes, comprendiendo que se las habían con un hombre bondadoso, le reclamaban dinero incluso sin prueba documental. Pero por mucho que los amigos de Michkin le habían repetido que los derechos legales de aquella gente eran nulos, él saldó a casi todos los acreedores, meramente porque juzgaba que algunos de ellos poseían un derecho moral.
La generala comentó que la vieja Bielokonsky decía le mismo, y añadió, con acritud:
—Eso es necio, muy necio. ¡No es cosa fácil curar a un loco!
Pero se notaba en su cara cuanto le complacía la conducta de aquel «loco». En resumen, el general observó que su mujer se interesaba por Michkin como por un hijo, así como que multiplicaba sus amabilidades con Aglaya. Viendo todo esto, Ivan Fedorovich juzgó oportuno acentuar por algún tiempo más su actitud de hombre práctico.
Esta grata disposición de espíritu duró poco en la familia. Al cabo de dos semanas se produjo un cambio súbito. Lisaveta Prokofievna mostró de nuevo un semblante huraño y el general, tras encogerse repetidamente de hombros, hubo de resignarse otra vez al «hielo del silencio».
El hecho era que quince días antes había recibido en privado una noticia obscura y lacónica, pero muy concreta, diciéndole que Nastasia Filipovna, después de su huida a Moscú, había sido descubierta por Rogochin; que tornó a desaparecer y él a encontrarla, y que al cabo ella se había comprometido a casarse con él. Y he aquí que a las dos semanas llegó un aviso no menos asombroso: Nastasia Filipovna se había eclipsado por tercera vez ocultándose en no se qué provincia, y el príncipe Michkin había desaparecido a la vez de Moscú, dejando a Salazkin el cuidado de sus asuntos.
«Podrá haberse ido con ella o tras ella, pero algo hay en el fondo del asunto», se dijo el general.
Estos informes concordaban perfectamente con los recibidos por su esposa. De modo que a los dos meses de la marcha del príncipe se dejó de hablar de él por completo en San Petersburgo, y en casa de Ivan Fedorovich no volvió a romperse más el «hielo del silencio». Pero las muchachas seguían recibiendo noticias de Michkin por Varia.
Para concluir con el tema de estos rumores y noticias, añadiremos que en la primavera se produjeron ciertos cambios en la familia Epanchin, de modo que hubiese sido difícil no olvidar al príncipe, aun cuando aquellos cambios no se unieran al hecho de que él no diese noticias suyas ni se preocupara de hacerlo. Durante el invierno se llegó gradualmente a la decisión de pasar el verano en el extranjero, es decir, de pasarlo la generala y sus hijas, ya que Epachin juzgaba su tiempo asaz precioso para perderlo en una fútil distracción».
El viaje fue decidido a instancias de las jóvenes, persuadidas de que su padre no quería llevarlas al extranjero porque sólo le preocupaba casarlas. En cuanto a los padres, quizá pensasen que novios pueden hallarse en cualquier sitio, y que aquel viaje, lejos de echar a perder las cosas, podía arreglarlas mejor.
Digamos de paso que se prescindió de todo lo relativo al posible enlace de Totzky con Alejandra Ivanovna. Los conciliábulos previos no siguieron adelante y Atanasio Ivanovich no formuló ninguna petición en regla. Sin hablar de ello apenas, sin disputas, ambas partes desecharon el proyecto, lo cual vino a coincidir con la partida de Michkin a Moscú. La ruptura del planeado enlace había sido una de las causas del malhumor predominante en la familia Epanchin, pese a que la madre se declaró muy contenta de lo ocurrido. Y aunque el general reconocía que en aquel caso podían formularse ciertas censuras contra él, tardó mucho tiempo en consolarse de la pérdida de Totzky. «¡Un hombre con esa inteligencia y con tanto dinero!», decía. A poco de esto, el general supo que Totzky había quedado rendido en las redes de una francesa perteneciente a la alta sociedad de su país, una marquesa «legitimiste», con la que Atanasio Ivanovich se proponía casarse dentro de corto plazo, pensando marchar a París y después a Bretaña. «Es hombre perdido para nosotros», sentenció el general, al enterarse.
Mientras las Epanchinas se disponían a marchar al extranjero, sobrevino en aquel invierno una circunstancia que cambió de repente la marcha de las cosas y, con gran satisfacción de los padres, hizo suspender el viaje. Llegó a San Petersburgo, procedente de Moscú, el príncipe Ch., persona muy conocida por sus buenas cualidades. Tratábase de uno de esos hombres a la moderna a quienes cabe calificar de reformadores honrados, modestos, sinceros, inteligentemente deseosos de la prosperidad pública y notable por la rara y afortunada facultad de encontrar siempre algo útil que hacer. Sin exhibirse en exceso, sin mezclarse a las disputas verbales, violentas y estériles de los partidos, sin creerse una personalidad de primer orden, el príncipe no dejaba de comprender con mucha claridad las necesidades de la época contemporánea. Primero había servido al Estado, y luego pasó a ser miembro activo de un zemstvo. Era, asimismo, miembro correspondiente de varias sociedades científicas. En colaboración con un distinguido perito, había hecho modificar ventajosamente el trazado de una nueva e importante línea férrea. Tenía ahora alrededor de treinta y cinco años, era hombre de alta sociedad y, además, poseía lo que el general llamaba «una fortuna buena, seria e indiscutible». Epanchin había conocido al príncipe Ch. en casa del conde, su superior jerárquico. El príncipe Ch. tenía cierto interés en tratar a los «hombres prácticos» de Rusia y no rehuía su sociedad. Sucedió que, presentado el príncipe en casa de los Epanchin, se sintió poderosamente atraído por Adelaida Ivanovna. Antes de finalizar el invierno había ya solicitado la mano de la joven. Adelaida Ivanovna simpatizaba mucho con él, y Lisaveta Prokofievna participaba de esta simpatía. El general se hallaba muy satisfecho. Y se convino que la boda se efectuara en primavera.
Lisaveta Prokofievna y sus otras dos hijas podían haber realizado el viaje, sin Adelaida, a mediados o finales de verano, pasando uno o dos meses en el extranjero para olvidar el disgusto de que una de las hermanas hubiese abandonado ya la casa paterna. Pero entonces sucedió un nuevo incidente. Habiéndose aplazado la boda hasta mediados de verano, el príncipe Ch. presentó en casa de los Epanchin, a fines de primavera, a un lejano pariente suyo, llamado Eugenio Pavlovich Radomsky, con quien le unía estrecho trato. Radomsky era un joven de veintiocho años, edecán del zar, muy apuesto, de buena familia, inteligente, brillante, «moderno», «de exquisita educación» y casi fabulosamente rico. El general se preocupaba mucho siempre del último punto mencionado. Hizo, pues, investigaciones, ya que, según decía: «Parece que es así, pero conviene asegurarse». La vieja Bielokonsky escribió desde Moscú recomendando con gran vehemencia a aquel joven oficial de gran porvenir. Mas circulaban respecto a Radomsky ciertas inquietantes hablillas referentes a "liasons", «conquistas» y corazones destrozados. Desde que conoció a Aglaya, Radomsky se convirtió en visitante asiduo de la familia Epanchin. En verdad, nada se había hablado, ni aun por alusiones, pero el general y su mujer estimaron fuera de lugar un viaje durante el verano, dadas las circunstancias. En cuanto a Aglaya, quizá tuviese diferente opinión.
Todo ello sucedía poco antes de la segunda entrada de nuestro héroe en el escenario de esta historia. A juzgar por las apariencias, nadie se acordaba entonces en San Petersburgo del pobre príncipe Michkin. De surgir ahora entre quienes le conocían, hubiérasele creído llovido del cielo.
Para complicar esta introducción, añadiremos otro hecho más. Después de la marcha de Michkin, Kolia había continuado por el momento su vida anterior: es decir, que iba a clase, visitaba a su amigo Hipólito, vigilaba al general, auxiliaba a Varia en los quehaceres domésticos y errabundaba por la ciudad en sus ratos libres. Los huéspedes de la casa no tardaron en eclipsarse: a los tres días del episodio de Nastasia Filipovna, Ferdychenko desapareció y no se supo más de él. Únicamente se rumoreaba, y no de buena fuente, que había participado en la orgía de Rogochin, en Ekateringov. El príncipe se fue a Moscú y, por tanto, las dos habitaciones alquiladas quedaron vacías. Cuando Varia se casó, su madre y Gania fueron a habitar con ella a casa de Ptitzin, en Ismailevsky Polk.
En cuanto al general Ivolguin, sucedióle por entonces una cosa totalmente imprevista. Su amiga, la señora Terentiev, a quien había entregado en diversas ocasiones pagarés por valor de dos mil rublos, le hizo encerrar en la cárcel por deudas. Semejante modo de obrar impresionó dolorosamente al infeliz Ardalion Alejandrovich, «víctima de su infundada fe en la generosidad del corazón humano, hablando en términos generales». Al adoptar la amable costumbre de firmar pagarés y letras de cambio, nunca había imaginado que pudiesen conducirle a complicación alguna y siempre supuso que todo marcharía bien. Pero ahora resultó que no era así. «Después de esto, ¿quién puede confiar en el género humano? ¿Cómo va uno a mostrar noble confianza hacia los hombres?», solía explicar Ivolguin con amargura cuando se sentaba ante una botella de vino con los compañeros de prisión, sus nuevos amigos, relatándoles anécdotas sobre el sitio de Kars y la resurrección de cierto soldado. Por lo demás, se amoldó muy bien en seguida a su nueva situación. Ptitzin y Varia afirmaban que aquél era su lugar adecuado y Gania compartía esta creencia. Pero la infeliz Nina Alejandrovna lloraba en secreto, lo que asombraba a toda su familia y, aunque delicada de salud, iba a visitar a su esposo siempre que podía.
Desde el «contratiempo de papá», como decía Kolia, o más bien desde el casamiento de Varia, el muchacho se independizó casi del todo. Su familia le veía pocas veces y sólo por excepción dormía en casa. Decíase que había trabado muchas relaciones nuevas, y además era notorio que se había convertido en asiduo visitante de la prisión por deudas, a la que acompañaba siempre a su madre. En su casa no le preguntaban nada sobre sus ausencias, ni siquiera Varia, que le trataba aún, ello no obstante, con tanta severidad como antaño. Todos los de la familia notaban que Gania, pese a su hipocondría, hablaba mucho con su hermano y que se habían establecido entre ambos relaciones amistosas. Hasta entonces nunca había sucedido así. Antes, Gabriel Ardalionovich consideraba a su hermano como un mozalbete sin consecuencias y siempre le mostraba el más rudo desdén, amenazándole sin cesar con aplicarle un buen tirón de orejas, lo que ponía a Kolia fuera de sí. Pero a la sazón Gania parecía apreciar a su hermano, y éste, por su parte, se sentía dispuesto a perdonar muchas cosas a Gania desde que le viera renunciar a los cien mil rublos de Nastasia Filipovna.
Tres meses después de la marcha de Michkin, los Ivolguin supieron que Kolia había contraído amistad con las Epanchinas y que era muy bien recibido por las jóvenes. Varia lo averiguó sin tardanza, pese a que Kolia no le pidió que le presentase, sino que se presentó solo. Poco a poco, las Epanchinas le cobraron afecto. La generala empezó acogiéndole con frialdad, mas en breve rectificó, en vista de que el muchacho era «franco y nada adulador». No podía existir quien mereciese tales calificativos con más justicia que Kolia. Había sabido colocarse ante sus nuevas amigas en un pie de igualdad e independencia absolutas. Si bien a veces leía el periódico o algún libro a la generala, era sólo porque le complacía saberse útil. Una o dos veces, no obstante, disputó seriamente con Lisaveta Prokofievna a propósito de la cuestión feminista, y le dijo que era una mujer despótica y que no volvería a poner los pies en su casa. Pero, por inverosímil que pareciera, a los dos días de la riña la generala le envió un sirviente con recado de que volviese a verla. Kolia no quiso acreditar testarudez y se presentó a Lisaveta Prokofievna inmediatamente.
La única de las muchachas cuya simpatía no había sabido captarse Kolia era Aglaya, quien trataba siempre al mozo con altivez. Y, sin embargo, Kolia estaba destinado a dar una gran sorpresa a Aglaya.
Un día, el muchacho, aprovechando un momento en que se hallaba con ella, le tendió una carta, limitándose a decir que tenía orden de entregársela en propia mano. Aglaya miró con ceño al «presuntuoso mozalbete», pero éste se retiró en seguida. Ella, abriendo el mensaje, leyó:
« Una vez me honró usted con su confianza. Acaso me haya olvidado ahora del todo. ¿Por qué le escribo? No lo sé; pero siento el deseo de recordar mi existencia a usted, precisamente a usted. Muchas veces he pensado en ustedes tres, pero de las tres sólo la veía a usted, a usted sola. Me es usted necesaria, muy necesaria. Por mi parte nada tengo que escribirle, que contarle... Además, tampoco me lo propongo. Sólo deseo saber si vive feliz. ¿Es usted feliz? Esto es todo lo que quería decirle su hermano,
L. Michkin.»
Tras leer aquella breve y casi incoherente carta, Aglaya se puso encarnada y tornóse pensativa. Nos sería difícil conocer el motivo de sus meditaciones. Desde luego se dirigió con toda claridad la siguiente pregunta: «¿Debo enseñar esta carta a alguien?» Se sentía como avergonzada. Al fin, con sonrisa extraña y burlona, arrojó la carta a un cajón de su mesa. Pero al día siguiente la sacó de allí a fin de depositarla entre las hojas de un voluminoso libro, como tenía costumbre de hacer con los papeles que deseaba tener a mano. El libro resultó ser «Don Quijote de la Mancha». Por alguna ignorada razón, Aglaya, viéndolo, rompió a reír. No nos consta si enseñó o no la misiva a alguna de sus hermanas.
Tras una segunda lectura del mensaje, su mente se formuló una nueva pregunta: ¿Era posible que el príncipe eligiera a aquel mozalbete presuntuoso y fanfarrón como confidente suyo? ¿Acaso no tenía Michkin otra persona con quien comunicarse? Sin abandonar por ello su aire despectivo, Aglaya interrogó a Kolia sobre el particular. El muchacho, aunque siempre tan susceptible, no paró atención por aquella vez en el desdén de Aglaya y declaró, en términos concisos y rotundos, que al marchar el príncipe él le había dado su dirección y ofrecídole sus servicios, pero que la presente era la primera comisión que el príncipe le encargaba, sin que hubiese recibido antes carta alguna de él.
Para probarlo, exhibió a la joven una nota que Michkin le había enviado. Aglaya no vaciló en leerla. La misiva del príncipe decía:
« Querido Kolia:
Tenga la bondad de entregar la nota adjunta. Espero que se encuentre usted bien.
Su affmo,
L. Michkin.»
—Es ridículo confiar así en un chiquillo —comentó Aglaya.
Y, tras esta observación injuriosa, se retiró.
A Kolia le afligió mucho semejante desprecio. Precisamente había pedido a Gania que le prestase una bufanda nueva, de color verde, sólo para aquella ocasión. Se sintió, pues, herido en el alma.
II
Principiaba junio y, desde hacía una semana, el tiempo se mantenía excepcionalmente agradable, tratándose de San Petersburgo. Los Epanchin poseían una lujosa residencia veraniega en Pavlovsk, y Lisaveta Prokofievna sintió el deseo de instalarse en ella con su familia. Dos días después se trasladaron al campo.
Uno o dos días antes de la marcha de las Epanchinas, el príncipe León Nicolaievich Michkin llegó de Moscú en el tren de la mañana. Nadie fue a esperarle a la estación, y, sin embargo, al apearse distinguió de pronto entre la multitud dos ojos ardientes cuya mirada ofrecía una expresión extraña. Quiso buscar el rostro a que pertenecían aquellos dos ojos, pero no lo consiguió. La visión, aunque fugaz, dejóle una impresión desagradable. Además, el príncipe estaba ya por su parte triste y preocupado.
Su cochero le condujo a un hotel no lejano de la Litinaya. Aquel hospedaje distaba mucho de ser bueno. Las dos habitaciones que Michkin tomó en él eran oscuras y se hallaban mal amuebladas. Lavóse, se cambió de ropa, y, sin pedir cosa alguna, salió apresuradamente, como si temiera no encontrar en casa a alguien a quien fuese a buscar.
Si alguno de los que le habían conocido cuando llegó a San Petersburgo seis meses antes le vieran ahora, hallarían en su exterior un considerable cambio, y un cambio favorable. Sin embargo, acaso aquello hubiese sido una impresión errónea. Era únicamente la ropa del príncipe la que se había transformado en absoluto. Ahora le vestía un buen sastre de Moscú; pero, pese a ello, el atavío de Michkin distaba de ser una elegancia magnífica. Aunque su atuendo fuese muy a la moda (como siempre son los trajes cortados por sastres escrupulosos pero no geniales), notábase en el príncipe un descuido de indumentaria que no hubiese dejado de procurar motivos de risa a quien tuviera gana de reír. En general la gente suele estar dispuesta a la hilaridad por poca cosa.
Michkin tomó un coche de alquiler y se hizo llevar a Peski. Encontró sin dificultad en una de las calles de aquel lugar la casita de madera que buscaba. Con gran sorpresa suya, la casa resultó ser muy linda, limpia y agradable. Tenía ante la fachada un jardincillo lleno de flores. Las ventanas que daban a la calle, abiertas en aquel momento, permitían oír un torrente de palabras animadas, casi enfáticas, como de alguien que pronunciase un discurso o leyera en alta voz, siendo interrumpido de vez en cuando por una explosión de sonoras risas. El príncipe entró en el jardín y subió los peldaños de la puerta. Una cocinera con los brazos arremangados le abrió. El visitante preguntó por el señor Lebediev.
—Allí está —dijo la mujer, señalando con el dedo el «salón»
La estancia, de muros cubiertos con papel azul oscurecido, estaba bastante bien amueblada, incluso con ciertas pretensiones. Contenía una mesa redonda, un diván, un reloj de bronce en una caja de cristal, un estrecho espejo en la pared y una araña de poco tamaño suspendida del techo por una cadena de bronce. Cuando el príncipe entró, Lebediev, en pie en medio de la habitación, volvía la espalda a la puerta. Dado el calor que hacía, no llevaba prenda alguna sobre el chaleco. A la sazón peroraba golpeándose el pecho al hablar. Sus oyentes eran un mozalbete de quince años de rostro risueño e inteligente, que tenía un libro en la mano; una joven de veinte años, enlutada también, que reía mucho y abriendo desmesuradamente la boca; y finalmente un hombre de unos veinte años, bastante bien parecido, que permanecía tendido en el diván. Este joven tenía largos y abundantes cabellos morenos, grandes ojos negros y una leve sombra de barba y patillas. Al parecer, interrumpía con frecuencia al orador para contradecirle, lo que despertaba la hilaridad de los demás.
—¡Lukian Timofeich! ¡Le digo que atienda, Lukian Timofeich! Oiga, mire... ¡Bien: es inútil!
Y la cocinera, con un ademán de desaliento, se retiró, roja de cólera.
Lebediev volvió la cabeza y al distinguir al príncipe quedó como petrificado. Luego se lanzó hacia él con una sonrisa servil, pero antes de acercarse a su visitante la estupefacción le clavó de nuevo en su sitio anterior.
—¡Il... il... lustrísimo príncipe! —acertó a proferir finalmente.
Se volvió de súbito y, sin haber recuperado aún su presencia de ánimo, se precipitó hacia la joven enlutada que tenía en brazos al niño. El movimiento fue tan brusco, que la muchacha retrocedió unos pasos. Pero Lebediev se apartó de ella para lanzarse hacia la mocita de trece años, la cual, en pie en el umbral de la puerta inmediata dejaba ver aún en su rostro sonriente las huellas de una hilaridad mal reprimida. La muchacha no pudo contener un grito y huyó a la cocina. Lebediev golpeó el suelo con el pie y, al observar que el príncipe le miraba con ojos sorprendidos, murmuró a guisa de explicación:
—¡Hay que demostrar respeto...! ¡Je, je, je!
—Pero si no es necesario... —comenzó el príncipe.
—En seguida, en seguida, en seguida... Como un ciclón...
Y Lebediev salió precipitadamente de la sala. El príncipe miró con sorpresa a la joven, al mozalbete de quince años y al individuo tendido en el diván. Todos reían. El visitante les coreó.
—Ha ido a ponerse la levita —dijo el muchacho.
—¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó Michkin—. Yo creía... Díganme, ¿es que...?
—¿Cree usted que está beodo? —dijo el joven tendido en el diván—. Nada de eso. Ha bebido tres o cuatro vasitos... cinco acaso... Pero eso ¿qué significa? Para él es la cantidad reglamentaria...
Michkin iba a tomar la palabra, cuando se le adelantó la joven, cuyo rostro gracioso rebosaba absoluta franqueza.
—Por la mañana nunca bebe mucho —dijo—. Si viene usted a hablarle de negocios, háblele ahora. Es el momento. Al llegar la tarde está ebrio. Ahora suele pasar casi toda la noche llorando y acostumbra a leernos en alta voz pasajes de la Santa Escritura... Nuestra madre ha muerto hace cinco semanas y...
—Se ha ido porque seguramente le era difícil contestar a lo que usted le preguntara —dijo, riendo, el joven del diván—. Imagino que está engañándole a usted en alguna cosa y que en este momento piensa en el modo de salir del paso.
—¡Sólo cinco semanas! ¡Sólo cinco semanas! —dijo Lebediev entrando con la levita puesta y un pañuelo en la mano con el que se aprestaba a secarse los ojos. Y parpadeando mucho exclamó—: ¡Ahora estamos solos en el mundo!
—¿Por qué se ha puesto usted una levita tan rota? —preguntó la joven—. Detrás de la puerta tiene usted su levita nueva. ¿No la ha visto?
—¡Cállate, moscón! —gritó Lebediev—. ¡Maldita seas!
E hirió, el suelo con el pie. Ella rió viendo la cólera paterna.
—No se empeñe en asustarme. No soy Tania y no voy a echar a correr... Lo que va usted a conseguir es despertar a Lubotchka y ya verá luego cómo llora y grita... ¿A qué viene chillar así?
—Vamos, vamos, no digas eso —repuso Lebediev.
Y, presa de viva inquietud, se lanzó hacia la criatura que dormía en brazos de la joven y la bendijo varias veces con empavorecido ademán.
—¡Señor, protégela; Señor, sálvala! —exclamó. Y dirigiéndose a Michkin le dijo—: Es Lubova, mi hijita, nacida de mi legítimo matrimonio con mi mujer Elena, muerta de sobreparto. Y esta pájara es mi hija Vera, y éste... éste.
—¿Por qué te interrumpes? —preguntó el joven—. Vamos, continúa...
—Excelencia —dijo Lebediev, en un arranque—, ¿ha leído usted en la prensa el asesinato de la familia Jemarin?
—Sí —repuso Michkin, algo extrañado.
—Pues ahí tiene al verdadero matador de los Jemarin. ¡Es él en persona!
—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el visitante.
—Empleo una forma metafórica de hablar. Es el segundo asesino futuro de otra familia Jemarin, si la encuentra. Por lo pronto, ya se está preparando a...
Todos rompieron a reír. A Michkin se le ocurrió pensar que Lebediev se extendía en tales rodeos porque, presintiendo preguntas embarazosas, quería ganar todo el tiempo posible.
—¡Es un faccioso, un conspirador! —gritó Lebediev, como si fuera incapaz de contener su enojo—. ¿Acaso a un maldiciente como él, a un réprobo, a un monstruo semejante, por decirlo así, puedo considerarlo como mi sobrino, como el hijo único de mi difunta hermana?
—¡Cállate, hombre! ¡Estás borracho! ¿Creerá usted, príncipe, que mi tío ha decidido ejercer la abogacía, que cultiva la elocuencia, y que no deja un momento de dirigir en casa a sus hijos discursos en tono elevado? Hace cinco días ha actuado como defensor ante el juez de paz, y ¿sabe a quién ha defendido? Una anciana a quien un bribón usurero había despojado de los quinientos rublos que era cuanto poseía la buena mujer, le pidió que fuera su defensor ante el tribunal, en vez de abogar por ella, ha defendido al usurero, un judío llamado Zaidler, a causa de que éste le prometió cincuenta rublos...
—Cincuenta rublos si ganábamos el juicio, y cinco si lo perdíamos —rectificó Lebediev.
Dio la explicación con acento reposado y sereno que contrastaba con la animación de sus anteriores palabras.
—Pero, naturalmente, ha fracasado y no ha conseguido sino producir la risa de todos. La justicia ya no se administra como antes. No obstante, está muy contento de sí mismo. «Jueces imparciales —dijo—, piensen en ese desgraciado viejo, inválido de las piernas y que vive de un trabajo honroso. Piensen que ha sido despojado hasta de su último pedazo de pan y recuerden la sabia frase del legislador: «Dejad que la clemencia prevalezca en el tribunal.» Y ahora figúrese que cada mañana nos recita aquí, del principio al fin, ese mismo discurso de defensa, tal como lo pronunció en el tribunal. Hoy se lo hemos escuchado ya cinco veces, y en el momento en que ha llegado usted iba a repetírnoslo. ¡Figúrese si le agradará! ¡Hasta se relame los labios de gusto! Y ahora está dispuesto a abogar por cualquiera. Es usted el príncipe Michkin, ¿verdad? Kolia me ha dicho que no ha encontrado nunca en el mundo hombre más inteligente que usted...
—No, no hay hombre más inteligente en el mundo —confirmó apresuradamente Lebediev.
—Pero esas dos opiniones no tienen importancia, príncipe, porque Kolia le quiere y mi tío le adula. En cambio, yo no me propongo lisonjearle, tenga la certeza de ello. Pero usted no carece de buen sentido. Sea, pues, árbitro entre mi tío y yo ¿Quieres que elijamos al príncipe por juez? —preguntó dirigiéndose a su tío—. Me alegro mucho, príncipe, de que la casualidad le haya traído aquí
—Acepto —dijo resueltamente Lebediev, lanzando una mirada maquinal al auditorio, que volvía a agruparse en torno suyo.
—¿Qué les pasa? —preguntó Michkin, arrugando ligeramente el entrecejo.
Sentía dolor de cabeza y a la vez, de momento en momento, dudaba menos de que Lebediev, temeroso de una explicación con él, quería dilatarla.
—El asunto es éste: yo soy su sobrino y en eso sentido mi tío ha dicho la verdad, aunque suele mentir en todo. No he terminado aún mis estudios universitarios, pero los terminaré, porque así me lo propongo y yo tengo mucho carácter. Entre tanto, para subsistir, voy a desempeñar un empleo de veinticinco rublos en una empresa ferroviaria. Reconozco, aparte de todo, que mi tío me ha ayudado dos o tres veces. El caso es que yo poseía ahora veinte rublos y los he perdido jugando. ¿Creerá, príncipe, que he sido lo bastante ruin y bajo para jugarme ese dinero?
—¡El que te los ganó es un fullero, un fullero al que no debías haber pagado! —clamó Lebediev.
—Es un fullero, pero mi deber era pagarle —contestó el joven—. Puedo atestiguar que lo es. Se trata, príncipe, de un subteniente expulsado del ejército, que da lecciones de boxeo. Últimamente pertenecía al grupo de Rogochin. Todas esas gentes andan tiradas desde que Rogochin las licenció. Pero lo peor de todo es que, constándome que se trataba de un fullero, de un bribón, de un truhán, no por ello dejé de jugar con él al palki hasta perder mi último rublo. Mientras lo arriesgaba, yo me decía: «Si pierdo, iré a ver a mi tío Lebediev, le haré muchas zalemas y él me ayudará.» Y es eso lo que, más que nada, constituye una bajeza, una verdadera bajeza, una vileza consciente.
—Es, en efecto, una vileza consciente —afirmó Lebediev.
—Espera un poco antes de considerarte triunfante —repuso con violencia su sobrino, cuya susceptibilidad habían despertado aquellas palabras—. ¡No te entusiasmes! He venido a visitar a mi tío, príncipe, y le he confesado todo, obrando noblemente, sin disculpar mi conducta, antes bien, calificándola en los términos más severos, como todos los presentes pueden testimoniar. Para ocupar el empleo de que he hablado antes, necesito equiparme un poco, porque ahora ando hecho un harapiento. ¡Mire qué botas! Me es imposible presentarme en la oficina con este atavío, y el caso es que si en el término fijado no acudo, el empleo será adjudicado a otro, y ¿cuándo volveré a encontrar ocasión semejante? He pedido, pues, a mi tío quince rublos en total, comprometiéndome a no apelar más a su ayuda y obligándome a restituirle en un plazo de tres meses el importe íntegro de la deuda. Cumpliré mi palabra. Sé vivir sólo con pan y kvassdurante meses enteros, porque soy hombre de carácter. Mi sueldo de tres meses asciende a setenta y cinco rublos, y el dinero que le pido, unido a otros préstamos anteriores, sumará treinta y cinco rublos. Tendré, pues, lo suficiente para pagarle. Y, además, ¡el diablo me lleve!, que me cobre los intereses que quiera. ¿Acaso no me conoce? Pregúntele, príncipe, si no le he devuelto el dinero que me ha prestado otras veces. ¿Por qué, pues, se niega ahora? Porque dice que he pagado al subteniente: no alega otra razón. Ahí tiene usted lo que es mi tío: un verdadero perro del hortelano.
—¡Y este hombre no quiere irse! —vociferó Lebediev—. ¡Se ha instalado ahí resuelto a quedarse!
—Ya te he dicho que no me iré antes de conseguir lo que te pido. ¿Por qué sonríe usted, príncipe? ¿Me desaprueba usted?
—No sonrío, pero encuentro que no tiene usted razón del todo —dijo Michkin con desagrado.
—Hable francamente y diga sin rodeos que no tengo razón. ¿A qué viene ese «no del todo»?