Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido en aquel momento más aún.
—¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré a darte las buenas noches.» ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre.» Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último grochen una taberna, y al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días muy malos, se lo aseguro.
—Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
—¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo con violencia el brazo de Lebediev.
—Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda, dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el sello a... ¡Ea, al fin ya llegamos!
El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle, comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
—¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de dinero... e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
—Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
—Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
—Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
—Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
—Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
—No... Yo, ¿comprende?... En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
—En ese caso —exclamó Rogochin– eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
—Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
—Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.
II
El general Epanchin vivía en una casa propia cerca de la Litinaya, junto a la Transfiguración. Además de ser dueño de aquel magnífico edificio, cuyas cinco sextas partes alquilaba, el general obtenía una buena renta de otra casa, muy vasta también, que poseía en la Sadowaya. Era igualmente propietario de una fábrica en el distrito de San Petersburgo y de una finca que producía considerables ingresos, situada a poca distancia de la capital. Como todos sabían, el general, antes, había estado interesado en los arrendamientos públicos y a la sazón era un fuerte e influyente accionista en varias poderosas sociedades comanditarias. Gozaba reputación de hombre muy rico, muy ocupado y muy bien relacionado. Tenía el arte de saber hacerse necesario en donde le convenía, como, por ejemplo, en su departamento gubernamental. Nadie, sin embargo, ignoraba que Iván Federovich Epanchin no había recibido educación alguna, ya que su padre fue mero soldado raso. Sin duda este último hecho no podía sino honrarle, comparándolo con la posición social alcanzada, pero el general, aunque hombre inteligente, no se eximía de ciertas debilidades, y le disgustaba, en consecuencia, que se aludiese a sus orígenes. En todo caso, era talentoso y capaz. Se atenía, verbigracia, al principio de no hacerse evidente nunca allí donde convenía difumarse y, a los ojos de mucha gente, uno de sus principales méritos consistía en su falta de pretensiones y en saber no salirse de su lugar. ¿Qué hubieran dicho los que le juzgaban así de haber leído sus sentimientos reales en el fondo de su alma? El hecho era que, uniendo a una gran experiencia de la vida varias notabilísimas facultades, Iván Fedorovich fingía obrar, más que en virtud de sus inspiraciones personales, como ejecutor del pensamiento de los demás, a fin de parecer un hombre «desinteresadamente consagrado al servicio» y de ganar fama, de acuerdo con el sentir de la época, de ser un auténtico ruso. Cierto que circulaban al propósito algunas anécdotas divertidas, pero el general no se desconcertaba nunca por semejante causa. Además, era afortunado en todo, incluso en el juego. Arriesgaba gruesas sumas en el tapete verde y lejos de ocultar lo que él llamaba su «pequeña debilidad», procuraba hacer ostentación de ella. Trataba círculos muy mezclados, sí, pero, por supuesto, de gente influyente y bien situada. Por mucho que tuviese que hacer, siempre encontraba tiempo para todo, y todo era diligenciado por él a su debido tiempo. También en punto a edad el general se hallaba en eso que se llama «la flor de la vida», ya que contaba cincuenta y seis años, momento en que, como todos saben, es cuando se empieza a vivir de veras. Su buena salud, su rostro optimista, su figura recia, sus dientes sólidos aunque ennegrecidos, el aire de preocupación con que trabajaba por la mañana en su despacho y el aspecto de buen humor que exhibía por la noche ante la mesa de juego o en casa de Su Gracia, todo contribuía a su éxito presente y futuro y contribuía a cubrir de rosas su sendero.
El general tenía varias deliciosas hijas. En aquel sentido, no todo eran rosas, aunque sí motivo de que Epanchin albergase esperanzas profundamente acariciadas. ¿Hay, después de todo, planes más graves y respetables que los de un padre? ¿Qué debe preocupar a un hombre más que su familia?
La del general consistía en su esposa y tres hijas, ya mujeres. Epanchin habíase casado muchos años atrás, siendo sólo teniente, con una muchacha de su edad aproximada que no sobresalía por su belleza ni su cultura, ni le llevó como dote más que cincuenta almas, dote, sin embargo, que constituyó el primer peldaño de la fortuna del general. Éste nunca deploró aquel matrimonio contraído en su obscura juventud, nunca lo consideró como un error, y respetaba y hasta, a veces, temía tanto a su mujer, que ello era casi para él un equivalente del amor. Su esposa pertenecía a la familia principesca de los Michkin, de nobleza antigua aunque no brillante, y tenía una alta opinión de sí misma en razón a su nacimiento. Una persona influyente, uno de esos protectores amigos de proteger sin que les cueste nada, se había interesado por el porvenir del esposo de la joven princesa cuando ambos estaban recién casados. Abrió, en efecto, camino, al joven oficial, tendiéndole, como suele decirse, una mano, aunque en realidad nunca hizo falta mano alguna, sino una simple mirada para que ambos se comprendieran. Con pocas excepciones, marido y mujer pasaron toda su existencia en buena armonía. La Epanchina, desde su edad juvenil, gracias a ser princesa por nacimiento —la última de su familia– y acaso también a causa de sus cualidades personales, había encontrado amistades de peso en los círculos más altos.
En los últimos años, gracias a la riqueza de su esposo y al grado de éste en el servicio, acabó sintiéndose como en su casa en aquellas elevadas regiones.
En el curso de los años, las tres hijas del general —Alejandra, Adelaida y Aglaya– se habían convertido en mujeres muy atractivas. Eran, cierto, meras Epanchinas, pero por parte de su madre descendían de cuna ilustre, poseían considerables dotes, se esperaba que su padre, más pronto o más tarde, llegase a ocupar una posición muy alta y, lo que resultaba también importante, las tres tenían una notable belleza, sin exceptuar a la mayor, que ya había rebasado los veinticinco años. La segunda contaba veintitrés y Aglaya, la más joven, acababa de cumplir los veinte. Aglaya, auténtica hermosura, comenzaba a atraer la atención en sociedad. Por ende, las tres eran también muy distinguidas en materia de educación, inteligencia y talento. Todas se querían mucho y se apoyaban mutuamente. Incluso la gente hablaba de ciertos sacrificios hechos por las dos mayores en beneficio de la tercera, que era el ídolo de la familia. No les gustaba exhibirse mucho en sociedad y procedían siempre con extraordinario recato. Nadie podía reprocharles altanería o desdén, aunque todos las supiesen orgullosas y conscientes de su propia valía. La mayor de todas tocaba admirablemente, y la segunda pintaba muy bien, aunque ello no se había sabido hasta hacía pocos años. En resumen, se las elogiaba mucho. Cierto que tampoco faltaban comentarios hostiles. La gente hablaba con horror del número de libros que las tres muchachas habían leído. No mostraban prisa en casarse y no aparecían sino muy moderadamente en el círculo social al que pertenecían. Esto resultaba lo más notable de todo, siendo notorios, como lo eran, los propósitos, inclinaciones, carácter y deseos de su padre.
Serían cosa de las once cuando el príncipe pulsó el timbre de la puerta del general. Éste habitaba, en el primer piso de su casa, un departamento relativamente modesto para su posición en el mundo. Un lacayo de librea abrió la puerta y el príncipe hubo de entrar en largas explicaciones con aquel hombre, quien desde el primer momento miróles a él y su paquete con clara desconfianza. Al fin, en vista de la reiterada y concreta aserción del visitante de que era realmente el príncipe Michkin y que deseaba ver al general acerca de un asunto urgente y de importancia, el asombrado servidor le pasó a una reducida antecámara que precedía al salón contiguo al despacho, confiándose allí a otro criado cuyo deber consistía en recibir a los visitantes en la antesala y anunciarlos al general. Este segundo sirviente, que vestía de frac, era un hombre como de cuarenta años, con el aspecto inquisitivo propio de quien conoce bien la importancia de sus funciones, que en su caso, según dijimos, consistían en anunciar a los visitantes y pasarlos al despacho.
—Entre en el salón y deje aquí su paquete —dijo el lacayo, sentándose en su butaca con mesurada gravedad y examinando a la vez, con ojo sorprendido y severo, al príncipe, quien, sin abandonar su modesto equipaje, se había instalado junto a él en una silla.
—Si me lo permite —indicó Michkin– esperaré en su compañía. ¿Qué voy a hacer yo solo ahí dentro?
—Puesto que viene usted de visita, no puede quedarse en la antesala. ¿Quiere usted ver al general en persona?
—Sí; tengo un asunto que... —principió el príncipe.
—No le pregunto sobre su asunto. Mi deber es sólo el de anunciarle. Pero, como ya le he dicho, sin permiso del secretario no puedo hacerlo.
El lacayo se sentía cada vez más inclinado a la desconfianza. El aspecto del príncipe difería mucho del de los visitantes ordinarios. Si bien a ciertas horas, e incluso todos los días, el general solía recibir personas de las más diversas calidades, especialmente en materia de negocios, el criado, pese a la amplitud de sus instrucciones, experimentaba en este caso gran titubeo y por ello consideró imprescindible consultar al secretario.
—¿Viene usted en realidad del extranjero? —preguntó, involuntariamente, sintiéndose muy turbado apenas concluyó de hablar.
En rigor había estado a punto de preguntar: «¿Es usted en realidad el príncipe Michkin?»
—Sí: llego ahora mismo de la estación. Creo que quería usted preguntarme si soy verdaderamente el príncipe Michkin; pero la cortesía le ha impedido hacerlo así.
—¡Hum! —rezongó el sirviente, sorprendido.
—Le aseguro que no miento y que no incurrirá usted en responsabilidad alguna por culpa mía. Si me presento vestido de este modo y llevando este paquete, ello no debe extrañarle. Mi situación actual no es muy desahogada.
—Es que... Mire; mi deber es sólo anunciarle, y el secretario le verá, a menos que usted... Precisamente la dificultad está en que... En fin: ¿puedo preguntarle si se propone solicitar del general una ayuda pecuniaria?
—¡Oh, no! Tranquilícese; no es ése el asunto que me trae aquí.
—Dispénseme, pero yo, viendo su traje... Espere al secretario. Ahora el general está ocupado con un coronel... y luego tiene que venir el secretario de la compañía...
—Si he de esperar mucho, le ruego que me permita fumar en algún sitio Tengo pipa y tabaco...
—¡Fumar! —exclamó el lacayo mirándole con despectiva extrañeza, como si no pudiera creer a sus oídos—. ¡Fumar! No, no puede usted fumar aquí y no debía ocurrírsele ni preguntármelo. ¡Je, je! ¡Vaya una ocurrencia!
—No se trata de fumar en esta habitación. Ya me hago cargo de que eso no debe estar permitido. Sólo quería referirme a que me indicara un lugar donde poder encender una pipa, porque tengo ese vicio y hace tres horas que no he fumado. Pero, en fin, como le parezca... Ya lo dice el refrán: «Do quiera que estuvieres, haz lo que vieres...»
El lacayo no pudo contenerse y exclamó:
—¿Cómo voy a anunciar a un hombre así? En primer lugar, su sitio como visitante no es éste, sino el salón, y me expone usted a recibir reproches. ¿No pensará usted quedarse a vivir en la casa? —añadió, mirando de soslayo el paquetito, que evidentemente le preocupaba.
—No, no me lo propongo. Incluso si me invitaran no me quedaría. El único objeto de mi visita es conocer a los dueños de la casa... y nada más.
Esta respuesta pareció muy equívoca al desconfiado sirviente.
—¿Conocerlos? —dijo con sorpresa—. ¡Pero si me aseguró usted al principio que venía por un asunto!
—Quizá haya exagerado yo al hablar de un asunto. No obstante, puedo decir que me trae un asunto, en el sentido de que tengo que pedir un consejo... Pero sobre todo deseo presentarme a los Epanchin, porque la generala pertenece a la familia de los Michkin, como yo, y los dos somos los últimos descendientes de nuestra raza.
Las últimas palabras del príncipe llevaron al colmo la inquietud del lacayo.
—¿Así que es usted un pariente?
—Apenas un pariente. El parentesco existe, en realidad, pero tan lejano que se puede considerar como nulo. Desde el extranjero escribí una vez a la generala y no me contestó. Sin embargo, al volver a Rusia, he creído deber mío venir a visitarla. Entro en tantas explicaciones para disipar sus dudas, ya que le veo muy sorprendido. Anuncie al príncipe Michkin y este nombre será suficiente razón de mi visita. Se me recibirá o no: en el primer caso, bien; en el segundo tal vez mejor aún. Pero creo que no pueden dejar de recibirme, porque la generala querrá ver al último miembro actual de su familia, ya que, según me han dicho, da mucha importancia a su nacimiento.
Cuanto más se esforzaba el príncipe en hacer natural su conversación, más aquella naturalidad hacía entrar en sospechas al experto sirviente, quien, reconociendo la charla muy lógica de hombre a hombre, no podía considerarla de igual modo de visitante a lacayo. Y como los criados son mucho menos torpes de lo que sus señores imaginan, sólo dos ideas surgían en la mente del lacayo: o el visitante era un impostor que acudía a pedir dinero al general, o era sencillamente un idiota sin un ápice de dignidad, porque un príncipe en sus sentidos cabales y suficientemente digno no se habría quedado en la antesala ni contado sus intimidades a un sirviente. En cualquiera de ambos casos, el anunciar tal visita podía originarle complicaciones.
—En todo caso, debe usted pasar al salón —dijo lo más apremiantemente que supo.
—Si hubiese pasado, no habría podido darle estas explicaciones —contestó el príncipe con sonrisa jovial– y usted estaría inquieto aún acerca de mi capote y de mi paquete. Ahora, quizá juzgue usted inútil esperar al secretario y me anuncie sin más.
—No puedo anunciar a un visitante como usted sin contar con el secretario. Además, Su Excelencia tiene dadas órdenes de que no se le moleste cuando está con el coronel... Sólo Gabriel Ardalionovich puede pasar en estas ocasiones sin ser anunciado.
—¿Es un empleado?
—¿Quién? ¿Gabriel Ardalionovich? No. Está al servicio de la compañía. Deje usted el paquete aquí.
—Sí, ya pensaba hacerlo si me lo permitía. Y el capote también. ¿Le parece?
—Sí: no puede usted conservarlo puesto cuando pase a ver a Su Excelencia.
El príncipe, levantándose, quitóse ágilmente el capote. Llevaba debajo un traje bastante elegante y bien cortado, aunque algo raído. Sobre su chaleco serpenteaba una cadena de acero. El reloj, de fabricación ginebrina, era de plata.
Aunque el lacayo tuviese a aquel hombre por un imbécil —y la convicción de que lo era había arraigado vigorosamente ya en su cerebro– no dejaba de comprender lo inusitado de que él, un sirviente, conversase así con un visitante. Además, sentía cierta simpatía por Michkin, siempre, por supuesto, desde un punto de vista distinto a aquel que le produjera tan violenta indignación.
—Y ¿a qué horas recibe la señora Epanchina? —preguntó Michkin después de volver a sentarse donde anteriormente.
—Eso ya no es cosa mía. Sus horas de recepción varían según las personas. Para la modista, la señora está visible desde las once. Gabriel Ardalionovich puede pasar también antes que los demás, incluso durante el desayuno.
—En invierno, la temperatura de las casas es mejor aquí que en el extranjero —comentó Michkin—, aunque en la calle el aire allá es menos frío que aquí. Un ruso no acostumbrado a las casas extranjeras las encuentra inhabitables en el invierno.
—¿No tienen calefacción?
—Sí; pero se construye de diferente modo, con otro sistema de calefacción y de ventanas.
—Ya. ¿Ha estado usted mucho tiempo en el extranjero?
—Cuatro años. Claro que siempre he habitado en el mismo lugar, en el campo.
—Se encontrará usted extraño entre nosotros, ¿no?
—Es verdad. Puede creerme que me ha sorprendido observar que no se me había olvidado el idioma ruso. Ahora, ¿ve?, mientras conversamos, pienso: «¡Pues si hablo bien!» Tal vez por eso charle tanto. Desde ayer, en realidad, experimento una necesidad continua de hablar en ruso.
—¡Sí; claro! ¿Vivía usted en San Petersburgo? —preguntó el lacayo, que, pese a sus esfuerzos, no podía lograr librarse de una conversación tan afable y cortés.
—¿En San Petersburgo? Sólo he estado de paso. Pero entonces yo no conocía nada de Rusia y ahora, según dicen, ha habido tantos cambios que hasta los que la conocían han tenido que estudiarla de nuevo. Se habla mucho de las nuevas instituciones judiciales...
—Sí, claro; las instituciones judiciales... ¿Y qué? ¿Es mejor la justicia extranjera que la nuestra?
—No lo sé. He oído decir muchas veces que la nuestra es buena. Entre nosotros, por ejemplo, la pena de muerte no existe.
—¿Y en el extranjero sí?
—Sí. Yo he visto una ejecución en Lyón, en Francia. El doctor Schneider me llevó a presenciarla.
—¿Cómo hacen? ¿Ahorcan a los delincuentes?
—No. En Francia les cortan la cabeza.
—¿Y gritan?
—¿Cómo van a gritar? Es cosa de un instante. Se coloca al hombre sobre una plancha y en seguida cae la cuchilla, movida por una potente máquina llamada guillotina. La cabeza queda cortada antes de tener tiempo de parpadear. Los preparativos son horrorosos. Sí; lo más terrible es cuando leen la sentencia al condenado, cuando le visten, cuando le maniatan, cuando le conducen al cadalso... Acude una multitud a verlo, incluso mujeres, aunque allí se opina que las mujeres no deben ver una ejecución.
—¡Como que no es cosa para ellas!
—Desde luego que no... Recuerdo que el criminal era un hombre inteligente, maduro, fuerte y resuelto, llamado Legros. Pero le aseguro a usted, aunque no me crea, que cuando subió al cadalso iba llorando y blanco como el papel. ¿No le parece increíble y tremendo? ¿Cómo cabe que haya quien llore de miedo? Yo no creía que el terror pudiese arrancar lágrimas a un adulto, a un hombre de cuarenta y cinco años que no había llorado jamás. ¿Qué pasa, pues, en el alma en este momento? ¿Qué terrores la dominan?
El príncipe se animaba a hablar. Un ligero matiz rosado coloreaba su pálido rostro. Sin embargo, no elevaba la voz más que de costumbre. El criado le escuchaba con vivo interés.
—Al menos, con ese género de suplicio no se sufre mucho —comentó.
—Lo que acaba usted de decir es precisamente lo que todo el mundo dice —contestó Michkin, excitándose– y para eso se inventó la guillotina. Pero yo, mientras asistía a la ejecución, me decía: «¿Quién sabe si la rapidez de la muerte no la hace más cruel aún?»
Mientras el príncipe seguía hablando sobre el mismo tema, el lacayo, aunque no supiese expresar sus ideas como Michkin, delataba en su rostro la emoción que le poseía. La dureza de su semblante se suavizó.
—Si tiene muchas ganas de fumar —dijo—, hágalo pero dése prisa para estar aquí cuando Su Excelencia le mande pasar. ¿Ve esa puerta bajo la escalerilla? Pues abriéndola encontrará un cuartito donde podrá fumar, aunque debe abrir la ventana, porque esto va contra las instrucciones que se nos han dado.
Mas el príncipe no tuvo ya tiempo de fumar. En la antecámara entró de pronto un joven que llevaba unos papeles en la mano. El lacayo se apresuró a quitarle la pelliza. El joven dirigió al príncipe una rápida ojeada.
—Gabriel Ardalionovich principió el lacayo en tono confidencial y casi familiar—, este caballero se ha presentado bajo el nombre de príncipe Michkin y dice que es pariente de la señora. Acaba de llegar del extranjero, y trae un paquetito en la mano...
El príncipe no oyó más, porque el lacayo continuó el resto de sus palabras en voz baja. Gabriel Ardalionovich escuchaba atentamente, mirando al príncipe con redoblada curiosidad. Al fin cesó de atender y se aproximó vivamente al visitante.
—¿Es usted el príncipe Michkin? —preguntó con cortesía y afabilidad extremas.
Gabriel Ardalionovich era un hombre de veintiocho años, de buena apariencia, bien formado, de mediana estatura, con un rostro inteligente y agradable, cabello rubio y una pequeña perilla a lo Napoleón III. Pero la amabilidad de su sonrisa parecía fingida y, aunque afectaba buen humor y cordialidad, su mirada era fija y escudriñadora.
«Cuando esté solo debe de tener otro aspecto. Acaso nunca se ría», pensó el príncipe.
Y se apresuró a suministrar todos los informes que pudo sobre su personalidad, repitiendo poco más o menos lo que dijera al criado y antes a Rogochin. Gabriel Ardalionovich pareció recordar algo.
—¿No escribió usted, hace un año o quizá menos, una carta desde Suiza a Lisaveta Prokofievna? —preguntó.
—Sí.
—En ese caso ya se le conoce aquí y se le recuerda. ¿Desea ver a Su Excelencia? Voy a anunciarle... El general, dentro de un instante, estará libre. Pero vale más que espere usted en el salón. ¿Por qué está aquí el señor? —añadió severamente, dirigiéndose al criado.
—Ya le he dicho, Gabriel Ardalionovich, que porque así lo ha querido.
En aquel momento abrióse bruscamente la puerta del despacho y salió de él un militar que sostenía en la mano una cartera y hablaba en voz alta.
—¿Estás ahí, Gania? 5– preguntó alguien desde el interior. —Entra, entra.
Gabriel Ardalionovich se inclinó ligeramente ante Michkin y penetró en el aposento desde el que le llamaban.
Al cabo de dos minutos se abrió la puerta de nuevo y se oyó la voz sonora, afable y musical, del secretario:
—Príncipe, sírvase pasar.
III
El general Iván Fedorovich Epanchin, de pie en medio del despacho, miraba con gran curiosidad al joven que entraba en él. Incluso adelantó dos pasos hacia Michkin. Éste se aproximó al general y se presentó.
—Muy bien —dijo el general—. ¿En qué puedo servirle?
—No me trae ningún asunto urgente. Sólo deseaba conocerle a usted. No quisiera molestarle, pero como no conozco sus días ni horas de visita... En cuanto a mí, llego ahora de la estación. Vengo de Suiza.
El general iba a sonreír, pero reflexionó y reprimióse. Permaneció un momento pensativo, guiñó los ojos y examinó de nuevo a su visitante de pies a cabeza. Luego, con rápido ademán, le señaló una silla, y acomodóse junto a él, un poco de lado, en impaciente espera. Gania, de pie en un ángulo del despacho, examinaba papeles sobre una mesa.
—En principio y como regla —dijo Iván Fedorovich– no tengo tiempo para entablar nuevos conocimientos, pero como usted, al decidirse a visitarnos, persigue sin duda algún fin, yo...
—Yo esperaba precisamente —interrumpió Michkin– que usted no dejara de atribuir a mi visita algún fin particular. Pero le aseguro que, aparte el placer de conocerle, no me guía ningún otro interés concreto.
—El placer no es menor para mí; mas, como usted sabe, no siempre puede uno entregarse a lo que le agrada. Hay que trabajar también... Además, hasta el momento, yo no he descubierto nada de común entre nosotros, algo que, por decirlo así...
—No hay nada, con certeza, que justifique nuestro trato, y sin duda existe muy poco de común entre los dos. Porque si bien yo soy el príncipe Michkin y la esposa de usted procede de mi familia, esto, evidentemente, no es razón, y yo lo comprendo muy bien, para entablar relaciones. Pero no tengo otro motivo para visitarle. Acabo de pasar cuatro años en el extranjero... ¡y no sabe usted en qué estado me hallaba cuando, abandoné Rusia! Estaba casi loco. Y si entonces no conocía a nadie, ahora menos aún. Necesito, pues, conocer y tratar personas amables... Incluso tengo que pedir consejo sobre cierto asunto y no sé a quién recurrir. Por eso, estando en Berlín, me dije: «Los Epanchin son casi parientes. Me dirigiré primero a ellos: quizá podarnos sernos mutuamente útiles, si son buena gente.» He oído decir que usted lo es.
—Gracias —repuso el general, sorprendido—. Permítame preguntarle dónde se hospeda.
—Hasta ahora en ningún sitio.
—¿Así que ha venido directamente desde el tren a casa?... ¿Y con... con sus equipajes?
—No traigo más equipaje que un paquetito con ropa blanca, que suelo llevar a mano. Pero de aquí a la noche me queda tiempo de encontrar donde alojarme.
—¿Tiene usted, pues, la intención de buscar dónde hospedarse?
—¡Oh, sí, desde luego!
—Juzgando por sus palabras, creí que contaba usted instalarse en nuestra casa.
—Para eso habría hecho falta ante todo que usted me lo propusiera y debo confesarle que aun en ese caso no hubiera accedido. No por razón alguna, sino, sencillamente... porque soy así.
—Entonces he acertado no invitándole, y no le invitaré. Permítame, príncipe, llegar a una conclusión definitiva: hemos convenido los dos en que no cabe hablar de relaciones de parentesco entre ambos, por muy halagador que ello fuese para mí. Por tanto, no queda nada sino...
—Sino marcharme, ¿verdad? —acabó el visitante, levantándose y sonriendo jovialmente, pese a la notoria dificultad de su situación– En realidad, general, aunque mi inexperiencia de la vida petersburguesa es absoluta, ya presentía que nuestra entrevista no podría terminar de otro modo. Bien: quizá valga más así. Ya antes no contestaron ustedes a mi carta... Ea, adiós, y dispense que le haya molestado...
La faz de Michkin expresaba en aquel momento tal cordialidad, su sonrisa carecía tan en absoluto de la menor sombra de oculta malevolencia o rencor, que el general interrumpió en el acto el curso de sus palabras, y comenzó a mirar al visitante de manera totalmente distinta. Aquel cambio se produjo en menos de un minuto.
—Vamos, príncipe —dijo con voz que difería mucho de la de unos momentos atrás—, yo no le conocía, es verdad; pero Lisaveta Prokofievna, tendrá probablemente interés en ver a una persona que lleva su apellido. Sírvase esperar un poco, si no tiene mucha prisa.
—¡Oh, yo soy dueño absoluto de mi tiempo! —dijo Michkin, colocando otra vez sobre la mesa su sombrero flexible de alas redondas—. Reconozco que esperaba que acaso Lisaveta Prokofievna se acordase de haber recibido una carta mía. Antes, mientras yo aguardaba en la antecámara, su criado ha creído recibir a un pedigüeño en demanda de dinero, y he comprendido bien que tiene usted dadas al respecto instrucciones precisas y rigurosas. Pero le aseguro que ha existido un equívoco sobre el objeto de mi visita. Mi solo fin al venir ha sido conocerle. Por desgracia, temo haberle importunado.
—Escuche, príncipe —dijo el general con jovial sonrisa—; si es usted lo que parece ser, celebraré estrechar mi relación con usted. Sólo que —ya se hará usted cargo—, soy un hombre muy ocupado. Ahora mismo tengo todavía que leer y firmar algunos documentos; luego debo visitar a Su Gracia y después acudir a mi despacho oficial. Así que, por muy agradable que me sea tratar a la gente..., a la gente distinguida, claro... Por otra parte, veo que es usted un hombre de excelente educación y... ¿qué edad tiene usted, príncipe?