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El Idiota
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 01:07

Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Es usted muy injusta conmigo y con la desgraciada a quien antes ha calificado tan duramente, Aglaya Ivanovna.

—Me he expresado así porque lo sé todo. Sé que hace seis meses usted, públicamente, le ofreció su mano. No me interrumpa: cito hechos, sin comentarios. Luego ella se fue con Rogochin; después vivió usted con ella no sé si en una ciudad o en el campo, y más tarde ella se fue con otro —y el rostro de Aglaya se cubrió de rubor—. Más adelante, esa mujer ha vuelto con Rogochin, que la ama como... como un loco. Finalmente usted, que es un hombre no menos sensato, se apresuró a venir aquí cuando supo que ella había regresado a San Petersburgo. Ayer por la tarde salió usted en defensa de esa mujer y hace un momento estaba soñando con ella. Ya ve que lo sé todo. ¿Verdad que ha sido por ella por lo que ha venido usted a Pavlovsk?

Michkin, hundido en una melancólica meditación, fijaba los ojos en tierra, sin reparar en la penetrante mirada que la joven clavaba en él.

—Sí, por ella —repuso en voz baja—; pero sólo para saber... No creo que sea dichosa con Rogochin, aunque... En fin, no sabía cómo podría serle útil; pero vine, de todos modos...

Y con un estremecimiento miró a Aglaya, que le había escuchado con reconcentrada ira.

—Si ha vuelto sin saber por qué, es que la ama mucho —dijo ella.

—No —contestó Michkin—, no la amo. ¡Si supiese usted los crueles recuerdos que guardo de la época que pasé a su lado!

Temblaba de pies a cabeza al hablar.

—Cuéntemelo todo —ordenó Aglaya.

—No hay nada que no pueda usted oír. ¿Por qué quería contárselo a usted, y precisamente a usted sola? No lo sé; acaso porque, en efecto, la amo a usted mucho. Esa desgraciada tiene la convicción de que es la persona más degenerada y vil de la Tierra. No la vilipendie usted, no la escarnezca... ¡Harto torturada está por la sensación de su deshonra inmerecida! ¿Y de qué es culpable, Dios mío? Constantemente grita con rabia que es una víctima de los hombres, que no tiene ninguna falta de qué acusarse, que toda la culpa ha sido de un malvado libertino. Pero, por mucho que lo diga, tenga la certeza de que no lo cree. No: en el fondo de su alma se juzga culpable. Cuando yo trataba de disipar su error, se ponía en un estado tal, me ofendía de tal modo, que nunca se cicatrizarán las heridas que entonces recibió mi corazón. Siempre conservaré el recuerdo de esos horribles instantes. Desde entonces, tengo traspasado el corazón. ¿Y sabe usted por qué huyó de mi lado? Sólo para probarme que era una miserable. Pero lo más terrible de todo es que ella lo ignoraba y no sabía que su fuga tenía el móvil íntimo de cometer una acción deshonrosa para poder decirse luego: «Te has deshonrado una vez más. Eres una mujer infame.» Acaso no comprenda usted esto, Aglaya. No sabe usted que en esa conciencia de su deshonra, que la atormenta sin cesar, tal vez experimente ella un placer abominable, anómalo, algo como la satisfacción de un rencor implacable. A veces he conseguido hacerle ver las cosas, por un momento, tal como son, pero inmediatamente volvía a exaltarse, me colmaba de amargos reproches, me decía que yo trataba de abrumarla bajo mi superioridad (en lo que no tenía la menor razón) y por fin, cuando le propuse casarnos, me repuso que no deseaba la compasión altanera de nadie ni necesitaba que ningún hombre la elevase hasta él. Usted la vio ayer. ¿Cree que es feliz y se encuentra en su elemento en medio de aquella gente? No sabe usted el desarrollo mental que tiene esa mujer y lo capaz que es de comprender las cosas. A veces incluso me ha maravillado.

—¿Solía usted dirigirle sermones por el estilo de éste?

Michkin no advirtió el acento burlón de la pregunta.

—No —repuso con melancolía—. Generalmente, guardaba silencio. A menudo hubiese querido hablarle, pero realmente no sabía qué decirle. Ya ve usted que en ciertos casos vale más callar. La he amado, la he amado mucho... pero luego... luego... creo que ella adivinó...

—¿Qué adivinó?

—Que yo la compadecía, pero ya no la amaba.

—¿Qué sabe usted? Acaso ella estuviera enamorada de ese propietario con quien...

—No; lo sé todo. No hacía más que burlarse de él.

—¿Y de usted no?

—No. Reía sarcásticamente, me colmaba de violentos reproches cuando se enfadaba... y sufría. Pero después.., ¡Oh, no me haga recordarlo!

Y Michkin escondió el rostro entre las manos.

—¿Sabe usted que me escribe todos los días?

—¿De modo que es verdad? —exclamó el príncipe, aterrado—. Me lo habían dicho, pero yo no quería creerlo.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Aglaya con sobresalto.

—Rogochin, ayer; pero sin explicarme claramente.

—¿Ayer? ¿Por la mañana? ¿O a qué hora? ¿Antes de la escena del concierto o después?

—Después: hacia las once de la noche.

—Ya: si fue Rogochin... ¿No sabe de qué me habla esa mujer en sus cartas?

—No me sorprenderá, sea lo que sea. Está loca.

—Aquí están —dijo Aglaya, sacando tres cartas cada una en un sobre diferente y mostrándoselas al príncipe—. Desde hace ocho días me pide con encarecimiento que me case con usted. Esa mujer... Sí, es inteligente, aunque loca. Tiene usted razón al creerla más inteligente que yo. Me dice que me quiere mucho, que a diario busca ocasión de verme, aunque sólo sea de lejos. También asegura que usted me ama, que lo ha notado hace mucho tiempo, que cuando vivían juntos usted le hablaba mucho de mí. Quiere verle feliz y está segura de que yo puedo darle la felicidad. ¡Son unas cartas tan raras! No las he enseñado a nadie; esperaba a hablar con usted. ¿Sabe lo que significan? ¿Lo ha adivinado?

—Significan la locura y prueban que está loca —dijo Michkin, cuyos labios comenzaron a temblar.

—¿Llora usted?

—No, Aglaya, no lloro —contestó él, mirando a la joven.

—¿Qué hago? ¿Qué me aconseja? No puedo seguir recibiendo esas cartas.

—No se lo impida, se lo ruego —impetró Michkin—. ¿Qué le va usted a hacer? ¿No ve que está loca? Haré todo lo posible por mi parte para que no vuelva a escribirle.

—Entonces es usted un hombre sin corazón —exclamó violentamente Aglaya—. ¿No ve que no es a mí a quien ella quiere, sino a usted? ¿Es posible que usted, que la ha estudiado tan bien, no lo haya comprendido? ¿Sabe usted lo que denotan estas cartas? ¡Celos! ¿Cree usted que se casará con Rogochin, como dice aquí? ¡Se matará la mañana de nuestra boda!

El príncipe se estremeció. La sangre se heló en su corazón. Miró a Aglaya con sorpresa, asombrado al descubrir una mujer en aquella niña.

—Dios es testigo, Aglaya, de que yo daría mi vida para asegurar el reposo y la tranquilidad de esa mujer. Pero no puedo volver a amarla, y ella lo sabe.

—Pues sacrifíquese usted. ¡Muy propio de su carácter! ¡Un filántropo así! Y no vuelva a decirme «Aglaya» a secas. Antes lo ha dicho también... 14. Debe volver con ella, volverla a la vida, devolver la calma y la tranquilidad a su corazón. ¡Y además la ama!

—Yo no puedo sacrificarme, aunque lo haya querido antes... y quizá lo quiera aún. Si la dejo es porque sé positivamente que conmigo estaría perdida. Debía de haberla visitado hoy a las siete, pero ahora es posible que no vaya. Ella, en su orgullo, no me perdonará nunca mi amor... y los dos no conseguiríamos sino ser desgraciados ambos. Cierto que no es cosa natural, pero en este asunto todo es contrario a la naturaleza. Dice usted que ella ama, pero ¿acaso eso es amor? ¿Puede hablarse de amor después de lo que ha sufrido? No; aquí hay una cosa distinta al amor.

—¡Qué pálido está usted! —comentó Aglaya con inquietud.

—No tiene importancia. He dormido poco y me siento débil. Es..., es verdad que los dos hemos hablado de usted, Aglaya.

—¿Sí? ¿Es posible que le hablase de mí? ¿Y cómo podía usted amarme cuando sólo me había visto una vez?

—No sé cómo. En las tinieblas en que yo me hallaba entonces soñé... o creí ver levantarse una aurora nueva. No puedo explicarme cómo empecé a pensar en usted al principio. No he mentido al escribirle que no lo sabía. Todo ello no era sino un sueño en medio de circunstancias penosas. Luego estuve ocupado... Yo no contaba volver aquí hasta dentro de tres años.

—¿Y volvió por ella? —preguntó Aglaya con voz temblorosa.

—Sí, por ella.

Durante unos minutos reinó un silencio sombrío. La joven se levantó.

—Si usted cree —dijo con voz insegura– que esa... que su mujer... está loca, no tengo por qué intervenir en sus extravagancias. Le ruego, León Nicolaievich, que tome estas tres cartas y se las devuelva de mi parte. Y —exclamó Aglaya de pronto– si osa volver a escribirme una sola línea, dígale que me quejaré a mi padre y éste la hará encerrar en un correccional.

Michkin levantóse de un salto y miró con temor el rostro de la muchacha. Parecióle que una niebla velaba sus ojos.

—¿Verdad que no siente lo que dice? —balbució.

—¡Lo siento! ¡Es la pura verdad! —vociferó Aglaya, casi fuera de sí.

—¿Qué es la verdad? ¿Qué pura verdad es ésa? —exclamó, junto a ellos, la voz de una persona alarmada.

Y Lisaveta Prokofievna apareció ante los dos.

—¡Es verdad que me caso con Gabriel Ardalionovich! ¡Que le quiero y que mañana mismo huiré con él! —repuso Aglaya con violencia—. ¿Ha oído? ¿Está satisfecha de su curiosidad? ¿Le basta?

Y emprendió, corriendo, el camino de su casa. Michkin quiso alejarse pero la generala le detuvo.

—No, padrecito; ahora no te vas. Hazme el favor de venir a casa para explicarme... ¡Qué disgustada estoy! No he dormido en toda la noche.

Michkin la siguió.

IX



Al llegar a su casa, Lisaveta Prokofievna se dejó caer, extenuada, en un diván del primer aposento, sin invitar siquiera a Michkin a sentarse. La estancia donde habían penetrado era una sala grande centrada por una mesa. Veíase una chimenea, multitud de flores ornando las ventanas y, al fondo una puerta vidriera, que daba al jardín. Alejandra y Adelaida sobrevinieron en seguida y viendo a Michkin con su madre, los ojos de ambas revelaron viva sorpresa. Normalmente, estando en el campo, las hermanas solían levantarse a las nueve; pero Aglaya había adquirido desde hacía dos o tres días la costumbre de levantarse más temprano y pasear por el jardín, no desde luego, a las siete, pero sí a las ocho o algo más tarde. Lisaveta Prokofievna, desvelada aquella noche en virtud de sus preocupaciones, habíase levantado a las ocho, pensando reunirse a su hija en el jardín. Al no encontrarla allí ni en su alcoba, la madre, muy inquieta, despertó a sus otras dos hijas y preguntó a las sirvientas, quienes le dijeron que Aglaya había salido al parque antes de las siete. Aquella ocurrencia de su hermana hizo asomar una sonrisa a los labios de ambas jóvenes, quienes hicieron notar a su madre que buscar a Aglaya en el parque provocaría un enfado de la muchacha. Sin duda se hallaba a la sazón, con un libro en la mano, en el banco verde de que hablara tres días atrás y respecto al cual había discutido con el príncipe Ch., quien no encontraba nada pintoresco en el lugar donde estaba emplazado dicho banco. Lisaveta Prokofievna quedó muy asustada cuando vio a su hija hablando con Michkin y oyó las sofocadas palabras de Aglaya; pero, a raíz de ordenar a Michkin que la acompañase a su casa, empezó a preguntarse si no habría obrado con alguna precipitación. «Después de todo —se decía—, ¿por qué no puede Aglaya encontrarse en el parque con el príncipe, e incluso citarle de antemano?»

—No creas, príncipe —dijo, airada contra sí misma—, que te he traído aquí para someterte a un interrogatorio. Después de lo de ayer, bien hubiese podido no desear verte en mucho tiempo...

Se interrumpió. El príncipe dijo, con calma:

—¿A no ser porque desea usted conocer el motivo de habernos entrevistado hoy Aglaya Ivanovna y yo?

—¡Sí: lo deseo! —repuso la generala, ruborizándose repentinamente—. No me importa hablar con franqueza, porque no ofendo ni quiero ofender a nadie...

—Nada hay en eso de ofensivo. Su curiosidad es muy natural: es usted madre. Aglaya Ivanovna y yo nos hemos encontrado hoy en el banco verde a las siete en punto de la mañana. Ayer me escribió diciéndome que deseaba verme para tratar de un asunto grave. Hemos tenido, pues, una entrevista, y durante una hora hemos hablado de cosas que conciernen exclusivamente a Aglaya Ivanovna, y nada más.

—Desde luego nada más, padrecito. ¡No cabe duda! —repuso la generala, con dignidad.

—¡Admirable, príncipe! —dijo Aglaya entrando de súbito—. Usted me ha creído incapaz de rebajarme a mentir. Se lo agradezco de todo corazón. ¿Le basta eso, maman, o quiere continuar el interrogatorio?

—Sabes muy bien que nunca he tenido que ruborizarme de nada antes, aun cuando ello te hubiese agradado seguramente —replicó, solemne, Lisaveta Prokofievna—. Adiós, príncipe, y perdóname el haberte molestado. Espero que tengas la firme certeza de mi invariable aprecio hacia ti.

Michkin se inclinó ante las mujeres y salió sin decir una palabra más. Alejandra y Adelaida cambiaron en voz baja algunos comentarios acompañados de sonrisas. Su madre las miró severamente.

—Maman —dijo Adelaida, riendo—, nos limitábamos a observar que el príncipe se ha retirado de un modo muy elegante. A veces me parece un verdadero torpe; pero hoy se ha retirado como... como pudiera haberlo hecho Eugenio Pavlovich.

—La delicadeza y la dignidad nacen del corazón, sin necesidad de aprenderlas con maestros de baile —repuso, sentenciosa, la generala.

Y, sin hablar siquiera a Aglaya, se retiró a su aposento.

Cuando Michkin entró en su casa, a eso de las nueve, halló en la terraza a Vera Lukianovna y a la sirvienta, quienes estaban barriendo y limpiando, cosa no poco precisa después de la desordenada noche anterior.

—Gracias a Dios, hemos podido concluir antes de que usted llegara —dijo Vera, jovial.

—Buenos días. Estoy un poco mareado. No he dormido nada... Voy a ver si descabezo un sueño.

—¿En la terraza, como ayer? Bueno. Diré a todos que no le molesten. Papá ha salido.

La criada se retiró. Vera hizo ademán de seguirla, pero luego rectificó y acercóse al príncipe, con aire inquieto.

—Príncipe, tenga piedad de ese... desgraciado y no le ponga en la puerta hoy. —Cierto que no. Puede continuar aquí, si le parece bien.

—No hará más locuras... No sea severo con él.

—¿Por qué había de serlo?

—Y, sobre todo, no se burle de él.

—No tema que lo haga.

Vera se ruborizó.

—Soy una tonta hablando así a un hombre como usted... ¿Sabe —agregó, riendo y conteniendo un nuevo impulso de marcharse– que tiene usted ahora una mirada muy clara... muy feliz?

—¿Es posible? —exclamó Michkin con animación, riendo alegremente.

Pero la joven, que era tan sencilla y franca como un niño, se sintió repentinamente confusa, ruborizóse más y se alejó a toda prisa, sin dejar de reír.

«¡Qué buena muchacha es!», pensó Michkin. Y a continuación la olvidó. En un ángulo de la terraza había un diván al lado de una mesita. Sentóse allí, se tapó el rostro con las manos y permaneció diez minutos en tal posición. De pronto, con ademán inquieto, sacó del bolsillo las tres cartas. En aquel momento volvió a abrirse la puerta y entró Kolia. Michkin volvió a guardar las cartas en el bolsillo, feliz de aquella distracción ocasional, que aplazaba un momento penoso para él.

Kolia se acomodó en el diván.

—¡Qué cosas! —empezó, yendo derecho al asunto, como todos los muchachos—. ¿Cómo juzga a Hipólito? ¿Ha dejado de estimarle?

—¿Por qué razón? Pero estoy fatigado, Kolia... Más valdrá no insistir en un asunto tan doloroso... ¿Cómo está Hipólito?

—Está durmiendo y seguramente dormirá otras dos horas... Ya sé que no se ha acostado usted en casa. Ha ido a pasear por el parque, sintiéndose nervioso. ¡No era para menos!

—¿Cómo sabe que he ido a pasear al parque?

—Me lo ha dicho Vera ahora mismo. Me recomendó que le dejase descansar, pero el deseo de verle un momento ha sido más fuerte que mi voluntad. He pasado dos horas junto al enfermo; ahora me sustituye Kostia Lebediev. Burdovsky se ha ido. Ea, príncipe, acuéstese; buenas..., digo, no; buenos días. ¡Estoy trastornado!

—Claro: todo esto...

—No, príncipe: lo que me trastorna es la «Explicación»... Aquellas ideas gigantescas.

Michkin miró afectuosamente a su joven amigo, quien sin duda sentía deseos de discutir con él aquellas «ideas gigantescas».

—Lo menos importante en este caso son las ideas en sí mismas. Lo principal son las circunstancias en que se han producido. De haberlas leído en Voltaire, Rousseau o Proudhon, no me habrían extrañado absolutamente nada. Pero que hable así un hombre que sabe positivamente que sólo le quedan diez minutos de vida... Ello demuestra orgullo, independencia y dignidad personal llevadas al extremo; un desafío a todo... ¡Qué colosal potencia de ánimo! Y decir, después de eso, que Hipólito no puso, adrede, fulminante en el arma, es una bajeza y un absurdo. Ayer, ¿sabe?, mi amigo fue muy astuto, y nos engañó a todos: quien empaquetó sus cosas fue él y yo no le ayudé a hacer la maleta ni vi su pistola. ¡Pero me sentí tan estupefacto oyéndole hablar así! Vera dice que usted consiente en que se quede con nosotros. Le juro que ya no hay que temer. Además todos estamos a su lado...

—¿Quién le ha velado esta noche?

—Burdovsky, Kostia, Lebediev y yo, por turno. Keller estuvo también un momento, pero luego se fue con Lebediev, porque no había cama para él en el cuarto donde estábamos. Ferdychenko durmió en las habitaciones de Lebediev y se fue a las siete. Mi padre permaneció también con Lebediev, pero ahora ha salido. Acaso Lebediev venga a verle, príncipe. Le buscaba hace un momento, no sé para qué: ha preguntado dos veces si había regresado usted ya. ¿Le digo que pase, o quiere usted descansar? Yo voy a acostarme. ¡Ah, otra cosa! Mi padre me ha extrañado mucho esta mañana. A las seis me despertó Burdovsky, a quien yo debía sustituir en el turno. Salí un momento y encontré a mi padre, tan beodo que no me reconoció de momento. Pasó un rato mudo como un poste y al fin, recobrándose algo, me preguntó: «¿Cómo está el enfermo? Venía a enterarme...» Le satisfice. «Está bien —dijo—, pero sobre todo he venido a advertirte (y me he levantado expresamente para ello) que tengo motivos para creer que no se debe hablar de todo ante Ferdychenko y que hay que tener cuidado con la lengua.» ¿Comprende usted, príncipe?

—¿Es posible? Pero en fin, ¿qué nos importa?

—No nos importa, ¿pero somos masones para andar con esos sigilos?... A mí me sorprendió que mi padre quisiera despertarme sólo para tal cosa.

—¿Dice usted que Ferdychenko se ha marchado?

—A las siete. Vino un momento a mi lado, cuando yo estaba de turno con Hipólito, y me dijo que iba a terminar la noche en casa de Vilkin, un famoso borracho. Me voy... Mire: ahí está Lukian Timofeivich. Váyase, Lukian Timofeivich; el príncipe quiere dormir.

Lebediev, al entrar, saludó con grave compostura.

—Sólo estaré un momento, respetado príncipe. Vengo para tratar un asunto que considero importante —dijo a media voz con afectado tono.

Acababa de llegar y no había tenido tiempo de entrar en sus habitaciones, por lo cual conservaba su sombrero en la mano. En su fisonomía, preocupada, se advertía una acentuada expresión de dignidad. Michkin le invitó a sentarse.

—Ha preguntado usted dos veces por mí, ¿no? ¿Está inquieto por lo de ayer?

—¿Quiere usted decir por ese mozo de ayer? No; ayer mis ideas estaban en desorden, pero hoy no me propongo «contrecarrar» a usted en ninguno de sus propósitos.

—¿Contre...? ¿Qué?

—«Contrecarrar», he dicho. Es una palabra francesa de tantas como han entrado en la composición de la lengua rusa. Pero no insisto en ella, si le desagrada.

—¿Cómo está usted tan serio, Lebediev? —preguntó Michkin, sonriendo.

—Nicolás Ardalionovich —dijo Lebediev, dirigiéndose a Kolia con voz casi conmovida—, siendo así que debo hablar al príncipe de un asunto muy personal, que...

—¡Claro, claro: estorbo! Hasta luego, príncipe —dijo Kolia.

—Me gusta este muchacho porque tiene comprensión rápida —contestó Lebediev, siguiéndole con la vista—. Por inoportuno que sea, es un chico de viva inteligencia. Respetado príncipe: he sufrido una desgracia extraordinaria anoche o esta mañana... No sé cuándo a punto fijo.

—¿Qué le ha pasado?

—He perdido cuatrocientos rublos que llevaba en el bolsillo de la levita.

—¿Cuatrocientos rublos? Es lamentable.

—Sobre todo para un hombre pobre que vive honradamente de su trabajo. —Sin duda, sin duda... ¿Y cómo ha sido?

—Por culpa del vino. Le hablo como a la Providencia, estimadísimo príncipe. Ayer, a las cinco de la tarde, recibí de un deudor la suma de cuatrocientos rublos y volví aquí en ferrocarril. Yo llevaba la cartera en el bolsillo del uniforme. Cuando cambié éste por el traje de casa, me eché el dinero al bolsillo de la levita, esperando, por la noche... Porque yo esperaba a mi agente de negocios.

—A propósito, Lukian Timofeivich: ¿es cierto que ha puesto usted un anuncio en los periódicos diciendo que presta dinero con garantía de objetos de oro o plata?

—Lo he hecho por intermedio de un agente de negocios. El anuncio no menciona mi nombre. Siendo así que poseo un capitalito sin importancia y deseando aumentar los ingresos de mi familia... Usted convendrá que un interés honrado...

—Sí, sí; no era más que por saberlo. Perdone la interrupción.

—Mi agente de negocios faltó a la cita. En esto apareció ese desgraciado joven. Yo acababa de cenar y estaba regularmente bebido. Llegaron los visitantes; se bebió té y... para desgracia mía, me excedí un poco. Cuando vino ese Keller y dijo que usted deseaba celebrar su cumpleaños ofreciendo champaña, entonces, querido y muy estimado príncipe, yo que tengo el corazón, no ya sensible, pero sí agradecido (seguramente lo habrá notado usted, porque lo merezco), y que me enorgullezco de esa cualidad, creí que en una circunstancia tan solemne no debía vestir mi levita vieja, y que, para felicitarle personalmente, era mejor vestirme el uniforme que me había quitado al llegar a casa. Y así lo hice, como usted vería, príncipe, puesto que estuve de uniforme toda la velada. Al ponérmelo olvidé la cartera en mi levita vieja. Dios ciega al que quiere perder... Esta mañana, a las siete y media, me desperté inquieto: salté de la cama y busqué en la levita. ¡El bolsillo estaba vacío!

—Es desagradable.

—Desagradable: no puede decirse mejor. Ha encontrado usted con verdadero tacto la palabra adecuada —repuso Lebediev, con cierta intención.

—Sin embargo, ¿cómo...? —murmuró el príncipe, realmente impresionado y pensativo—. Porque eso, en verdad, es cosa seria...

—Cierto, príncipe, seria. Ha encontrado usted la palabra justa para caracterizar...

—Vamos, Lukian Timofeivich déjese de eso. ¿Qué importan las palabras? Lo esencial es otra cosa. ¿Cree usted haber podido, en su embriaguez, dejar caer la cartera del bolsillo?

—Sí. En estado de embriaguez, como usted dice francamente, es posible todo, respetado príncipe. Pero fíjese en esto: de haber dejado caer la cartera, se habría encontrado en el suelo. ¿Dónde está?

—¿No la habrá guardado en algún cajón?

—Todo ha sido examinado de arriba abajo; pero no guardé la cartera en ningún sitio, ni abrí cajón alguno. Lo recuerdo muy bien.

—¿Y el armario...?

—Es lo primero que miré. Y he vuelto a mirar varias veces en el día. Pero, ¿cómo podría habérseme ocurrido guardar la cartera allí, apreciadísimo príncipe?

—Me inquieta el caso, Lebediev. ¿De modo que ha habido alguien que ha cogido la cartera del suelo?

—¡O de mi bolsillo! Sólo cabe una de estas dos suposiciones.

—¿Quién puede ser el culpable? Porque esa es la cuestión.

—Ésa es, sin duda. Encuentra usted las palabras y conceptos justos con una precisión admirable, excelentísimo príncipe. Imposible concretar más claramente la situación.

—Déjese de burlas, Lebediev. Aquí, la casa...

—¡Burlas! —protestó el funcionario, golpeándose las manos.

—Ea, ea, no me enfado por eso. Pero aquí la cuestión es otra. Lo siento por los visitantes. ¿De quién sospecha usted?

—La cuestión es delicada y muy compleja. No puedo sospechar de la criada, que estaba en la cocina... de mis hijos tampoco...

—¡No faltaría más!

—De modo que ha sido uno de los visitantes.

—¿Es posible?

—Es sobradamente imposible, imposibilísimo; pero no puede ser de otro modo. No obstante, quiero admitir, y admito, que el robo no ha sido cometido por la noche cuando nos hallábamos todos reunidos, sino más tarde, o esta mañana, por uno de los que quedaron en casa.

—¡Dios mío!

—Dejo fuera de dudas a Burdovsky y a Nicolás Ardalionovich, a causa de que no entraron en mi pabellón.

—¡Y aun cuando hubiesen entrado! ¿Quién más estuvo allí?

—Incluyéndome, somos cuatro los que hemos pasado la noche en habitaciones contiguas: el general, Keller, el señor Ferdychenko y yo. Por consecuencia hemos sido uno de los cuatro.

—Querrá decir de los tres. Pero ¿cuál?

—Me he contado yo, para ser justo y no omitir a nadie; pero convendrá, príncipe, que no iba a robarme a mí mismo, aunque se han dado casos...

—¡Qué pesado es usted, Lebediev! —interrumpió Michkin, con impaciencia—. ¡Al grano y déjese de rodeos!

—Quedan, pues, tres, y el primero de todos Keller, hombre de poca confianza, aficionado a la bebida y liberal en ciertos aspectos– Quiero decir en lo que concierne a la bolsa, porque en las otras cosas tiene más bien las tendencias de un caballero de la Edad Media que las de un liberal. Primero se instaló en la habitación del enfermo y sólo a una hora muy avanzada de la noche se trasladó a mi pabellón, so pretexto de que no podía dormir en el suelo.

—¿Sospechó de él?

—Sí. A las siete y media, después de saltar de la cama como un loco y de haberme golpeado la frente con las manos, desperté al general, que dormía con el sueño de los justos. Teniendo en cuenta la extraña desaparición de Ferdychenko, hecho que me pareció bastante raro, resolvimos los dos registrar en el acto las ropas de Keller, que a la sazón dormía como... bueno, roncando mucho... Registramos sus bolsillos con el mayor cuidado: no tenía ni un kopecy el forro no estaba roto. Todo lo que vimos sobre sus ropas fueron un pañuelo de algodón azul a cuadros, en mal estado, una carta de amor de una cocinera pidiéndole dinero y dirigiéndole amenazas, y algunos fragmentos del artículo que usted conoce. El general le consideró inocente. Para cercioramos, le despertamos (lo que nos costó zarandearle con violencia) y apenas comprendió de qué se trataba. Nos miró con la boca muy abierta, con la inocencia pintada en su rostro de beodo. Parecía la estupidez personificada. No, no ha sido él.

El príncipe exhaló un suspiro de alivio.

—Me alegro. Temía que...

—¿Temía? ¿Tenía, pues, motivos para temer? —preguntó Lebediev, parpadeando.

—No; he hablado sin pensar lo que decía —contestó Michkin, confuso—. Acabo de decir una tremenda estupidez. Le ruego, Lebediev, que no lo repita a nadie.

—¡Príncipe, príncipe! Sus palabras permanecerán en mí como en un pozo. ¡Como en un sepulcro! —dijo Lebediev con convicción, apretando el sombrero contra su pecho.

—Entonces, ¿Ferdychenko? Quiero decir si sospecha usted de Ferdychenko.

—¿De quien otro si no? —repuso el empleado en voz baja, mirando fijamente a Michkin.

—Sí, claro... naturalmente... Sólo queda él. Pero ¿tiene usted pruebas?

—Las tengo. Primero, su desaparición a las siete de la mañana.

—Lo sé. Kolia me ha dicho que Ferdychenko anunció su propósito de terminar la noche en casa de... Uno de sus amigos: he olvidado el nombre.

—Vilkin. ¿Así que Kolia le ha hablado ya?

—No me ha dicho nada del robo.

—No lo sabe, porque hasta ahora he conservado el secreto. Así, pues, Ferdychenko se va a casa de Vilkin, lo que a primera vista no tiene nada de extraño. ¿Qué hay de particular en que un beodo busque a uno de sus congéneres aunque sea a primera hora de la mañana? Pero ya aquí se insinúa una pista: al marcharse, deja su dirección. ¿Por qué va adrede a buscar a Nicolás Ardalionovich, que estaba en la otra casa, y le dice que se propone terminar la noche con Vilkin? ¿Qué interés puede tener para nadie saber que Ferdychenko va a dirigirse a casa de Vilkin? ¿A qué viene noticia semejante? En esto hay una astucia, una astucia de ladrón. Da a entender que, puesto que dice dónde se marcha, ¿cómo acusarle de robo? ¿Diría un ratero adónde se va? En resumen, eso parece un exceso de precaución, un modo de alejar las sospechas, de borrar sus huellas en la arena. ¿Me comprende, querido príncipe?

—Le comprendo muy bien; pero en todo esto no hay nada acreditativo.

—Segunda prueba: la pista resulta falsa e inexacta la dirección. Una hora después, a las ocho, he ido a llamar a casa de Vilkin. Vive en la calle Quinta; le conozco. No ha visto a Ferdychenko ni por asomo. En realidad, la criada, que es sorda y apenas me entendía, me ha informado, bien o mal, de que una hora antes estuvieron llamando a la puerta, y con tanta fuerza que rompieron el cordón de la campanilla. Pero la criada no abrió, por no despertar al señor Vilkin, y acaso por no abandonar ella la cama. Esto es.

—¿Y esas son sus pruebas? No tiene usted ninguna.

—Entonces, príncipe, ¿de quién puedo sospechar? —dijo Lebediev, confidencial, con una sonrisa astuta en los labios.

Michkin, perplejo, reflexionó durante algunos minutos, y dijo:

—Debe usted buscar mejor en los cajones y armarios.

—¡Lo he mirado todo! —gimió Lebediev.

—Hum... ¿por qué se quitó la levita? —exclamó Michkin, airado, descargando un puñetazo en la mesa.

—Recuerdo un personaje de comedia que hace la misma pregunta. Pero observo, bondadoso príncipe, que toma usted la desgracia demasiado a pecho. No vale la pena. Quiero decir que no valdría la pena si sólo se tratase de mí. Pero ¿tiene usted también compasión del culpable, de ese tan poco interesante señor Ferdychenko?

—Sí, sí. La verdad es que me ha disgustado usted —repuso Michkin, descontento—. ¿Qué piensa hacer... si está persuadido de que el culpable es Ferdychenko?

—¿Quién podría ser si no, estimado príncipe? —contestó Lebediev, cada vez más untuoso—. No se puede sospechar de otra persona, y esa imposibilidad absoluta constituye, por decirlo así, un tercer cargo o prueba contra Ferdychenko. Porque, lo repito, de no ser él, ¿quién pudo ser? A menos que sospechásemos de Burdovsky. ¡Je, je, je!

—Es absurdo.

—O del general. ¡Ja, ja, ja!


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