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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Veo que su hija se ha burlado de mí —repuso Michkin con tristeza.

—Espera un poco, amigo mío, espera un poco... Tengo prisa, pero tú... Te ruego, León Nicolaievich, que me digas cómo se ha producido todo esto y qué significa en conjunto, si vale la palabra... Soy padre, amigo mío, pero, por padre que sea, no comprendo una sola palabra. Explícame, pues...

—Yo amo a Aglaya Ivanovna y ella lo sabe... y creo que hace tiempo.

El general se encogió de hombros.

—¡Muy raro, muy raro! ¿La quieres mucho?

—Mucho.

—Es extraño, sorprendente. Ha sido una sorpresa tan grande para mí, que... Escucha, querido, no es que te hable de tu fortuna (aun cuando la creía mayor, desde luego), pero... ¿eres capaz de procurar... la felicidad de mi hija? Y ¿qué es... esto? ¿Una broma o una cosa seria? No hablo de ti, sino de mi hija.

Sonó tras la puerta la voz de Alejandra llamando a su padre.

—Espera un momento, amigo mío, espera... Vuelvo en seguida. Espera y reflexiona... —dijo él.

Y salió en busca de Alejandra con precipitación y casi con inquietud. Halló a su mujer y a su hija menor abrazadas y sollozando. Eran lágrimas de felicidad, de ternura, de reconciliación. Aglaya besaba las manos, las mejillas, los labios de su madre, y las dos permanecían estrechamente enlazadas.

—Mírala, Ivan Fedorovich: aquí la tienes —dijo Lisaveta Prokofievna.

Aglaya alzó la cabeza, que hasta entonces reclinara en el pecho de su madre y, estallando otra vez en una risa, alzó hacia su papá su carita feliz, aún húmeda de lágrimas. Luego corrió hacia el general, lo estrechó entre sus brazos, le colmó de besos y al fin, volviendo a su madre, recostó su cabeza en el pecho materno y tornó a llorar. Lisaveta Prokofievna cubrió a su hija con el extremo de su chal.

—¡Cuántos disgustos nos has dado, chiquilla cruel! —dijo la generala con tono de reproche y a la par alegre y satisfecha. Parecía que se hubiese librado al fin de una carga pesada.

—¡Cruel, sí, cruel! —reconoció Aglaya—. ¡Soy muy mala, soy una niña mimada! ¡Dígaselo a papá! ¡Ah, pero si está aquí! ¿Está usted aquí, papá? —preguntó, riendo a través de sus lágrimas.

Ivan Fedorovich, radiante de satisfacción, besó la mano de su hija.

—Hijita mía, tesoro mío —empezó—, ¿es posible que ames... a ese joven?

Aglaya alzó bruscamente la cabeza.

—¡No, no, no! No puedo soportar a... ese joven. ¡No puedo! —repitió con insólita violencia—. Si se atreve usted de nuevo, papá... Le hablo seriamente, ¿oye?, seriamente...

No parecía bromear. Su rostro estaba muy encarnado y sus ojos lanzaban llamas. El general se asustó; pero su esposa le hizo un signo discreto y él comprendió que le aconsejaba suspender toda pregunta.

—Como quieras, ángel mío; eres libre... Pero él está esperando a solas. ¿No convendría indicarle delicadamente que se vaya?

Y el general guiñó el ojo a su mujer.

—No, no, es inútil. Aquí la delicadeza está de más. Vuelva con él. Yo iré en seguida. Quiero pedir perdón a... ese joven. Reconozco que le he ofendido.

—Y gravemente —observó con profunda seriedad el general.

—Entonces... Pero vale más que se queden aquí y yo entre sola primero. Conviene que entren ustedes también en seguida.

Avanzó hacia la puerta y desanduvo lo andado.

—Veo que voy a reírme, a morirme de risa —dijo, disgustada.

Pero en el acto se volvió otra vez y corrió hacia Michkin.

—¿Qué es eso? ¿Qué opinas? —se apresuró a preguntar el general a su mujer.

—No me atrevo a decirlo —repuso ella, con no menor precipitación—, pero creo que está bastante claro.

—Lo mismo opino. Claro como la luz. Está enamorada.

—¡Y locamente! —añadió Alejandra—. ¿Pero de quién?

—¡Dios la bendiga, puesto que tal es su destino! —murmuró la generala, santiguándose piadosamente.

—Su destino, su destino... —concordó el general—. Nadie escapa a su destino.

Y entonces se dirigieron al salón, donde les aguardaba una nueva sorpresa. Aglaya se acercaba a Michkin, no riendo, sino con cierta timidez.

—Perdone a una niña mimada, a una muchacha mala y torpe... —empezó, tomándole la mano—. Y tenga la seguridad de que le estimo infinitamente. Me he permitido poner en ridículo su noble y bondadosa ingenuidad, es cierto; pero le ruego que no lo considere más que como una chiquillada. Perdóneme el haber insistido sobre una bobada que no puede tener, en modo alguno, la menor consecuencia —concluyó con acento significativo.

Padre, madre y hermanas llegaron al salón a tiempo de ver y oír todo aquello: «una bobada que no puede tener la menor consecuencia». Todos notaron la seriedad con que Aglaya pronunciaba semejante frase. Los presentes se miraron unos a otros, como preguntándose el significado de aquella expresión. En cambio, Michkin parecía estar en la gloria, cual si no comprendiese lo que la joven le daba a entender.

—¿Por qué dice eso? —balbució—. ¿Por qué me pide... perdón?

Quería decir que no merecía la pena de pedírselo. No juraríamos que no hubiese advertido también la intención de las frases de Aglaya, pero acaso aquel hombre extraño se regocijase incluso de lo que habría debido desolarle. Fuese como fuera, no cabía duda de que se sentía feliz por el mero hecho de ver de nuevo a Aglaya, poder hablarle, sentarse a su lado, pasear con ella. Tal vez se contentara toda su vida con tal cosa. Una pasión tan poco exigente quizá contribuyese a inquietar a la generala más aún. Había adivinado en Michkin un enamorado platónico. Lisaveta Prokofievna pensaba muchas cosas temibles que se reservaba para sí.

Inmensas fueron la animación y jovialidad del príncipe durante aquella velada. Según dijeron más tarde las hermanas de Aglaya, la alegría del joven era contagiosa. Habló mucho, lo que no le había ocurrido jamás desde su primera visita a los Epanchin seis meses antes, el día de su llegada a la capital. Desde su regreso a San Petersburgo, Michkin había observado como regla el guardar silencio y últimamente incluso había declarado públicamente al príncipe Ch. que prefería callar por no poner en ridículo ideas que no sabía expresar debidamente. Pero esta vez fue casi el único que habló durante toda la velada. Contó muchas cosas y respondió clara y minuciosamente a cuantas preguntas se le hicieron. Sus palabras no tenían un carácter galante, sino que eran serias y aun elevadas. Expuso ciertas opiniones personales, ciertas observaciones propias, y todo ello habría resultado ridículo de no estar «tan bien expuesto», según opinó después el auditorio. El general gustaba de las conversaciones serias, pero él y su esposa encontraban en su fuero interno que el príncipe parecía demasiado sabiondo, por lo cual, al fin, acabaron sintiéndose taciturnos. Mas, antes de despedirse, el príncipe narró algunas anécdotas muy cómicas, riendo tan alegremente que los demás le hicieron coro, no tanto por lo contado en sí, como por la jovialidad del narrador. Aglaya apenas pronunció palabra en toda la noche. Escuchaba con atención las palabras de Michkin, o más bien que escucharle, observaba.

—No le ha quitado ojo en todo el tiempo —dijo después la generala a su marido—. Parecía estar pendiente de su boca. ¡Y pensar que si se le dice que le ama se enfurece!

—¿Qué le vamos a hacer? ¡Es el destino! —repuso el general, encogiéndose de hombros.

Y repitió varias veces aquella palabra, dilecta suya. Añadamos que, como hombre práctico, el general encontraba mucho que censurar en el presente estado de cosas, y lo que más le contrariaba en él era su vaguedad. Pero de momento había decidido callarse y observar... a su esposa.

A aquella bonanza sucedieron nuevos huracanes. Al día siguiente Aglaya volvió a reñir con el príncipe, y lo mismo aconteció las tardes sucesivas. El pobre enamorado pasaba horas enteras sirviendo de blanco a las burlas de su amada. Cierto que a veces los dos jóvenes pasaban una hora en el jardín a solas al lado de un seto, pero podía observarse que en tales ocasiones él se ocupaba en leer a Aglaya el periódico o algún libro.

—¿Sabe —interrumpió ella un día, mientras él leía el periódico– que me parece usted muy ignorante? Si se le pregunta en qué año ocurrió tal o cual suceso, qué hizo tal personaje o de qué libro ha sido tomado cuál concepto, suele quedar con la boca abierta o poco menos. Es deplorable.

—Ya le he dicho —repuso Michkin– que carezco de instrucción.

—Y entonces, ¿de qué no carece? Siendo así, ¿cómo puedo estimarle? Continúe... Aunque no; es inútil. Deje de leer.

La tarde de aquel mismo día se produjo un incidente que pareció notable a las Epanchinas. El príncipe Ch. volvió de San Petersburgo y Aglaya, muy amablemente, preguntó por Eugenio Pavlovich. Michkin no había llegado aún. Entonces el príncipe Ch. insinuó algo respecto a un «próximo nuevo acontecimiento en la familia», aludiendo a una frase que la generala pronunciara por inadvertencia, diciendo que convendría aplazar el casamiento de Adelaida para celebrar «las dos bodas juntas». Aglaya no pudo contenerse al oír aquellas «absurdas suposiciones» y, en su ira, dijo, entre otras cosas, que no tenía intención, por el momento, de «substituir a la amante de nadie».

Aquello anonadó a todos, y en especial a sus padres. Lisaveta Prokofievna mantuvo una conversación a solas con su marido y le instó a que exigiese de Michkin una explicación categórica acerca de su situación con Nastasia Filipovna.

Ivan Fedorovich declaró que aquello había sido un mero «arranque» hijo de la «delicadeza» de Aglaya, y que si el príncipe Ch. no la hubiese excitado con sus alusiones matrimoniales, ella no habría tenido semejante salida, ya que la joven sabía muy bien que ello era una calumnia de gentes aviesas y nada más, que Nastasia Filipovna iba a casarse con Rogochin, que el príncipe no sólo no tenía con ella las relaciones de que le acusaban, sino que, por ende, no las había mantenido jamás.

Michkin continuaba disfrutando de una dicha exenta de toda inquietud.

A veces sorprendía, sin duda, en los ojos de Aglaya una expresión impaciente y sombría, pero él, atribuyéndola a otros motivos, no le daba importancia. Cuando se convencía de algo era inquebrantable en su convicción. Acaso hiciera mal en vivir tan despreocupado. Así, al menos, opinaba Hipólito, quien, hallándose un día por casualidad en el parque, le interpeló:

—¿Qué? ¿No tenía yo razón para decirle que estaba enamorado?

Michkin, tendiéndole la mano, le felicitó por su «buen aspecto».

En efecto, el enfermo, como sucede a menudo a los tuberculosos, había mejorado en apariencia.

Hipólito había abordado a Michkin proponiéndose embromarle un poco acerca de su cara de felicidad, pero, cambiando de idea repentinamente, comenzó a hablar de sí mismo, extendiéndose en recriminaciones difusas y bastante incoherentes.

—No puede usted imaginar —acabó– hasta qué punto es toda esa familia de Ivolguin irascible, egoísta, mezquina, vanidosa, ordinaria. ¿Sabe que me habían recibido en su casa sólo a condición de que me muriese lo antes posible? Ahora están furiosos porque no me muero, sino que mejoro... ¡Qué farsantes! Apuesto a que no me cree.

Michkin no contestó.

—A veces —continuó Hipólito con negligencia– se me ocurre incluso pensar en volver a su casa, príncipe... ¿No cree usted capaces a aquellas personas de ofrecer hospitalidad a un hombre a condición expresa de que muera cuanto antes?

—Yo pensaba que tenían otros propósitos al invitarle.

—Ya veo que no es usted tan ingenuo como se suele decir. No tengo tiempo ahora: sino le revelaría ciertas cosas concernientes a ese Gania y a sus esperanzas. Están minándole el terreno, príncipe, se lo están minando. Es una compasión verle tan tranquilo... Pero no podía suceder de otro modo.

—Veo que me compadece usted —rió Michkin—. ¿Sería más feliz si estuviese inquieto?

—Vale más ser desgraciado y saber, que feliz e ignorar. ¿No cree usted en la rivalidad de... ése?

—Siento no poder contestarle, Hipólito. La palabra «rivalidad» resulta aquí un poco cínica. Y respecto a Gabriel Ardalionovich, convendrá usted, si conoce sus asuntos, que no puede estar tranquilo después de lo que ha perdido. Para juzgarle, me parece necesario situarse en ese punto de vista. Aún puede enmendarse; tiene muchos años ante él y la vida es una gran escuela. Y en cuanto... a que me minan el terreno —añadió el príncipe, turbándose—, no le comprendo, Hipólito; mejor será hablar de otra cosa.

—Muy bien. No sabe usted desprenderse de su magnanimidad. Al contrario de Santo Tomás, príncipe, usted necesita tocar con el codo para dejar de creer. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Verdad que me desprecia usted en este momento?

—¿Por qué? ¿Porque ha sufrido usted y sufre más que nosotros?

—No: porque soy indigno de mi sufrimiento.

—Quien ha podido sufrir más que los otros es, en consecuencia, digno de sus sufrimientos. Cuando leí su confesión a Aglaya Ivanovna, ella hubiese querido verle, pero...

—...Lo aplaza para más tarde... No puede. Me hago cargo, me hago cargo —interrumpió Hipólito, deseoso al parecer, de cambiar de conversación—. A propósito: me han dicho que le leyó usted en persona todo aquel conjunto de atrocidades escritas en estado de delirio. Me parece increíble que se pueda ser lo bastante no diré cruel, porque sería humillarme, pero sí puerilmente vano y rencoroso para reprocharme esa confesión y emplearla como arma contra mí. Conste que no me refiero a usted...

—Hace usted mal en renegar de ese escrito, Hipólito. Es sincero, sin duda, y aunque no carezca de aspectos ridículos —la palabra hizo contraer el rostro al enfermo—, hasta los más ridículos quedan redimidos por el sufrimiento que los inspira. Esas confesiones han sido para usted un sufrimiento... y acaso una muestra de masculinidad. Su inspiración en principio era noble, aunque fuese juzgada aquella noche de un modo y otro. Cuanto más reflexiono, más convencido estoy de ello. Se lo aseguro. No pretendo juzgarlo, sino únicamente exponer mi opinión. Y lamento haber callado entonces...

Hipólito se sonrojó. Preguntóse por un momento si Michkin se propondría burlarse de él con hipócritas lisonjas, pero al mirar el rostro de su interlocutor, comprendió que éste hablaba con sinceridad, y su semblante se serenó.

—Y, sin embargo, no tengo más remedio que morir —contestó, reprimiendo a duras penas el deseo de agregar: «¡Morir un hombre como yo!» —Imagine que ese Gania creyó oportuno hacerme observar que tal vez muriesen antes algunas personas de las que oyeron el otro día la lectura de mi escrito. ¿Qué le parece? Gania juzga eso un consuelo. ¡Ja, ja, ja! En primer lugar, hasta ahora no ha muerto ninguno, y aunque así fuera, ¿de qué me valdría? Me juzga por lo que él es. Luego me dirigió verdaderas injurias, diciendo que en mi caso se debe morir silenciosamente, y que lo contrario no es sino egoísmo. ¿Qué me dice? ¡Él si que es egoísta! ¡Y con un egoísmo tan refinado, o, mejor dicho, tan grosero, que ni se da cuenta él! ¿Ha leído usted la historia de Esteban Gliebov, aquella figura del siglo dieciocho? Ayer cayó, en mis manos por casualidad.

—¿Quién era Esteban Gliebov?

—Aquel que fue empalado en la época del zar Pedro.

—¡Ah, sí! Estuvo quince horas en el palo y murió con un valor excepcional. Lo he leído, sí. ¿Y qué?

—Dios concede muertes así a ciertas personas, pero no a nosotros. Lo juzga así ¿verdad, príncipe? ¿No me cree capaz de morir como Gliebov?

—No digo eso —repuso el príncipe, confuso—: sólo quiero decir que usted... no que usted no pudiera parecerse a Gliebov..., sino que usted sería, más bien...

—¿Un Osterman y no un Gliebov?

—¿Osterman? —extrañóse Michkin.

—El diplomático Osterman, contemporáneo del zar Pedro —repuso Hipólito, algo desconcertado.

Siguió una pausa. Ambos se sentían un tanto molestos.

—No quería decir eso tampoco —repuso Michkin, con suavidad—. No creo que fuese usted un Osterman.

Hipólito frunció el entrecejo. Michkin se apresuró a excusarse.

—También en eso voy demasiado lejos. Pero quiero decir (y le juro que es cosa que siempre me ha impresionado) que los hombres de entonces no se parecían en nada a los de ahora. No, no eran de la misma raza. Nuestra naturaleza es muy distinta. Entonces la gente sólo tenía una sola idea. Hoy somos más nerviosos, más evolucionados, más sensitivos, tenemos dos o tres ideas a la vez... El hombre moderno es más amplio y, se lo aseguro, ello le impide ser de una sola pieza, como eran sus antepasados. A eso únicamente tendía mi observación y no...

—Comprendo. Me ha confesado usted ingenuamente que no compartía mi opinión y ahora quiere consolarme. ¡Ja, ja, ja! Es usted un verdadero niño, príncipe. Pero noto que me trata usted como a... como a una taza de porcelana. No importa, no importa, no me ofendo por ello... Hemos tenido una conversación muy estrafalaria. A veces es usted un verdadero niño, príncipe, lo repito. Además, sepa que yo preferiría ser cualquier cosa antes que un Osterman, porque siendo un Osterman no valdría la pena el resucitar de entre los muertos... Veo que urge que yo muera lo antes posible. De lo contrario, yo mismo... Ea, me voy. Adiós... A propósito: ¿qué manera de morir le parece mejor? Quiero decir la más virtuosa. ¡Hable!

—La que consiste en desaparecer antes que los demás, perdonándoles su dicha —repuso Michkin en voz baja.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ya sabía yo que diría usted algo parecido! Pero usted... usted... ¡Ustedes, las personas elocuentes...! Hasta la vista, hasta la vista...

VI



Bárbara Ardalionovna había dicho la verdad al comunicar a su hermano que las Epanchinas proyectaban una velada con asistencia de la princesa Biolokonsky. Ello se había decidido precipitadamente y con cierta agitación, sin duda, porque en aquella casa no podía hacerse nada como en las demás, según Lisaveta Prokofievna. La impaciencia de ésta, anhelosa de rápidas concreciones, lo explicaba todo, así como también la solicitud de los padres respecto al porvenir de su amada hija. Además, la princesa Bielokonsky iba a marchar en breve y como se contaba con que se interesase por el príncipe, se deseaba vivamente que él entrase en el gran mundo bajo los auspicios de la anciana dama, cuyo apoyo constituía la mejor recomendación para un joven. Los esposos pensaban que, si en aquel casamiento había algo de extraño, el «mundo» aceptaría mejor al futuro de Aglaya si aparecía patrocinado por la omnipotente princesa. De todos modos, antes o después, había que «presentar» a Michkin, había que introducirle en la sociedad, cosa de la que él no tenía la menor idea. Por otra parte, la reunión era una simple velada íntima, con asistencia de escasos amigos de la casa. A más de la Bielokonsky se aguardaba a otra señora, esposa de un alto dignatario. Como joven, sólo figuraría Eugenio Pavlovich, que debía acompañar a la princesa.

Michkin fue advertido con tres días de antelación de la llegada de aquella señora, pero sólo la víspera de la reunión se le notificó que ésta iba a celebrarse. Él observó el aspecto inquieto de los miembros de la familia y comprendió que distaban mucho de sentirse seguros acerca del efecto que su amigo había de causar. Pero las Epanchinas le juzgaban demasiado cándido para poder adivinar las dudas que ellas albergaban, y esto les hacía contemplarle con más precaución. Él no daba importancia alguna a la velada; sus preocupaciones eran muy diferentes. Aglaya se tornaba cada vez más caprichosa y sombría, y ello mortificaba mucho al príncipe. Cuando supo que aguardaba también a Radomsky, manifestó viva satisfacción, porque deseaba hablarle hacía mucho tiempo. Sus palabras no agradaron a nadie. Aglaya, irritada, se fue de la sala, y únicamente a las once, cuando el príncipe se despedía, la joven aprovechó la oportunidad para dirigirle algunas palabras a solas.

—Quisiera que no viniese usted mañana en todo el día y que por la noche llegase cuando estuviesen reunidos todos esos... visitantes. Ya sabe usted que habrá gente.

Su tono sonaba impaciente y duro. Era la primera alusión que hacía a la velada. Todos habían podido advertir que a Aglaya le resultaba insoportable la idea de que hubiese gente. De buen grado hubiese dado una escena a sus padres con tal motivo, pero callaba por orgullo y pudor. Michkin comprendió en el acto que Aglaya temía por él, sin querer confesarlo, y se sintió asustado repentinamente.

—Sí, lo sé. Me han invitado —dijo.

La joven continuó la conversación sintiéndose visiblemente confusa.

—¿Puedo hablarle en serio una vez siquiera en la vida? —preguntó con brusquedad, encolerizada de pronto sin saber por qué, advirtiéndose a la vez incapaz de dominarse.

—La atiendo con sumo gusto —contestó el príncipe.

Tras una breve pausa, Aglaya continuó con profundo desagrado:

—No he querido discutir con mi familia. A veces no hay manera de hacerlos entrar en razón... Me han horrorizado siempre los principios que rigen a veces la conducta de maman. Sobra hablar de papá; a él no hay que preguntarle nada. Maman, ya lo sé, es una mujer muy buena. Ocúrrasele proponerle una vileza, y usted verá lo que dice... Y, sin embargo, se inclina ante ciertos seres despreciables. No aludo a la princesa Bielokonsky. Aunque sea una vieja absurda y de mal carácter, tiene inteligencia y sabe meter a todos en un puño. ¡Eso siempre es una cosa buena! Pero hay ciertas bajezas... Y ridículas, porque nosotros hemos sido siempre gente de la clase media, de una clase tan media como pueda ser. ¿Por qué, pues, obstinarnos en deslumbrar al gran mundo? A mis hermanas les pasa igual. El príncipe Ch. les ha llenado la cabeza de aire... ¿Por qué le alegra tanto, príncipe, la noticia de que va a venir Eugenio Pavlovich?

—Escuche, Aglaya —repuso Michkin—, veo que teme usted por mí. Sí; teme verme meter la pata en la reunión.

—¿Que temo por usted? —continuó Aglaya, muy ruborizada—. ¿Y qué razón hay para que tema por usted? Aunque usted... aunque usted se cubriese de ridículo, ¿que podría importarme? ¿Cómo se le ocurren semejantes términos? ¡Meter la pata! Es una expresión de pésimo gusto.

—Suele decirse... y...

—Suele decirse en un sentido ordinario. Se me figura que se propone hablar mañana así toda la velada. Le aconsejo que hojee un poco más el diccionario de caló; obtendrá usted de ese modo un éxito definitivo. La única lástima es que sepa usted presentarse correctamente. ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Sabe usted coger y tomar con corrección un vaso de té cuando todas las miradas se fijan en usted para ver cómo lo hace?

—Creo que sabré.

—Lo siento, porque me habría divertido verlo cometer torpezas. Por lo menos, procure romper el jarrón de la sala. Vale bastante... ¡Rómpalo, se lo ruego! Es un regalo. Mamá se deshará en llanto delante de todos. Haga usted uno de sus ademanes habituales, descargue un buen puñetazo y rompa el jarrón. Para ello siéntese adrede junto a él.

—Por el contrario, me sentaré lo más lejos posible. Celebro que me haya prevenido.

—De modo que tiene miedo de empezar a accionar como siempre... Apuesto también a que se propone tratar algún tema serio, científico, trascendental. ¡Será correctísimo!

—Temo obrar torpemente, si no me orienta.

—Escuche de una vez para siempre —dijo Aglaya con impaciencia—: si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo»...en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo, pero después no vuelva a aparecer ante mis ojos. Le hablo seriamente. ¡Esta vez le hablo seriamente!

Y mostraba, en efecto, profunda seriedad al proferir semejante amenaza. En su mirada y su acento había una expresión insólita, que el príncipe no había visto nunca en Aglaya y que no se parecía en nada a la burla.

—Se ha puesto usted de tal modo, que ahora estoy seguro de «despotricar» y hasta quizá de romper el jarrón... Antes no temía nada y ahora lo temo todo. Meteré la pata seguramente.

—Entonces, cállese. Estése sentado y mudo.

—No podré. Tengo la certeza de que el temor me impulsará a hablar y a romper el jarrón. Puede que resbale y me caiga, o que haga otra cosa parecida. Ya me ha sucedido alguna vez. Voy a soñar en ello toda la noche. ¿Por qué me lo ha sugerido?

Aglaya le miró, sombría.

—Escuche: lo mejor será que no venga —indicó Michkin—. Diré que estoy enfermo de boquilla y asunto concluido.

La joven, pálida de ira, golpeó furiosamente el suelo con el pie.

—¡Señor! ¿Dónde se ha visto una cosa así? ¡No venir cuando esa reunión se organiza sólo para él! ¡Dios mío! ¡Éstas son las consecuencias de tratar con un hombre tan... absurdo como usted!

—Vendré, vendré —se apresuró a contestar el príncipe—, y le doy mi palabra de honor de que pasaré la noche entera sin abrir los labios. Lo haré así.

—Y acertará. Antes ha dicho: «Diré que estoy enfermo de boquilla» ¿De dónde saca tales expresiones? ¿Qué placer encuentra en hablarme así? Lo hace para molestarme, ¿verdad?

—Perdón. Es una expresión de colegial. No volveré a emplearla. Comprendo (¡no se enfade!) que teme usted por mí y eso me encanta. No sabe usted lo que me asustan sus palabras... y lo feliz que me hacen. Pero ese temor no significa nada: es una pequeñez. ¡Se lo aseguro, Aglaya! En cambio, la ventura persistirá. Me encanta verla tan niña, tan buena... ¡Qué mujer tan buena puede ser usted, Aglaya!

Ella estuvo a punto de incomodarse, pero, de pronto, un sentimiento inesperado se adueñó de su alma.

—¿Y no me reprochará usted más tarde, la aspereza de mis palabras de ahora? —preguntó de pronto.

—¿Qué dice usted? Parece mentira... Y ¿por qué vuelve a sonrojarse y a tener la mirada sombría? Eso, que le ocurre hace cierto tiempo, no le pasaba antes. Aglaya. Sé a lo que se debe...

—¡Calle, calle!

—No: es mejor hablar. Hace tiempo quise explicarme con usted y le dije lo que era, pero como no me creyó, tengo que volver a empezar. Hay una persona entre nosotros...

Aglaya asió con fuerza el brazo de su interlocutor y le miró, casi aterrada.

—¡Calle, calle, calle! —interrumpió bruscamente.

En aquel momento la llamaron. Satisfecha de poder abandonar al príncipe oportunamente, huyó a toda prisa. Michkin pasó la noche con fiebre. Tal era su estado desde hacía varias noches. Y a la sazón, en un semidelirio, se le ocurrió una idea: ¿iría a sufrir un ataque en presencia de todos? Ya le había sucedido otras veces. El pensamiento le dejó helado. Soñó que estaba en una sociedad asombrosa, insólita, entre gentes extrañas. Lo esencial era que «despotricaba», que sabía que no debía hablar y que hablaba sin cesar ni un instante, esforzándose en persuadir no sabía de qué cosa a sus interlocutores. Entre éstos se hallaban Radomsky e Hipólito, que parecían estar en muy buenos términos mutuos.

Despertó algo después de las ocho, sintiendo dolor de cabeza y un desorden mental extraordinario. Experimentaba un extraño y fuerte deseo de hablar con Rogochin, no sabía acerca de qué. Luego adoptó la decisión de visitar a Hipólito. Merced a la turbación de su ánimo, los incidentes de aquella mañana, aunque le impresionaron mucho, no lograron absorberle por entero. Uno de aquellos incidentes lo constituyó la visita de Lebediev.

Éste se presentó bastante temprano, es decir, poco después de sonar las nueve. Estaba completamente beodo. Aunque el príncipe no reparase apenas, desde hacía algún tiempo, en lo que sucedía a su alrededor, no había dejado de notar el hecho de que, desde la marcha del general, la vida de Lebediev era muy disipada: descuidaba su persona, llevaba los vestidos llenos de manchas, la corbata torcida, el cuello desgarrado. Armaba en casa alborotos cuyo rumor llegaba hasta las habitaciones de Michkin, aunque éstas se hallasen separadas de las otras por un patinillo. Una vez Vera había acudido, llorosa, para narrar al príncipe lamentables escenas domésticas.

Cuando Lebediev se halló ante Michkin, comenzó a hablar de un modo extraño, golpeándose el pecho, como si se confesase:

—He recibido... la recompensa de mi bajeza y mi perfidia. ¡He recibido una bofetada! —declamó trágicamente.

—¿Una bofetada? ¿De quién? ¿Y a estas horas?

—¿A estas horas? —repitió Lebediev, sarcásticamente—. La hora no tiene nada que ver con esto... ni siquiera para un castigo físico... Pero es un bofetón moral... moral y no físico, el que he recibido.

Sentóse sin cumplidos e inició un relato incoherente Michkin arrugó el entrecejo y ya se disponía a marcharse cuando ciertas palabras que escuchó le detuvieron en seco, petrificándole de sorpresa. Lebediev contaba cosas muy extrañas.

Ante todo, tratábase de una carta. Habíase pronunciado el nombre de Aglaya Ivanovna. Luego, a boca de jarro, Lebediev rompió en amargos reproches dirigidos al príncipe. Parecía estar quejoso de alguna cosa. Según decía, el príncipe, al comienzo, le había honrado con su confidencia en los asuntos referentes a cierta persona (Nastasia Filipovna), pero después había roto con él, expulsándole de su presencia ignominiosamente. El príncipe había llevado incluso su falta de gratitud hasta negarse a contestar a una «inocente pregunta relativa a próximos cambios en la casa». Lebediev, entre hipidos de beodo, declaró que no había esperado tal cosa jamás, sobre todo teniendo en cuenta que «sabía muchas cosas por Rogochin... y por Nastasia Filipovna... y por la amiga de Nastasia Filipovna... y por Bárbara Ardalionovna... y por... hasta por Aglaya Ivanovna... ¿Comprende? Sí, a través de Vera, mi hija queridísima, mi hija única... No, única, no; me engaño... porque tengo tres... ¿Y quién ha informado secretamente a Lisaveta Prokofievna? ¡Je, je! ¿Quién le ha escrito para ponerla al corriente de todos los hechos y movimientos... de Nastasia Filipovna? ¡Je, je! ¿Quién le envió esos anónimos, quiere decírmelo?»

—¿Es posible que haya sido usted? —exclamó Michkin.

—Exactamente —repuso el beodo, con dignidad—. Hoy mismo, a las ocho y media, hace treinta minutos... No, tres cuartos de hora... he notificado a esa noble madre que tenía que informarle de una aventura... significativa. He enviado a mi hija con unas palabras. Vera ha subido por la escalera de servicio.

—¿Y ha ido usted a ver a Lisaveta Prokofievna? —preguntó el príncipe, incrédulo.

—Sí, y he recibido un bofetón... moral. Me ha devuelto la carta, me la ha tirado a la cara sin abrirla siquiera... y a mí me ha echado por las escaleras... figuradamente hablando... Aunque ha faltado poco para que lo hiciese materialmente también.


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